Fernando González

El mago de Otraparte

Por Guillermo Angulo

Yo estudiaba bachillerato en la universidad de Antioquia y un día decidí osadamente ir a conocer al Maestro Fernando González. Me vestí muy a la moda de entonces: saco deportivo, corbatín, pantalones color gris oscuro, zapatos negros y medias blancas, que hacían furor entre los estudiantes. Cuando caminaba hacia la oficina del Maestro, en un segundo piso de la calle Maracaibo, no me di cuenta de que mi hermano, Eduardo, me estaba observando desde un café de enfrente a donde iban mineros y ganaderos. Después supe por él del diálogo que sostuvo con un colega. Señalándome, le dijo al otro minero:

—Mirá, ese que va ahí. Mirale las medias. Debe ser marica.

—Más dañado que agua de florero, le contestó el otro minero, sin mucha originalidad.

—Es mi hermano, le aclaró Eduardo.

El otro se puso colorado y no supo qué decir.

Mientras tanto yo subía a un segundo piso, en donde estaba la oficina del Maestro, sentado tras un enorme escritorio, y con sombrero de vaquero, de alas anchas, puesto. Me miró con sus ojos de loco (que no eran de loco sino de inteligente). Le conté —con la desfachatez que permite la juventud— que había ido sólo a conocerlo. Él me dijo:

—Le voy a regalar un libro (lo recuerdo muy bien; era El remordimiento, uno de mis preferidos). Y empezó a maltratarlo, tratando de descuadernarlo mientras hablaba mal de las editoriales colombianas. Y yo sufría, sabiendo que el libro ya era prácticamente mío. Me lo dedicó. Todavía lo tengo.

Pasaron diez años antes de que lo volviera a encontrar. Mi amigo de juventud, Alberto Aguirre, me llevó a verlo cuando regresé de estudiar en Europa. Mientras íbamos de Medellín a Envigado, Alberto me dijo que conocía a nuestro filósofo porque su papá, Pedro Claver Aguirre, que había sido gobernador de Antioquia, era su amigo, amistad que él heredó.

Me contó que Fernando González últimamente se había visto muy interesado en la naturaleza, y que una vez que iban caminando por el campo vieron dos arañas peleando. Se pusieron en cuclillas, para seguir más de cerca la pelea, y ambos estaban ansiosos de ver el final. Cuando alguien que pasaba por ahí se detuvo también y se agachó a mirar la pelea, el Maestro se levantó apresurado, cogió del brazo a Alberto y le dijo:

—Vámonos.

Caminó un rato en silencio, que rompió como a los diez minutos para decir furioso:

—Por eso a mí no me gusta el comunismo. Esa pelea de arañas era nuestra. Ese tipo no tenía por qué meterse.

Cuando Alberto y yo llegamos a Otraparte —la casa del Maestro en Envigado (hoy museo)— lo saludamos (qué se iba a acordar de aquel muchacho impertinente de corbatín) y le tomé unas fotos con su familia. Luego fuimos, con Alberto, a un cafecito cerca de su casa y, por esas trampas extrañas de la memoria, no recuerdo qué pedí yo, pero sí lo que tomó el Maestro: un Vinol, una gaseosa paisa que intentaba reproducir, sin mucho éxito, el sabor del vino. Mientras Fernando hablaba con Aguirre yo aproveché para tomarle unas fotos.

Le envié por correo las fotos y más tarde el Maestro me hizo llegar a Bogotá un libro, a manera de agradecimiento, con una dedicatoria que decía: “Guillermo: dos envidias tengo: de su barba negra y de su arte fotográfico. Usted me ha hecho las mejores fotos que he tenido y eso que me retrató con mi boca de culo. Fernando González”.

Fuente:

El Libro de las Celebraciones, Fundación Domingo Atrasado, Bogotá, 2007, p.p.: 21 – 22.