Presentación

Revista
Universidad
de Antioquia

Número 336

—Noviembre 9 de 2019—

Portada de la «Revista Universidad de Antioquia» n.º 336

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La Revista Universidad de Antioquia es un espacio de confluencia cultural y social, dispuesto a la divulgación científica y al diálogo de saberes. Desde su origen (8 de mayo de 1935) se ha destacado en Colombia y en América Latina como una expresión del arte y del conocimiento universitario. La presencia de múltiples voces de las ciencias, la filosofía, la literatura y las artes garantizan su apertura y su calidad. A sus ochenta y cuatro años llega a la edición número 336, algo poco común en las publicaciones culturales en el mundo. Su actual director, Selnich Vivas Hurtado, es escritor, editor y profesor de Literatura en la Universidad de Antioquia, doctor en Literaturas Alemanas y Latinoamericanas de la Universidad de Freiburg. Entre sus obras se encuentran «Komuiya úia: poética ancestral contemporánea» (Sílaba, 2015), «Utopías móviles» (Diente de León, 2014), «Contra editores» (Unaula, 2014), «Finales para Aluna» (Ediciones B, 2013), «Zweistimmige Gedichte» (poemas en colaboración con Judith Schifferle, Prut Verlag, 2012), «Déjanos encontrar las palabras» (Premio Nacional de Poesía, Universidad de Antioquia, 2011), «Sveta Aluna» (El Astillero, 2008), «K. Migriert» (Universität Freiburg, 2007) y «Para que se prolonguen tus días» (El Astillero, 1998). Su obra más reciente es «Abɨna ñue onóiyeza» (poemas para ser cantados y danzados en edición trilingüe: mɨnɨka, alemán, español).

Conversan Selnich Vivas, Clara Inés Ríos (profesora titular U. de A.) y Juan Felipe Varela (filólogo hispanista).

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Logo Revista Universidad de Antioquia

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Cada vez que se abre un número de la Revista Universidad de Antioquia —cualquier número— puede uno estar seguro de la calidad, variedad e impacto de sus textos, desde las llamadas «minúsculas» iniciales —donde suelen campear excelentes textos breves de algunas de las más afiladas plumas de autores locales, como Andrés García Londoño, Eduardo Escobar, Paloma Pérez Sastre, Claudia Ivonne Giraldo e Ignacio Piedrahíta, entre otros— hasta las páginas finales, con sus rigurosas reseñas de libros recientes y los escritos sobre cine.

Pero hay algo más, algo que para mí define la Revista más que cualquier otra característica y es su voluntad de abrir espacio a miradas, temas y vertientes de análisis novedosos, incluso pioneros, y esa misma voluntad de abrir sus páginas a creadores nacionales y extranjeros inéditos en nuestro medio o al menos muy poco conocidos.

Para probar mi punto, tomo al azar un número de mi colección personal. Sale la 295, como habría podido salir la 258 o la actual, la 320, por cierto una de mis predilectas. Y allí encuentro, para citar solo tres ejemplos entre una docena, un amplio reportaje al estupendo dramaturgo cubano Iván Acosta —de quien hasta entonces no se había escuchado hablar en Colombia—, un texto sobre el notable escritor y traductor español Juan Arnau —crecientemente conocido en nuestro país— y un breve y emotivo poema del tolimense Nelson Romero Guzmán, ganador del Premio Casa de las Américas de Poesía.

Con su combinación de introspección panorámica en el acontecer cultural del presente y el pasado y una amplia y premonitoria ventana a los creadores que en un día no muy lejano marcarán pauta, no es de extrañar que nuestra querida Revista Universidad de Antioquia llegue a su octava década plena de lozanía y juventud.

Juan Fernando Merino
(2015)

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Foto de Selnich Vivas Hurtado

Selnich Vivas Hurtado

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El amor desde
la tradición mítica
prehelénica

Por Clara Inés Ríos Acevedo *

La cultura occidental hunde sus raíces en la cultura griega, la cual, a su vez, se nutrió de una legendaria tradición prehelénica que insidió en la concepción del mundo de la Grecia arcaica y clásica. La época prehelénica es anterior a la Guerra de Troya, que tuvo lugar «en la Edad del Bronce griega (antes de 1100 a. C.)» (1), parte de la cual fue narrada por Homero en la Ilíada en el s. viii a. C. Según Tucídides en la Historia de la guerra del Peloponeso, que también es anterior a Helén, héroe mítico y defensor por el imperio de la fuerza, de grupos poblacionales acosados por otros grupos invasores, razón por la cual los grupos poblacionales ascendientes de los griegos fueron llamados helenos (i, ii, iii).

