Presentación

Una patria universal

—1.º de noviembre de 2022—

Portada del libro «Una patria universal» de Pablo Montoya Campuzano

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Pablo Montoya Campuzano (Barrancabermeja, 1963) es novelista, cuentista, poeta, ensayista y traductor. Adelantó estudios en la Escuela Superior de Música de Tunja, hizo la licenciatura en Filosofía y Letras en la Universidad Santo Tomás de Aquino en Bogotá y obtuvo la maestría y el doctorado en Estudios Hispánicos y Latinoamericanos en la Universidad de la Sorbonne Nouvelle (París III). Es Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua desde 2016. Ha ejercido como profesor de Literatura en la Universidad de Antioquia y es escritor asociado de la Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa (Relata) del Ministerio de Cultura de Colombia. Su obra ha recibido distinciones y reconocimientos, entre los que se destacan el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos (2015) y el Premio de Narrativa José María Arguedas de Casa de las Américas (2017), con «Tríptico de la infamia», así como el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso (2016) por el conjunto de su producción. Ha publicado, en novela, los libros «La sed del ojo» (2004), «Lejos de Roma» (2008), «Los derrotados» (2012), «Tríptico de la infamia» (2014), «La escuela de música» (2018) y «La sombra de Orión» (2021); en cuento, «Cuentos de Niquía» (1996), «La sinfónica y otros cuentos musicales» (1997), «Habitantes» (1999, 2003), «Razia» (2001), «Réquiem por un fantasma» (2006), «El beso de la noche» (2010) y «Adiós a los próceres» (2010); en poesía, «Viajeros» (1999), «Cuaderno de París» (2006), «Trazos» (2007), «Solo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto» (2009), «Programa de mano» (2014), «Terceto» (2016) y «Hombre en ruinas» (2018); y en ensayo, «Música de pájaros» (2005), «Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso» (2009), «Un Robinson cercano» (2013), «La música en la obra de Alejo Carpentier» (2013) y «Español, lengua mía y otros discursos» (2017). Sus traducciones de escritores franceses y africanos y sus ensayos sobre música, literatura y pintura han sido publicados en diferentes revistas y periódicos de América Latina y Europa. Dirige el taller de escritura literaria «Viajeros» en la Casa Museo Otraparte.

Presentación del autor y su obra
por Santiago Andrés Gómez.

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Logo Editorial Universidad de Antioquia

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«Era Dostoievski quien decía: si no nos salvamos todos, de qué sirve que se salven algunos. La memoria literaria reacciona entonces ante esos muros de amnesia y olvido levantados en nuestras sociedades modernas. Y lo que podría concluirse es que el escritor intenta, a través de la escritura y con la dosis de fracaso que esta labor recordatoria implica, establecer un acto de liberación personal y, por ende, colectiva».

«Porque una cosa es cierta: los escritores nos sentimos solos, desprotegidos, vulnerables, cuando auscultamos un pasado criminal desde vestigios inasibles. Por la dimensión del olvido y del silencio circundantes, tan solo resta esperar que nuestros mensajes arrojados a las tinieblas sean atendidos por los lectores. Y si ese lector surge, la conclusión de que escribir es dejar una impronta, así esta desaparezca después, ha de levantarse como la gran justificación de nuestro oficio».

El Autor

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Pablo Montoya Campuzano

Pablo Montoya Campuzano

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Céline vive

Por Pablo Montoya

Hace cincuenta años, un primero de julio, Louis-Ferdinand Céline fue enterrado en Meudon. Su sueño de reposar en Père Lachaise, al lado de sus padres, no pudo cumplirse y, como un castigo, quien era el más polémico escritor francés de esos años fue exhumado en un camposanto de los suburbios de París. El último período de su vida Céline, o el doctor Destouches, los vivió en el retiro de la Villa Maïtou. Esa casa de Meudon donde escribió su trilogía novelesca de la segunda guerra mundial (De un castillo al otro, Norte y Rigodón) y desde donde atendía enfermos miserables que le rogaban un cuidado. Además del médico, la casa albergaba a Lucette, su esposa, que daba clases de ballet, y a tres perros, dos gatos y un loro con quienes el escritor departía su desencanto del mundo y la repulsión sin tregua por los hombres que le tocó enfrentar. Céline se había convertido en una especie de vejestorio que, atormentado e insomne, escribía con mano temblorosa. Las hojas iban acumulándose con rapidez —el autor de Viaje al fin de la noche escribía con letra grande y espaciosa—, y él las pegaba con ganchos de colgar ropa y las amontonaba sobre un escritorio que parecía más bien un escaparate acostado.

