Fernando González

Testigo de la
madurez de la fe

Por Alberto Restrepo González

Fernando González y yo somos uno.

Tratar de esclarecer su figura a partir de lo que significa su personalidad, es el intento del presente estudio.

El verdadero análisis de una personalidad no puede ser otra cosa que la objetivación de la interacción vital.

Hacer deslindes definitorios y esquemáticos, es materia de codificación, materia muerta, medio inepto para el análisis de la personalidad humana, viva y operante.

Para descubrir la vitalidad del pensamiento humano no hay otro medio que la convivencia, a la que no se llega más que por la unificación vital.

Desde niño, en los amplios corredores de la casa paterna, en las angostas callejas del pueblo, en los campos y en los caminos rurales, compartí muchas horas con Fernando González, y desde entonces estoy tratando de entender su figura, de aclarar el misterio de su existencia solitaria en el panorama de América.

Fernando González es fenómeno único entre nosotros.

Una de las inquietudes de mi niñez fue tratar de entender el porqué de esa especie de sino que pesaba sobre él.

Yo lo veía asistir cada domingo a la misa mayor; leer a la abuela los Evangelios; comentar con mis padres las pláticas dominicales. Él era “gente de Iglesia” (ER, p. 31), su figura irradiaba bondad, su fe viva se imponía de inmediato, y sin embargo era una especie de personaje vitando en el panorama nacional.

Desde niño estoy inquiriendo sobre el proceso de su aparición y repudio, y ahora, después de no pequeño cavilar, he dado con el contenido y las líneas esenciales de su pensamiento y de sus búsquedas.

Al tratar de él, los elementos superficiales de su personalidad son tema manido. Su sonreído lenguaje, su desfachatez, su finca de Otraparte, los detallitos triviales de su diario vivir, son el tema que encierran los estudios que se han hecho hasta ahora sobre su vida y su obra. Lo esencial de su tarea vital permanece desconocido.

Luego de unificarme con él por muchos años, voy a luchar, entender, pensar como él, hasta llegar con él al final de su lucha que fue el hallazgo de las realidades que siempre buscó con una lucidez y una fidelidad sorprendentes.

La prolongada meditación de los fenómenos que concomitan con una personalidad, es elemento indispensable para su adecuada comprensión. La aproximación a una personalidad y a su pensamiento, premiosamente acometida, no pasa de ser la objetivación del momento sicológico del investigador, y por lo mismo, la deformación de la personalidad y del pensamiento objeto de investigación.

Entre nosotros, por esta razón, la mayoría de las búsquedas emprendidas en este sentido han carecido de hondura y se han reducido a una enumeración de nombres, fechas y juicios ajenos, que disfrazan de erudición el apremio inquisitivo y la superficialidad, sin llegar a esclarecer los problemas en cuestión.

Desde que me conozco, conozco a Fernando González y con él compartí, en los años de mi niñez y juventud, su vasto mundo interior. Hoy vivo en un medio ajeno a influjos deformantes de mis hallazgos sobre su vida y su obra, y creo estar en capacidad de dejar en claro cuál fue la línea medular de su pensamiento y cuál el sentido de su figura en el panorama continental.

La personalidad de González es ajena a los colombianos; están incapacitados para comprenderlo porque son hijos del texto, de la erudición memorista, de la apariencia y la figuración; no hay entre nosotros quién quiera vivir el ancho mundo de su propia existencia, hacia la realización y manifestación de su propia personalidad. Aquí se vive en función de utilitarismo y pupilaje.

Los americanos son los hijos de la ganancia inmediata, del partido, del gamonalismo, no poseen una dimensión humana capaz de entender una personalidad en rebelión contra estos menesteres menguados.

América sigue siendo el mundo de los catecúmenos, en el campo de la religión; de los colonizados, en el campo de la política; de los encomenderos, en el campo de la economía; de los clanes, en la organización social. Por eso, entre nosotros, no ha habido casi nadie capaz de entender el mensaje de Fernando González.

No hemos descubierto aún el sentido de nuestra propia capacidad; el denominador común de nuestro discurrir es la dependencia: en ritos, cultura, política, seguimos dependiendo del gringo y del europeo.

Aún hoy, los suramericanos empeñados en la tarea de liderazgo democrático no han ido más allá del enajenamiento de las riquezas patrias a cambio de préstamos onerosos y enajenamiento ideológico: privilegiados de casta y organizaciones revolucionarias, se sostienen a costa del sometimiento y el acolitaje a las potencias extranjeras.

El americano de hoy, como el de ayer, admira todo lo extranjero, mientras desprecia lo suyo.

En el ancho mundo americano, imitador y sometido, no se ha podido entender hasta hoy el significado ni el contenido de la obra de Fernando González.

El hombre es explicación de su obra y no al contrario, como se ha querido. No es el efecto la explicación de la causa, sino a la inversa.

Se precisa, pues, mirar primero la fenomenología que acompaña la aparición de una personalidad (dónde, cómo, cuándo, de quiénes, en qué situación sociohistórica surgió).

El logro de los propósitos y la manifestación de los hallazgos, es lo último en el desarrollo vital; por lo mismo, como es apenas lógico, es esto lo último que debemos mirar al tratar de esclarecer una personalidad. La manifestación de sí, sin posibilidades de elección, es característica de los seres sujetos a determinación; los animales, por ejemplo, sólo pueden hacer lo que hacen, y al conocer su operatividad podrá deducirse de ella su realidad filogenética, pues no pueden manifestarse de otra manera.

Un hombre que se manifestase de tal manera que de su obra se dedujera su personalidad total, sería un orate o un alienado.

Las realizaciones concretas de un individuo orientan, insinúan, señalan, pero no son capaces de darnos la íntegra dimensión de la personalidad de su autor.

Los frutos humanos dan la tónica vital de una personalidad, pero será el individuo mismo quien va a darnos la explicación de su temática.

A guisa de ejemplo: el heredosifilítico, nos llevará al sifilítico que fue su padre; pero el mal heredado que lo aqueja, no podrá en modo alguno enseñarnos cómo el enfermo engendrador adquirió su mal, cuál fue su conducta luego de adquirirlo, qué lo movió a engendrar ese hijo fatalmente enfermo, que es lo que en fin de cuentas va a constituir el elemento valorador de su personalidad, porque lo que interesa no es lo que los hombres fueron, sin más, sino la manera como fueron lo que llegaron a ser.

Cada hombre es una fuerza lanzada desde remotas edades, como lo demuestra el descubrimiento del inconsciente colectivo.

Las obras que dejan los hombres muestran claramente cuáles fueron las causalidades determinantes de un modo de actuar; pero es el individuo mismo, único responsable de la asunción de sus atavismos, quien podrá darnos la explicación cabal del porqué de su manera de obrar.

Por eso decimos que vamos a unificarnos, a convivir con Fernando González desde su más remota historia, para explicarnos el cómo de su obra, ya que el porqué de la misma está patente, aunque incomprendido aún.

Descubrir a los ojos de Colombia la figura de Fernando González, es el fin que buscamos. Entre nosotros no se le conoce. A lo sumo se le ha clasificado (somos los embelesados admiradores del yanqui tabulador); se le ha anatematizado como alienado peligroso por la lucidez de su insania (somos los hijos del sistema que él denunció y puso al desnudo); se le ha admirado, sin conocer los contenidos de su obra (somos los descendientes de la indiada que se fascinó con las barbas de los conquistadores hispanos y sigue admirando lo que no alcanza a comprender).

América es el continente de las fulguraciones inesperadas.

El postulado “América para los americanos” no es un desiderátum sino una exigencia derivada de las condiciones telúricas y antropológicas en que se desenvuelve el proceso de nuestra maduración humana.

La hibridación tropical hace de nosotros un producto humano imposible para la capacidad analítica no americana.

Fernando González es hombre-tipo de América; encarnación de una lógica apenas naciente, urdida de iconoclasia agresiva y recogimiento místico. Es personalidad de inesperada fulguración. Caso único.

Hombre-tipo de una cultura determinada es aquél que la encarna en todo su vigor, en toda su autenticidad, en todo su dinamismo y por lo tanto es capaz de despertar las virtualidades latentes en ella y hacerla enrumbar hacia su destino auténtico.

La lógica dentro de la cual se mueve América es una lógica germinal, que aunque en su raigambre más honda es ordenada y progresiva, sin embargo es aparentemente asistemática y ajena a toda forma de progreso cadencioso y armónico; dentro de ella aparecen desconcertantes virtualidades, ya humanas, ya biológicas, que van elaborando la maduración cultural del continente contra toda posible previsión.

Fernando González es encarnación de este fenómeno en el continente americano, por eso su obra parece abstrusa, contradictoria y difícil para quien no está familiarizado con ella y atento al proceso de lógica germinal en que, como se ha dicho, se desenvuelve el proceso vital del continente.

Desconcertante policromía de agudísimos contrastes, imposible para los analíticos y clasificadores, posible sólo para los sacudidos por un primigenio afán existencial, es la obra de este filósofo de América y de lo americano.

El espíritu de González es el paisaje mismo de América: desborda fecundidad exuberante, intrincada y simple a la vez.

El tipo americano es viejo, a pesar de la aparente juventud de su devenir; envejecido en un triple y largo proceso de brega casi inútil:

a) Reductos indígenas maltratados y destruidos culturalmente por el proceso conquistador, inquisitorial y despótico, fruto de la ardida mentalidad reformista de la Europa del Renacimiento, que destruyó desde sus raíces la fe indígena para implantar en su lugar, sin posibilidad de aceptación auténtica y análisis previo, la religión cristiana.

b) Reductos de tipo hispano, más o menos puros, incapaces de germinar aquí, sostenidos solamente por la hipertrofia del deseo de enriquecimiento y figuración social.

c) Reductos negros, perdidos en las rinconadas de la selva húmeda, entregados al cultivo de una nostalgia que se manifiesta como resentimiento, abulia e hipertrofia del sentido lúdico.

Estos estratos sociales, componentes de la América conquistada, van perdiendo cada vez más su condición de tales para convertirse en mestizaje prematuramente envejecido por la ingestión, sin proceso vital auténtico, del cansado pensamiento europeo.

La generación joven de América ha conocido apenas (si es que lo ha conocido) el proceso de la guerra civil, y habla el lenguaje de los pensadores europeos deshechos síquicamente por dos guerras mundiales, las más pavorosas que ha conocido la humanidad; no ha laborado más que en telar hogareño, y de repente se ve absorbida por el fenómeno de la industrialización, fruto de más de dos mil años de cultura económica europea.

La juventud americana ha envejecido prematuramente por el esfuerzo para vivir en condiciones sociales superiores a su incipiente potencial síquico.

El americano de hoy es feto amenazado de muerte en las entrañas maternas por la absorción de elementos extraños, sucedáneo de la alimentación natural que no desea y no es capaz de absorber, pues ha vivido de espaldas a su medio nativo, que desconoce y desama.

Este proceso de autodestrucción arrastra consigo, condensados y potentísimos, quantum de autenticidad, invisibles pero poderosísimos, que en los períodos de quietud que encierra el cataclismo de la lógica germinal, brotan encarnados en figuras demoledoras, imposibles, al parecer, para el espíritu razonante.

Este tipo humano, así aparecido como condensación de los quantum de autenticidad, obra de una manera demoledora, realiza su energía tan fuera de lo ordinario, que es incomprensible para la generación en la cual actúa; ejerce su actividad con un cariz belicoso, destructor, renovador, inquietante, que lo hace odioso para su generación que no lo comprende y se duele de ver heridas de muerte por él sus tradicionales normas éticas y sociales.

La figura de Fernando González es eso en el proceso americano: la irrupción de una fuerza demoledora de la inautenticidad americana.