Parte de la milenaria tradición prehelénica se insertó en el patrimonio inmaterial de Occidente, gracias a que los griegos de la época arcaica se constituyeron en sus más inmediatos herederos al recibir todo un acervo cultural que incluyó a sus dioses y a sus mitos, los cuales nutrieron los argumentos de las obras literarias pioneras de la Grecia arcaica de Hesíodo y Homero, de las que en buena parte se nutren los escritores de épocas posteriores. La época arcaica está comprendida entre el siglo viii a. C., cuando fueron escritas estas obras, y el siglo vi a. C., y a ella le sucede la época clásica, que culmina con la muerte de Alejandro Magno, en el 323 a. C., con la que se inicia la época helenística.

Homero y Hesíodo muestran los grandes observadores de la naturaleza física y humana que fueron los ancestros griegos de estos remotos tiempos, y las tempranas comprensiones acerca de la esencia de lo humano a las que arribaron a fuerza de necesidad y observación. Estas comprensiones las proyectaron en sus dioses al concebirlos a imagen y semejanza propia y caracterizarlos por los rasgos físicos y de personalidad observados en sus congéneres, por lo que también sus dioses tenían figura humana y se comportaban haciendo gala de las mismas iniquidades y bondades de que son capaces los mortales.

La obra Los filósofos presocráticos, recoge la versión del filósofo griego Jenófanes de Colofón (finales del s. vi a. C.), quien ilustra este mecanismo de proyección, a propósito de los rasgos físicos, al afirmar que los «etíopes dicen que sus dioses son chatos y negros y los tracios que tienen los ojos azules y el pelo rubio» (p. 195). A propósito de los rasgos de personalidad, un buen ejemplo está en los Himnos homéricos, de autor anónimo (s. vii a. C.), donde se caracteriza al dios Hermes como «un niño versátil, de sutil ingenio, saqueador, ladrón de vacas» (2).

Las obras de Hesíodo y Homero, integraron a sus argumentos parte de estas tradiciones milenarias. Como su contenido lo muestra, la proyección de las características esenciales de lo humano en el imaginario comportamiento de sus dioses abarcó, entre los diversos rasgos exclusivamente humanos —como el deseo de trascendencia, la capacidad de admirar la belleza, el engaño, la perfidia o el adulterio—, también el reconocimiento de la homosexualidad. Esto viene desde una tradición mitológica que se remonta a la época prehelénica. Es un movimiento de reciprocidad que, además de atestiguar que la homosexualidad fue reconocida por los antiguos ascendientes de los griegos como una disposición natural, legitimó las relaciones homosexuales incluso más allá de la Grecia arcaica y clásica, ubicándolas a la misma altura y condición natural de las heterosexuales. Así lo destacó Longo (s. ii d. C.) cuando dijo, en defensa del deseo homosexual por un pastor, apelando a dos mitos de amplia y antigua tradición y difusión: «Si me he prendado de un zagal, he tomado por modelos a los dioses: […] Branco apacentaba cabras y lo amó Apolo; pastor era Ganimedes y Zeus lo raptó» (3).

El mito cabalga entre la leyenda fabulosa y la realidad, y sus contenidos, originariamente concebidos como relatos reales, permiten hacer abstracción de lo imaginario que los constituye, para convertirse en historia, bien por la verdad que oculta el contenido de lo narrado, o por ser el fiel reflejo de creencias ancestrales que con un alto grado de acierto lograron explicar algunas universalidades, en medio de la diversidad, de la naturaleza humana. Hoy se reconoce que el mito porta verdades de fondo que salvan su valor histórico, pues obedecen a primigenios intentos de dar explicación al mundo circundante e incomprendido; con sus imaginarias conclusiones han respondido preguntas que el precario desarrollo científico y la experiencia acumulada no podían resolver, y se han consolidado como puntos de vista desde los cuales se tejió la relación del ser humano con su mundo, comprobándose, posteriormente, el monto de veracidad sobre el que estaban edificadas sus respuestas. Los mitos, que pervivieron durante siglos gracias a la transmisión oral, sufrieron algún tipo de desconfiguración que hace que, en algunos casos, existan distintas versiones, sin embargo, el núcleo central de su contenido permanece.

