Introducción a Pasajes
de Fernando González

La sillita de Otraparte

Por Carolina Sanín

Cuando publiqué mi primer libro, que se titulaba Todo en otra parte, varias personas me preguntaron, antes o en lugar de leerlo, si su título era alusivo a Otraparte, la casa de Fernando González, a donde sus contemporáneos peregrinaban para recoger lo que él decía y verlo vivir. Mi libro no rendía homenaje a Otraparte —aunque tal título quizás remitía necesariamente a otra obra— y yo no conocía a Fernando González. El motivo de tal desconocimiento había sido mi falta de cuidado, pero también una falta de ocasión. No recuerdo que en la universidad bogotana donde cursé la carrera de Filosofía y Letras ningún profesor ni ningún estudiante me haya mencionado a Fernando González. Empecé a preguntar por él. ¿Cómo era la obra del personaje en cuya evocación había quedado titulado mi libro? ¿Qué filosofía había producido el escritor a quien llamaban “el filósofo paisa”? Me respondían por las márgenes: hablaban de que González había sido el maestro del poeta nadaísta Gonzalo Arango, mencionaban el título de alguno de sus libros y el nombre de su casa y, sobre todo, repetían con entusiasmo la anécdota espuria de que Jean-Paul Sartre lo había propuesto como candidato al Premio Nobel de Literatura, pero que un grupo de conservadores colombianos se había opuesto exitosamente a la candidatura. Yo oía que era un personaje muy importante y, al mismo tiempo, que casi había sido un personaje.

Años después de las primeras indagaciones y de haber vuelto a oír muchas veces el nombre de Fernando González, revitalizado gracias a las iniciativas de la Corporación Otraparte, fui a Envigado a visitar la casa, que es la sede de la corporación. No había leído todavía más que unas pocas páginas del autor, pero ellas me habían impuesto una atracción. De la casa, que en vida de su dueño estuvo en el campo y cuando la visité ya había sido alcanzada por la ciudad, noté que seguía mostrando el campo (como, por demás, pasa en todo Envigado: si uno va en un vehículo, por la calzada, está en la ciudad. Si uno va a pie por una acera, se le revela que ya salió). Era una casa austera con un jardín, un pozo y un patio, y contenía el misterio de crear un espacio mayor que el que ocupaba. Sugería una intimidad que se convertía en exterior recordado e imaginario, como correspondía al lugar donde escribió quien supo desplegar la interioridad como un país y quien examinó el significado del lugar propio.

En la casa de Otraparte se exhibe una sillita. Es un taburete rústico, para niños, estrecho y bajo, en el que González escribió —o, en todo caso, parecido a aquel en el que, según se cuenta, se sentaba a escribir—. Miré la silla durante un largo rato, tratando de entender qué significaba escribir en un mueble así, parte trono, parte banquillo de acusado, parte excusado. La silla connotaba ascetismo y humildad, y también indicaba la búsqueda de un punto de vista. Quien había escrito desde esa altura y esa estrechez, pensé, debía de ver las cosas por debajo de las cosas: los pasos de los humanos, el vientre de los cuadrúpedos, la articulación entre los tallos y las raíces. También pensé que quien solía escribir desde allí debía de escribir mirando por entre las cosas, a través del hueco de abajo de la cama. Escribir y pensar tan cerca del suelo quizás era recordarse que se escribe entre dos mundos —el de la superficie o el aire, y el subterráneo, aquel de donde todo procede y donde todo encuentra su término— e implicaba mantener presente la conciencia del propio tamaño, es decir, de la finitud humana.

