Narrativa Oral

Pergaminos
en la oscuridad

Cuentos de misterio
con Mauro Quintero

—Febrero 8 de 2019—

«Caminos de la memoria siderense - Anotaciones históricas para la memoria local del municipio de La Estrella» de Herney Tobón Mejía

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Mauricio Quintero Cardona es escritor, narrador oral y gestor cultural. Su primer libro, «Historietas para fulanos y menganas», una recopilación de ocho cuentos cortos, fue publicado por Hombre Nuevo Editores en 2011. Un año después, una segunda serie de nueve cuentos, «Sala de espera», formó parte de la antología de escritores envigadeños «Vigas contra el viento II». Su más reciente libro de microrrelatos, «Último en la fila», fue publicado por la Editorial Dóblese al Arte, Colección Autores del Eje, CrearCultura, Pereira, en abril de 2017. Pertenece al colectivo literario EDITA – Red de Escritores y Editores Independientes (España e Iberoamérica). Sus cuentos han sido publicados en revistas literarias como La Jornada Semanal (México D. F.), Revista Cronopio (Medellín), el magazín cultural de El Diario del Otún, revista Las Artes del periódico La Tarde (Pereira) y la compilación «EDITA 20 años» (Huelva, España). Se ha desempeñado como director del Taller Literario Libertad Bajo Palabra en las cárceles La 40 de Pereira y La Blanca de Manizales y como director del Encuentro Internacional de Narración Oral Paisajes en Voces en Pereira y Marsella (Risaralda). Actualmente es Coordinador Cultural en la Casa Museo Otraparte

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Organiza:

Paisajes en voces

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«Se perciben con escalofrío los pasos silenciosos entre las lápidas del cementerio, ánimas hambrientas de palabras salen de su túnel de silencios a escuchar el paisaje de las voces de los vivos, que han venido a homenajear sus áureas etéreas».

Mauro Quintero

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Mauricio Quintero - Foto © Edna Giraldo

Mauricio Quintero
Foto © Edna Giraldo

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No hubo más cielo
que tu infierno

Por Luis Miguel Rivas

Cuando el diablo se apareció en la discoteca Mango’s de Medellín mi chica tenía doce años, todavía no era bailarina y por supuesto aún no trabajaba en el lugar. «Era un papacito», me dijo absolutamente segura, siete años después del suceso, como si hubiera estado allí y le hubiera tocado conocerlo en persona. Y hasta me lo describió: «Todo vestido de blanco, alto, de ojos azules, pelo lacio y mono, con algunos flecos rebeldes en la frente, la piel suavecita; elegante a pesar de lo informal».

Yo la había visto por vez primera unas pocas horas antes. Ese miércoles santo salí a buscar un poco de diversión después de una cirugía complicada que me había ocupado la tarde y parte de la noche. Entré a la bodega gigante y colorida, fui directo a la barra y pedí un whisky. En la silla del lado una trigueña, con las piernas cruzadas, hacía bolitas de humo y las miraba sin interés. Miré la cara maliciosa, los pechos briosos, los muslos suculentos y finalmente, con un ojo analítico que es ya deformación profesional, los pies, atados a unas delicadas sandalias de cuero: pequeños, los dedos en perfecta escala descendente, desperezándose como piernitas juguetonas y el arco de la planta como una diminuta y lujuriosa cintura. El prototipo del pie egipcio, solo que con una bóveda plantar más bien excesiva para mi gusto y con un cierto recogimiento en el segundo dedo que sin llegar a deformidad anunciaba los primeros signos del detestable «dedo en martillo». Otro hubiera visto unos pies bonitos, porque lo parecían a simple vista. Me alejé de la chica. Tomé mi whisky y caminé en medio de las mesas y la gente. Pasé de largo frente a un escenario con tipos musculosos en calzoncillos que bailaban dando muestras de su fervor por el gimnasio y su desidia por la coreografía. Unos pasos más adelante la vi. O mejor dicho, mis ojos fueron interceptados por un par de nalgas monumentales que parecían haberse independizado del cuerpo y ejecutaban un solo de bamboleo arrebatado con ondulaciones casi demoniacas que me inhabilitaron para hacer o pensar cualquier cosa en la vida. Estuve mirando, clavado en el piso, no sé cuántas canciones. Y luego la vi a ella: alta, ojos verdes clarísimos, piel blanca, un pelo largo y negro que chorreaba bucles sobre la espalda de piel suavecita; un top diminuto, pantalones cacheteros azul marino y unas botas estrambóticas que no combinaban con nada.

