Presentación

Rumor en martes

—27 de noviembre de 2018—

«Rumor en martes» (antología) del Taller de Escritores «A mano alzada»

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El escritor Marco Antonio Mejía Torres, director del Taller de Escritores A mano alzada, y sus participantes, le invitan a la presentación del libro de relatos «Rumor en martes». Autores: Adriana Toro T., Alfredo Londoño G., Ana María Cadavid M., Carmen Piedrahíta V., Clara Inés Gallo V., Dora Barrientos de Z., Doris Ortega S., Elkin Cossio B., Henry E. Jones G., Jeannette Lerner M., Jorge Mario Sánchez T., Katy Schuth B. y Marco Mejía T. Las dos primeras antologías del taller son «A mano alzada» (2008) y «Siempre martes» (2016).

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A mano alzada acoge, en las sesiones de los martes que se realizan en la Casa Museo Otraparte, la confluencia de varios niveles de escritura que han sabido acoplarse para reconocerse en las labores de taller: lectura, escritura, escucha, análisis y diálogo, acciones que han posibilitado la construcción colectiva de los aportes y la crítica, cuyos resultados se revelan en la definición de los textos y el alcance de estos según la consideración de cada autor.

De puerta abierta y sin una exigencia para la admisión, el taller ha logrado consolidar una metodología en la que convive el escritor que camina sin dificultad sobre las aguas y quien requiere de una balsa para navegar. Uno y otro sustentan un paisaje de continua creación y reflexión sobre el acto de la escritura que ha dado soporte a cinco años de encuentros y de producción literaria en diversos géneros.

Cada año se acuerda un tema que guía y justifica el horizonte de trabajo. La presente propuesta recoge las labores del último año, que hurgó en la memoria personal, alentando al rescate de historias que, provenientes de las vivencias, tienen connotaciones cuyo encuadre en el ejercicio del taller genera imágenes plenas de vitalidad literaria y que se han vertido a la página desde la comodidad del género elegido por cada participante. Aquí está el relato biográfico que le hace guiños al periodismo literario; emerge también el cuento que desde las licencias de la ficción se nutre de las complejidades de la cotidianidad o el cúmulo de memorias que retratan personajes cuya influencia se destaca en la fusión de la crónica y la recopilación de la oralidad. Hay por cierto un hibridaje que mantuvo la discusión sobre la fidelidad a lo real, o sobre la invención de esta realidad, y eso permitió un ejercicio que se adueñó de la libertad descubierta o la devoción por lo que la verdad otorga.

Hay un resultado y un proceso que veló por que la antología democratizara los niveles de escritura y darle participación y forma a la suma de recuerdos que motivaron la elaboración de cada texto. La lectura, obviamente, pone en evidencia los perfiles y la experiencia de los autores y ahí se cumple la pluralidad que es la sal misma de un taller de literatura, o al menos de lo que A mano alzada se ha propuesto: poner en el yunque el fragor de las palabras, forjar las del aprendiz, templar y enfriar las de los más versados, compartir lo que da esperanza a la semilla y degustar lo que ya es fruto maduro.

Marco Antonio Mejía Torres
Director Taller A mano alzada

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Táctica de olvido

Por Katy Schuth B.

Desde que mi tía Eva vino de visita, me pregunto si deberíamos olvidar todo lo malo que nos pasa. ¿Sería más fácil la vida? Por ejemplo, si yo olvidara el miedo a Papá Noel, las Navidades serían más divertidas. Si Santiago olvidara que le di una bofetada por decirme gorda, volveríamos a ser amigos. Si mamá olvidara que una vez, una sola vez, boté las llaves de la puerta de entrada, volvería a salir de la casa sin tanta advertencia.

En realidad, nada en mi vida ha sido tan horrible como lo que mi papá debe recordar. A él le tocó la Segunda Guerra Mundial. Tiene unas manchas en el cuerpo como las de una vaca: blanco, café, blanco, café. Un día estaba jugando a los mapas en su piel y le pregunté por qué tenía esas manchas. Mi mamá brincó, me agarró del brazo y me llevó al comedor. Allí me dijo que era una consecuencia de la guerra y que era mejor no preguntar más. Por supuesto, no volví a tocarlo.