Unos años después de la visita a Envigado leí casi todo lo que escribió Fernando González —pero no inmediatamente, pues dejé pasar un tiempo en el que intuí al autor sin estudiar lo que había escrito, sino apenas paseándome por uno de sus libros más fragmentarios e incompletos, El payaso interior, y por el recuerdo de la sillita y de la casa que contenía el campo y que irradiaba a su antiguo habitante—. Me desconcertó la exaltación de sus libros de juventud, medio febriles, de un vuelo intelectual interrumpido y porfiado. Me sentí seducida por sus libros de madurez, por la energía de quien necesita fundarse inquiriéndose, superponiendo a cada pregunta una mayor, demoliendo las semblanzas que logra de sí mismo y poniendo en su lugar siempre a otro. Me sentí sobrecogida —y abrumada— por los libros de la vejez, en los que expresa sus intuiciones más complejas y plantea una ontología, y en los que parece encaminarse hacia la confluencia del amor y la muerte, sosegándose en ella. En su último libro leí asombrada que daba el nombre de Otraparte a la parcela del cementerio donde quedaba enterrado su alter ego final, el padre Elías, mientras que a su vivienda le daba el de Progredere (estaría tentada a escribir el resto de este texto sobre los posibles sentidos de ese cambio).

Después de leer a Fernando González, creí entender por qué en la academia no enseñaban sus textos y por qué quienes lo conocían lo mencionaban desde el margen de la anécdota: no puede decirse, sin deformarlo fatalmente, qué fue lo que él dijo. La manera apropiada —o posible— de estudiarlo parece ser la de seguir la lectura como un camino de profusas ramificaciones: leerlo sin aspirar a explicarlo, y luego tratar de ver qué dirección tomó uno dentro de su escritura. Su lectura tiene la calidad vivificadora de la comunión y difícilmente desembocaría en la paráfrasis.

Quizá pueda decirse que Fernando González es un maestro, pero no uno a quien imitar, sino uno con quien se entra en contacto para avivar la intuición de que hay otra parte que no es otra sino toda esta. En sus cientos de páginas aparentemente contradictorias, repetitivas, obsesionadas con la observación de los movimientos del deseo, en las que se desdice tanto como se dice, yo oigo que él repite una sola afirmación: que hay un sentido, y que el misterio de ese sentido se cifra en la experiencia de la intimidad y en la interiorización crecientemente consciente.

Si bien creo no que no viene al caso esforzarse por explicar qué dice el autor, creo que se puede observar qué hace: intenta ser un ser humano digno —esto es, un hombre que busca decir la verdad—. Su trabajo es un intento infinito y un ejercicio cotidiano a través de los cuales él se compromete a convertirse en su propio autor. En otras palabras, podría llamarse a eso la búsqueda de la autenticidad. Lo mismo, claro, puede decirse de casi cualquier escritor que tenga gravedad y profundidad; sin embargo, hay pocos casos como este en el que la intención es explícita y está tematizada, y el autor demuestra y problematiza la tarea.

A través de la pobreza complicada de sus tramas, la obra de Fernando González describe el proceso que sigue quien se convierte en quien es. Más que etapas, ese proceso tiene fases. Una de ellas es la exploración de la personalidad a través de la creación de varios yoes, ilustrada en Mi Simón Bolívar, El maestro de escuela, Don Mirócletes y La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, y otra es la del despojamiento, ilustrada en El remordimiento y en el Viaje a pie. Ambas fases se conjugan y se convierten en teoría (y en catequismo) en el Libro de los viajes o de las presencias.

Para dar cauce a la intensidad de su intuición, González parte del desacato a la convención literaria. La primera convención que rechaza es la del género. Sus libros no son novelas, ni ensayos, ni memorias, ni comentarios históricos, ni profecías, ni diarios, ni crónicas, ni transcripciones de apuntes sueltos, y solo en apariencia son una mezcla de todo lo anterior. En cada libro se investiga la construcción del libro que se construye; se escribe sobre lo que se está escribiendo y se intenta fijar el presente de la escritura, lo cual abre una grieta por la que inevitablemente escapa la coherencia de género y asoma el ansia de veracidad. La segunda transgresión es inseparable de la anterior y concierne a la estructura: el desorden en la división de los capítulos (¿pasajes?, ¿apartes?, ¿episodios?, ¿días?) y la ambigüedad con respecto a la jerarquía de las partes dentro de cada obra dan cuenta de una indagación en torno a la anatomía de los textos y a su pertinencia.

