Presentación

Tirano melancólico

—24 de noviembre de 2022—

Portada del libro «Tirano melancólico» de Simón Ospina Vélez

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Simón Ospina Vélez (Medellín, 1978) es abogado de la Universidad Pontificia Bolivariana con estudios de Literatura Latinoamericana y Española en la Universidad de Buenos Aires, Argentina. En coautoría con Juan José Gaviria publicó la novela «Para matar a un amigo» (Nefelibata, 2012), adaptada al cine como «Amigo de nadie» en 2019 y reeditada por el Grupo Planeta con el mismo título de la película. «Tirano melancólico» es su segunda novela.

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El Tyrannus melancholicus, bichofué o sirirí es un pequeño pájaro conocido por su carácter incisivo, que picotea a sus víctimas con la insistencia desesperante de un dedo punzando el hombro. Como un padre en la mente de un hijo. Podríamos decir que esta es una novela sobre el padre, con el peligro de reducir todo su universo a una temática que en realidad es apenas el punto de partida. Incluso la enumeración de los asuntos que refiere (la imposibilidad del amor, la tauromaquia como metáfora de la vida, el poder y la herida de la familia y la tradición, el deseo como desesperada reivindicación de la existencia, el arte como sucedáneo de la comunicación imposible) no alcanzaría para dar cuenta de ella porque no se trata de una novela fundada en la trama (que la tiene y muy intensa) sino de una obra de atmósfera, cuya fuerza y particularidad radica en la sutileza espiritual que orbita alrededor, antes, sobre y debajo de las cosas que pasan. […] Mientras uno pasa por sus páginas sabe de la muerte, la pérdida, la incomunicación, en palabras y sin demasiado énfasis. Pero solo después de haber leído, como dicen que le ocurre a quien recibe un balazo, siente el impacto en toda su dimensión.

Luis Miguel Rivas

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Simón Ospina Vélez

Simón Ospina Vélez

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Tirano melancólico

I

En estos días, mi papá ha vuelto a decir que «la vida es como el toreo, pues se necesitan valor, temple y sentido de las distancias».

A la frase le llegó su momento y hace poco se la dije a los alumnos de la escuela. Mi papá parece repetirla ahora más como una simple constatación existencial que como una lección. Yo hoy la repito porque a esas palabras ya no les tengo tanto miedo. La frase me gusta como definición. Y ellos, los alumnos, que la tomen como puedan. Nadie enseña nada y mucho menos a vivir.

Estoy jugado, pero ya no me pesa como antes la tentación del fracaso. Ese es el título de los diarios de Julio Ramón Ribeyro. Los leí cuando vivía en España, cuando me la pasaba más en buses y en trenes que en el ruedo. Leía mucho más de lo que toreaba. Poco después, durante una corrida en Lima, una señora me dijo en el condumio que prefería a Vargas Llosa porque, al contrario de Ribeyro, él se refiere a la tentación de lo imposible. Un amigo dice que Vargas Llosa es a la literatura lo que Enrique Ponce es al toreo. ¿Y quién torea como escribe Ribeyro, entonces? En fin, ese es otro cuento.

El caso es que por esa época yo no pensaba en la posibilidad de la muerte de mi esposa o mi hijo, y se me hacía más difícil concluir que el dolor absoluto y el fracaso rotundo no son incompatibles.

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II

Cuando mi hijo Ariel anunció que se casaba, confirmé que él estaba perdido para el toreo. Dije, y lo sostengo, que el matrimonio institucionaliza, conservatiza y emboba. Las grandes obras se hacen en soledad. El matrimonio sacrifica la temeridad por la seguridad. Lo supe desde siempre y, sin embargo, me casé. No me arrepiento, pero me embobé.

Y aunque el matrimonio no mejora a nadie, a Ariel la decisión de casarse lo salvó. Y nos salvó a todos. Él y nosotros nos salvamos de una muerte trágica e indigna. El toro a los cinco y el torero a los veinticinco. Ariel ya no está en edad de exponerse en el ruedo. Lo dejó el tren de la gloria. Ya no fue figura. Y no soportaba verlo, como también sé que él no quería verse, andonear de plaza en plaza sin cortar orejas, casi sin torear. Siempre en la sombra de algún torero grande, de civil, en el callejón. Y en las plazas de segunda, tercera o cuarta categoría donde podía torear, sometido a que los toros le desnudaran su falta de sitio.

Aquí, decía él con cierta gracia, torear es una ilusión. Antes de viajar a España, él creía que se trataba tan solo de falta de oportunidades. Yo pensaba, y puedo probar que no estaba equivocado, que allá la vida se encargaría de ponerlo en su punto. Volvería a la universidad y, recién casado, tendría que buscar algún trabajo convencional. Con una vida media, en común, atado a la mediocridad y al marasmo de la convivencia, aterrizaría de plano en la vulgaridad del mundo. Recuerdo que hace unos diez años volvió pletórico a casa después de un festival sin picadores en Cali. Creo que los compañeros y los subalternos lo llevaron a bailar salsa a Juanchito. El caso es que hacía reír a su mamá porque en esos días salía del baño tarareando y cantaba por el corredor:

Quiero morirme de manera singular,
quiero un adiós de carnaval…

Sin embargo, pasaba el tiempo y los revolcones que recibía Ariel de tanto en tanto se debían menos al valor que a una imprudencia burda. Creía mitigar sus sinsabores con la fiesta, y un compañero suyo lo apodó El Torero de la Noche. A su mamá y a mí ya nos causaba poca gracia. Tantas vidas anónimas que dan tumbos por ahí. La gloria no alcanza para todos.

Ariel parecía querer morir en la calle, embestido, aplastado por el carro de un borracho. Pero miento. ¿Nos salvamos? Aquí nadie se salva. No escogemos nada. Es como dice un poeta: «No se escoge la muerte: a ella se llega acorralado por la propia vida». Y, claro, no hay una vida mejor que otra.

Fuente:

Ospina Vélez, Simón. Tirano melancólico. Eolas Ediciones, España, 2022, pp. 9-12.