Los altarcitos
de la corrupción

Por Ernesto Ochoa Moreno

La bomba en racimo de escándalos que ha explotado en Colombia con los sobornos de Odebrecht, me ha hecho recordar una expresión que existe en italiano y que no deja de ser gráfica y graciosa: “scoprire gli altarini”, que traduce literalmente: “destapar los altarcitos”.

¿Estallaba un escándalo mayúsculo, se destapaban pecadillos ocultos o graves pecados inconfesados e inconfesables? Eran altarcitos que se descubrían entre sonrisitas maliciosas o regaños furiosos y se volvían comidilla de corrillos y mentideros, muy a la italiana.

Destapar, se dice en español. Destapar lo oculto, lo que se ha venido escondiendo con toda la malicia del caso. Que es exactamente lo que está ocurriendo ahora en Colombia. Del presidente para abajo, pasando por personas que parecían intachables o por sofisticados delincuentes de cuello blanco, trátese de burdos mercachifles de los dineros públicos o de santos mendaces con aureola postiza o de personajes mesiánicos intransigentes que se ufanan de no matar una mosca, en cierta forma a todos, conocidos y desconocidos, nobles y plebeyos, se les están descubriendo no ya los altarcitos de una indelicadeza, sino los grandes altares de la corrupción. Con los esplendentes baldaquinos y ciborios que esconden la desvergüenza de las millonarias coimas, de los sobornos en dólares.

La corrupción —y comprobarlo no es precisamente un consuelo— siempre ha existido en Colombia. El escritor envigadeño Alberto Restrepo González publicó en 1984 un libro que reeditó el año pasado la Corporación Otraparte: Raíces aldeanas de la corrupción. Su lectura cae como anillo al dedo para el momento actual.

Dejo para otra ocasión una glosa más detallada a la lectura de esta obra que aplica sin piedad el escalpelo a los vicios de nuestra sociedad. Y digo escalpelo porque lo que hace Alberto Restrepo es abrir carnes podridas, hacer una autopsia sin contemplaciones a la sociedad colombiana.

La tesis es muy simple: no es la ciudad la que ha corrompido a nuestros pueblos (que seguimos mirando con entornados ojos de nostalgia como a paraísos perdidos), sino los vicios aldeanos los que terminaron siendo monstruos en las ciudades. El autor, con una dureza de profeta bíblico, desentraña las realidades de la que llama aldea-aldea y las proyecta analíticamente a la aldea-ciudad. De esos polvos nacieron estas tempestades.

En buena hora rescatado por Gustavo Restrepo en Ediciones Otraparte, el libro es tan denso, tan dolorosamente acusador y al mismo tiempo tan desgarradoramente iluminador, que no se puede despachar con una simple mención. Uno lo toma entre sus manos y es como si tocara un cable eléctrico pelado, ahí mismo siente el corrientazo.

Un libro para meditar en el templo vacío que es esta Colombia corrupta en la que día tras día se descubren altarcitos. En el epígrafe de la edición se lee este aparte de una carta de Fernando González al autor en 1956: “Colombia padece lo que merece. De como se vivió tantos años no podía nacer el paraíso, y creo que el castigo será largo, muy largo… Hoy por hoy todo es oscuro y bajo, venal, sombrío”.

Fuente:

Ochoa Moreno, Ernesto. “Los altarcitos de la corrupción”. El Colombiano, sábado 25 de febrero de 2017, columna de opinión Bajo las ceibas.