El filósofo

Por Gustavo Mejía Fonnegra

En la biblioteca de mi padre, donde aprendí a leer, estaban casi todos los libros publicados de Fernando González en la época a la que me refiero en este texto, finales de los años cincuenta. Reposaban en un mueble con puertas de vidrio que llegaba casi hasta el techo y ocupaba todo el ancho de uno de los cuartos de nuestra casa del parque Lleras, en El Poblado. Tenía muchos libros, la mayoría publicados en los años treinta, editados en un papel grueso y con un tipo de letra más grande que la que se usa en la actualidad. Antes de aprender a leer, me gustaba mirar sus viñetas, faunos, cuernos de la abundancia y esas cosas que eran muy comunes en los textos de ese tiempo; y ensoñaba el momento en que al fin estaría leyéndolos.

Cuando tenía unos diez años, comencé a hacerlo. En Naranjales, una finca que tenía mi padre, situada entre Copacabana y Girardota, sobre la cordillera que va hacia San Pedro, me decidí por fin a leer el Libro de los viajes o de las presencias. La edad no importa, el paisaje no la tiene. Del libro a los caminos de tierra, a las quebradas, a los bosques y nuevamente al libro. Al final no sabía dónde terminaba el libro y comenzaba el paisaje, y viceversa. Magia donde oficiaba el brujo mayor, Fernando González en todo el esplender de su último libro publicado en esos días.

Lo primero que aprendí de él, y tal vez lo que para mí fue lo más definitivo de su pensamiento, era a no tener miedo de nuestra existencia, a aceptar lo que somos y en lo que terminaremos. Y embriagarnos con lo que la vida nos ofrecía, la gente, los pueblos, la naturaleza. Luego siguieron los otros libros, Viaje a pie, El remordimiento, todos se fueron desgranando de la mano del maestro.

Mi padre, que era Ingeniero Agrónomo, fue tocado en su juventud y en su época de estudiante por los Panidas y por la obra del señor de Otraparte. Y un día decidió llevarme donde él, a Envigado. La carretera en ese entonces era estrecha, y el auto, un Mercury, que ahora lo recuerdo como un escaparate con ruedas, ocupaba casi todo el ancho de la vía. Pero antes de eso, yo ya había establecido una relación a distancia con el maestro, por intermedio de Pilarica Alvear. Ella vivía cerca de mi casa y éramos medio primos. Pertenecía a su tertulia literaria y publicó en esos días un bello libro titulado Cuando aprendí a pensar. Lo escribió cuando tenía dieciséis o diecisiete años, y era una de sus protegidas. Ella leía lo que yo escribía, y me estimulaba a seguir haciéndolo.

Al maestro le llamaron la atención las palabras que tuve para sus libros, y me invitó a visitarlo unos dos días a la semana, en la tarde, con el fin de ayudarlo en su trabajo con la biblioteca de Otraparte. Examinaba los estantes, escogía un libro, y se sumergía en él sentado en su escritorio, tomando notas en una hoja que sacaba de un arrume que tenía en un extremo. Luego dejaba la hoja de notas entre las páginas consultadas, lo depositaba en una mesa, y hacía lo mismo con un libro diferente. Al caer la tarde, sobre la mesa quedaban cinco o diez libros. Mi trabajo consistía en transcribir la hoja que reposaba en cada libro, era un borrador con tachones, y luego regresar el libro a su lugar en los estantes. A veces tenía algo que decirle sobre esas notas, a lo que él respondía invitándome a escribir mi comentario como pie de página. Todo el tiempo la pasábamos escuchando los sonidos del silencio.

Alrededor de las cinco de la tarde, lo acompañaba al establo para ordeñar a su vaca. Era uno de los momentos que más me gustaba. Después de ese largo silencio en la biblioteca, al atravesar el jardín para llegar al establo todo parecía vestido con un nuevo color, con una nueva presencia, los árboles, las flores, la hierba, los pájaros parecían recién inventados, cristalina sinfonía de la vida. Feliz, se sentaba en su butacón y ordeñaba a su querida vaca. Yo regresaba a mi casa, y me ponía a hacer mis cosas. Estaba en el colegio, en primero o segundo de bachillerato, tenía doce años y unos grandes deseos de ser escritor.

Don Nicolás Gaviria, el rector del colegio donde estudiaba, un hombre de una gran cultura, me autorizó a seguir mis estudios sin asistir a las aulas, pero con el compromiso de hacerlos en mi casa por medio de los cuadernos que mis compañeros de grado me prestaban. Así transcurrió casi medio año. El maestro ya había comenzado a sentirse enfermo, y lo más prudente fue concluir con mi trabajo, que realmente era mi aprendizaje. La separación fue bastante dura, más de una vez quise regresar a Otraparte, pero ya no había camino de regreso. Murió al año siguiente.

Recuerdo con mucho cariño al padre Ripol, que lo visitaba en esos días. Los benedictinos quedaban cerca de Otraparte, y bajaba caminando a visitar a su querido amigo. Venía del Ecuador, donde vivió un tiempo entre los indios de la Amazonía, y una tarde, mirando su álbum de fotos, viendo esos indios maravillosos que parecían de otro mundo, y escuchando los comentarios de su vida entre ellos, decidí ser antropólogo.

Pero los que sí eran de otro mundo eran los Nadaístas, que lo visitaban a menudo. Bulliciosos, rendían tributo a quien consideraban su padre, conversaban sobre todas las cosas posibles e imposibles, y el maestro gozaba con ellos como un muchacho. Yo los miraba en silencio, celoso de esos intrusos que llegaban de Medellín, del Centro, de Versalles y del Metropol, nombres que escandalizaban las buenas y solapadas conciencias de la época.

Mi venganza fue una tarde en que estando en el establo, mientras él ordeñaba, escuché el bullicio venir por el jardín:

—Maestro —le dije para que me oyeran—: llegaron las moscas.

Se pusieron furiosos, ese mocoso entrometido salirles con esas. El maestro tuvo que intervenir para calmar los ánimos. En mi interior los admiraba, y a Gonzalo Arango lo idolatraba.

Fuente:

Comunicación personal.