Seguiremos sus pasos, en comunión con él, para dar con el significado de su vida y obra, fruto de su búsqueda personalísima, lejos de legalismos y copias de lo europeo, que ha sido una constante de nuestro devenir.

En el marco de la lógica germinal, los hallazgos realizados, por la riqueza de contenidos y la tensión vital que encierran, son superación de los procesos afines en culturas más antiguas y ya maduras. Así, por ejemplo, la concepción de unidad y dinamismo social que encierra la idea del sacro imperio europeo, es inferior a la concepción de unidad continental preconizada por el Libertador, que supera a aquélla por la capacidad de elevación de las clases populares y el dinamismo moral, suscitador de una libertad integral y personalizante.

En este orden de cosas, la obra de Fernando González tiene, aunque eso apenas se haya sospechado, dimensión universal.

Fernando González es uno de los pocos, si no el único americano, que ha encarnado el espíritu de la América primitiva que deviene agónicamente su niñez social, rumbo a una lejana adultez.

La obra de González es la inserción del existente-pensante americano en el marco de la cultura contemporánea. Luego del proceso conquistador, es la primera manifestación de la inteligencia americana en el plano del discurrir filosófico, a partir de elementos auténticos, no adquiridos de fuera de la realidad americana en un proceso alienante y obnubilador de nuestra genuina manifestación.

El único aporte de una mística genuinamente nuestra, de un proceso de vivencia de la fe cristiana heredada, hasta devenir sus contenidos y su potencial libertador desde la americanidad, no se encuentra en América más que en su obra. Todo lo demás ha sido escarceos, brillantemente expuestos muchas veces y frecuentemente bien documentados, pero simples escarceos y malabares, alrededor del universo mental europeo.

Los habitantes de América, luego de la conquista y aún después de la emancipación, han tenido la intriguilla burocrática, por política; la explotación de mestizos, zambos e indios, por economía; la repetición de nombres y textos extranjeros, por cultura; la veneración de santos extranjeros y la celebración de rituales ajenos a nuestro medio vital, por fe. En América ha habido inteligencias vastísimas perdidas en la memorización de doctrinas lejanas y extrañas; sagacísimos archiveros perdidos en mares de culturas extrañas. Nadie, hasta la aparición de Fernando González, encaró la tarea de analizar a fondo el fenómeno del hombre americano y sus problemas, en un lenguaje auténticamente americano, a partir de nuestra propia temperamentalidad, desde nuestra propia criteriología.

Con Fernando González se inició el proceso de la americanización del pensamiento americano.

El proceso de un pensamiento americano para la liberación de América quedó trunco a la muerte de Bolívar. San Martín, soñaba monarquías francesas; Nariño, enciclopedismos franceses; Santander, utilitarismos ingleses; Bello y Suárez, clasicismos grecolatinos; Vargas Vila, naturalismos afrancesados.

Fernando González es altísima encarnación del alma de América; expresión suya auténtica; posibilidad, única hasta hoy, de manifestación viva de América en el concierto de los pueblos.

Fuera de las manifestaciones folklóricas y costumbristas no tenemos nada realmente americano, a no ser la obra de este pensador insular y solitario a quien todos rechazaron: los prelados egoentes, la gran prensa, los círculos culturales, los estamentos políticos, la gente de “la buena sociedad”. Se trata de buscar qué manifestó Fernando González, cuál fue el objetivo esencial de su búsqueda, por qué fue auténtica manifestación de América.

Convocamos pues a los compatriotas de América, para que revivan un poco el escándalo de Fernando González, desnudador de ídolos, voz de América.

Emprendemos, con él, paso a paso, su itinerario desde “esperma inactual” (ME, p. 134), hasta convertirse en “leve cadáver en insomne vida” (TI, p. 187). *


* En este ensayo citaremos los textos de Fernando González con las siguientes abreviaturas (la bibliografía completa aparece al final):

PV Pensamientos de un viejo
UT Una tesis
VP Viaje a pie
MS Mi Simón Bolívar
DM Don Mirócletes
HD El Hermafrodita Dormido
MC Mi Compadre
ER El Remordimiento
CE Cartas a Estanislao
N Los Negroides
S Santander
ME El Maestro de Escuela
LV Libro de los Viajes o de las Presencias
TI – TII Tragicomedia del Padre Elías y Martina la Velera
A Antioquia (Revista)
TC Estudio sobre Tomás Carrasquilla

La idea madre

La madurez de individuos y pueblos se mide por sus ideas. Inestabilidad, superficialidad, inautenticidad, son directamente proporcionales a la operatividad bajo móviles inferiores de orden sensible.

La madurez espiritual es directamente proporcional a la operatividad bajo móviles trascendentales.

Hombres y sociedades maduros actúan bajo el influjo de ideas determinadas, constantes, vastísimas, pero reducidas a unas pocas ideas directrices, coordinadoras de la actividad general, que, con González, llamaremos las IDEAS MADRES.

Sociedades e individuos decadentes son típicamente cerebrales, en parte por incapacidad afectiva y en parte por el logro de la armonía interior que es ya en ellos una especie de prenuncio y de propedéutica de la eternidad incorpórea y ultrasensible.

El niño vive de imaginación y sensibilidad propias, bajo ideología totalmente ajena; en la juventud aparece la manifestación de la ideología propia, aunque aún informe y revestida de tendencias anárquicas e hipercríticas; en la madurez, por la armonía sicosomática, se llega al equilibrio entre sensibilidad y cerebralidad; en el período de la declinación vital hay un predominio casi absoluto de la racionalidad; en la senescencia se invierte el panorama y todas las funciones desaparecen, para quedar sólo un remedo de ellas, que pertenece, más que a cualquier otro, al campo instintivo.

Este proceso es aplicable a los pueblos.

En un principio se orientan vitalmente dentro de lo sensitivo-imaginativo, bajo la dinámica del mito; la conjunción de las actividades legislativas, medicinales, rituales, encarnadas en un personaje héroe-profeta-ungido; la percepción de su devenir, iluminado por la conciencia de realidades irracionales.

Deviene luego su historia bajo el influjo de un marcado criticismo axiológico, que origina las grandes concepciones racionales en las que los pueblos encuentran un prolongado período de sosiego, que permite el desenvolvimiento de sus grandes potencialidades y produce los “siglos de oro” de las culturas.

Adviene, finalmente, la decadencia, envuelta en desesperados esfuerzos de conciliación entre los valores que dieron la grandeza pretérita y los movimientos que empiezan a trascenderlos, confusa y, muchas veces, violentamente. Los pueblos en decadencia son pueblos que deliran entre las nebulosas de sus mitos primigenios y los más lúcidos hallazgos de sus mejores épocas.

Precede la maduración de los individuos a la maduración de las sociedades.

Los individuos que van madurando son los pedagogos de la masa popular.

En las sociedades infantiles se dan individuos de una gran madurez y de una inmensa capacidad de conducción y magisterio; así, los épicos de todos los pueblos fueron hombres inmensamente maduros, conductores y maestros de sus pueblos.

La obra de estos hombres-guías está expresada en un lenguaje casi elemental, pero contiene una increíble capacidad analítica de las más hondas realidades humanas y sociales; son sumas de humanidad cuyos elementos han sido extraídos de la observación del diario vivir de los pueblos en los cuales fueron elaboradas.

Hoy hay, y siempre las habrá, sociedades inmaduras.

Hoy se da, más frecuente y más difícilmente perceptible cada vez, el hombre-guía de la sociedad, y a la par con él, el pseudo-guía aparentemente sabio, iluminado, conductor y maestro, que a la hora de la verdad no es tal pues no expresa auténticamente a su pueblo, ni a la sociedad en la cual y desde la cual se manifiesta; su obra es una urdimbre de conocimientos adquiridos de fuera, sin nexos genéticos con la sociedad que debiera manifestar, sin pujanza vital para conducir y elevar la comunidad en la que vive suscitando deseos de superación y autenticidad.

En los pueblos conquistados aparece con más frecuencia y más poder disolvente la personalidad inauténtica, el pseudo-guía.

En América continente conquistado, el más típico caso del pueblo conquistado, es innúmera la gama de los simuladores de liderazgo y autenticidad, que en fin de cuentas no son más que copistas y diletantes de lo que han recibido de fuera.

América, luego del período de la Independencia, es un pueblo adolescente en el que la conciencia de la libertad y de la autoexpresión es apenas una vislumbre oscurecida por la irracionalidad infantil, la ambición de poder, la vergüenza de la Conquista, la incomprensión del proceso libertador que fue vivido apenas por un puñado de hombres.

En América ha sido imposible, hasta hoy, la manifestación y compresión de un pensamiento maduro y auténticamente americano; la mayoría de los ideólogos americanos son producto de la cultura europea memorizada aquí. De la cultura indígena no ha quedado nada; de la capacidad expresiva del nativo americano quedan apenas vestigios en el folklor.

En América son expresión de cultura los poetas barrocos de la Colonia; los melosos románticos de la Independencia; los dipsómanos de principios del siglo XX; los tecnócratas de la universidad yanqui, en estos últimos decenios.

Hasta la aparición de Fernando González, no hubo en América un hombre de veras acuciado por el ansia de interpretar a América desde los valores americanos. Hasta la aparición de Fernando González, el fenómeno cristiano permaneció aceptado sin más, sin un esfuerzo de vivencia integral de sus contenidos a través de una búsqueda personal emprendida desde la realidad personal y social encarnada en el hombre americano. Hasta su aparición, no tenemos un hombre preocupado por la realización vital de su propia idea, extraída de la fenoménica americana y expresada en lenguaje y escala de valores propiamente americanos. Femando González es el primer hombre maduro, en un continente en fase de maduración ideológica, moral, política, fiducial.

La idea madre que explica y orienta toda la obra de Fernando González, es la idea del esclarecimiento y la vivencia de los contenidos de la fe cristiana, a partir de su realidad vital de hombre americano.

Él es la más veraz y profunda manifestación del continente, pues un pueblo que vive los valores religiosos sin proceso dialéctico y experimental, es un pueblo que vive una inmensa mentira social incubada en las capas más profundas de su existencia.

En nuestro continente los valores religiosos han sufrido de atrofia porque han sido erróneamente valorados: la fe se ha identificado con sus ministros; la actividad social ha estado paralizada a la altura de una fe atrofiada en su desarrollo y manifestación; el culto no ha producido nada autóctono y se ha limitado a la repetición de rituales elaborados al ritmo vital de la cultura europea; no hemos tenido un solo aporte original en materia de investigación teológica. La fe de América ha sido la aceptación de la fe hispánica del siglo XVI, con breves y muy accidentales retoques, pero sin el más mínimo proceso crítico.

El análisis crítico de los contenidos de la fe y de su manifestación eclesial, se ha reducido a persecuciones anticlericales, inspiradas en movimientos radicales europeos, que sólo han servido para poner de manifiesto la inmadurez continental en materia de fe, y en nada han ayudado a esclarecer las posibilidades y los valores del cristianismo en América.

La naturaleza de las divinidades conforma la naturaleza de las sociedades que las veneran: el guerrero Odín, engendra el belicoso mundo bárbaro; la mórbida Venus, los sensuales pueblos mediterráneos; el lejano Alá, los resignados orientales, esclavos de sus jeques y emires; el informe y desconocido Dios cristiano de América, la informe vida de los pueblos americanos que lo adoran sin haberlo aceptado, luego de un largo y bien madurado proceso crítico, resignándose a adorarlo sin más razón que el haberles sido impuesto por conquistadores despóticos.

González es el primer americano que se empeña en encontrarse viva y personalmente con el Dios Cristiano, en una lucha de toda su vida; es el primero en romper el dilema entre una fe sin elección previa o la indiferencia religiosa; es el primero en emprender su búsqueda, al margen de las catequesis oficiales, más formales que vivas; es el primero en plantearse como problema radical de América, el problema de Dios.