Mi papá llegó hace muchos años a Colombia. Tengo una foto pequeña que se tomó en el barco, en el puerto de Hamburgo. Se ve como un actor de cine. En esa época no tenía barba, pero se peinaba como hoy: todo el pelo hacia atrás. Las piernas largas, los pies grandes, las manos grandes. Uno sabe que mi papá está pensando algo curioso cuando descarga la mano en la pierna de uno. Se siente como si pesara un par de kilos. Yo siempre brinco, por el impacto. Le gusta contar historias pequeñas, como la del señor que iba en bicicleta llevando cajas de huevos y, de pronto, se abrió la puerta de un carro y lo tumbó. La de la señora que lleva el carro al taller y sacude el motor con un trapo rojo que guarda en la guantera. O la del gato que se sienta con él a leer el periódico. Sí, esas historias le gustan. Otras, no tanto.

Papá nunca habla de la guerra. Yo no sé en realidad qué recuerda. Tengo algunos datos. Uno: en días de calor, cuando mi mamá, mi hermano y yo nos quitamos las medias y guardamos las cobijas para no derretirnos, él siempre se cubre los pies con una cobija. La dobla en tres y se cubre los pies. Mamá dice que es por el frío que sintió durante la guerra. Dos: nunca se salta una comida. Desayuna, come algo a las diez en el caspete de la esquina, almuerza, por la tarde compra moros en la repostería Astor y por la noche cena al estilo alemán: pan —con una capa gruesa de mantequilla—, jamón y queso. Si, por ejemplo, vamos a salir de viaje a las cuatro de la mañana, él es el único capaz de desayunar. Con toda la tranquilidad del mundo, se come dos huevos con mucho pan y un par de tazas de café. Todos corremos para no vomitar. Parece que es consecuencia del hambre que sintió durante meses. Tres: tiene un fusil. Él dice que es para espantar a mis novios. Yo sé que es tan viejo que ni dispara. Aunque sí asusta. Lo esconde, enrollado en una cobija vieja, en la bodega del garaje. Es del ejército alemán. Cuatro: en Navidad siempre está triste. No importa si llueve o hace sol, si tenemos fiesta y si hay regalos. Siempre está triste. Escucha las noticias hasta que el locutor anuncia que al fin comenzó a nevar. Entonces, se anima un poco. Llama por teléfono a mi tía, mientras juega con los hielos del primer vaso de whiskey. Cinco: en la finca tiene un par de vacas, un caballo, dos gansos y un perro. Parece normal, pero no lo es. Antes que se me olvide, quiero dejar aquí anotado que —lo supe ayer— al caballo lo iban a matar. Ya no servía para jalar la carreta en un negocio de venta de materiales para la construcción. Mi papá pidió que se lo regalaran. Según él, el pobre caballo se merecía mejor suerte. Lo llevó al lote de atrás de la finca, para que se comiera el potrero entero todas las veces que quisiera. Él dice que el caballo es el mejor amigo del hombre. Yo creo que es lo contrario.

Me gustaría, de verdad, saber qué siente mi papá. Es probable que no recuerde nada. Pero no puedo preguntar. Me matarían. De hecho, esa es la otra pregunta que tengo: ¿alguien sabe cómo se borran los recuerdos? Debe existir un mecanismo. Por ejemplo, un succionador de malas memorias, un quemador de experiencias, un triturador de cosas malucas, una tecla delete, con un disco duro para descargar recuerdos y luego, claro, dejarlos en el dispensador de basuras de Office Depot.

Sería genial, ¿cierto?

Miento. Ahora recuerdo una historia que él me contó. Íbamos en tren hacia Gotinga y yo estaba fascinada con las estaciones. Son emocionantes: los cables, los rieles, el ruido. La gente que se saluda. Los novios que se encuentran. Las hojas de colores otoño. Ir. Volver. De pronto, descargó su mano en mi rodilla y dijo:

—Yo tenía 12 años. Ya vivíamos en Gotinga. Éramos tres amigos: Meyer, Thomas y yo. Cada vez que pasaba un tren, corríamos detrás. Recogíamos los pedacitos de carbón que caían de la locomotora, para llevarlos a casa. Cinco trozos eran suficientes para encender el calentador un buen rato en la noche. El problema fue que otros se dieron cuenta y la competencia se puso dura. Era muy difícil conseguir más de dos pedazos. Y no todos los días pasaban trenes. A veces, íbamos a otros pueblos cercanos —caminando, claro— y volvíamos con tres o cuatro troncos pequeños.

Se quedó callado, con las manos encocadas, como si todavía tuviera un par de troncos de carbón. Yo no supe si llorar o sonreír, no porque fuera una historia graciosa, sino para que él sintiera que me había tocado el corazón.

