Carta a Alberto Escobar Ángel

Señor
Don Alberto Escobar Ángel
Medellín

Leí muchas veces su obra que me trajo titulada «El término habla de su presencia». Muchas veces, digo, porque encuentro en ella la música de El remordimiento, que tiene un ritmo de serrucho y a un mismo tiempo de sospecha de silencio, ritmo de autodesprecio y orgullo dialéctico, que precisamente es el de la marcha del hombre en el espacio-tiempo, en su mundo; porque somos el único animal o apariencia que se sabe a sí mismo un dios circulando por un albañal; lo que se expresa también así: somos dioses caídos no sabemos de dónde y de retorno. Y dejo adrede el galicismo «dios circulando por un albañal» con el objeto de que quede constancia de que el hombre mismo es el albañal.

Pero en su obra se expresa mejor todo esto, con sólo la música interior del albañal o camino, música de remordimiento y de oculta esperanza imprecisa (ahí reside el alto valor estético), sin conceptos, únicamente con ese triste ritmo ambiental de la situación dialéctica humana:

«Nosotros dos éramos el más
oscuro yacimiento de palabras,
agua podrida de cualquier florero,
cóncava placenta de los vicios
que algún día llegaron envueltos
en una sábana blanca
».

En «oscuro yacimiento de palabras» hallo la situación en que se colocó a sí mismo el hombre por la perturbación paradisíaca… ¡La alcantarilla o camino que somos! Sí. Teníamos la Presencia…; luego de esa inverosímil o ininteligible Perturbación, fuimos estos animales que hablan, hablan, disculpas, discursos, Fidel Castro, Lleras Camargo, Nikita el gordito y estas muchachas tan hermosas desde lejos… Mil y mil veces veo diosas que me enamoran… y cuando me acerco a ellas y las oigo hablar y hablar, algo que hay en mí de antes de haber nacido, algo paradisíaco, les grita: «¡Cierra tu boca, inmundo y divino animal!». Somos «agua podrida de cualquier florero»… ¡Pero qué bien! Usted expresó la situación espacio-temporal que somos con lo más hediondo y venenoso: el agua envejecida y abandonada de los floreros del «Cementerio de los ricos», que es el cementerio de ese costalado de judíos de ghetto que se llama Medellín, la hermosa tacita,

«… cóncava placenta de los vicios
que algún día llegaron envueltos
en una sábana blanca
»…

y, por eso, todos somos o fuimos todo el alcantarillado: el hombre es paje de los unos o de los otros, esclavo de su pasión; y por eso, el poeta inglés le puso a su perro un collar con esta leyenda:

«Yo soy tu perro, Señor, pero ¿cúyo perro eres tú?».

Y su poema continúa luego la narración del camino, con la música ambiental, esa cansada, apesadumbrada, sin glorificar nunca el camino y sin describir la meta, porque aquí, en nuestra situación, nos está vedado lo que no sea alcantarilla o espacio-temporal. Algo en nosotros, los cristianos (y todo hombre lo es), vive la meta ignorada, pero si llega a expresarla en palabras, ella se convierte en inmunda senda. Y la senda que somos es gloriosa únicamente porque nos lleva, y el guía es el Remordimiento. Realmente somos el camino…, ¿pero para dónde? Si hubiera «dónde», ¡eso sería camino también!

Esto es lo que me dice su poema. Todo es símbolo para el trashumante.

Fernando González

Ciudadano de Envigado,
29 de junio de 1960.

Fuente:

Revista de poesía Interregno, n.º 6, Medellín, abril de 1993.