En un proceso de tipo predominantemente volitivo, de espaldas a toda forma de especulación teórico-conceptual, volcado a la práctica de una tarea ascética de tipo personal, con profundas repercusiones trascendentes y comunitarias, cada vez más marcadas, todo el empeño de su diario vivir se orientará a la búsqueda y esclarecimiento de las posibilidades reales y vivas del mensaje cristiano como fuente de manifestación de personalidades auténticas, pues dice ser “el predicador de la personalidad” (N, p. 15).

En la América conquistada, es fácil encontrar grandes intelectos especulativos; pero casi imposible hallar maestros que viertan los conocimientos conceptuales en un proceso de mejoramiento de las individualidades.

Fernando González logró extraer de la cotidianidad popular, que es la cantera de sus meditaciones, una dinámica de profundidad metafísica y dinamismo generador de auténticas personalidades en la libertad.

Por más que su obra, mirada superficialmente, parezca contradictoria, negativa, vulgar, el denominador común de toda ella es elevadísimo: la búsqueda de Dios, esencia de la libertad, ya que según él, “somos entre dos caminos, el que hunde en las apariencias, cada vez más, y el que sube cada vez a mayor soledad en Dios” (N, p. 164).

El autoanálisis, la biografía, la crítica, el escarceo filosófico, el panfleto, todo lo que encierra su obra, no es más que el esfuerzo por esclarecer el céntrico misterio vital: la Divinidad.

Para él, “el hombre es aljibe, forma a través de la cual mana el Espíritu” (N, p. 48). “A ratos pienso que los grandes hombres son más fatalidad que todos. Son instrumentos de Dios… Más que ninguno no saben para dónde van. Obedecen (MC, p. 114). “El valor de este mundo en que vivimos está en las Presencias (LV, p. 211).

Todos los intentos de análisis de la obra de González han fracasado porque han pretendido colocar al hombre como centro de la misma, cuando él no mira jamás al hombre como un solitario, sino como una avanzada del cosmos hacia Dios. Dios es la realidad esencial en la búsqueda y hallazgo de la significación del hombre.

No se precisa la negación previa para llegar a la afirmación de Dios. La negación, en el orden epistemológico, sucede a la afirmación. La negación es una afirmación escindida en sí misma.

Muchas veces, la negación es el enfrentamiento a lo institucionalmente aceptado como verdad o como bien; en las negaciones encontramos la capacidad de enfrentamiento o la inadaptación de los hombres al medio en que discurren. Fernando González partió de la interrogación sobre el significado de Dios, y acuciado, precisamente, por tal interrogación, llegó a la entrega total e incondicional a Dios. Desde la interrogación hasta la unión contemplativa, este americano vivió íntegramente el proceso de aceptación y personalización de la fe, en un constante empeño de búsqueda personal, de espaldas al sistema tradicional de memorización de catequesis importadas.

Seguiremos, pues, su proceso de maduración y vivencia de fe, que como ya se dijo, es el alma de toda su obra; la única explicación de los criterios históricos, sociológicos y filosóficos que encarna su pensamiento.

Viajero del mundo de la necesidad, en la primera época de su existencia llegó, ya al final, al reino de la libertad en la gracia.

En las vivencias de su primera época, determinista, nos entrega, como compendiada en la suya, el alma de América naciente, mundo primitivo donde impera el sentido de la fatalidad y la fe solo es captada en su aspecto trágico, carente de sus elementos liberadores. Nos da la imagen viva y atormentada de un mundo que, nominalmente libertado hace más de siglo y medio, sigue viviendo en el más férreo determinismo social, político, cultural, dependiente del sentido de casta e imitación.

A través de un cerrado individualismo introspectivo, González digirió el proceso de la angustia fiducial, irrealizado hasta entonces en América.

La agonía de su fe, su airada voz anatematizante de instituciones y personajes, lo lleva a granjearse el desprecio de su generación.

Su firmeza en la búsqueda, su valentía en la exposición de su lúcido pensamiento, su fidelidad sin desmayos a la tarea emprendida, su penetración agudísima de los problemas continentales, hacen de su vida y su obra expresión profética del destino de América.

Profeta anatematizado, Fernando González, viajero de Dios, nos señala el sentido del hombre y del continente a partir de la divinidad.

La patria

La patria se constituye por la convivencia humana bajo un mismo ideal social, una común autoridad propia, en un medio territorial común.

El suelo no alcanza a constituir patria, porque la patria ha de ser padecida o no es tal.

La total discrepancia ideológica y vital impide la configuración de la patria.

La carencia de ideología y vivencias comunes hace que descendamos del nivel de patria al de provincia o aldea. En las patrias se lucha por las ideas, en las aldeas se vegeta sin unidad ideológica y axiológica.

Donde no hay capacidad de propio gobierno, hay colonia. Quien no es capaz de gobernarse ha de ser gobernado.

En los países americanos ha sido tan precaria la proporción de estos elementos que apenas se ha llegado al nivel más elemental de patria: LA PATRIA BOBA.

En América, por un doble fenómeno, apenas hemos llegado a las patrias bobas:

Atrofia de la capacidad dinámica, debida al oscurecimiento de las nociones sociales y humanas primarias (fe, libertad, independencia, autonomía, cultura, civilización), como fruto del traumatizante proceso conquistador.

Carencia de personalidades que encarnen el proceso del desarrollo de la nacionalidad hacia su madurez, por lo cual la legislación y la organización social no han correspondido a las exigencias del devenir histórico; han sido artificiales, no vivas.

Entre nosotros se ha carecido siempre del factor energético de la nacionalidad y se ha dilapidado la potencialidad humana en el laberinto logomáquico de legislaciones inoperantes, artificialmente incrustadas en nuestro ámbito social.

La carencia de patria viva nos ha llevado a la realidad de la patria boba, que es casi la carencia de patria.

La aparición y permanencia del fenómeno de la patria boba, entre nosotros, se debe a los siguientes factores:

1. El elemento indígena vio frustrado su proceso cultural y se refugió en el sometimiento resentido; la inteligencia se polarizó en la hipertrofia de la memoria atormentada, manifestada a través de la astucia, único reducto de la vivaz inteligencia del indio.

2. Liberación política de masas, incapaces aún de los conceptos de libertad sicológica y moral; desconocedoras, todavía, de los conceptos de individualidad y dignidad; asociadas a la empresa liberadora con fines utilitarios y mezquinos, pero espiritualmente dentro del espíritu del coloniaje. Lograda la libertad, por la derrota de las fuerzas hispanas, se implantó en estas Américas la legislación y la organización política europea y se despertó la conciencia de la dependencia ideológica, en un grado mayor al existente antes de la campaña emancipadora.

Los chafarotes y los legisperitos prostáticos que tomaron en sus manos los gobiernos de las nacientes repúblicas se encontraron, de buenas a primeras, con el problema (no superado aún) de cómo gobernar en muy precarias condiciones a pueblos nuevos, incapaces aún del concepto de Estado, y echaron mano de legislaciones europeas, elaboradas para pueblos de antaño enfrentados a la tarea de patria y libertad, y aquí las aplicaron, sin éxito alguno. Así apareció en cada patria de América, la realidad que aún hoy se vive: el Estado y el gobierno como explotación y sojuzgamiento de mayorías ignaras por clanes poderosos económicamente.

3. La subsiguiente creación de instituciones que favorecieron el ánimo codicioso de los criollos ricos, gracias a la organización de un sistema político que sólo permitiera la extracción de los directivos de los estamentos gubernativos, legislativos, eclesiásticos, etc., de entre los reductos sociales más elevados, i.e.: aquellos que tuvieran un tris más de sangre hispana. Así la empresa libertadora vino a degenerar en el acaparamiento del poder y el capital en manos de un puñado de gentes y en la explotación de las clases populares por las clases “altas”, i.e.: los ricos.

4. El desprecio de los valores culturales propios, ya que la élite “progresó” de espaldas a ellos, y el pueblo oprimido acabó por mirarlos con desvío como una inutilidad que nada contaba para la adquisición de poder y dinero. Las patrias americanas crecieron, pues, en un mundo de comodona superficialidad cultural, que engendró un mundo histórico-cultural inauténtico.

5. Imprecisión, y por lo mismo confusión, en los diversos campos de la actividad nacional: intervención excesiva y dañina del clero en asuntos políticos; uso inmoral de la religiosidad popular en menesteres políticos con fines electoreros o campañas anticlericales; desorientación económica, que degeneró cada vez más en un desequilibrio traumatizante; uso arbitrario de las normas jurídicas para favorecer privilegios; mantenimiento de realidades obsoletas, so capa de sano nacionalismo y auténtica tradición.

En cada período de la historia nacional colombiana, la causalidad determinante de la aparición de las patrias bobas hace crónica irrupción.

En el período inmediatamente siguiente al grito de Independencia, malgasto de energía y bienes nacionales en campañas divisionistas. Fruto: la Reconquista española.

Al término de la campaña libertadora, triunfo de la mentalidad provinciana sobre el espíritu de unificación continental. Fruto: la disolución de la Gran Colombia, que se prolonga en la noche septembrina, la institucionalización del legalismo, el receso económico de las nacientes repúblicas.

En la segunda mitad del siglo XIX, estéril empeño en hacer de indígenas atormentados, mulatos rijosos, mineros dipsómanos, comerciantes ávidos, los hijos del Enciclopedismo, y de puebluchos pajizos, albergue de leguleyos y curitas de misa y olla, centros de ideología rousseauniana. Fruto: Guerras civiles, fanatismo religioso, caída en una yerta época de mandatarios senectos, poetas convertidos en gobernantes, clérigos adueñados de la tribuna política.

En el segundo tercio de este siglo, aparición de un nuevo conquistador: el Yanqui, que se adueña de cielo, tierra y mar. Fruto: enajenación del territorio patrio y, por reacción, aparición de un nuevo amo extranjero: el bolchevique.

En la patria boba colombiana, chispazos apenas de genialidad y auténtica manifestación nacional: Reyes, despótico y activo, escéptico ante la balumba de leyes y discursos; Carlos E. Restrepo, sensato y moderado. Ocasionales y fugaces puntos de luz y sapiencia en la calígine de la Patria Boba.

En América las patrias no son patrias dinámicas a la búsqueda de sus posibilidades, son apenas remedos de patria, cuarteles de imitación. Hoy seguimos deslumbrados por la caduca cultura europea que ve desfilar sus gentes hacia el oriente místico, luego de las dos sucias guerras mundiales, agotado ya su potencial territorial, envejecida prematuramente su juventud, aterrorizada su sociedad ante la amenaza del marxismo-leninismo-maoísmo.

La patria boba, preocupada sólo por el epifenómeno de lo que en ella se manifiesta, ha engendrado un curiosísimo ser, ese sí único en el mundo: EL OPINANTE.

El opinante es un ser parásito que vive a expensas de las realizaciones ajenas; que habla y habla, por hablar, para oírse, para que lo oigan, sin buscar fines ni tener propósitos; que no busca realizar nada, ni realizarse a sí mismo; que trata solamente de simular, de aparentar, de fingir para figurar, sin más objetivo que la figuración.

Ese es el único producto de la Patria Boba. La Patria Boba existe para producir opinantes.

Palabras, palabras, verborrea, opiniones sin una meta definida. Eso ha sido la historia de la eterna patria boba colombiana.

En Colombia no ha habido nunca Constitución, pues ésta ha sido objeto de entretenimiento para legisperitos y políticos de oficio. El interés de los privilegiados, la avidez de los líderes políticos, la demagogia de los mandamases de turno, ha sido realmente la única norma que ha regido la marcha de la nación colombiana. Hemos tenido tantas constituciones o reformas constitucionales, como gobiernos; las reformas han sido hechas con criterio sectario de cálculo electoral; la meticulosidad del inciso ha sido la constante de todas ellas. No hemos tenido más constitución que la constitución de hecho, inicial y permanente en nuestra sociedad: un sector minoritario que maneja a su amaño bienes y personas con fines mezquinos de dominio de clase.