Su antisemitismo febril, su anticomunismo escatológico, su racismo a prueba de todo convirtieron a Céline en el blanco de los peores ataques. Terminada la segunda guerra, huyó a Dinamarca con Lucette, que le era fiel como un perro y como un ángel. Pero hasta allí llegaron sus perseguidores y fue encarcelado por su vínculo con los nazis. Al regresar a Francia, lo absolvieron casi que milagrosamente. A Robert Brasillach lo habían fusilado por ser adepto del fascismo alemán. Drieu La Rochelle, antes de que le tocara el turno del juicio, se suicidó. Céline parecía ser el otro escritor reconocido que merecía un repudio similar, en un país donde muchos, más de lo que se suele creer, fueron colaboracionistas por convicción, por temor o por simple conveniencia. Pero por una maniobra inteligente de su abogado, Céline logró que lo perdonaran. La anécdota parece salir de una de sus novelas donde todo es absurdo y risible y tristemente humano. El juez militar que estaba encargado del proceso lo perdonó pensando que el acusado era un médico como cualquier otro que había ejercido sus oficios durante la segunda guerra. Un hombre de apellido Destouches que debía recibir, por ser un antiguo inválido de la primera guerra, la amnistía. El ministro de Defensa de entonces, que quería la cabeza de Céline, se dio cuenta y le reprochó al juez la decisión. Quebró algunas sillas de la oficina, dio manotazos al aire, espetó bravuconadas varias. No se da cuenta de que acaba de absolver al más pernicioso de los escritores que este país ha podido engendrar, exclamó el ministro de marras. Frente a lo cual el juez se excusó diciendo que lo sentía, pero que sus conocimientos de literatura solo llegaban hasta Flaubert.

La vida de Céline se hundió en los núcleos más conflictivos del siglo xx. Educado en el ambiente del caso Dreyfus, heredó de sus padres una tirria espesa hacia lo judío. Céline, y el entorno de pequeños comerciantes caídos en desgracia que rodeaba a su familia, pensaban que la causa de sus males y los de su tiempo era la formidable red económica que estaba tejiendo la judería europea. Los tres panfletos —Bagatelas para una masacre, La escuela de los cadáveres y Las sábanas limpias— atestiguan este antisemitismo extremo. Y si no fuera porque estos libelos están cargados del más frenético de los estilos literarios en que la diatriba y el lenguaje popular se abrazan merecerían solo el desprecio. Céline vivió, igualmente, el horror de las dos guerras, y no le cupo la menor duda de que su opción era, por encima de cualquier ideología o credo religioso, el pacifismo. Quizás así es como deba leerse su obra, en la que la carcajada y el grito, las heces y el llanto, la desesperanza y el humor dialogan incesantemente. Es decir, teniendo en cuenta que Céline amaba la paz hasta la insensatez y la ofuscación. Como pocos, conoció el centro mismo del mundo colonialista en África. Y las páginas que le dedica a este tema en Viaje al fin de la noche siguen siendo la denuncia más visceral de la voracidad del imperialismo europeo en el continente negro, pese a que la acusación esté sesgada del racismo más atrabiliario. También viajó al corazón de los grandes imperios de entonces (Nueva York y Moscú) y no vaciló en decir que ambos eran deshumanizadores y repugnantes sucursales del infierno. Si hay una literatura que muestra sin ambages la degradación del siglo xx y su cadena de mezquindades a troche y moche, disfrazadas de avance y progreso, de comunismo y capitalismo, de fascismo y democracia, es la escrita por Céline. Como ninguna otra, su obra es diestra en rasgar los velos de la inocencia y la ingenuidad, en detener los optimismos y los sentimentalismos. Con ella se concluye que el hombre es, simplemente, una podredumbre atravesada por un sueño.

Con Céline nos inclinamos también a pensar que un escritor es ante todo su obra y no sus acciones. Pero ambas circunstancias se cruzan de tal manera que dejan en los lectores el espacio de la admiración y el rechazo. En tal vaivén defendemos, por lo general, al escritor y atacamos al hombre. Las entrevistas que se le hicieron al autor de Muerte a crédito, emitidas por la televisión pocos años antes de su muerte, muestran a un anciano mórbido e inconsolable que habla con voz de ronroneo ese francés de la calle, bastardo y vital, que él supo llevar, a través de un trabajo encarnizado de todos los días, al sitio más alto de las letras. Porque así también debe leerse a Céline. Es decir, sabiendo que toda gran literatura, pese a sus contenidos escabrosos, es una intensa apuesta por el estilo. Y el misántropo de Meudon lo demuestra cabalmente con sus libros. Son ellos quienes confirman, luego de cincuenta años de muerto su autor y pese a la indignación que sigue suscitando, que esta obra continúa palpitando con impresionante fuerza.

Fuente:

Montoya Campuzano, Pablo. Una patria universal. Editorial Universidad de Antioquia, colección Contemporáneos, Medellín, 2022, pp. 139-143. Ensayo publicado originalmente en el suplemento Generación de El Colombiano el 3 de julio de 2011.