El proceso de nuestro acercamiento no lo voy a narrar porque lo importante es que cuatro horas más tarde íbamos en mi carro rumbo a un motel de las afueras de Medellín y ella me contaba la historia del diablo: «El tipo, con esa presencia que tenía, no pasó desapercibido. Llegó con una gallada grande y animada o por lo menos parecía que hubiera llegado con ellos». Yo veía las palabras deslizándose húmedas entre esos labios rojos que ocupaban casi todo el espejo retrovisor. Ahora tenía un poco más de ropa que en la tarima: una blusa blanca, casi fulgurante, de tiritas y tela delgada, ceñida a sus tetas impotentes, autoritarias; una minifalda cuya tela parecía a punto de reventar por la presión de los muslos. Y las botas carramplonas que tenía en el escenario. Apenas nos montamos al carro le pedí que sacara de la guantera uno de los baretos hidropónicos que cargo para momentos estelares. La primera pitada me puso a toser. Había algo más en el ambiente, además del áspero dulzor del aroma de la cripa. «Esta marihuana está tan fuerte que hasta a azufre huele», dije y nos reímos mientras el carro avanzaba por la autopista. Continuó: «Pero después de que estaba adentro se la pasó solo, sentado en la barra, tomando whisky y mirando a las muchachas bailar con sus ojos azules claros, tranquilo, sin hacer ningún gesto. De vez en cuando abría una cajita metálica, sacaba un cigarrillo y fumaba». Ella alternaba atisbos hacia la autopista con miradas fijas a mi rostro, mientras contaba la historia con una pasión enfática, como si necesitara hacerlo, y con un pormenorizado y casi vivencial (pensé) conocimiento de los detalles. «… de un momento a otro el tipo se quedó mirando fijo hacia una mesa, se paró y fue directo hasta una muchacha muy linda, pelicrespa, menudita, de pechos grandes y culo mandado a hacer, que estaba de parranda con los compañeros de la universidad. Y la invitó a bailar…». Di otro pitazo, contuve la respiración y extendí la mano con el bareto entre el índice y el cordial; ella acercó la boca, aspiró profundamente y me pasó la lengua por la horqueta de los dedos. Apagué el porro y con la misma mano apreté su muslo mientras veía al frente la entrada al motel. «… la muchacha apenas vio a tremendo papacito se paró de una. Cuando estaban frente a frente hubo un problema con el sonido de la discoteca y se pusieron a conversar ahí parados un rato…». Detrás de la cabina del motel un empleado nos indicó la cabaña y dio una mirada rápida y maliciosa hacia la ventanilla del carro. Me pareció ver en su rostro cierta palidez intempestiva. Cuando entramos, ella me tomó de la mano y me arrastró hasta el barcito. Me arrellané en el sofá. Sirvió whisky, se acomodó a mi lado y siguió hablando mientras se pasaba las puntas de los dedos, como desentendida, por la rayita de los senos. Era imposible dejar de mirarla. Y de oírla. «Hablaron un rato ahí pegados uno frente al otro. Yo no sé qué tenía el tipo en los ojos pero ella estaba hipnotizada, excitada. Si el hombre se lo hubiera pedido en ese momento la muchacha se lo hubiera comido ahí mismo, delante de todo el mundo. Cuando volvió a sonar la música el tipo le tenía la mano agarrada, pero antes de empezar a bailar le dijo que lo único que le pedía era que no le mirara los pies porque era muy tieso y se ponía nervioso. La pelada estaba tan arrecha que no le prestó importancia y empezó a bailar». Levanté el vaso y brindamos. Ceñí con mi mano la tela que ceñía sus tetas. Retiró con delicadeza mi cuerpo y con movimientos lentos empezó a quitarse la blusa de tiritas. Prendí lo que quedaba del porro y la habitación se llenó de un humo denso y áspero. Me quitó el cigarrillo de las manos, dio un pitazo y siguió hablando. «… la muchacha estaba súper caliente y mientras se admiraba del papacito que se había levantado, cayó en cuenta de la advertencia: no me vayás a mirar los pies». Hizo una pausa, se desbrochó el brasier con parsimonia y pegó la boca a mi oreja, articulando cada palabra. «No sabía si mirar y arruinar otro momento mágico como había hecho tantas veces en la vida o no mirar y quedarse con una curiosidad insatisfecha. Entonces bajó la cabeza…». Mi chica recostó la espalda en el sofá, levantó los pies y en un perfecto ejercicio gimnástico, deslizó la falda entre los muslos, la sacó por entre las botas y la dejó caer al suelo. Luego se paró frente a mí, abrió las piernas flexionado un poco las rodillas y habló mirándome fijo con ojos chispeantes «… y se encontró con unas pezuñas grandes, partidas en dos, como las de una cabra o un cerdo. La pelada empezó a gritar como loca, apareció un olor tremendo a azufre, se formó una humareda y el tipo se esfumó». Dijo esto y se quedó en silencio con las pupilas dilatadas a tope. Luego desfiló hacia la mesita donde había dejado el bolso y hurgó hasta encontrar una cajita metálica, con la tapa repujada, de donde extrajo un cigarrillo. Cuando la llama del encendedor le iluminó la cara sus ojos soltaron un chisporroteo extraño, como si el fuego saliera de adentro de ella. Luego giró el rostro y me miró fijo con una sonrisa malévola y todavía encendida. Un hilo de agua helada bajó por el centro de mi columna. Sentí urgencia de salir corriendo y al mismo tiempo una ganas sobrenaturales de lanzarme sobre ella y comerme a pedacitos esa piel lúbrica de diecinueve años. La mezcla de lujuria y terror me dejó paralizado. Botó el cigarrillo y empezó a soltar los remaches de las botas mientras me miraba con ojos desorbitados. El hilo de agua helada volvió a cruzar mi columna, ahora en dirección inversa. No quise mirar hacia abajo. Me concentré en los muslos, la cintura, la cara, las tetas, hasta que las botas cruzaron el aire y sentí el estruendo de su caída al otro lado de la habitación. Sin darme tiempo se precipitó sobre mí y empezó a arrancarme los botones de la camisa mientras me mordisqueaba el cuello. Me dejé llevar hasta que el dolor agudo de un mordisco ávido me sacó del marasmo y la aparté con un movimiento brusco. Salté del sofá y miré hacia abajo aguantando la respiración. Debajo de ese cuerpo celestial, sosteniéndolo, había unos pies cuadrados, anchos (un típico ejemplar de pie polinesio), con los dedos romos, como los que aparecen en los cuadros de Gauguin. Planos, sin la más mínima señal de bóveda plantar, y con la inconfundible tensión agarrotada del «dedo en martillo». Otra persona hubiera visto unos pies más bien feos pero sin nada del otro mundo. Para mí representaban con exactitud y precisión el tipo de pie que nunca podré soportar. Hubiera preferido unas pezuñas.

Fuente:

Comunicación personal.