Literariamente no hemos tenido nada propio, hemos expresado nuestras inquietudes y nuestra realidad humana a través de moldes literarios ya trascendidos en Europa. Si exceptuamos los esbozos literarios de los costumbristas, a cuya altura se detuvo la creación literaria, nada auténtico ha surgido en el campo de la cultura. Las nuevas figuras surgen, inmaduras aún, y es temprano todavía para hablar de una auténtica renovación literaria que perdure.

En el campo religioso el único logro nacional ha sido el cura doctrinero, fruto del menosprecio del español por el nativo: los curas doctrineros, monagos del fraile hispano, menospreciados por la blanquicie de los poblachones coloniales, encarnan, tipificándola, la reacción del americano conquistado ante la fe.

Colombia sigue viviendo la psicología prebolivariana. Temor a la expresión de sí; sometimiento al oneroso yugo extranjero, imitación de formas culturales externas.

Los héroes, los santos, los maestros, los creadores, son producto de pueblos seguros y orgullosos de sí mismos. Entre nosotros no ha habido realmente nada de esta manifestación pletórica de la personalidad. Entre nosotros sólo ha habido opinantes.

Los opinantes son producto de pueblos obnubilados que cubren sus frustraciones y su timidez con la brillantez verbal sin fines determinados. Se opina para figurar, para ser apreciado, para simular y adquirir privilegios, más o menos considerables, que lleven a los círculos del poder que estérilmente se consume en sí mismo sin llegar a producir una auténtica promoción comunitaria.

Así se explica por qué somos un país de genios larvados, de poetas innumerables, de elaboradores de programas gubernamentales irrealizados, de investigadores que en el campo científico nada han aportado.

Colombia es un país de burócratas y politiqueros aldeanos, llegados a sus cargos con el padrinazgo de terratenientes y “blancos” o negros blanqueados por el capital adquirido en tareas de quehacer de opinante aldeano.

Viajar a Europa, asistir a un curso de vacaciones en Norteamérica, citar estadísticas de la Unesco y la Fao, citar textos de Mao, saber nombres de directores de cine extranjeros, es hoy entre nosotros la Cultura. Exhibir su “cultura”, la tarea del opinante colombiano.

Seguimos en la Patria Boba. La Universidad permanece aquejada del mismo ateísmo anticlerical del bueno de don Manuel Ancízar, sólo que ahora teñido de marxismo; los tataranietos de los criollos del siglo pasado son hoy gobernadores, gerentes, senadores, de las indiadas y zamberías que les legaron sus mayores; en cada legislatura se discute una nueva reforma constitucional, inocua como todas las demás; los banqueros son los senadores y los senadores pasan a ser magistrados y las magistrados rectores de las universidades, dentro del mismo círculo cerrado de los privilegios de casta; hoy, como lo fueron antes Rousseau y la Enciclopedia, Mao es el guía; agentes gringos y guerrilleros promarxistas, siguen violando campesinas, so pretexto de campañas de promoción y paz, como lo hicieron los soldados de Quesada, Belalcázar, Masa, Obando, Uribe y Ospina; el gobernante de tumo, lo mismo que los virreyes (no ya por decreto promulgado a golpe de tambora, sino a través de los canales de la televisión), sigue informando al pueblo que no reinará la anarquía; como en los tiempos de Camilo Torres, el payanés, queremos que venga aquí Su Sacra Real Majestad, no ya nimbada de divinidades, sino de dólares.

Somos la Patria Boba. Seremos, tal vez por muchos años, la Patria Boba.

Sin embargo, en el subfondo estático de las Patrias Bobas, se van concretando invisibles quantum de autenticidad, que a su tiempo se manifiestan como personalidades que llamaremos ANTI, para indicar así que como manifestadoras de valores auténticos, opuestos a todo lo aceptado oficial y tradicionalmente como valor, son fuerzas que marchan y combaten en contra de todo y de todos.

Los anticuerpos que garantizan la supervivencia de los organismos biológicos atacados por elementos extraños que han llegado a incorporarse a ellos, tienen sus correspondientes en el campo antroposociológico y garantizan la supervivencia y maduración de los pueblos que por fuerza de la evolución histórica son sometidos al influjo de fuerzas extrañas, destructoras de sus virtualidades auténticas.

Como en el campo biológico, en el campo social se produce un aumento de poder de los ANTI en los momentos críticos en que la unidad total está seriamente amenazada.

A las épocas de intensos sacudimientos sociales las precede un período de gran laxitud y las sigue otro de igual signo, en un como instintivo proceso de conservación autodefensiva del agotamiento por hiperfunción.

Las figuras antitéticas, los personajes ANTI, a lo largo de la historia, han desarrollado su tarea en períodos de intensa actividad o marcado activismo, que hace a los hombres de su generación incapaces de escuchar el mensaje que les dan los ANTI, manteniéndose así, una vez más, la ley de autodefensa social que aminora un poco la fuerza disolvente que encierra su mensaje, que de ser tomado en su integridad disolvería a la sociedad que trata de hacer surgir de su letargo.

La fuerza vital que encierran los ANTI es fuerza de efecto retardado. En el momento mismo de su aparición permanecen opacados, sin plano de comunión con los congéneres de la sociedad en que se mueven; a lo largo de los años va haciéndose más válido y actuante su mensaje y adquiere cada día una mayor vigencia. Son profetas cuya percepción lejana de los hechos sólo viene a corroborarse a medida que éstos se van cumpliendo.

En Colombia, terminado el proceso de las luchas independentistas, se necesitaron cien años para que las fuerzas vitales de la autenticidad se concretaran en el personaje ANTI que hiciera realidad el descubrimiento de las posibilidades del pensamiento nacional.

Terminada la Guerra de los mil días, a principios del siglo XX, el país se sumió en un letargo de casi media centuria, la época más remansada y panda de su historia (un bonete, una taza de chocolate, una charada, simbolizan esos treinta años de historia nacional).

En 1930 se concreta el despertar de las más variadas e inarmónicas inquietudes. Está maduro el país para la manifestación de una inteligencia antitética que condense en sí los quantum de autenticidad, supervivientes en el mentiroso proceso del discurrir patrio.

En los años treinta, tras el adormilado zumbar de colmena que fue Colombia luego de la guerra de los mil días, cuando la noción de patria se confundió con la de aldea, y las energías nacionales no tuvieron más alta manifestación que el rezo de los capitulares, se precisaba, por necesidad sociológica, un remezón en la escala de los valores y la actividad nacional, pues el inmenso poblachón de más de un millón de kilómetros, mangoneado por el clérigo, arrullado por la declamación de odas y letrillas, cruzado por arrieros paludosos y borrachitos vociferantes, era un ser tan quieto que parecía muerto.

En la Patria Boba de entonces, la única tarea es engendrar, sin descanso, nubes de hijos que, apenas nacidos, son bautizados con el nombre del santo del día, así hayan de llamarse Margarito, Hemerenciano, Crisóstomo o Tecla. Es el misterioso esfuerzo de la Patria, en su vano proceso histórico, por engendrar el ANTI, pues los pueblos en vía de consolidación de su destino multiplican su capacidad generativa en un inconsciente conato de autenticidad: Cristo, Buda, Mahoma, El Cid, son personalidades surgidas en pueblos fatigados de luchar por la plena manifestación de sí mismos.

Primitivo, individualista, trascendente, profundamente religioso, encarnación de las más hondas esencias de la nacionalidad, habrá de manifestarse en el personaje que encarne la espiritualidad antiética que ponga al descubierto el alma viva del continente en la patria colombiana.

Fernando González será personalidad demoledora, rampante, en guerra contra todos los dogmas y modos de vida que encarnan aquí la mentira social latinoamericana.

Colombia estaba madura ya para la manifestación del individuo más airado, más iconoclasta, más persona, en batalla imposible por descubrir el espíritu de su pueblo.

Con Fernando González aparece para Colombia la esperanza de su manifestación auténtica, luego de tres siglos de imitación y superficialidad.

Casi desde la niñez, luchará sin descanso; por eso dirá: “Agonizo desde que mi madre me parió cabezón e infiel” (LV, p. 11).

El pueblecito

El pueblo antioqueño permaneció un tanto marginado del proceso de la dominación española y la naciente república. Aún hoy conserva un cierto cariz segregacionista, que se manifiesta en su agresivo regionalismo, su soterrado espíritu federalista, el desdén con que ve cómo se le mira, a lo largo y ancho del país, como núcleo ávido y judío.

El aporte antioqueño a las tareas de independencia y organización republicana está enmarcado en un plano secundario. El antioqueño, por la ubicación de su territorio separado de los medios fluviales de comunicación, únicos entonces; por lo áspero e infértil de su territorio; por la personalidad de las gentes que lo formaban (sañudas e individualistas), tuvo una visión pragmática, calculada y fría del proceso independentista.

Sus hombres fueron consejeros: Restrepos, De la Calle; soldados muertos en acciones de insensatez táctica: Girardot, Córdoba, Liborio Mejía.

Dado su carácter pragmático, los antioqueños quedan en posiciones marginales dentro de la empresa, acaudillada por los soñadores santafereños que sueñan códigos e incisos, calculan posibilidades de éxito, piensan en cargos gubernativos, diseñan empresas de comercios y minerías.

Por más que venga en empresa de reconquista, el antioqueño se siente libre ante el español, pues sabe que las huestes españolas, fatigadas de cordilleras y regiones húmedas y enfermizas, llegan casi impotentes a su territorio. La empresa libertadora le llega de lejos, se siente seguro con las gestiones de don Juan del Corral.

En el grupo antioqueño el sentido de economía se ha hipertrofiado en un como presentimiento de que toda la empresa vendrá a cristalizarse en el dominio de los económicamente poderosos.

La empresa libertadora (derrota de los españoles por el medio tropical: amibiasis, paludismo, tuberculosis) no se encarna en el antioqueño en intriguillas burocráticas y manifiestos eruditos e inútiles; él está lejos de todo ello, arañando la tierra estéril y buscando oro en hondones de miedo.

Los antioqueños llegan a ser los hombres de la secretaría, de la administración financiera, de la misión diplomática con fines económicos. No tienen alma para la disquisición erudita, que es entonces encarnación de la capacidad gubernativa.

Terminada la fase bélica del proceso libertador, mientras por todo el territorio nacional se urden conspiraciones, asesinatos, reparticiones de prebendas, el antioqueño se adueña lentamente del territorio nacional: suyas las minas, suya la selva virgen que desmonta y coloniza, su sangre extendida por toda la región occidental del país.

En el altiplano santafereño se malogra la empresa libertadora en añagazas de tipo político; en Antioquia se construye la patria activa y dinámica, de espaldas a los dañinos activismos capitalinos que urden la trama de la nueva Patria Boba.

En los climas fríos, el alma española se enrarece, pues la esterilidad del suelo agiganta la capacidad de ensoñación y sutileza mental; la abulia de la población indígena, traumatizada ya, despierta la libido de mando en el alma ibérica, y como fruto de la degeneración de la raza española, en estos trópicos se inicia, ya en forma definitiva, la degeneración de las razas, que se tornan masa inmoral e indisciplinada, si criolla; apática e indolente, si indígena; bullanguera y perdularia, si zamba.

En las tierras antioqueñas los españoles están agradados, deseosos de permanecer y mejorar, se hacen comerciantes y hacendados y mineros, y entregados de lleno al logro de sus empresas, se olvidan de los tejemanejes de legisladores y gobernantes.

