Carta de un ateo
a Fernando González

Por Frank David Bedoya Muñoz

Viejo, tú sabes cuánto te he amado. Te tomé como un padre, como un modelo de identificación. En diversas ocasiones he defendido la idea de que eres el único filósofo de Suramérica, y lo seguiré haciendo. Tu vida es la que más me ha incitado a ilusionarme con la idea de ser escritor.

Qué difícil es hacerle un reproche a los seres que más amamos, pero llegó el momento.

Me colmé de alegría cuando descubrí que tu obra la iniciaste al lado de Nietzsche. Tus Pensamientos de un viejo eran, en estilo y contenido, todo Nietzsche y, sin embargo, al poco tiempo, demostraste que eras un buen discípulo de Nietzsche: te alejaste de él. Te acuerdas, viejo, de la palabras de Zaratustra: “Alejaos de mí… se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre su discípulo”. Qué bien y qué rápido lo hiciste tú; en el segundo libro que escribiste ya no eran los estilos y contenidos de Nietzsche, eran los tuyos; qué tan bien lo hiciste, qué tanto hurgaste en ti que te volviste en Colombia el maestro de la autenticidad.

Y llegó tu Viaje a pie, quizá el único libro en Colombia donde se puede respirar una mayor libertad. Estás ahí, con tu compañero de viaje, caminando, filosofando, discerniendo sobre la vida, sobre el amor, sobre nuestros impulsos en esta desdichada Colombia. En este libro se siente un aire más fresco; al leerlo, uno se siente más ligero, más jovial… ¡Ay, viejo!, con este libro hiciste que nos enamoráramos de vos; después de este libro, ya no te pudimos soltar.

A Colombia, la comprendí con vos. Aprendí más de Colombia en tus libros Correspondencia con Carlos E. Restrepo y Cartas a Estanislao y pude vislumbrar más a este complejo país en tu Revista Antioquia; digo, aprendí más de Colombia en tus libros, que en todos los años de estudio de historia en la Universidad Nacional.

Y qué decir de Suramérica. Ya antes se me había aparecido este continente que anhela la libertad con Simón Bolívar, pero vos fuiste el maestro que nos hizo comprender la personalidad psíquica de nuestros pueblos. Qué gran lección nos diste con Los negroides, Mi Compadre, Mi Simón Bolívar, Santander. Sos, viejito, vos también, el maestro de la identidad suramericana.

Mucho antes, habías empezado a desacomodar nuestras almas, tú, con tus calzoncitos de Tony en El remordimiento nos tocaste las fibras más íntimas de la sensualidad y nos señalaste la dificultad que tenemos para hacernos dueños de nuestras pasiones, la dificultad que tenemos para gobernarnos a nosotros mismos. Cómo hacer fuertes a nuestros yoes, sin repudiar nuestros ellos. ¡Ay, viejito!, si Freud hubiera conocido tu obra El remordimiento, sin duda hubiera reconocido en ti a un gran pensador y un gran poeta de la psicología humana.

Y después llegas con Don Mirócletes. No logro olvidar aquellas primeras palabras de Manuelito Fernández. Esta novela magistral puede compararse con las Memorias del subsuelo de Dostoyevski. Viejo, después nos haces palpitar y padecer, con la vida de Manjarrés, El maestro de escuela; qué sacudida nos pegaste con aquel espejo de los grandes hombres incomprendidos, con la vida mísera de Manjarrés.

Y ya, viejo, antes de morirte, nos regalaste el Libro de los viajes o de las presencias y La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera; qué calma se respira allí. En cada una de las palabras de estos dos libros están los pensamientos más silenciosos, y por ello los más perturbadores. Ahí estás vos, viejo bufón, dando lecciones de cómo llega el hombre a descubrirse a sí mismo, hasta las últimas consecuencias. Lucas Ochoa, el padre Elías, finalmente tú, amado maestro, con tus últimos libros, expusiste de la manera más calmada y franca las más profundas reflexiones sobre la existencia que se han podido escribir en estas tierras.

Pero viejo, hay un pero. Ahora viene mi reproche. Te empeñaste en seguir invocando a Dios. Viejo, me repulsó siempre ese misticismo tuyo, por más elaborado y poético que lo presentaras. Te causaba mucha gracia escandalizar a monjas y a curas y vos, viejito religioso, seguiste engañando a los mismos jóvenes que un día ayudaste a liberar, con patrañas metafísicas; le fuiste infiel al más acá, a la tierra, y seguiste tú como los demás sacerdotes, prolongando la idea de un más allá, ese fatal y decadente falseamiento que se inventaron los despreciadores de la vida. Esa fue tu eterna contradicción, tú, que nos enseñaste a amar la vida desnuda luego la volviste a vestir con ilusiones religiosas, con supersticiones. Tú, que conociste el alma humana como nadie lo ha hecho por aquí, en lugar de mostrar qué tanto un hombre se puede conocer a sí mismo, alcanzar los más altos grados de conciencia, superarse y ser artífice de su propio destino, preferiste volver a poner al hombre por debajo de un Dios, por debajo de aquella idea nefasta de Dios.

Un día unos jóvenes te preguntaron que si habías abandonado al humanismo por el misticismo y te enojaste, porque tú no eras un converso, y les aclaraste que toda la vida estuviste buscando a Dios. Efectivamente no eras un converso, pero ese no es el problema, el problema es que seguiste vendiendo una ilusión, como si esta servidumbre fuera el fin de la existencia del hombre, seguiste siendo cristiano. Quizá no te diste cuenta —o no lo quisiste hacer— de que por la liberación que produjo tu pensamiento en Colombia, muchos esperábamos que fueras ateo, pero no, viejo, seguiste siendo un rezandero, a tu manera pero rezandero. Estuviste muy cerca de las alturas de Zaratustra el ateo, pero no quisiste dar el paso final: renunciar a esa perniciosa ilusión infantil que son las representaciones religiosas en el hombre. Sé que muchos teólogos y “filósofos cristianos”, incluso curas amigos tuyos, celebraron que un poeta como tú alabara a Dios; de hecho han escrito libros resaltando tu misticismo, teólogos rebuscando “argumentos filosóficos” para decir que tu obra conduce a Dios. Pero tu obra, tú lo sabes, va más allá de tu propio misticismo; tu obra tiene más profundidades, tu obra es liberadora. Por eso, viejo, yo no te acepto esa sumisión vergonzante ante un Dios. Que las masas crean en Dios y necesiten esas ilusiones, eso se entiende, pero en un hombre como vos eso no lo puedo entender; que tú, después de haber conocido la obra de Nietzsche y de Freud como pocos lo han hecho, hayas seguido con el misticismo, yo no lo puedo entender. Muchos elogiarán tus alabanza a Dios, pero a mí me repugna esa exaltación del cristianismo en tu obra.

Te he amado, Fernando González, viejo querido e imperioso, y nunca dejaré de amarte, tu obra siempre tendrá un lugar privilegiado en mi vida. Siempre estaré orgulloso y feliz de que hayas existido. Pero cada vez que apareces insistiendo en el decadente Dios del judeocristianismo, yo, ateo, me alejo de ti. Este es mi reproche, maestro; hasta allá —hasta esa carajada mística— no te puedo seguir.

Fuente:

Comunicación personal.