En este contexto, la homosexualidad es reconocida como propia de la naturaleza humana, por la vía de la tradición mítica, desde la época prehelénica. Dos mitos oriundos de esta tradición, en los que se proyecta el amor homosexual en los dioses que inventaron, fueron el mito de Ganimedes y sus amores con Zeus, y el mito de la relación entre Apolo y Jacinto.

Ganimedes era un príncipe troyano de quien —sin puntualizar el deseo homosexual del dios, ni atribuirle el rapto del joven enviando un águila o metamorfoseándose en ella, como lo afirman otras versiones—, dice Homero en la Ilíada que «los caballos de Eneas […] son de la misma raza que los que Zeus […] dio en pago a Tros por su hijo Ganimedes» , y que este, «comparable a un dios, […] fue el más bello de los hombres mortales. Lo raptaron los dioses, para que fuera escanciador de Zeus, por su belleza y para que conviviera con los inmortales» (4).

La versión que se encuentra en Los himnos homéricos, es más precisa al relatar que «al rubio Ganimedes lo raptó el prudente Zeus, por su belleza, para que viviera entre los inmortales, y en la morada de Zeus sirviera de escanciador a los dioses, maravilla de ver, honrado entre todos los inmortales al verter de la áurea cratera el rojo néctar» (5). Pero fue Eurípides (s. v a. C.), quien abiertamente se refirió a la relación homosexual que se le atribuyó al dios con el joven diciendo: «¡Triste tierra dardania, donde corría caballos Ganimedes, compañero de lecho de Zeus!» (6).

Desde la época prehelénica también fue proyectado sobre Apolo el deseo homosexual y, entre los amantes que se le atribuyeron destaca Jacinto, un joven príncipe espartano a quien, dice Filóstrato, «promete darle todo lo que tiene, si le permite estar con él: le enseñará a manejar el arco, le enseñará música, a comprender los oráculos, a no ser torpe con la lira, a presidir los certámenes de la palestra, y le concederá, a bordo de un carro tirado por cisnes, recorrer todos los parajes amados por Apolo» (7). Pero, cuenta Hesíodo, (s. viii a. C.) que Apolo lo «mató sin querer con un disco» (8). Según la versión del poeta latino Ovidio (43 a. C.), en la Metamorfosis, después de comprobar la muerte de Jacinto, Apolo, atónito, reflexiona:

Veo en tu herida una acusación contra mí. Tú eres mi dolor y mi crimen; a mi mano hay que atribuir la responsabilidad de tu muerte; yo soy culpable de tu muerte. [Sin embargo, ¿cuál es mi falta? A menos de que jugar se llame falta, a menos de que también pueda llamarse falta haber amado]. Y ojalá se me permitiera entregar mi vida a cambio de la tuya o entregarla contigo. Pero, puesto que nos lo prohíbe la ley del hado, siempre estarás conmigo y tu recuerdo permanecerá en mi boca (9).

Sin embargo, el mitógrafo griego Paléfato (s. iv a. C.) atribuye su muerte a los celos de Céfiro, el viento del oeste que competía con Apolo por el amor de Jacinto:

… uno y otro rivalizaban por su amor con aquello que era su fuerte. Apolo lanzaba saetas, Zéfiro soplaba. De aquel recibía el joven cantos y placer, mas de este espanto y turbación. El muchacho se decantó por el dios y a Zéfiro, dominado por los celos, lo armó para la guerra. En esto se presentó la ocasión del ejercicio gimnástico del joven, que fue para Zéfiro ocasión de venganza. Un disco fue lo que sirvió para matarlo, arrojado por el uno, recibido por el otro (10).

Dice además Paléfato que Apolo, desolado, transformó su sangre haciendo que de ella brotara una nueva flor, el Jacinto, y en sus pétalos esculpió su lamento. No satisfecho con haberlo inmortalizado en una flor, Eurípides relata que «a partir de entonces, se celebran sacrificios de bueyes en tierra laconia: el vástago de Zeus [Apolo] prescribió el rito» (11). Se trata de las fiestas jacintias de tradición prehelénica en honor al joven espartano.