Antioquia es Medellín. Es así por imperativo ecológico.

Clima, topografía, ancestro, hacen que el hispano-paisa tenga en Medellín su centro vital.

Antioquia es breñales preñados de oro y circuídos de mosquitos y endemias.

En las minerías de Remedios, Zaragoza, Yolombó, Yalí, el español no puede sentirse enraizado; sólo el valle de Aburrá, seco, fértil, amplio, es sucedáneo de sus nostalgias del lar nativo.

Por todas partes se forman centros de colonización, pero sólo el valle de Aburrá es centro propicio para la manifestación y expansión de la capacidad vital. Por ley de primacía, Medellín acaba por cubrir el campo vital del grupo antioqueño. Allí se centran los menesteres gubernativos y comerciales, alma de la actividad judeoide del alma paisa.

La Patria Boba sigue su curso bajo el comando del altiplano santafereño, mientras en Antioquia se gestan las tareas de libertad de los esclavos, bajo la dinámica de don Félix de Restrepo, y de colonización de Caldas y el Quindío, en una emocionante tarea de evasión de los menesteres de los opinantes de la Patria Boba.

Santa Fe de Antioquia, la encarnación de la Patria Boba en Antioquia, se hunde en un marasmo de pereza y laxitud, a orillas del lento Cauca. Marinilla y Rionegro, climas fríos, pueblos de gente pendenciera y cavilosilla, muy semejantes a la capital santafereña, ven pasar los días en reyertas caseras, y sus mejores hombres se van a las regiones selváticas a fundar pueblos y a explotar minas, mientras los pueblecitos, convertidos en villas de figurón, con escudos, nobleza, y cédulas reales, se mueren de atrofia viendo emigrar sus mejores hombres, para convertirse, los pobres, en mercado de solanáceas y centro de fanatismos partidistas, cuna de políticos a ración y sabios de la cultura extranjera importada.

Segovia, Zaragoza, Yolombó, todos los pueblos de minerías, se pierden en el universo de la agorería y el fatalismo diabólico.

Antioquia se hace Medellín. Todos los pueblos antioqueños quedan fascinados a la altura de sus héroes muertos, viviendo de añejas gloriolas inútiles; cultivando la inútil tradición de sus difuntos beneméritos.

Envigado, en el valle de Aburrá, fulgió entre los pueblos antioqueños, un poco más joven que las villas de oriente y nordeste, eclipsado por la cercanía de Medellín.

Libre de la vanagloria de los viejos pueblos antioqueños, su desenvolvimiento pudo realizarse armónico, lento, progresivo. Del pueblecito de Santa Gertrudis de Envigado surgieron hombres muy egoentes, reflexivos, realistas, modestos, armónicamente madurados, y a la vez inocentes, crédulos, timoratos. Hombres muy en acuerdo con el momento sociológico que vivía la patria naciente.

José Félix de Restrepo, seco como un vergajo, duro, frío, inflexible, profundamente moral, convive con esclavos y libertos y es el gestor de la manumisión; los doctores de la Calle, clérigos politiqueros, instigan la independencia; José Manuel Restrepo, muy escuchetas y silencioso, nos deja el alma de la Patria Boba en su monótona Historia de la Revolución; Manuel Uribe Ángel, médico andarín y liberal, recorre el mundo entero y escribe la historia de los poblachones antioqueños, sin que sus viajes por el mundo le hagan perder la noción de patria; Marceliano Vélez, colonizador de Turbo, encarna el alma simple y pendenciera de los colombianos. En fin, decenas de fundadores de pueblos, clérigos oliscados, legisladores taciturnos y aburridos en la balumba de las intrigas.

En cada tarea de construcción de Patria, hay un envigadeño modesto y tinoso, que de espaldas a vanidosas figuraciones, contribuye al surgimiento de la auténtica nacionalidad. El Dr. Uribe Ángel que siendo liberal de raca mandaca, llama “bribones” a los constituyentes de Rionegro, y que luego de tratar con médicos y científicos del mundo entero consigna la historia de la medicina en Antioquia, encarna el espíritu del envigadeño que fue, ajeno al espíritu imitador, anhelante de la manifestación simple de su propia realidad.

La configuración del alma de este Envigado del Aburrá, llegó a su cima con la aparición del Padre Jesús María Mejía. Sonsoneño, repelente y atractivo a la vez, carón, nalgón y sonreído, a la vez triste y plácido: sus ojos lloran y su boca sonríe entre escéptica y compasiva.

Durante medio siglo él es Envigado. Las escuelas, el templo, la cultura, todo converge a su figura. Forma grupos teatrales. En los atardeceres convoca al pueblo para contarle cómo es Europa y cómo la Tierra Santa y cómo Envigado es más limpio y más bello y más fresco que cuanto en el mundo conoció, y cómo el Papa, entre centenares de obispos y sacerdotes del mundo, se fijó en él para decirle que parecía un obispo. Se enfrenta a don Fidel Cano que hace villancicos al Niño Dios y ridiculiza, a la vez, los ritos bautismales, bautizando un carnero; destruye el periódico Vox Populi que había fundado Alfonso González, el hermano de Fernando, y que elogiaba en sus páginas a Nietzsche, Schopenhauer y los artistas de la Europa de principios de siglo; se granjea la enemistad de los escultores envigadeños, píos, godos y perdularios; pero no pierde nunca la calma, aquieta el pueblo, lo hace avanzar rítmica y reposadamente, es el centro de la virtualidad envigadeña.

El padre vive modestamente en una piezona de tabla, detrás del templo, en un principio, y luego en una casa en las afueras del pueblo; cada mañana se oye el golpeteo de su bastón en los pedrones de la calle real, cuando va camino del templo que levantó e hizo consagrar y es orgullo de la Antioquia de entonces.

Al final, por intriguillas de politiqueros conservadores y beatos, es despojado de su curato.

Con sus gatos de angora, que en jaula de alambre porta Julián, el sacristán y maestro del poblado, sale llorando, camino de la naciente Manizales; pero no tarda en regresar, hecho canónigo por el obispo Caicedo que es avezado hombre de mundo y comprende que ha cometido un grave error al despojar de su curato al padre Mejía.

Muere, ciego y solo, en el pueblo que brotó de su alma taumatúrgica, acompañado apenas por el mono Barrera, un hombrecillo pendenciero y aleguetas.

Mientras recorría a Europa, Envigado cubrió su campo vital. De él aprendieron dos, y casi una tercera generación de envigadeños, que Envigado era un ser vivo que se podía recordar con lágrimas, como lo hizo el padre Mejía, en el Vaticano y en Jerusalén.

El padre Mejía era Patria viva, hombre umbilicado con su tierra y sus gentes, fruto maduro de la tierra nativa.

Un pueblo que se estructura en una forma constante y ordenada, a la búsqueda de sus valores, por más que no escape a la general bobaliconería de la Patria Boba, es teatro adecuado para la manifestación del personaje que encarna el auténtico espíritu nacional.

En Envigado todo fue armónico y plácido.

El mestizaje tranquilo: los anaconas que poblaban el sitio huyeron a la llegada de los españoles y el pueblecito vio poblarse sus campos de gentes individualistas, espirituales, un tris escépticas, altamente místicas, sosegadas en su manera de vivir.

Sus hombres más figurativos no llegaron nunca al nivel del heroísmo venerable, pues su callada mesura no los llevó a figurar como prohombres. Las generaciones modeladas por el padre Mejía tuvieron en las figuras de su historial estímulo pero no ídolos. La expresión humana fue muy individualista y no se llegó a formar un sentido de casta; Ochoas, Arangos, Restrepos, Vélez predominaron en el ámbito pueblerino, pero no tuvieron nunca pretensiones de dominio; no se buscó nunca formar una sociedad de clanes, sino de personalidades; fue axiomático el principio de que “ca’uno es ca’uno”, y cada personaje de la historia del pueblo era un hombre aparte cuya alma abrigaba un místico entre rústico y aristocrático.

En el íntegro y armónico devenir de su complejo humano, Envigado es un caso ejemplar dentro de la nacionalidad colombiana. Los españoles están sosegados en el medio envigadeño, los acompaña apenas un tris de nostalgia por el rey y los vinillos de Jerez que resucitan muertos; el mestizaje es plácido, dada la exigüidad del grupo indígena; la minería escasea y no hay negrerías soliviantadas; los esclavos son amorosamente tratados por los Restrepos que los hacen libertos y los Ochoas, metafísicos, que ante una pústula infectada meditan en el dolor y la muerte y aplacan sus iras; el padre Mejía inventa la leyenda de Abdul Alí, esclavo del primer cura del pueblo, heredero del trono real de la Nigricia, que al ser buscado por sus súbditos para asumir la corona real se niega a aceptarla pues prefiere ser esclavo en tierra de cristianos que rey en tierra de paganos. En Envigado los negros y esclavos son gente de sangre real, sin resentimientos, forman al oriente del pueblo su sector de residencia, en el que se habla jerga propia y casi llega a tenerse propia arquitectura.

Como fruto de ese proceso de armónica y genuina maduración de un grupo humano, surge la conciencia de la autenticidad americana, Fernando González: “20%… místico; el 10% peón; el 30% enamorado de la belleza y el resto bobo” (MS, p. 113); conmovido únicamente por “el individualismo místico” (HD, p. 47); que no es “para sociedad (política, agrupaciones, acciones sociales)” (E R, p. 135).

Envigado pare a Fernando González y muere.

La industria, coloniaje del dólar, lo absorbe todo; una horda de hombrecillos sin alma lo invade todo; aparece una hibridación baja, ahogada en alcohol, maquinarias importadas y algazaras de sindicato.

El pueblecito ha cumplido su misión en la historia americana y agoniza en unos cuantos caserones viejos donde entre jardines inconcebibles, arboledas místicas y retratos desteñidos de figuras de los tiempos idos, deambulan como sombras de pesadilla, viejitas rosaditas como duraznos y duras y secas como varijones de macana.

Medellín, la capital de la nueva industria, absorbe el pueblo. Hoy no queda nada de lo que fue Envigado en el tiempo de su prosperidad moral, a la búsqueda de su propio itinerario.

El parto de González tiene como precio la muerte del pueblo que se sume en la turbulencia de la Patria Boba del siglo XX.

Las tías Felisa y Martina

Felisa fue el ser más afirmativo que pisó la Tierra.

Siempre iba con las enormes llaves de acero prendidas al cinturón o dogmáticamente cogidas en su mano cundida de queratomas, semejante al San Pedro zarco y cabezón que hizo tallar el padre Mejía

Blanco el pelo ensortijado, blanca la piel delgada, más blanca el alma.

Felisa era dogmática de un dogmatismo pesimista, que en fin de cuentas era la más agresiva afirmatividad.

Incapaz de convivir con alguien. Apenas su criada, un varón en cuerpo de mujer, compartió su techo y su airada visión del mundo que se manifestaba a cada segundo en el despectivo movimiento nervioso de sus labios delgados.

Odiaba los conservadores municipales que se dejaban mandar del cura a quien como buena roja oía la misa y sacaba el cuerpo.

En la última callejuela, al occidente del pueblo, horadó el barrancón árido e incrustó allí una imagen de María. Era el culto heterodoxo que arrastraba anualmente miles de fieles, dejando vacío el templo.

Vecino a la Iglesia entabló negocio de telas y cacharros; pero como en su almacén más se peleaba que vendía, acabó por quebrar.

Su alma era un armario de fechas de muertes y agonías de familiares.

La muerte era su mundo. Para ella, vivir no era más que un pretexto para poder morirse algún día.

No tuvo amistades con nadie; apenas de tarde en tarde un canónigo lento se aparecía a su casa a fumar tabaco de esencia de rosa, beber cacao y comer icacos, mientras añoraba los tiempos de un obispo ya ido.

