Los arcanos en los libros

Por Eduardo Escobar

Por qué habría de atraer a un muchacho de quince años un libro que lleva por título El remordimiento, y de un autor que jamás había oído mencionar, es una pregunta sin respuesta para mí. Otras veces me atrajeron sin razón aparente otros libros. Me pasó con el Tao Te Ching y con Gurdjieff en una librería de Pereira una tarde, tres lustros después: un impulso me llevó a tomarlos sin saber de qué trataban. Y se constituyeron en fuentes de inspiraciones que siguen enriqueciendo mi vida hoy.

La cosa es que después de pasar una tarde revolviendo los libros de don Miguel Uribe, un maestro pensionado amigo de la familia que puso a mi disposición su biblioteca, cuando ya me iba con un muchas gracias y una venia de tímido sin encontrar nada de mi interés me llamó la atención ese libro de Fernando González que nunca devolví y aún conservo. En la primera edición funeral de Manizales de 1935. Don Miguel hedía a tabaco barato. Y tenía cara de payaso. Y la voz, viscosa, llena de flemas.

El libro cuenta el cuento de un díscolo cónsul colombiano en Europa, ya cuarentón, que contrata una niñera para sus hijos. Ella se llama Tony, es alsaciana y está en la flor de la edad. Y se enamoran. Y después de muchas cavilaciones van a un hotel discreto. Pero él en vez de consumar su deseo la enreda con consejos de cura, y le roba “los calzoncitos” para llevárselos de exvoto a la Virgen. Y de vuelta a Envigado siente un gran remordimiento de haberla dejado intacta, de haber obrado bien, dijo.

El misterio de la atracción que ejerció en mí el libro aumentó con la mención de un nombre vinculado con mis arcanos. En el solar de Pacho Pareja, dice, Dios creó a Eva de catorce años y medio. Y en la casa de ese hombre y en ese solar desplegó las alas la oscura mariposa de la conciencia de mí mismo, fue el hogar de mis primeras impresiones.

A su muerte mi familia arrendó la casa azul de cuartos en galería. En el solar crecían un limonero y un papayo y yo criaba unas palomas de tornasoles con las alas cortadas. Y en el mismo sitio donde el hombre falleció, armaron el jergón que me sirvió de lecho hasta los tres años, junto a la cama de mi abuela paterna que tintineaba como una feria, pues ella colgaba en el cabecero rosarios y medallas de santos a profusión, que pesaban más que sus treinta kilos de piel y huesos: porque más no era.

Desde mi jergón vi una noche el fantasma de una niña descalza y me llamó por mi nombre. En el solar a la hora del crepúsculo vi volar muchas veces una chispa de luz entre la raíz del papayo y el limonero, sin pensar que señalara un tesoro porque era inocente y no necesitaba esperanzas de riqueza. Yo me limitaba a cumplir la cita con el destello y le regalaba mi asombro tranquilo a la diminuta estrella rastrera hasta que se extinguía. Y los grillos empezaban a fregar sus violines y mis palomos bajaban los párpados redondos y yo me levantaba, me acomodaba las cargaderas y debía empinarme para cerrar la puerta porque la aldaba estaba muy alta.

El año pasado, Gustavo Restrepo, el director de Otraparte, me regaló una fotografía de Pacho Pareja. Y no me gustó crecer en el espacio que él dejó. Ni el modo de mirarme desde el siglo pasado sus ojos de piedra.

Así, en los sueños de las lecturas entretejidas con el sueño de la vida comencé mi relación con Fernando González, mi paisano y pariente, a partir de la más dulce de sus novelas. Que leí cuando aún no sabía lo que él representaba en la cultura colombiana. Ni que aún estaba vivo. Ni que un día íbamos a encontrarnos. Y celebraríamos sin él los cien años de Pensamientos de un viejo, su primer libro publicado. Escrito a la edad que yo tenía cuando nos conocimos.

Fuente:

El Tiempo, martes 10 de mayo de 2016.