Presentación

Una mujer
desnuda en la iglesia

—2 de mayo de 2024—

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YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Fernando Serna Escobar (Támesis, Antioquia, 1947) encontró en la placidez de la vejez «sus vocaciones tardías» y a los 72 años optó por sumergirse en el oficio de escritor. Es autor de «Una mujer desnuda en la iglesia» (cuentos, 2020), «Doble engaño y otros cuentos» (2022) y «Un perro invisible» (novela, 2023), libros publicados por la Editorial Java. Actualmente prepara su segunda novela.

Presentación del autor y su obra
por Everardo Rendón Colorado.

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Una mujer desnuda en la iglesia es un libro que reúne diez cuentos de Fernando Serna Escobar, quien irrumpe en el panorama literario con gran solvencia narrativa en su primera publicación, pues sus cuentos cumplen a cabalidad con las exigencias de este riguroso género literario. Confluyen en estas historias personajes de diferentes generaciones y épocas, con temáticas muy variadas, quienes interactúan conflictivos o armoniosos, pero siempre dispuestos, mediante el ingenio creativo de su autor, a brindar al lector una deliciosa experiencia literaria que no olvidará fácilmente.

Everardo Rendón Colorado
Director Taller Literario Plumachamí

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Fernando Serna Escobar

Fernando Serna Escobar

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Una mujer
desnuda en la iglesia

~ Fragmento ~

El elegante Mercedes Benz 450 GLE se detuvo frente al atrio de la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia. Un joven uniformado con un traje enterizo de color azul oscuro, camisa blanca y corbata de rayas rojas y azules, luciendo la cachucha azul que distingue a los conductores de categoría, descendió del vehículo y se encaminó a abrir la puerta trasera, para facilitar que el pasajero que transportaba bajara del automotor, tendió la mano y al instante una pierna se posó sobre el pavimento; unos segundos después el cuerpo completo de una mujer emergió del auto.

La mujer vestía un gabán de color verde pálido que le llegaba hasta diez centímetros por encima de sus rodillas, en su mano derecha, aún cerrado, llevaba un paraguas de color rojo; sus pies los cubrían unas ligeras sandalias tipo romano, con cintas de sujeción en delgadas tiras de cuero anudadas alrededor de sus tobillos, dejando al descubierto los dedos de los pies. Las uñas estaban pintadas de un esmalte color rojo encendido, las largas uñas de los dedos de la mano llevaban el mismo esmalte. El maquillaje, un poco exagerado, hacía un contraste notorio entre el rojo subido de los labios, con el suave rosado de las mejillas y el acentuado negro de las cejas y pestañas. Su pelo ondulado estaba atado con una cinta ancha de color rojo que colgaba algunos centímetros por debajo de la nuca.

La mujer ascendió los doce escalones que llevaban al atrio y caminó hasta la puerta principal del templo moviendo graciosamente sus caderas.

Eran pasadas las diez de la mañana y hacía diez minutos había empezado la misa más concurrida del día domingo. El recinto estaba lleno y en los pasillos laterales algunos feligreses escuchaban la ceremonia de pie.

Cuando la mujer entró a la nave principal del sagrado lugar, abrió su paraguas, lo depositó sobre el piso y empezó a quitarse el gabán, lo dobló con mucho cuidado y lo deslizó sobre el brazo de su mano izquierda, mientras con la derecha izaba el paraguas por encima de su cabeza como si fuera a protegerse del sol o de la lluvia.

Su cuerpo quedó completamente desnudo. El color de su piel trigueña, era más oscuro en sus manos y piernas, permanentemente expuestas al sol, y hacían contraste con un tono de piel más claro en su torso, las nalgas y los muslos. Al igual que las piernas y las axilas, su vello púbico había sido depilado cuidadosamente. De no ser por sus senos se asemejaría más a una niña que a una mujer, sobre todo para los hombres que no están acostumbrados a ver el sexo femenino sin la vellosidad que lo cubre.

Las personas que estaban al lado de la mujer empezaron a apartarse, temiendo contagiarse de ese halo pecaminoso que parecía emanar de aquel cuerpo desnudo. Ella miró a lado y lado y esbozó una leve sonrisa, como tratando de infundirles valor. Se dirigió al pasillo central, siempre con los ojos mirando al frente, hacia el altar. Empezó a caminar dirigiéndose hacia el lugar en el que el sacerdote oficiaba la ceremonia.