Las obras de Fernando González no combinan la autobiografía con el tratado filosófico, sino que reproducen el instante en el que se revela que dentro del cuento de la vida está la práctica filosófica, y en el desarrollo discursivo del pensamiento se hace posible vivir la vida. En su exploración simultánea del potencial humano y la naturaleza del libro, se estudian los problemas seminales de la figuración poética: las preguntas de qué cabe dentro de qué y qué cosa es como qué otra. Su escritura (¿podrá llamarse autobiografía ensayística?) consiste en probarle marcos a la escritura: la narración enmarca las notas diarias, y estas dan a su vez contexto a la narración. En ella se inventa un género, pero uno que no puede convertirse en criterio de clasificación ni puede imitarse; un género que coincide con una persona única, con su inventor, último marco que trasciende hacia adentro todos los marcos, mientras repetitiva y apasionadamente se instiga para liberarse de ellos.

Si nos fijamos en su intento por imaginar asociaciones entre diversos aspectos de la cultura bajo la luz de un compromiso con la experiencia personal, y por crear con esas asociaciones un texto que refleje a un nuevo y noble ser humano —o, en otras palabras, si observamos su intención de darse una figura y una ley haciendo ensayos, mostrándose a través de interpretaciones del mundo que den cuenta de diversos aspectos de sí mismo—, podemos relacionar a Fernando González con Michel de Montaigne. Si consideramos su concepción de la confesión como camino para comprender la condición del tiempo, y su deleite en la autocrítica, podemos emparentarlo con santa Teresa de Jesús. En su oscilación entre el ejercicio de la crítica y el deseo de retiro, entre la desazón y la exaltación, González nos remite a fray Luis de León y, más acá, nos sugiere la existencia de una cepa de autores colombianos, actores de largos parlamentos en una conversación solitaria, imprecadores místicos y humorísticos, entre los que estaría también Fernando Vallejo.

Fernando González no es un personaje importante en la literatura o en la historia de Colombia. En primer lugar, tal vez sea injusto decir que es un personaje. En cientos de páginas, dando testimonio de haber comprendido el principal descubrimiento del humanismo, el viejo icónico de los ojos brillantes explicó qué es un ser humano a través de la multiplicidad de los personajes que puede y escoge el ser humano interpretar, y en la integridad que el actor conserva y reclama detrás de esos personajes. En segundo lugar, no es importante según se entiende en la jerga cultural lo importante como lo influyente y monumental. González no funda una tradición, no es mundialmente conocido ni lo será y no nos dará a conocer. Según el gusto canónico, quizá tampoco sea un gran escritor. No es importante como no lo es ningún poeta místico. Es un desconocido que llama a la puerta de todos sus libros, que en la suma de ellos se multiplica, y que se borra en la otra orilla de la construcción épica: en la incesante provocación de crisis internas, a lo largo de las cuales pasa de la constatación de la individualidad (“el soplo divino que al manifestarse por modos propios embellece todo lo exterior”), ya sea la suya o la de Simón Bolívar, a la intuición de la unidad.

En los portales entre la habitación y el viaje, en la contemplación del contraste entre la vejez y la juventud, en la mutua iluminación entre la crítica social y la crítica de la propia intimidad, en la conciliación entre la aceptación del legado cultural y la irreverencia hacia todo lo heredado, y en la necesidad de vivir la piedad buscando otra forma de ser católico, González buscó qué significaba ser colombiano y ser americano. Su pensamiento se rebeló contra los complejos extranjeristas e inmediatistas (que las dos cosas son en últimas lo mismo) de la actitud latinoamericana y también contra las restricciones impuestas por ideales y deberes desarrollistas —por ejemplo, el de la profesionalización del intelectual—. Al ser profundamente local —y profundamente evoca aquí la excavación de la ruina y la penetración en el carácter—, inventó una universalidad que contrasta con el frustrado cosmopolitismo de sus coterráneos.