Muchas veces, en las noches lo veo sentado en la sala, solo, a oscuras. Un vaso de whiskey en la mano. La mirada clavada en su ombligo. Un disco sonando. El locutor habla con voz de película. La música es de trompetas, y al fondo hay ruido de motores de avión y explosiones. Yo me asusto. Mamá siempre me hace gestos para que no lo interrumpa.

—Está escuchando la historia de la Segunda Guerra Mundial —dice.

—¿Para qué quiere oír la historia de la guerra que él vivió? —pregunto.

—Porque él estaba muy pequeño y, a esa edad, ya sabes, hay cosas de adultos que los niños no entienden —susurra.

—¿Por ejemplo?

—Él pensó que lo de los campos de concentración judíos eran mentiras.

—¿En serio? —pregunto asustada.

—No podía creer que en su país pudiera pasar algo así. Ahora prométeme que no dirás nada. De estos temas, en esta casa, no se habla más.

Me miró fijamente, como si la orden de sus ojos pudiera atravesar mi cerebro y sellar mis neuronas.

—Entendido, madre —le dije, y abrí los ojos para que me creyera.

En mi casa no se habla, pero sí se lee sobre la guerra. Ya me he leído un par de libros. Lloré con El diario de Ana Frank y tengo pesadillas por Odessa. A veces, me veo trabajando en un campo de concentración; y otras, buscando a mi mamá en una montaña de cuerpos. Realmente, me asusto.

Bueno, para ser exacta, bien exacta, se habla poco de la guerra. Mi tía Eva sí habló. Un día mis padres fueron al médico. Mi hermano y yo nos quedamos con ella. Ya saben, está de visita y es de mala educación dejarla sola. Mi hermano le preguntó cómo había sido lo de la guerra y, sin pensarlo dos veces, comenzó:

—Fue horrible, horrible, más que horrible. —Negaba con la cabeza y movía las manos como espantando moscas salvajes.

Nos contó que ellos vivían en una granja. Como buenos campesinos, tenían vacas, caballos, gansos y perros. El pueblo se llamaba Gross Datzen. Trajimos de la biblioteca el Atlas mundial. No encontramos a Gross Datzen, pero sí a Nemmersdorf, un pueblo vecino. Lo marcamos con un puntico rojo. Estaban en guerra desde hacía varios años y, de hecho, mi tío Valdemar estaba en el ejército alemán. Era octubre de 1944. Me grabé la fecha. En el pueblo todo el mundo hablaba de la posibilidad de una invasión de los rusos. Un día comenzaron a oír explosiones: bum, bum, bum. Cada vez más cerca. Los nazis dieron la orden de evacuar.

—Pensamos que era cuestión de irse unos días, mientras el Ejército Rojo pasaba y seguía hacia el este, de retirada, para pasar el invierno. Empacamos una canasta con comida, tomamos los abrigos y salimos caminando por la mañana. Todo el pueblo evacuó. Tomamos hacia el oeste. Veíamos más y más gente huyendo. Durante el día avanzábamos y pasábamos la noche como podíamos. Hacía frío. Era otoño. Los rumores iban y venían. Decían que los rusos nos quitarían todo, nos matarían a todos. Llegamos a una ciudad pequeña y fuimos a la estación del tren. En ese momento nos dimos cuenta de que estábamos en el centro de la guerra. En la estación había mucha gente, pero no había trenes. El puesto de información estaba vacío y en las carteleras no había información sobre itinerarios. Era el caos.

No había comida, ni agua, ni baños limpios. Un grupo de soldados alemanes entró gritando: «Los rusos han invadido a Nemmersdorf. Mataron a cientos de civiles. Están cerca. ¡Evacúen!».

Mi tía estaba sentada en la mitad de la silla, con la espalda muy derecha. Una mano sobre el vestido de flores azules y blancas y la otra sobre la mesa. Es blanca invierno, es decir, hace años no la quema un rayo de sol. ¿El dolor en las rodillas será por el frío? Ella se queja todo el tiempo y se da masajes en las piernas con ambas manos. Su casa en Alemania tiene dos pisos, más el sótano. Para ir a las habitaciones debe subir unas escalas empinadas. Solo sube de noche. Y por la mañana baja sentada, escalón por escalón. El otro día nos mostró. Se rio a carcajadas. Parece que la escalera al sótano no es problema. Baja todos los días a la despensa de conservas y sale a trabajar en la huerta y el jardín, arrodillada. No sé qué le gusta más: cocinar o las plantas. Si por ella fuera, se llevaría platanillos, guanábanas y tomates de árbol para Alemania. Nos trajo de regalo mermelada de fresa, pepinos agridulces y cebollitas en vinagre, preparados por ella. Tiene más de quinientos frascos llenos de comida en el sótano. Creo que le heredé el apetito.

