Presentación

Número 8

—3 de junio de 2021—

Portada del libro «Número 8» de Luis Felipe Gómez Isaza

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Luis Felipe Gómez Isaza (Medellín, 1961) es médico y profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Escritor de cuentos y crónicas de viaje, ha publicado «Cuentos del cartujo» (2013), «Cuentos de Cupido» (2015), «Cuentos de Sísifo» (2016), «Viaje a caballo» (2019) y «Número 8» (2020). Columnista de cuentos y crónicas de fútbol («Cápsulas de Alcasu»), es hincha del Atlético Nacional de Medellín, amante del fútbol colombiano y de su Selección.

Presentación del autor y su obra
por Carlos Alberto Palacio
y Diego Velásquez.

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Editorial Artes&Letras

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Los cuentos del número ocho son cuentos de fútbol, de mi fútbol, de mi visión de futbolista utópico, de hincha apasionado y radical en su momento, y, ahora, de apacible observador de una inventiva humana que ha cambiado el arte por los intereses comerciales. […] Que rueden la pelota y la imaginación. Que rueden los recuerdos.

El Autor

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Por estas páginas, Luis Felipe recorre gustos y disgustos, el conjuro contra el Independiente Medellín de Edulvina de Villanueva, la esposa del arquero rojo al que no le pagaron, ese autogol que casi convierte en su debut como número 8, la impotencia para sacar del purgatorio a su equipo de la universidad, la tragedia cuando vio sin una pierna a Víctor Campaz, «mi negro hermoso», la emoción por anotarle un gol de penalti a Saldarriaga, arquero del Nacional, el sentimiento de jugar con un ídolo como «El Bendito» Fajardo, asmático y gordito, ser dirigido por «El Cobo» Zuluaga, que convertía en una metáfora la disciplina de la vida, y muchos momentos más… […] El autor de este libro siempre apuesta por los más débiles y lo enamoran las causas perdidas.

César Augusto Londoño

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Luis Felipe Gómez Isaza

Luis Felipe Gómez Isaza

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Mi debut

Por Luis Felipe Gómez Isaza

El treinta y uno de julio de mil novecientos setenta fue mi primer partido. ¡Qué tal! Recuerdo mi nacimiento, pero no sé con exactitud cuál fue la fecha de mi despedida como futbolista activo. Recordar el primer aliento de vida es algo inaudito, imposible. Uno de su nacimiento ni se acuerda, pero probablemente sí tiene certeza del comienzo de sus pasiones; al menos ese es mi caso. La señorita Amparo, metódica y con sus once titulares, nos advirtió antes de subirnos al bus que, una vez llegáramos al colegio grande, deberíamos estar muy atentos, pues, aunque los padres de familia estarían pendientes de nosotros, la responsabilidad era exclusivamente de ella y no se podía perder nadie. Así que una vez que lleguen, niños, me esperan para llevarlos a la cancha. Emocionante fue el corto viaje con los tatabrones del recreo, aquellos que tanto admiraba entre secretos y deseos. Desde que se subieron, no paraban de charlar, gritar y reír, además hacían todo tipo de bromas y me soportaban entre mofas. Yo ya tenía puestos mi uniforme y mis guayos, todo para mí estaba en orden, hasta el número ocho pegado en mi camisa blanca. Los pies no tocaban el piso del bus, mi tamaño no me lo permitía, así que los balanceaba colgantes y eso, aunque no me incomodaba, sí me permitía hacer comparaciones con mis otros compañeros.

Bueno, en fila india todos. Amparito contaba párvulos y de memoria repetía: Arroyave, Gil, Restrepo, Valencia, Peña, Mondragón, Correa, Rodríguez, Posada, Jaramillo y Gómez. ¿Once, cierto? ¡Sí señorita!