Felisa no era afín de nadie. Estaba unida a los demás, apenas por la frontera de la muerte: donde había un enfermo grave o un agonizante, allí estaba ella, dogmatizando y recetando tizanas de toronjil y yerba mora.

Odiaba a los mendigos de oficio, pues como no concebía un segundo de descanso, la abulia de los mendigos la exasperaba.

Todo en ella adquiría un matiz propio; es la única persona que al hablar, por los modos de adjetivación y pausas fónicas, da la impresión de estar leyendo: cuando habla parece leer, y cuando lee, es tan viva su lectura, que parece estar conversando.

Melanófoba furibunda, siente viva su vinculación con los lejanos vástagos hispanos; para ella los blancos son dignos aún en sus bajezas.

No conoce el temor y mira con escepticismo hombres e instituciones. Ha llamado Estropajo a su gato, porque “en estos pueblos de negros” —según dice— “los animales son estropajos”.

Cultiva una arboleda donde crecen todas las especies frutales del trópico, y cuando los ocasionales sobrinos visitantes golpean los árboles, está enfurecida una semana entera.

Cuando ya es tan vieja que los acontecimientos la han superado y no tiene con quien enfrentarse, se muere, sola en su casona, sin agonía aparente. Llevaba ya casi ochenta años de agonía entre animales, plantas, curas y alcaldes godos. Su vida fue hasta el apagamiento una serie de nimiedades agónicamente vividas. Felisa nació y vivió hasta el segundo de su muerte con la más decidida vocación de angustia y encono.

Martina parecía tallada en caoba.

Su ser todo convergía a la nariz, enorme, ganchuda y fina; más parecía pico que nariz.

La trenza más delgada y los tabacos más delgados del mundo, consonaban, hasta dar la idea de unidad corpórea, con su ser, el más delgado que ha pisado la Tierra.

Hablaba poco y refunfuñaba mucho.

Durante medio siglo guardó un régimen inverosímil de huevos, pan y chocolate, comidos a escondidas.

Ojos azulísimos y móviles, como los de los crustáceos, hechos para la mirada abismal. Parece que la vida le produjera vértigo.

Su única pertenencia es la ortofónica heredada de los abuelos; en ella, algún día muy luminoso, oye de pies sobre sus botas de la época colonial que no abandona nunca, canciones antiguas y dúos acatarrados, de largos finales.

Habla horas enteras con el loro, y la seriedad de los dialogantes da la idea de comunión. Es su loro el único ser con quien parece entenderse de verdad. Sabe un mar de historias inverosímiles: la de la mujer que parió doce hijos en un mismo parto y los bautizó con el nombre de los doce apóstoles; la de la mujer que quedó grávida al bañarse en el riachuelo del pueblo; la del viaje de la agónica Domitila hasta la fría Manizales, en busca de la hija ausente.

Sentada en la ventana que da al corredor donde el icaco proyecta su arabesco móvil, lee tardes enteras, aún después del ocaso, las páginas de La Imitación de Cristo, y murmurando ininteligiblemente, guarda el libraco en el chifonier oloroso a breva y tabaco.

Es ajena al mundo que la rodea. No puede saberse si vive afligida o indiferente: su leve sonrisa no alcanza a expresar emoción alguna.

Se queja continuamente de la fatiga estomacal, que en realidad no debe ser patológica sino mística, pues Martina parece encarnar la pesadumbre de un larguísimo exilio.

Está en el mundo, pero realmente no ha vivido en él un minuto siquiera: no sabe qué sucede a su alrededor.

La forja que, a impulso de su flaca mano, semejante a un signo de interrogación mal trazado, levanta chispas en la amplia cocina con horno para cocer el pan, es su más ardiente empeño; el juego de naipe con algún sobrino-nieto burlón, a quien muestra sus cartas para saber si el as que tiene es de espadas o bastos, pues sus ojos cegatos no distinguen bien en la penumbra de la casona medrosa, aterrada por el más denso silencio, es su más explosiva manifestación de alegría.

La única manifestación de vitalidad orgánica es la esporádica inflamación de sus piernas caricaturescas.

Murió sin darse cuenta, el día menos pensado, y nadie se sorprendió. La sorpresa había sido la larguísima vida que precedió a esa muerte.

Felisa y Martina fueron los dos seres más individuos que llegaron a discurrir por el mundo; solamente fueron necesarias la una para la otra, algo como la luz y las sombras en las pinturas barrocas.

Ellas compendian, en el Envigado que fue, la familia de Ochoas, con su común denominador de excentricidad e individualismo, tenacidad y desapego, impositividad y desilusión de la gloriola terrestre, que se fue condensando en ellas desde que el primer Lucas de Ochoa llegó como alférez a Guatemala.

Los Ochoas, con el segundo Lucas de Ochoa, llegan al Envigado apenas germinante.

Este Lucas es el bisabuelo materno de Femando González.

Los Ochoas dicen ser vascos; trabajan sin descanso; no pueden desprenderse un segundo de la idea de Dios, mientras cultivan sus amplias tierras.

Don Lucas compra a don Francisco Isaza las tierras de la parte oriental del pueblo, y en 1798 construye una especie de minarete para vigilar el trabajo de sus esclavos, mirando a la cordillera con su monóculo gigantesco.

Vélez de Rivero, el melero, que cultiva la caña al sur del lugar; José Antonio Isaza, que dona los terrenos para el templo, la placita y las primeras calles; Vicente de Restrepo, descendiente del asturiano Alonso López de Restrepo, que dio origen a la familia de los próceres que llevan su apellido, llenan, con don Lucas de Ochoa, la historia inicial de Envigado. Individualismo, seriedad, reciedumbre, son las características de esta primera generación de pobladores.

Restrepos muy flemáticos, duros consigo y bondadosos con los demás, individualistas y duros de carácter, acaban por dividirse en dos vertientes: negociantes los unos, creadores del destino judaico del pueblo antioqueño; pensadores y acéticos los otros, viven en un desapego total de los bienes materiales.

Isazas y Vélez son gente muy pragmática que no llega en definitiva a adquirir un papel preponderante en la historia del lugar y del pueblo.

Los Ochoas son sensuales y metafísicos a la vez; el mundo es para ellos el escenario de la manifestación amorosa y el palenque de las más recias batallas interiores, filón inagotable de verdades extramundanas. Se apasionan fácilmente, los exaspera toda forma de inhumanidad, engendran muchos hijos (don Lucas fue padre de 20 hijos, en sus cuatro esposas); a no ser que se trate de lances de honor y dignidad, olvidan pronto sus desdichas; son las gentes del remordimiento, la polémica, las búsquedas, para llegar a estar, finalmente, más convencidos que siempre de sus ideas iniciales; en cada acontecimiento brotan ante sus ojos las fatalidades vitales; siguen viviendo con sus muertos; cada cosa tiene para ellos un sentido religioso; siempre están en plan de introspección y juicio, y cada vez miran la vida con una mirada más profunda. No se comprometen nunca en empresas de carácter masivo o bélico, pues el mundo, para ellos, se construye a partir del individuo y el único palenque guerrero es el propio corazón.

Sus fisonomías son inconfundibles, y cada vez van especificándose más hacia las orejas descomunales y finas, semejantes a las de los cérvidos, hechas para oír voces de lejos; frontales poderosísimos, de personas hechas para sentir en profundidad e intensidad; pies menudos y ligeros, de viajeros incansables.

Cuando aparece Fernando González Ochoa, la familia está envejecida, los niños mueren fácilmente, luego de discurrir sus breves existencias con un tinte de ausencia fantasmal; los matrimonios entre consanguíneos son frecuentes. Pareciera que el anhelar vital estaba en vías de extinción.

Al torrente sanguíneo de estos Ochoas agónicos, se mezcla el turbión de sangre de González y Arangos, que viven en los campos, felices, apegados a sus tierras del Guáimaro, al oriente del pueblecito; muy vitales y elementales, inocentes, francos, optimistas, desfachatados, sin inquietudes de fondo, ni perturbaciones vitales hondas: apenas se enojan cuando sus animales molestan a la hora del ordeño; muy conversetas y contones, se ríen contando sus tristezas y las cuentan para reírse. Hombres sanos, sí los hubo y habrá, estos González y Arangos del Envigado de fines del siglo XIX.

En este plácido rincón del valle de Aburrá se preparan los elementos étnicos para la aparición de la conciencia de la libertad americana, en su más profunda manifestación religiosa.

Estas familias de González y Ochoas no tienen blasones ni están ansiosas de tenerlos, viven en función de esfuerzo creador. La vitalidad va encauzándose por la línea materna hacia la más profunda interioridad, y por la paterna hacia la más sonreída manifestación de sí, en la naturalidad.

La vida social de entonces es muy pobre, no congrega a las gentes más que la muerte y los cultos dominicales y patronales. La Iglesia ha sido en Colombia, por siglos, la única escuela de trato social; en los templos aprendió la gente nuestra a convivir, a introvertirse sin olvidar al otro.

El espíritu de estas familias antioqueñas se modela con un tinte más marcadamente religioso cada vez, esperanzado y temeroso a la par, pues la fe cristiana que nos legaron los españoles es paritariamente redentora y demoníaca.

En la familia de Ochoas hay personajes muy curiosos: el tío Octavio, que hace del embellecimiento de sus pies un diario ritual de baños con agua tibia y zumo de naranjas agrias; el tío Víctor Antonio, el ser que más ha expectorado sobre la Tierra, y parece haber nacido para hacer rabiar a sus primas con la vulgaridad de sus expectoraciones sonoras; el abuelo don Benicio, que cada noche, ayudado por su esposa, se lava el estómago con una sonda descomunal para evitar el agónico adoloramiento que le despista el sueño. Estos Ochoas son como molinos dañados que muelen siempre el mismo grano, sin poder dejar nunca de hacerlo.

En la Familia de González y Arangos y Uribes se da una concatenación de personajes impulsivos y locatos, muy curiosos.

Restrepos y Vélez confluyen también con sus sangres al núcleo familiar del cual surgirá Fernando González.

Indudablemente, de este cruce de sangres, predominantemente marcado por el influjo de los Ochoas, tiene que surgir una personalidad introspectiva, individualista, autocrítica, vertida totalmente hacia los problemas de fondo.

Hipertrofia del sentido de los valores trascendentales y atrofia de la sociabilidad de superficie; permanente lucha por el hallazgo de la autenticidad en la desvergüenza, es el sustrato resultante de esta unificación genética.

Esta concreción de valores humanos, tan prolongada, no puede estar realizándose sin destino alguno. Cuando la potencialidad sicosomática de un grupo humano se orienta en un sentido clara e invariablemente definido, no queda otro recurso que la búsqueda de un personaje que la encarne de una manera superlativa, en una personalidad avasalladora.

Tenemos, pues, que por la tónica del desarrollo nacional: Patria Boba; por el subgrupo social, armónicamente evolucionado: paisa-envigadeño; por las características genealógicas tan precisamente demarcadas en esta familia de Ochoas, González y Arangos: agonismo vitalista; era preciso que surgiera una personalidad fatalmente destinada a expresar la angustia de las represiones y el ansia reprimida de manifestación desvergonzada del hombre nuestro, que fue lo que encarnó sin medianías Fernando González.

Su hora fue la hora de la expresión de una necesidad sociológica: la expresión, sin complejos, de la conciencia americana en busca de un Dios.

Su vida tuvo que ser lo que fue: la búsqueda de un Dios, para poder expresar, metafísicamente enraizada, la autenticidad humana del hombre americano.

Su vida, sin posibilidad de ser algo distinto, fue eso y nada más: la tragedia de un hombre que, aterradoramente solo, busca la vivencia de la realidad cristiana para hallar el sentido de la personalidad, de la libertad, de la afirmación del hombre americano, sin que nadie comprenda las realidades que encama su búsqueda.