Pide agua. Toma despacio y no nos mira. Le sigue hablando al atlas:

—No había dónde comprar comida. Los pueblos estaban abandonados. Millones estábamos huyendo. Llevábamos unos días de camino cuando vimos que con lo que teníamos no pasaríamos el invierno. Regresar era muy peligroso. Decidimos dividirnos: papá y yo volveríamos a la granja, tu padre Óscar y mamá debían seguir. Quedamos de encontrarnos en Gdansk. Pensamos que sería seguro. Nosotros pudimos llegar a la granja. Cargamos la carreta con colchones, cobijas, ropa de invierno, ollas, mesas, sillas, tapetes. Amarramos los caballos y las vacas. Subimos unos cuantos gansos y salimos. Fue muy duro mirar atrás y ver la casa cerrada. Al comienzo, pensamos que había sido una buena idea. Pero después nos dimos cuenta del error. Llegamos a Gdansk y no encontramos ni rastro de mamá y Óscar. Tampoco se habían embarcado. Aviones aliados habían bombardeado la playa. El grupo había seguido a pie por la laguna conocida como la Lengua, por la forma de una de sus playas.

Abrió de nuevo el atlas. Me pareció ver un pequeño temblor en sus dedos. Nos mostró el sitio: un pedazo de playa delgadito, entre la laguna y el mar. Debe ser hermoso en un día de sol, incluso en un día de lluvia, pero sin el Ejército Rojo detrás.

—Para poder huir tuvieron que caminar sobre el hielo. Ya estaba haciendo frío, pero no toda la laguna estaba congelada. Tu papá y tu abuela vieron a algunos caer al agua. Nadie los ayudó. No había tiempo. Correr, correr. Luego de varios días, pudieron embarcarse. Una señora le dio a tu papá un pedazo pequeño de pan, que ambos administraron para comer sin que nadie los viera. Mientras tanto, nosotros seguimos hacia el oeste, sin destino fijo. Los caballos se cansaron y papá y yo ayudamos a empujar la carga. El resto de la gente avanzaba más rápido. El frío era atroz. Un día dejamos las mesas por el camino. Al día siguiente los colchones. Después las sillas y las ollas. También la ropa. Liberamos el caballo. En cada estación de tren buscábamos noticias. En las carteleras las familias dejaban notas: «Familia Meyer sale para Berlín», por ejemplo. Saber que habían estado ahí era un alivio; y tener alguna noción de hacia dónde iban, otro más. También leíamos los informes de guerra, para saber algo de Valdemar. No sabíamos si estaba vivo. La última carta decía que se estaba recuperando de una herida.

—Tía, ¿cuánto tiempo caminaron? —preguntó mi hermano.

—Papá y yo caminamos casi dos meses juntos. Íbamos de pueblo en pueblo, buscando a mami y a Óscar. Nos dimos cuenta de que cada vez era más difícil conseguir un tren. Los aviones bombardearon las estaciones y las vías férreas. Muy pocos trenes paraban. La gente se subía si alguien las empujaba hasta embutirlas en el vagón, como si fueran una salchicha. Se subían sin saber hacia dónde iban. Un día vi algo que no he podido olvidar.

Respiró. Levantó la cabeza para que no se le rodara la lágrima. Se quedó así un momento. Mi hermano y yo nos miramos. Era obvio que debíamos guardar silencio. Si hubiera tenido un calambre en ese momento, me hubiera aguantado el dolor. Me gusta el tono de su voz. Era la primera vez que oíamos una historia sobre la guerra en Alemania. En clase nos dicen que comenzó en 1939 y terminó en 1945. Con ese par de datos, en mi colegio, el Colegio Alemán, ganas el examen sobre la Segunda Guerra Mundial. Suficiente. En clase de alemán nos explican que, como consecuencia de la guerra, hay un muro que divide a Alemania en dos: una buena y una mala. Berlín, nos señalan en el mapa, es como una isla en la Alemania mala. Punto. No más preguntas, no más respuestas.

