Despedida sin lágrimas
Que Eduardo se goce su eternidad y que los dioses del Olimpo se lo peleen para mimarlo.
Por Óscar Domínguez Giraldo
Le he pedido a Dios, en quien el poeta Eduardo Escobar pocón creía, que me dé una mano para salir bien de este trance. Antes de dejar quieto a Dios, le diría que no es imparcial, y que se le fue la mano regalándole a nuestro homenajeado la excelencia en poesía, prosa, ensayo, crónica, columnismo, erudición, pintura… Todo adobado con un demoledor sentido del humor, exquisita ironía y un certero dominio del idioma.
A espaldas de Eduardo, exageraré diciendo que en una época en Medellín todos éramos nadaístas. Aunque muchos solo aportábamos despiste existencial y una descuidada pinta para hermanarnos con ellos.
Cuando apenas desertaba de los pañales, Eduardo se convirtió en lector voraz y empezó a sumergirse en el maldito oficio de escribir, como lo llamó Ezra Pound, uno de sus poetas preferidos. Lo suyo era pensar, exigirse, cuestionarse. Nada de tragar entero. Fuera mediocridad de su hoja debida.
Es una feliz casualidad que esta despedida sin lágrimas al poeta mayor se realice aquí en Otraparte, en Envigado, municipio donde nació y reposarán sus cenizas.
Mientras llega su rectificación desde el Walhalla al que viajó, diría que el nadaísmo nació en estos pagos. El «Brujo» Fernando González les regaló el pescado y les enseñó a pescar a sus catecúmenos paisas. A Eduardo, para mayor ironía, le colgó el inri de «El Diosecito».
Señalado el rumbo, ellos se encargaron del resto. En Otraparte, Eduardo aprendió a vivir en contravía, a la enemiga, en la semántica del dueño de casa. A no olerle los pedos a nadie, como predicaba el evangelista Gonzalo Arango.
Resumamos antes de que se acabe el mundo: Eduardo y su logia sacaron del sombrero un movimiento que sacudió la parroquia. Hicieron historia. Se lució a lo largo de su andadura. Vivió todas sus vidas de una vez. Espero no calumniarlo si digo que al final mandó el nadaísmo pa’l carajo. Antes, el exseminarista le había dicho adiós a Dios.
Hay dos consentidos por los dioses: los genios que mueren temprano y los que, como el hijo de papacito Germán y mamacita Elisa —como les decían a sus taitas— exprimen la vida hasta el final, como si fuera un tubo de crema dental.
Que Eduardo se goce su eternidad y que los dioses del Olimpo se lo peleen para mimarlo. Poeta, como dicen los quechuas: hasta que la vida nos vuelva a encontrar.
Fuente:
Domínguez Giraldo, Óscar. «Despedida sin lágrimas». El Tiempo, Bogotá, sábado 30 de marzo de 2024, columna de opinión «Otraparte».