Nació Fernando y
soltaron al diablo

Por Reinaldo Spitaletta

La infancia es, en rigor, la única patria. Es la bandera que siempre se enarbola en los años de después, cuando, incluso, como en el edípico enigma de la Esfinge, se camina en tres pies. No importa dónde se viva tal período, dónde se hayan tenido los primeros sueños, los iniciales asombros. Aquel tiempo es una marca. Sólo la borra la ineludible muerte.

A Fernando González, brujo y mago, universal parroquiano de Envigado, la niñez, en ese poblado clerical y de pequeños chismes, le determinó muchas cosas. Tal vez desde sus primeros tiempos ya tenía una conciencia sobre la vejez. Se maduró temprano aquel tipo que era “veinte por ciento místico; diez por ciento peón; treinta por ciento enamorado de la belleza y el resto bobo”.

Raro el Fernando. “Desde niño estoy buscando la verdad”, diría. “Desde la infancia he vivido meditando, parado en los rincones o al pie de los árboles”, escribiría en El remordimiento. Y también, en esos años blancos, en el que el mundo tiene tantas dimensiones, el muchacho se iba a la legendaria quebrada La Ayurá, a ver cómo las muchachas se volvían más fértiles en sus aguas.

“Cuando yo era niño comía tierra y quería ver a las muchachas desnudas. Nos íbamos, Conrado, Cipriano, Juan de Dios y otros, a escondernos en los rastrojos de la orilla, para ver a las amigas que se bañaban en camisa”, diría en El Hermafrodita dormido.

Y quién que es no querrá ver a las chicas desnudas, acariciadas por las aguas de esa quebrada que, según dicen, le dio tanta fecundidad a una nieta del patricio envigadeño, don Lucas de Ochoa, que tuvo 33 hijos.

Envigado, en todo caso, en los tiempos de infancia de González era una especie de seminario, bajo la égida del cura. Monótona y rutinaria la vida. Claro que el cura no era cualquier cura, sino el padre Jesús María Mejía, que, al decir de Alberto Restrepo, autor del libro Testigos de mi pueblo, “no era un intelectual, pero tenía un gran sentido de los valores culturales. Fundó colegios, como el de Jesús, donde enseñó don Marco Fidel Suárez. Fue un promotor de grupos culturales”.

Se la robaron, se la robaron

Era, sin embargo, un mundillo aldeano, de asfixiante estrechez, donde el aburrimiento era, a veces, alterado por algún suceso, como aquel, tan sonado, del robo de la custodia de la iglesia de Santa Gertrudis, por allá, en 1900.

Esa vez no se trataba de un “ladrón honrado”, como el de la custodia de Badillo, cantada por Escalona. La noticia perturbó el sosiego parroquial, y toda la feligresía, conmocionada, cesó labores. No hubo más barcitos abiertos. Los chicos aprovecharon para no ir a clases, mientras las señoras y señores iban a la iglesia a rogar al Altísimo para que ayudara a encontrarla.

Entre tanto, la policía capturó a dos campechos en La Estrella. Resultaron ser inocentes. Pero el ladrón se emocionó demasiado y vendió algunas piedras preciosas en una joyería. Eso lo acabó. Se trataba de un peón, de 22 años, Rafael Lotero Betancur, con antecedentes por hurto. Registrada su habitación, se encontraron algunas piedras y el cristal de la reliquia. En la prisión, el padre Mejía lo convenció de que dijera dónde estaba el resto de la custodia.

La hallaron en un rastrojo, bajo un árbol de aguacate, a la orilla de la Ayurá. Y el pueblo volvió a su normalidad de gentecita pacífica y rezandera, mientras el caco sufría cana y excomunión.

Gente inteligente

“Así era Envigado. De poco vuelo. Es curioso que Fernando hubiera salido de ahí. Pero es que era una cosa genética de ser gente inteligente. También lo era su hermano Alfonso, fundador del primer periódico que hubo por allí, el Vox Populi”, dice el ensayista Alberto Restrepo. Fueron pocos los números que logró editar Alfonso, porque, debido a malquerencias con el cura, que veía la publicación como muy liberal y disociadora, se la hizo cerrar. En Vox Populi se difundía el pensamiento de Nietzsche, Schopenhauer y los artistas contemporáneos.

El padre Mejía era una presencia múltiple en aquel Envigado candoroso y querendón de sotanas y sermones. “El (el padre) hacía representaciones teatrales. Tenía una hermosa voz de tenor. Reunía a los feligreses en la iglesia para contarles su viaje por Europa. La iglesia se llenaba para escuchar la crónica. También trajo un órgano”, cuenta Restrepo.

Fernando González vivió su infancia en un pueblo, de callejuelas empedradas y caños, en el cual muchos sucesos se prestaban para la fábula y el misterio. Una tía materna suya, llamada Lila, mujer extraña que vivía en la casa de don Lucas de Ochoa, atrapó al diablo en una ponchera y lo mantuvo allí durante seis meses. Cuando nació Fernando, lo liberó.

Envigado, una aldeíta despaciosa en la cual la escasa diversión se reducía a poder mirar, desde las aceras, el paso de la mierda flotando en los caños. Se dice que muchos apostaban a cuál bollito pasaría primero por el frente de tal residencia. Como se sabe, Fernando, “envigadeño descalzo”, nació en una calle con caño, tal como él mismo lo señaló. Guerreó a piedra con los de Itagüí, a orillas del río Medellín y se impresionó hasta el dolor con el suicidio de un tal Burgos.

Desde su niñez, Fernando González dejó de creer en “los santos de Envigado”, cuando al levantar la túnica de Pablo de Tarso, se enteró de que, debiendo tener “un cuerpo membrudo y peludo, era un tablón insubstancial”. Pero lo curioso es que, según Alberto Restrepo, en Envigado no hubo nunca tal imagen de San Pablo. Quizá entonces le alzó la túnica a alguna santa.

Cuando era chico, le tenía un miedo horrible a las puertas cerradas. Tal vez por ese factor, Fernando González se dedicaría a abrir puertas. En eso consiste la irreverencia.

“Su niñez fue la caída en la tentación de una vocación difícil: encarnar el alma infantil de una América inauténtica”, dice Restrepo.

La única patria es la infancia. Fernando González siempre fue como un niño. Por eso nunca dejó de asombrarse. Por ello, continúa asombrando.

Fuentes:

  • Entrevista a Alberto Restrepo González.
  • Monografía de Envigado, Sacramento Garcés Escobar.
  • Testigos de mi pueblo, Alberto Restrepo.

Fuente:

Periódico El Colombiano, viernes 21 de abril de 1995, página 3D.