Las tías Felisa y Martina (sus figuras casi míticas), son el prenuncio de su advenimiento; el punto cero donde se ha de resolver el dilema de perderse en la tarea estéril, como el tío Octavio, o hallar los valores trascendentes que en estas vidas agónicas se encierran por decenios enteros.

En la figura y la vida de las tías solitarias, incapaces de sociabilidad aparente, inactuales y aterradas, está patentizado el proceso que saca al hombre del nivel humano inferior, rebañego, y lo lanza, solitario, en busca de la forma suprema de la realización humana: la Metafísica, la Mística.

Fernando González nace heredero de un riquísimo caudal de vivencias interiores: “En mi alma encuentro todo el oscuro tormento de las amenazas y las prohibiciones. El espíritu de nosotros, los librepensadores, sufre el atavismo: somos libres, pero miramos la libertad como un pecado y como a éste la queremos. Tenemos la conciencia del pecado” (MS, p. 56); …“nunca he podido gozar con esto de la fecundación a que los hombres llaman amor. Primero, por el instinto divino, tan poderoso en mí. Procedo en todo ello con sentimiento de pecado… Desagradable fuente de tormentos ha sido para mí la mujer, pero me ha servido para las delicias del conocimiento” (ER, p. 150).

“Creo firmemente que yo soy el filósofo de Suramérica; creo en la misión; me veo obligado a ser áspero y seré odiado, pero ¿podría cumplir mi deber con dulces vocablos?” (N, p. 35).

La niñez

Doña Pastora es una Ochoa típicamente tal. Solemne, no sabe reír y apenas sonríe; muy reposada, hospitalaria y mesurada; siempre tiene la verdad a flor de labio; parece estar siempre segura de sí, y en los momentos más apremiantes apenas susurra pausada: “¿Qué haremos, Dios mío?”.

Preñada, de nuevo, después del nacimiento de su primogénito, está satisfecha.

Cuando espera el nacimiento de Fernando, ya su hijo Alfonso es un nene caminador y ella está agradada y serena, en aquellos tiempos en que es una eventualidad esperar un hijo sin estar todavía amamantando otro.

Las guerras de fines de siglo y esta indisposición de ahora entre la godarria y los rojos, que se encama en el alma bovina de Ospina, por un lado, y la ardillesca de Uribe, por el otro, no deja serenar los ánimos.

La generación fetal de entonces está destinada a ser guerrera, se nutre de nerviosismo bélico; en los hogares, a la hora de la oración; en los almacenes, en las callejas, en los pulpitos, no se habla más que de las “blasfemias” y arrestos bélicos de Herrera, Marín y Uribe.

Este feto que a fines del siglo XIX es Fernando González, será un guerrero, pues a la pugnaz condición de sus ancestros añadirá la inquietud materna durante sus meses de vida intrauterina.

Desde su primera niñez, González, andará a caza de la verdad; “siempre, desde niño, estoy buscando la verdad”; “Desde la infancia he vivido meditando, parado en los rincones o al pie de los árboles” (ER, pp. 81 y 86); “…desde la infancia me apareció la conciencia de la vejez” (DM, p. 150).

Cuando todavía no es alumno de las hermanas de la presentación, que el padre Mejía trajo al pueblo, todas modosas y suaves, emparentadas con santos franceses, encantadas con los dulces que sus alumnas les regalan, hurtados de las dulcerías de sus tías, maestras dulceras, empieza González la agonía por no perecer y llevar a la superación esta sangre cansada de los Ochoas.

El miedo del muchacho a las puertas cerradas es un signo de los embelecos atávicos de la sangre materna, que él recuerda en Pensamientos de un viejo: “‘Cuando eras niño —me decía hoy mi madre—, tenías un miedo horrible a las puertas cerradas’. Sí: lo recuerdo claramente. Era un miedo indefinido” (p. 176).

La conciencia frustrante de los americanos subyace en él, que desde su infancia lucha por salir adelante, obediente a un imperativo moral: “Desde la edad de ocho años busco el triunfo sobre mí mismo y desde tal edad no ha habido día que no haya una derrota” (CE, p. 93).

El pueblecito envigadeño, como ya lo describimos, es fresco, afirmativo, se desenvuelve bajo la dulce paternidad del Padre Mejía que se siente ligado por lazos casi eugenésicos con las gentes que ha bautizado.

Las muchachas, nalgonas y adiposas, muy cubiertas, muy simples; cuando se pasean por el atrio, parecen canónigos; van cada treinta días a la Ayurá para bañarse, temerosas del hechizo de las aguas fecundantes y de la mirada de los muchachos que las siguen a hurtadillas, por más que nunca han podido ver nada bajo los gruesos camisones que las cubren. Deliciosamente recuerda González estas escenas: “Cuando era niño, yo comía tierra y quería ver a las muchachas desnudas. Nos íbamos, Conrado, Cipriano, Juan de Dios y otros, a escondernos en los rastrojos de la orilla del baño de la Ayurá, para ver a las amigas que se bañaban en camisa” (HD, p. 180).

Así va configurándose el palenque de su lucha: el amor y la tentación: “¡Yo amo la tentación! En ella está el arte, la euforia. Yo moriría, si no mirara, y no tocara, y no oyera a las muchachas” (N, p. 159).

Se está configurando la temperamentalidad de “Lucas de Ochoa”. “Un espíritu presa de carne pasional, loco entre la carne… Un gran sensual… UNA INMUNDICIA QUE MIRA PARA EL CIELO” (HD, pp. 13 y 22); “Un espíritu presa de la carne pasional, loco entre la carne” (HD, p. 22); “Soy un hombre, espíritu que desde la carne y por medio de los sentidos atisba con fruiciones a LA VERDAD DESNUDA” (MC, p. 9).

Este proceso es lento. En los pueblos “se vive despacio porque no hay acontecimientos y el tiempo dura mucho cuando pasa sin emociones” (V P, p. 159).

Esta personalidad infantil va estructurando su mundo religioso, inveterado ya en su raigambre ancestral de pueblo antioqueño que es seminario bajo la autoridad implacable del párroco y vive sumido en un orden tradicional, implantado por años de consuetudinaria monotonía, cuyo quebrantamiento conlleva el anatema.

El sentido del pecado es la dominante en el mundo religioso del niño antioqueño (de todo niño americano), porque el demonio es “el rey de los Andes… el gamonal de los pueblos antioqueños” (VP, pp. 145-147).

Las semanas santas de los pueblos antioqueños han sido las más formidables escuelas de teología cristiano-demoníaca. La herencia cristiana española, por efecto de la crisis predestinacionista del Renacimiento y por los amenazantes fisgoneos de la Inquisición, fue una herencia de cristianismo medroso y fatalista que aquí se agravó al ser sembrado en almas primigenias, constitucionalmente proclives al fatalismo religioso.

La imaginería, las músicas de chirimía, la elocuencia de predicadores cuasi barrocos, enloquecían a las gentes de esos tiempos idos, en las semanas santas, catequesis y espectáculo, jolgorio y ascetismo, a la vez.

Las predicaciones de la Semana Mayor tienen, entonces, un tinte marcadamente escatológico; la quema de Judas, colgado del árbol, afuera la lengua amoratada, que Julián el sacristán ha imitado con un pétalo de dalia, pone fin a las celebraciones y eclipsa todo el ritual de la Resurrección que viene a convertirse en un hecho accesorio.

González, al contacto con estas realidades, descubre: “mi espíritu es rábula, pervertido en el juego con el pecado” (ER, p. 48). La agonía vital toma un cariz místico: “Confieso que no hay día de mi vida en que no levante los ojos al cielo y en que no caiga en el pecado” (HD, p. 53).

Desde la niñez empieza la lucha por la vivencia plena de la fe, con lo que su anciana tía llamó la “pérdida de nuestra fe”, pues el muchacho había dejado ya de creer “en los santos de Envigado” cuando al levantar la túnica a la imagen de Pablo de Tarso (en Envigado no hubo nunca tal imagen de Pablo, ni con túnica ni sin ella) se dio cuenta de que “Pablo debía tener un cuerpo membrudo y peludo, ¡y era un tablón insubstancial!” (VP, p. 151).

Desde el momento de su primer contacto con la realidad social de la fe, empezó en la vida de González la tarea de verificación y vivencia de la realidad cristiana, que fue el centro de su búsqueda y de sus hallazgos; por ello, esencialmente, desde esa realidad, pudo decir: “No debía importarme ni el dinero, ni la fama, ni el honor, pues desde niño me apellido filósofo (MS, p. 115).

En un como presentimiento de las soledades que habría de depararle el enfrentamiento a la mentira social de la patria y el continente, el apego a la soledad es otra de las características de su niñez: “¡Soledad triste mi niñez, si no hubiera sido por la intensidad de los sueños solitarios, atisbando las muchachas entre las arboledas y en el huerto familiar!” (HD, p. 179).

Los muchachos de las viejas generaciones antioqueñas fueron todos propensos a la soledad infantil; la figura del padre no era encamación de afecto tierno, sino fuerza impulsora hacia el logro de la independencia y los valores morales; así lo describe González, en su estudio sobre la obra de Tomás Carrasquilla: “El papá antioqueño, serio, que no tutea a la mamá, que no habla en casa, el amo, el blanco, patas de apóstol, empobrecido en minerías y que dejaba en el alma del niño antioqueño la imagen de la seriedad, la honradez y el orgullo de la raza blanca” (TC, p. 47).

Desde la niñez, González hace de su profesión “anidar sobre la Tierra y sus fenómenos” (CE, p. 139), tratando de crecer en conciencia: “Yo deseo vivir muchos años para concienciarme. Mi único deseo es la conciencia” (MS, p. 85); “Me podría definir con éxito: el que siempre busca una cosa. Caín, condenado al movimiento, engañado por mirajes de este desierto que se llama la Tierra” (ER, p. 81). Su niñez es la adquisición de “las nociones esenciales” (TC, p. 45). A lo largo de su vida volverá siempre sobre los problemas que inquietaron su niñez: “Sólo interrogo lo mismo que en mi niñez” (MS, p. 141); “Yo… cuando entré donde Moisés y a la basílica de San Pedro, llevaba conmigo la iglesia de Envigado y los santos de palo de Misael y los Carvajales, y cuando vi al Papa me pareció más papa el padre Mejía. Y con el Moisés… pues nadie lo ha amado como yo, PORQUE ERA LA ESTATUA DE DON MARTIN ARANGO, el dueño de las fincas de las PALMAS. Ante la Venus de Cirene… pues era el diablo, era la carne, eran las piernas blancas de María Josefa, atisbadas y vistas, atisbadas durante meses, premeditadas, vueltas a atisbar y vistas un instante que fue relámpago feliz. Y oí, sólo oí durante la infancia, la guitarra de Marco Aurelio, y cuando decía tree, arbre, mi alma decía, algarrobo de Mamerto (TC, p. 44).

La población infantil de Envigado, todavía hasta mi generación, fue población belicosa: se peleaba con los muchachos de Itagüí la propiedad del río que separaba los dos municipios: “El mono de Marceliano, Conrado y Néstor, los héroes envigadeños; los que nos conducían (grandes duces, que me sirvieron para comprender a Mussolini) a las guerras a piedra con los itagüiseños, orillas del Aburrá” (TC, p. 48). (Ya en su niñez está el gozo del combate que lo acompañará su vida entera).

No queda campo vacío en su alma infantil. Lenta y seguramente se van elaborando las vertientes vitales en que habrá de moverse: fe, soledad, introspección, espíritu de lucha.