Platón (428-427 a. C.), en el Banquete, se aplica a discernir la naturaleza del amor, incluido el amor homosexual, y a mostrar el poder de Eros, afirmando, en el mito del andrógino, que, antaño, no eran dos, sino tres los sexos: el masculino, el femenino y el andrógino, que tenía los dos sexos. La forma de estos tres seres era redonda: «cuatro manos, mismo número de pies que de manos y dos rostros perfectamente iguales sobre un cuello circular. Y sobre estos dos rostros, situados en direcciones opuestas, una sola cabeza, y además cuatro orejas [y] dos órganos sexuales» (12) ubicados por fuera, aunque «engendraban y parían no los unos en los otros, sino en la tierra» (13). Pero con su fuerza descomunal quisieron atacar a los dioses, por lo que Zeus los partió por la mitad. Como, una vez partidos, se buscaban intentando volver a unirse, y sufrían y morían por no querer estar separados, Zeus se apiadó y trasladó hacia adelante «sus órganos genitales y consiguió que mediante éstos tuviera lugar la generación en ellos mismos, a través de lo masculino en lo femenino, para que si en el abrazo se encontraba hombre con mujer, engendraran y siguiera existiendo la especie humana, pero, si se encontraba varón con varón, hubiera, al menos, satisfacción de su contacto» (14).

Desde entonces, dice Platón, el amor es «innato en los hombres y restaurador de la antigua naturaleza, que intenta hacer uno solo de dos» (15), pero con las dos variantes a que obliga la partición de estos tres seres, cuyas mitades continúan eternamente buscándose y aspirando a la reunión: los hombres que son sección del «andrógino son aficionados a las mujeres, […]; y proceden también de él cuantas mujeres, a su vez, son aficionadas a los hombres» (16), resultando que del andrógino procede el amor heterosexual. Y «cuantas mujeres son sección de mujer, […] están más inclinadas a las mujeres, y de este género proceden también las lesbianas. Cuantos, por el contrario, son sección de varón, persiguen a los varones y […] aman a los hombres» (17), resultando que de las mitades de los seres masculino y femenino procede el amor lésbico y homosexual.

Pero solo cuando los hombres homosexuales se encuentran con su auténtica mitad quedan «impresionados por afecto, afinidad y amor, sin querer […] separarse unos de otros [y…] permanecen unidos en mutua compañía a lo largo de toda su vida» (18), con la particularidad de que no pueden expresar «qué desean conseguir realmente unos de otros. Pues a ninguno se le ocurriría pensar que ello fuera el contacto de las relaciones sexuales y que, precisamente por esto, el uno se alegra de estar en compañía del otro con tan gran empeño» (19). En realidad, lo único que desean es «llegar a ser uno solo de dos, juntándose y fundiéndose con el amado. […] La razón de esto es que nuestra antigua naturaleza era como se ha descrito y nosotros estábamos íntegros. Amor es, en consecuencia, el nombre para el deseo y persecución de esta integridad» (20), y esta se alcanza cuando Eros es «nuestro guía y caudillo» (21), lo cual es válido para hombres y mujeres. Y si se alabara al dios causante de esto, se alabaría a Eros, que es quien «nos procura los mayores beneficios por llevarnos a lo que nos es afín […] tras restablecernos en nuestra antigua naturaleza y curarnos» (22).

Quedan así reconocidas como naturales las relaciones homosexuales, lésbicas y heterosexuales en Platón, y también en Aristóteles (384 a. C.) cuando dice en la Ética nicomaquea que, con excepciones, «las relaciones homosexuales son naturales» (23). También queda claro que las relaciones heterosexuales, lésbicas y homosexuales se establecen por efecto del amor, pero en el Banquete, el amor tiene dos dimensiones: el amor que se funda exclusivamente en la atracción sexual y el que se funda en el enamoramiento y está comandado por Eros.

La tradición nombró y representó a estas dos dimensiones del amor como Eros y Afrodita, que son, respectivamente, personificaciones de los impulsos que provocan el enamoramiento y el deseo meramente sexual. La tradición más antigua, la de Hesíodo en su Teogonía, dice que Eros fue una existencia increada; que después de Caos y Gea (Tierra), existió «Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva de todos los dioses y todos los hombres el corazón y la sensata voluntad» (24), sin que mediara en su génesis progenitor ni creador alguno.

Para esta tradición Eros representa el sentimiento amoroso, el Amor, con mayúscula, cuya poderosa fuerza es capaz de domeñar a los propios dioses.