Llegamos a una cancha repleta de padres de familia ansiosos por ver el encuentro. Amparito nos dio las instrucciones, muy empoderada de su papel como directora técnica del grado tercero elemental. Recuerden niños su comportamiento, nada de groserías, sin escupir, sin dar patadas a los otros niños y sin alegar, vamos todos con alegría y entusiasmo a ganar.

Esa fue mi primera charla técnica, ni táctica ni estrategia. Fue como dar una largada de caballos pueblerinos, todos a correr, y salimos felices y sin contención al campo del colegio mayor, abrazados por el sol radiante de verano y un cielo limpio que acompañaría el cotejo. Nuestro rival: el equipo de los niños de cuarto. Iban vestidos de camiseta azul con el escudo del colegio en el lado izquierdo del pectoral, pantaloneta blanca y medias también blancas, ninguno con tenis y todos con sus guayos bien embetunados. El balón, de cuero y hecho a mano, casi redondo, pues, como si imitara una naranja ombligona, tenía una protusión por donde se metía la vejiga de caucho, la cual luego de ser inflada a presión daba rebote alto, o piedrita, como llamábamos en esa época. Era una tortura patearlo y yo en ese momento solo tenía las referencias de los balones que chutaba con mi papá en el patio de la casa. Al comenzar el partido no sabía a ciencia cierta qué ocurría. Los niños gritaban «vamos, vamos, para arriba, para arriba». Lo único que yo pensaba y se me pasaba por la cabeza eran las palabras de mi padre acerca de las funciones del número ocho, tenía que correr y correr, de arriba para abajo, y eso hacía: correr con todas mis fuerzas y, una vez se acababa la cancha, me devolvía para el otro arco. Así en las primeras de cambio. Yo sí sabía que al balón había que pegarle de alguna forma y que de eso se trataba el fútbol, de patear duro, lo más alto que se pudiera y lo más fuerte; sin embargo, el balón iba y venía en la vocinglería del juego, de punta y de empeine todos le daban su patada, con lo que fuera. Yo corría y veía de lado, como un espectador veloz, esa fragua, esa batalla infantil, así que busqué mi oportunidad, pues no podía defraudar a mi papá, quien seguramente estaría impresionado con el despliegue físico al cual me había encomendado. Por los aires, y a veces en el piso, se mantenía entre rebotes la coqueta y esquiva. Ya los niños de cuarto habían hecho tres goles y su celebración me parecía incómoda, pero divertida. Unos gritos acompañados de abrazos al compañerito que había metido la pelota y una algarabía ponían a comenzar el juego de nuevo. En una de las pocas oportunidades, por no decir la única y preciada que tuve, vi cómo esa naranja ombligona se acercaba coqueta hacia mí, un poquito trompicada, pero en rodaje franco y veloz; venía y se acercaba a la puerta de mis oportunidades futbolísticas, la ocasión tocaba mi heroico momento, venía la redonda y yo iba hacia ella, no dejaba de mirarla, corría con más y más entusiasmo a su encuentro, solo escuchaba lejanos gritos, pero no discernía su contenido, eran gritos acalorados, producto de la fragua, de niños y de padres de familia, pero en ese momento de calor y dicha yo solo pensaba en impactar la pelota, esa redondez irregular que venía con ganas de tener un amor conmigo. Y así fue: aceleré mi carrera y nos encontramos. La impacté con fuerza y ella se elevó, tomó aire como un misil, como un proyectil, e inauditamente se estrelló contra el horizontal de mi propia portería ante las protestas de unos y las risas de otros.

«Nooooo, hacia allá noooo, hacia allá no. ¡Es para el otro lado!», gritaban desde afuera de la cancha. Fue un buen debut. Corrí como ocho y casi hago el autogol más bello que haya podido existir en el colegio San Ignacio. Sin embargo, el recuerdo del magistral impacto sería un pesado fardo que no me quitaría de mis hombros hasta encontrarme con Marroquín.

Fuente:

Gómez Isaza, Luis Felipe. Número 8. Editorial Artes y Letras, Medellín, septiembre de 2020.