Solo en cuanto es un filósofo de pueblo, de pueblo andino específicamente, antioqueño para más señas, es Fernando González un filósofo de vanguardia. La incorporación de nuestro tono y nuestra prosodia (del arte persuasivo y desbordado del culebrero; de la hipérbole y la repetición del cura admonitor; de ese énfasis puesto en cada palabra que caracteriza la conversación antioqueña) a la comprensión del legado filosófico que quiso aceptar (sabedor de que no tenía que aceptar toda obra ni todo procedimiento mundialmente entronizado) hizo de él un pensador latinoamericano: consciente de las contradicciones implícitas en su doble filiación y valiente ante el atolondramiento del lenguaje resultante de esas contradicciones. Asumió la responsabilidad latinoamericana definida como la búsqueda de una expresión propia que indagara, en primer lugar, por el significado de la libertad. Confiando en la imaginación, fundamentó su idea de que en Latinoamérica las obras del pensamiento no están para aprenderse sino para realizarse en una nueva vida, en un teatro asombroso. La candidez —opuesta a la falsedad y equivalente a la disposición del sujeto para la plenitud de la experiencia— se llena de sentido y de promesa en su obra, con la comprensión de que lo local puede ser lo actual, lo original y lo audaz.

Quizás González se dio cuenta de que nuestra condición de latinoamericanos, definida por el hecho de que el inicio de nuestra existencia completó la redondez del mundo, está determinada por el deseo de fundación de una utopía que ya no tiene un lugar geográfico donde fundarse; una utopía que es, por tanto, la soledad desplegada, y que solo puede explorarse en el espacio textual: en la otra parte que es la escritura, que, en atención a esa conciencia, tiene que ser una escritura cuestionadora de las leyes literarias y ensayadora de nuevas leyes, rebelde ante toda tradición —como corresponde a la hija de todas las tradiciones— y que no tema al misterio ni al sinsentido. El impulso utópico explicaría en parte el carácter anhelante y deslindador de las obras de González; por ejemplo, la enigmática insistencia en añadir epílogos que son a veces resúmenes de otros libros posibles, a veces pasajes que repiten el libro precedente o que lo dirigen hacia otro contexto y lo ponen bajo una nueva luz, y a veces nuevos inicios, y que dicen —como lo hace la vertiginosa estructura de enmarcación— que el libro es infinito, al tiempo que insinúan que lo que se ha leído no es el libro y que este sigue siempre estando más allá.

En el estilo de Fernando González sobresalen la alternancia entre la espontaneidad y la grandilocuencia, la univocidad en la expresión de los conceptos, el rechazo de la sofisticación y la vulgaridad tanto en las invectivas como en el examen de la intimidad, el desarrollo de los planteamientos mediante la asociación de ideas más que mediante su elaboración, la redefinición de términos familiares y el recurso a la oración, en la que la fórmula religiosa se convierte en coloquialidad erótica. El resultado es aparentemente disperso y previsiblemente disparejo.

Es intencional que en el compendio que sigue a este prólogo no se incluya un repaso biográfico. Antes que cotejar la actividad literaria con una sucesión de acontecimientos personales o históricos, he preferido tratar de entender en qué sentido decía Fernando González: “Cuando he escrito libros, estos han sido mi tiempo-espacio, así como la respiración es uno mismo”, y cómo esos libros constituyen la propuesta de una biografía paralela a la línea de los acontecimientos, una biografía que interpreta los acontecimientos dándoles una segunda vida intemporal, y que expresa, como una oración, el deseo de que la inmortalidad del alma —concomitante con el cumplimiento del absoluto final del personaje— sea el caso.

En compensación por la omisión de la biografía, las obras compendiadas se han dispuesto en orden cronológico en este volumen. En cuanto a los hechos del pasado, Fernando González nació bajo el signo de Tauro, fue juez y diplomático, tuvo cinco hijos, vivió en Génova, en Marsella, en Bilbao, en Medellín y en Envigado, y probablemente era depresivo. Sus años de nacimiento y muerte son 1895 y 1964.