—Estábamos buscando noticias de la familia en la cartelera. De pronto, un ruido fue subiendo, subiendo. La gente se levantaba y corría hacia la carrilera. Venía un tren. No sé por qué, pero empujé y me abrí pasó hasta llegar cerca. El tren bajó la velocidad. Los que estábamos afuera mirábamos a los del coche y ellos nos miraban a nosotros. Un vagón, dos vagones, tres vagones. No veía a mamá ni a Óscar. Las ventanas se fueron llenando de personas que gritaban nombres. De pronto, el tren aceleró la marcha. Estaba tan lleno, que no podía parar. Nadie se podía subir.

Nadie. Las mamás no resistieron: empezaron a entregar a sus hijos a las personas del tren, los regalaron para darles una oportunidad. Niños que no sabían decir ni su nombre. ¿A dónde se los llevaron? ¿Quién los cuidará? Muchos apellidos se perdieron en esos días. Muchas familias se disolvieron en las estaciones de trenes.

Sentí como si me hubieran inyectado agua fría en el estómago. Se me salieron las lágrimas. Por un momento pensé que había estado ahí, en esa estación café y gris. Vi las caras de las personas que recibían a los bebés. Unos entendían el regalo y era como si dijeran: «Listo, yo me encargo, dale». Otras caras eran de miedo, como si dijeran: «¿No te das cuenta? ¿¡Qué hago con un niño si no hay comida!?». Vi, las vi, eran montones de manos diciendo adiós, hasta nunca. Solo oí el ruido del tren. Y sentí otra descarga en el estómago. Ya sabía lo que soñaría esa noche.

—A veces pasaban aviones rusos sobre nosotros y disparaban. Corríamos como locos. Un día pasó uno muy cerca. Yo corrí hacia unas rocas. Y papá no llegó. Cuando se fueron los aviones, lo busqué. Estaba tirado en el suelo, bocabajo. Casi me muero. Tenía un golpe en la cabeza y sangraba. Un soldado paró y se ofreció a llevarlo en su caballo. Me quedé sola. Esos fueron los días más duros.

—¿Viste pelear a los soldados? —preguntó mi hermano.

—Estuve cerca. Varias veces me quedé con el ejército, cuidando a los heridos para no estar sola en los caminos. Y buscando comida. El ejército tenía provisiones. Un día me enteré de que la invasión a Nemmersdorf había sido una masacre. Los rusos destrozaron todo, maltrataron a las mujeres con odio, con mucho odio, y las quemaron. También a los niños… Decían que había millones de muertos, por hambre y frío. Me dolió mucho la noticia. Yo llegué a Berlín. Me demoré seis meses para encontrar a los Schuth y dos años para tramitar los documentos de salida. Valdemar había muerto en el frente, en un accidente con una granada. Cuando llegué a Gotinga la situación era todavía difícil. A papá se lo habían llevado al centro del país, para trabajar la tierra en una granja comunitaria. A mamá y Óscar les habían asignado, en el piso de abajo de una casa de familia, una habitación con ventana. Todavía se veían las huellas de los bombardeos. Gotinga era una ciudad-hospital y, por lo tanto, se suponía que no caerían bombas. Pero sí la bombardearon varias veces. Destruyeron la estación. Habíamos sobrevivido los cuatro. Cuando vi a Óscar, no lo reconocí.

—¿Por qué?

—Estaba tan flaco y pálido, que no lo reconocí. Dormía en una banca pequeña de madera y se cobijaba con periódicos. No había comida. Ni frutas, ni verduras, ni granos. Fue horrible. Ustedes no saben qué es la guerra, ni se la imaginan.

Suena el timbre. Veo a mi papá, flaco y pálido. Mi mamá tiene los ojos rojos. No dicen nada.

Hace tres días que mi tía llora. Mi hermano y yo nos sentimos culpables. Qué será mejor: ¿borrar o no borrar? ¡Scheisse! Ella dice que no volvería a Gross Datzen. No quiere ver cómo está hoy el pueblo, no le interesa. Quiere ver su casa desde la memoria. Y mi papá qué sentirá… ¿Te das cuenta? Los recuerdos traspasan el corazón. Uno puede recordar un millón de veces el miedo a subirse a una montaña rusa, y reírse con ganas. Sería excelente recordar todos los días el primer beso. Pero otra cosa es volver a sentir en el corazón el ruido de los aviones en la noche. Bum. ¿Ves? Olvido o no olvido. Bum. Un miedo viejo. Bum. ¿Alguien se sabe una buena táctica de olvido? Bum. Me temo que mi papá no se sabe ninguna. Bum.

Fuente:

Rumor en martes. Antología del Taller de Escritores «A mano alzada», Medellín, 2018.