La mujer no era bonita, tampoco joven, tal vez de cuarenta y cinco a cincuenta años, sus senos no eran firmes y mostraban el declive propio de muchas noches de pasión. En su cintura aún esbelta las carnes dejaban ver su flojedad, sus anchas nalgas con estrías y ligeramente caídas aún conservaban la danza de tiempos mejores y se movían rítmicamente como suele suceder con la persona que alguna vez ha modelado y que sabe entrecruzar sus pasos de una manera graciosa y armónica.

A medida que la mujer avanzaba atrayendo las miradas, con el llamativo paraguas en alto, representando el simbolismo de los bombillos rojos que se colocan en las entradas de las casas de lenocinio, para que las personas que están buscando servicios sexuales no se equivoquen de lugar, se empezaron a escuchar los susurros cada vez más fuertes de la gente que sentada en las bancas a lado y lado del pasillo observaban el inconcebible desfile.

Todos eran conscientes de la anormalidad de la situación y la tragicomedia que representaba para los miembros de la comunidad compartir tan inusual espectáculo.

— ¡Sacrilegio!, ¡sacrilegio!, se le escuchó gritar a una reconocida beata, mientras se arrojaba de rodillas al piso para seguir a la mujer desnuda. Sin embargo, no había avanzado quince pasos cuando decidió pararse de nuevo y regresar a su asiento. Seguro le dolieron los huesos de sus rodillas porque regresó frotándoselas.

A medida que el murmullo iba creciendo y la feligresía comprendía lo inaudito de la escena que estaba transcurriendo ante sus ojos, y mientras la mujer seguía caminando sin mirar a nadie, las mujeres apartaban la mirada de aquel cuerpo y los hombres alargaban la cabeza con la intención de observar mejor aquel torso desnudo. Algunos pantalones, especialmente los de los hombres más jóvenes, empezaron a inflarse en la entrepierna y no faltó quien tuviera que sacarse el faldón de la camisa tratando de cubrir su protuberancia.

Las areolas que circundaban los pezones de la mujer eran bastante grandes y de un tono oscuro. Sin que ella lo quisiera de un momento a otro sus pezones empezaron a ponerse erectos, señal característica de ciertas condiciones humanas que no se pueden ocultar, tal vez el frío, o quizás el miedo o incluso la excitación. Para ella no fue una sensación agradable y por primera vez se le observó turbada y molesta; entonces levantó levemente la mano izquierda tratando de cubrir sus pechos con el gabán que colgaba del brazo. Solo lo logró a medias.

Cuando llegó a la primera banca, se detuvo, sacó del bolsillo de la gabardina un paquete, lo destapó y empezó a entregar a los feligreses un volante impreso. Hizo el camino de regreso con la misma lentitud que había hecho la entrada, pero siempre entregando en cada banca unos pocos folletos.

A sus espaldas se escuchaban los gritos del sacerdote arengando a los fieles a sacar al demonio del templo, pero sin atreverse él mismo a hacerlo, quizás por el temor que le inspiraba tocar ese cuerpo desnudo que podría contagiarlo de todos los males que a la humanidad, desde Eva, le ha traído la carne femenina.

Cuando llegó a la última banca, dejó de caminar, depositó el paraguas en el piso, desdobló cuidadosamente su gabán y cubrió con él su desnudez. Sin apresurarse pasó cada uno de los botones por el ojal correspondiente, con sus dos manos alisó la prenda, recogió el paraguas y lo cerró. Miró a su alrededor y esbozó una leve sonrisa.

Utilizando el paraguas de bastón se dirigió sin ninguna prisa al auto que la estaba esperando. El elegante conductor le dio la mano y la ayudó a subir al vehículo y cerró la puerta con delicadeza. A los pocos segundos se escuchó el encendido del carro y el automóvil empezó a rodar alejándose de la multitud, que agolpada en el atrio aún no creía lo que había visto.

Fuente:

Serna Escobar, Fernando. Una mujer desnuda en la iglesia. Editorial Java, Medellín, 2020.