Es difícil antologar libros que conforman paisajes amplios antes que mostrar pasajes brillantes, y es difícil compendiar volúmenes que contienen todos lo mismo pero en distintos estados de desarrollo y dispuesto según diversas maneras de imaginar un organismo textual. Por razones de espacio, en la selección aquí propuesta no están todos los títulos del autor. Quedan excluidos los volúmenes de correspondencia, las obras publicadas póstumamente (El payaso interior, Salomé, Arengas políticas, El pesebre, escrito con Andrés Ripol, etc.) y algunos títulos publicados en vida, como Santander, Mi compadre y Los negroides. En cuanto al sesgo, no solo elegí las páginas que me parecieron más representativas y aquellas a través de las cuales creí que el lector podría imaginar con mayor fidelidad los libros de los que se extrajeron, sino también otras con las que resonó mi pensamiento. El conjunto de fragmentos resultante puede ser para otro lector un conjunto de sobras que dan idea de los fragmentos principales, que quedaron excluidos. En el mejor de los casos, es un libro que esta lectora imagina que el autor escribió, o bien, es un libro que él escribió en ella.

Quien se acerque a Fernando González por medio de esta selección y se sienta impresionado por la arritmia ha de saber que los libros de los que se extrajeron los pasajes pueden resultar tan fragmentarios, tan disonantes y tan digresivos como parecerá la selección. Se avisa también que se ha conservado la puntuación original, a veces exótica: los excelentes y cuantiosos punto y coma, los brillantes dos puntos después de signo de exclamación, y aun la irritante coma entre sujeto y predicado. Se ha conservado también alguna inconsistencia gramatical de concordancia de número. En cambio, se han modificado, según el uso actual, la ortografía y las normas editoriales de las ediciones antiguas.

A medida que leía a Fernando González fui sintiendo cada vez más admiración y afinidad, y mayor intriga. Me sentí desilusionada —y reflejada— en ciertas páginas de las que él no omitió bobadas surtidas que se le ocurrían, pero, muchas más veces que desilusionada, me sentí deslumbrada y renovadamente ilusionada. No quiero ser ingenua con respecto al sexismo de nuestro autor, por último. Fernando era un viejo verde, y de esa característica germinan buena parte de sus más ricas reflexiones. A pesar de que explícitamente se feminiza en algunos de sus pasajes más inspirados, en no pocas ocasiones hace de la mujer el término literal de metáforas inútiles y prejuiciosas y en juicios repartidos por toda su obra la simplifica y menosprecia. Dice que “es bella, perfecta, pero en cuanto mímica, plástica y muda. Cuando habla, es insoportable”; que “siempre, por inteligente que sea, por sabia que sea, si no es madre, si no tiene vitalidad maternal en potencia, su trato repugna y esteriliza a las almas masculinas”; que “ninguna hermosa es bachillera. Coincide el bachillerismo con la sequedad vital”, y que “es imposible encontrar el alma de las mujeres si no es en la cama”. Habiendo sido él un curioso lector, contemporáneo de Simone de Beauvoir y que nació dos siglos después de la muerte de Juana Inés de la Cruz, excusar sus opiniones aduciendo la parroquialidad de su entorno sería tratarlo sin el respeto que merece. Termino esta presentación con la alegría de poder perdonarlo sin disculparlo, asumiendo el perdón no como consecuencia de la seguridad que tengo de desmentirlo ni como una concesión a la que me sienta obligada por el peso de cuanto encuentro verdadero en su obra, sino como una promesa de amistad y como la más alta prerrogativa que se puede conceder a un interlocutor, prerrogativa que buena parte de nuestra mejor literatura, gracias a su ignorancia, ha reservado para las lectoras.

Fuente:

Sanín Paz, Carolina (compendio y comentarios). “Introducción – La sillita de Otraparte”. En: Pasajes de Fernando González. Bogotá, Lumen / Penguin Random House, 2015, p.p.: 11 – 22.