Sigue diciendo Hesíodo que Afrodita fue una diosa inengendrada nacida de Urano (Cielo). Urano engendró varios Hijos con Gea, su madre, aunque no les permitía que nacieran, por lo que Gea urdió un plan en su contra, y su hijo Cronos, quien recibió de su madre una hoz, cuando Urano quiso yacer con Gea amputó los genitales de su padre, y estos cayeron en el mar. Entonces, a «su alrededor surgía del miembro inmortal una blanca espuma y en medio de ella nació una doncella» (25): Afrodita, que devino en la personificación del amor, en el sentido de diosa generadora de la procreación y del placer sexual. A Afrodita «la acompañó Eros […] al principio cuando nació, y luego en su marcha hacia la tribu de los dioses» (26), y este acompañamiento la tradición lo prolonga atribuyéndole una influencia complementaria, en el caso de la segunda dimensión del amor, la comandada por Eros.

Algunos textos griegos presentan a Eros y Afrodita como dos dimensiones del amor diferentes, pero complementarios e indisociables cuando la atracción es regida por Eros; es decir, en la atracción meramente sexual Afrodita se basta a sí misma, no necesita de Eros, mientras en la atracción comandada por Eros, en el enamoramiento, Afrodita es indispensable y complementaria, y lo es en las relaciones homosexuales, lésbicas y heterosexuales, de tal manera que un amor que alcance su manifestación más perfecta, sería aquel que pueda ser espiritual y físico, gracias a la intervención conjunta de Eros y Afrodita, del sentimiento amoroso y de la relación sexual. Y esto es así, según Plutarco, (finales del s. i y principios del ii d. C.), en su Erótico, porque «un Amor [Eros] sin Afrodita es como una borrachera sin vino, con bebida de higos y de cebada, una turbación infructuosa e imperfecta» (27).

El comediógrafo Aristófanes (450 y 440 a. C.), en su Lisístrata, da un reconocimiento tal al influjo complementario de Eros y Afrodita, que lo muestra capaz de incidir en contra de la guerra, cuando pone en boca de uno de sus personajes femeninos lo siguiente: «Si Eros de dulce ánimo y Afrodita nacida en Chipre insuflan el deseo en nuestro pecho y en nuestros muslos y producen en nuestros maridos un agradable cosquilleo y una buena erección, creo que llegará el día en que los helenos nos llamen acabaguerras» (28). También el poeta bucólico Teócrito, (s. iii a. C.), en su Coloquio amoroso, mediante uno de sus personajes masculinos, agradecido, dice: «Sacrificaré una ternera a Amor [Eros] y una vaca a la propia Afrodita» (29), después de hacer el amor con la mujer amada y deseada.

El reconocimiento de que la dimensión del amor comandada por Eros, es natural en las relaciones lésbicas, homosexuales y heterosexuales, quedó patente también en las representaciones escultóricas de las hermas en la región del Ática. «Originariamente las hermas eran piedras o montones de piedras usadas para señalar un camino o el límite de una propiedad o territorio, y luego fueron sustituidas por los pilares con el dios Hermes» (30). La costumbre de esculpir los hermes como monumentos votivos se hizo extensiva a otras divinidades y evolucionó hasta la concepción de las hermas dobles, consistentes en una columna terminada en dos cabezas unidas por la nuca, entre las que se cuentan las cabezas de Eros y Afrodita, una de cuyas representaciones originales se encuentra en el Museo del Prado (31).

Más allá de mitos y representaciones, en lo que atañe concretamente al Amor homosexual, los autores clásicos griegos se referían al tema con toda naturalidad; así, se lee en las Vidas paralelas de Plutarco que «según algunos, Solón estaba enamorado de Pisistrato» (32) y en las Vidas de los filósofos ilustres, Diógenes Laercio (180 d. C.) dice que Platón se enamoró de Fedro y también de Dión. Fue en la época romana, cuando el recién nacido cristianismo empezó a tomar fuerza en detrimento del politeísmo greco-romano, que el reconocimiento de las relaciones homosexuales y lésbicas empezaron a ser censuradas y nombradas como antinaturales y lujuriosas por los cristianos. Clemente de Alejandría, griego probablemente ateniense convertido al cristianismo, (s. ii d. C.), versado en filosofía y literatura griega, fue uno de los más destacados censuradores de las relaciones homosexuales que los griegos habían comprendido y aceptado como naturales. Entre sus lecturas hay un texto de Pausanías, (s. ii d. C.), quien refiriéndose al altar del dios Anteros, vengador del amor no correspondido, dice:

El altar de la ciudad llamado de Anteros dicen que es una ofrenda de unos metecos, porque el ateniense Meles, despreciando a un meteco llamado Timágoras, que se había enamorado de él, le ordenó que subiese a lo más alto de una roca y se arrojase de ella. Timágoras, no estimando su vida y queriendo complacer al muchacho en todo lo que le pidiese, se dirigió allí y se arrojó. Cuando vio a Timágoras muerto, Meles llegó a tal grado de remordimiento que se tiró de la misma roca, y desde entonces los metecos consideran al dios Anteros como el espíritu vengador de Timágoras (33).

En referencia a este pasaje y desde el punto de vista cristiano, concluye Clemente: «Seguramente a este Eros, que se dice estaba entre los dioses más antiguos, no le honró nadie antes de que Carmos conquistara un muchacho y levantara en acción de gracias un altar en la Academia porque se le cumplió su deseo. Se llama a Eros «el desenfreno de la enfermedad», tras divinizar la lujuria» (34).

En la actualidad, distintas religiones siguen censurando las relaciones lésbicas y homosexuales por considerarlas antinaturales, y, en nombre de sus dioses, muchos Estados confesionales no han dudado en imponer la pena de muerte a quienes por naturaleza no nacieron heterosexuales. También algunos Estados laicos, con base en supersticiones de férreas raigambres aún no superadas, permiten que las personas lesbianas y homosexuales, cuyas prácticas sexuales fueron comprendidas y aceptadas por los antiguos griegos como naturales, sean estigmatizadas y discriminadas.

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* Profesora Titular, Facultad de Educación, Universidad de Antioquia.

Notas:

(1) Emilio Crespo Güemes, Introducción, en: Homero, Ilíada, Madrid, Gredos, 1991, p. 33.
(2) Homero, Himnos homéricos, Gredos, 1978, p. 14.
(3) Longo, Dafnis y Cloe, Madrid, Gredos, 1997, iv 17, p. 6.
(4) Homero, Ilíada, Madrid, Gredos, 1991.
(5) A Afrodita, en: Himnos homéricos, Op. cit., p. 203 ss.
(6) Eurípides, Orestes, en: Tragedias iii, Madrid, Gredos, 1979, p. 1390 ss.
(7) Filóstrato, Heroico, Gimnástico, Descripciones de cuadros, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 1996.
(8) Obras y Fragmentos, Madrid, Gredos, 1990, Fr. 171.
(9) Metamorfosis, Madrid, Gredos, 2015, x, p. 184 ss.
(10) Historias increíbles, en: Mitógrafos griegos, Madrid, Gredos, 2009, p. 46.
(11) Helena, Tragedias iii, Gredos, 1979, p. 1472 ss.
(12) Diálogos, Madrid, Gredos, 1986, t. iii, 189e-190a.
(13) Op. cit., 191c.
(14) Op. cit., 191c.
(15) 191c -191d.
(16) 191d.
(17) 191e.
(18) 192b-c.
(19) 192c.
(20) 192e.
(21) 193a-b.
(22) 193d.
(23) Madrid, Gredos, 1998, 148b, p. 29-30.
(24) Obras y fragmentos, Madrid, Gredos, 1990, p. 120 ss.
(25) Op. cit., p. 189 ss.
(26) 202 ss.
(27) Obras morales y de costumbres, Madrid, Gredos 2003, x 752B.
(28) Comedias iii, Madrid, Gredos, 2007, iii, p. 551 ss.
(29) Bucólicos griegos, Madrid, Gredos, 1986., xxvii, p. 60.
(30) Juan José Torres Esbarranch, Introducción y Notas en: Diodoro de Sicilia, Biblioteca Histórica, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 2008, xiii, nota 12.
(31) Afrodita y Eros, Museo del Prado.
(32) «Solón», Madrid, Gredos, 2009, i, p. 4.
(33) Clemente de Alejandría, Protréptico, Madrid, Gredos, 2008, i 30, p. 1.
(34) Op. cit., iii 44, p. 2.

Fuente:

Ríos Acevedo, Clara Inés. «El amor desde la tradición mítica prehelénica». En: Revista Universidad de Antioquia, n.º 336, Medellín, abril – septiembre de 2019, pp: 84-89.