Su obra será la elaboración de los hallazgos de su niñez. Podríamos visualizarla diciendo que es la conjunción de dos conos unidos por sus bases: luego de una expansión, se vuelve, ya hacia la cima, a la temática de los inicios.

Sus obras son él, son sus confesiones, son sus denuncias y admoniciones por la manifestación de la autenticidad americana. No se trata de obra de ornamento literario y finura conceptual, se trata de confesiones de un buscador de Dios: “Nunca en mis libros he dicho una sola mentira… Tampoco mutilaré mis libros. Los escribo para confesarme y si tienen expresiones crudas, es porque así soy yo, así éramos en Envigado, en donde crecí…” (CE, p. 88).

Es tal el influjo de su niñez en su vida y obra que llega a decir: “Todos dicen que soy como un niño. En verdad, no puedo obrar sino como eso; mi actitud, mis modales e intenciones son de niño” (N, p. 153).

Su niñez fue la caída en la tentación de una vocación difícil: encarnar el alma infantil de una América inauténtica.

En la niñez de González está íntegra la realidad vital de su obra; es la elaboración del subfondo de su personalidad hacia la realización de su destino continental.

La mocedad jesuítica

La mocedad de González se identifica totalmente con los jesuitas. Con ellos se perfecciona su capacidad introspectiva y se afianza su vocación de combatiente. Dice en Viaje a pie: “Nos miramos hacia adentro aterrorizados, así como lo hicimos tantas veces en la umbrosa capilla jesuítica bregando por asir los picaruelos e invisibles animalillos que eran nuestros pecados, para arrojarlos humildemente en la sotana olorosa del padre Cerón… Nos recordamos acurrucados en el rincón penumbroso de la capilla, al lado del confesionario, de esa severa casilla en donde tuvo sus orígenes la psicología introspectiva, revisando nuestra alma, desplegando sus dobleces, atentos, buscando los animalillos de nuestra premeditación, con fruiciones de placer superiores a las que experimenta la mujer hermosa que recorre con sus dedos sensitivos las medias de seda. Nuestro mayor pecado estaba en el goce del examen… nuestras almas se perfeccionaban así en el pecado; allí fue donde aprendieron los veinte tomos de los siete pecados capitales… Sí; nosotros somos los hijos del confesonario; ésa fue nuestra universidad; allí fue nuestro maestro de psicología el Diablo que con su cola prensil hurgaba y revolvía nuestras almas” (VP, pp. 119-121).

Los jesuitas eran en la Colombia de principios del siglo la encarnación del poderío intelectual de la ortodoxia; temidos de los políticos; oradores de las grandes solemnidades en los pueblos; predicadores de ejercicios espirituales de miedo; profesores de los hijos de los blancos (desde sus aulas Mariano Ospina Pérez fue Excelencia); exorcistas de posesos y desfacedores de maleficios: la imagen de su fundador estaba en el envés de todas las puertas de las casas colombianas como talismán invencible contra asechanzas diabólicas.

Esos Jesuitas de Medellín no conviven con nadie, pero tienen el raro poder de atraer a todos a sus colegios, templos y casas de ejercicios, donde se pasean con insolencia de príncipes, ajenos a la mediocridad ambiente.

Son los hombres de la cautela y el método. Cada semana tienen día de paseo; son audaces y entran en plan misional a los más encumbrados refugios del capital y el librepensamiento; se instalan al lado de las universidades blasonadas de ateísmos y anticlericalismos heredados de la vieja Europa decimonónica.

Son la edición corregida, revisada cuidadosamente y puesta al día, de los frailes vocingleros: muy mesurados y argumentales en la exposición de la doctrina, miran con desdén las ternuras románticas de los franciscanos y la sorpresa de los dominicos, enredados en las sutilezas de su cohermano, el padre Suárez.

Su jesuiticidad salta a la vista: no engordan, no tuercen los botines, no se envuelven en manteos vistosos, llevan apenas un sombrerillo minúsculo sobre sus cabezas repletas de argumentos silogísticos y mayores y menores y distingos y subdistingos.

El ritual de sus templos es la simplicidad misma; son los hombres de la doctrina; ajenos del todo a las suntuosidades del ceremonial, a duras penas saben entonar el himno bélico de Iñigo de Loyola y sus huestes papales en lucha contra Satanás y sus corifeos.

Desde los tiempos de la expulsión, decretada por José Hilario López, se han alejado de las tareas pastorales masivas y han reemplazado la simplicidad vital del Evangelio por el texto silogístico, y la ganadería llanera de San Martín por la industria tipográfica.

Los jesuitas de Medellín son la novedad de la afirmación dogmática envuelta en paño negro. De nadie se ha hablado con más admiración que de ellos, en los tiempos cuaresmales, cuando los mercachifles paisas abandonaban su casa de ejercicios al oriente de la ciudad.

Daniel González, el padre de Fernando, fatigado de una áspera tarea agrícola, muy pobre e ilusionado, matricula su hijo en el colegio de los jesuitas.

El alma infantil de Fernando González, libre, independiente, marcada ya para siempre por la infancia vivida en el Envigado nativo, está cargada de atavismos que le dan la sensación de que “había nacido para recordar los hechos de los abuelos”; ser el “brote último de una raza grande, que dejó huella luminosa en sus caminos” (PV, p. 32); y estar connaturalmente inclinado a la negatividad: “comprendo que desde pequeño está en mí este odio a lo afirmativo” (PV, p. 47), choca en el colegio jesuítico con el férreo mundo metódico, racional, dogmático, de sus nuevos profesores.

Los padres jesuitas de entonces eran gente de una preparación muy sólida, reciamente estructurados moral e intelectualmente, dotados de una capacidad dialéctica y pedagógica tan asombrosa que sus alumnos acababan por ser una especie de novicios, marcados para siempre de jesuitismo.

González, que había aprendido a pensar, y se encontraba ya en trance de escepticismo ante las formas tradicionales de fe, hubo de chocar necesariamente con la mentalidad racional y dogmática de “los reverendos padres”.

Este encuentro fue providencial. ¿Con quién más que con los jesuitas podría enfrentarse González para encontrar quien lo inquietara definitiva y hondamente hasta el final de sus días?

Las universidades colombianas eran entonces, como hoy, maquetas de la Patria Boba que las creó y las sostenía: maestros a sueldo, por el sueldo; minusvaloración del problema moral; encubrimiento de la debilidad ideológica so pretexto de cátedra libre; erudición simulada en la exposición superficial y asistemática de los sistemas filosóficos; carencia de objetivos de fondo.

En la universidad colombiana González no habría visto realizarse plenamente su inquietud metafísica y religiosa, para llegar a ser el auscultador y profeta de la realidad americana, bajo el cariz de la fe.

En América todo problema deviene al campo religioso; el proceso de infantilidad social hacia la madurez sitúa los pueblos americanos en el mundo de la religiosidad. Buen testimonio de ello es la obra literaria de los países americanos: el costumbrismo, que es al fin y al cabo la única literatura auténticamente americana, es un catálogo de la presencia de los valores religiosos en la diaria actividad de los pueblos americanos.

Al lado de los jesuitas, “novicio jesuita”, Fernando González, pudo captar el valor de las realidades religiosas y percatarse de las posibilidades vitales de las mismas. Con ellos, enfrentado a su concepción de los valores, empieza a ser el ANTI que había sido llamado a ser.

“Cuando teníamos doce años —cuenta González— y comenzamos a agacharnos sobre la filosofía moderna para buscar esos animales repugnantes que se llaman sofismas, según hermosa expresión del padre Garcés, nos dijo nuestro maestro: ‘La metáfora es la madre del sofisma; no filosoféis con metáforas’” (VP, p. 259).

En el colegio Jesuita empieza González a vivir su vocación de hombre antitético; allí empieza a ser “sofista”, pues su alma primigenia de americano auténtico no le permite vivir en el mundo de la especulación conceptual, de espaldas al medio vital en que se mueve.

Se instala desde entonces “en el límite de sombra de la ciencia” (ER, p. 107); en el mundo de la antítesis se siente a gusto: “Entre ésta (la ciencia) y lo desconocido hay siempre una zona atrayente, sombreada, pecaminosa, ilegal. Ahí es donde me ha gustado morar. La ciencia oficial no ha tenido mi amor. La revolución está entre las leyes y el porvenir, zona agradable… Entre la ciencia y la oscuridad completa hay otra, a media luz, como de amanecer; ahí he vivido. No me ha gustado lo que cualquiera puede saber si compra un libro y se sienta en un taburete… Amo a los rábulas, a los revolucionarios, y sobre todos los seres he amado desde que nací a Jesucristo y a Sócrates” (ER, p. 107).

Como efecto de su enfrentamiento con el mundo jesuítico, González pasa transitoriamente de esta ciencia de tipo eclesiástico, a la ciencia de tipo liberal y enciclopedista, pues Lucas Ochoa “reacciona demasiado fuertemente y luego se enerva… De ahí que sus juicios sean tajantes, y que luego se contradiga, para terminar por irse para un templo a buscar a Dios y decirle que lo saque de las apariencias” (HD, p. 11).

Spencer, Montaigne, Voltaire, Renán, Nietszche, Schopenhauer, aparecen en sus Pensamientos de un viejo, al lado de Las Escrituras y los Clásicos; sin embargo, su contacto con la cultura de la Europa nueva de entonces no logra sustraerlo de su mundo de penumbra y pecaminosidad, al que seguirá aferrado siempre.

Los pueblos primitivos son pueblos de inteligencia prevalentemente volitiva; la inteligencia discursiva y raciocinante es producto de pueblos evolucionados cultural y demográficamente. En los clanes no hay códigos, ni escuelas, solamente ritos sacrificiales que son a la vez, doctrina, terapéutica, pedagogía, historia; a la inversa, los pueblos envejecidos se encierran en un racionalismo conceptual que llega hasta la abolición del rito.

Todo pueblo en proceso evolutivo de madurez es una amalgama de decadencia y germinación: aquello que bajo un aspecto es un ocaso, bajo otro es una semilla que gesta el futuro.

Los pueblos nacientes son de dos clases: los que apenas inician su evolución: tribus, clanes; los que han trascendido ya muchas de sus épocas primitivas y, trascendidas éstas, devienen una mayor madurez.

En los primeros, se inicia la evolución el día en que se despierta la conciencia de la voluntad, manifestada en la capacidad de poder.

En los segundos, el nuevo ciclo de maduración se inicia el día en que surge la conciencia de la posibilidad de superación del ámbito vital en que se ha discurrido, una vez entrevista la posibilidad de superación de la ideología en la que se había modelado por mucho tiempo la temática vital. Es ésta, también, una actividad de carácter primordialmente volitivo.

Las culturas nacientes, o los aspectos nacientes de una cultura, están marcados de voluntarismo; la conservación de las adquisiciones culturales y su decadencia, son realidades de tipo intelectualista.

Nietszche, por ejemplo, es el padre de la nueva Europa que ha trascendido un marco existencial de tipo cultural cristiano-occidental: trascendidas ya las posibilidades expresivas de la cultura cristiano-occidental, Europa está en trance de sepultar rituales, técnicas, módulos éticos y estéticos, apoyados en aquella forma de cultura ya superada, y es la línea volitiva nietszcheana, herética, iconoclasta, anárquica y atea, la que encarna el aspecto naciente de la vieja Europa.

Nietszche y el jefe de un antiquísimo clan de la prehistoria, son en su esencia encarnación del mismo fenómeno antropológico: concreción de una fuerza primigenia, germinativa, intensamente volitiva, hacia la creación de una sociedad nueva basada en criterios axiológicos enteramente nuevos y vitales.

Los hombres que encarnan este liderazgo son caudillos, profetas, videntes, maestros, que dice el pueblo.

Fernando González, en contacto con la cultura europea moderna, sepulturera de un inmenso pasado cultural ya caduco, creadora de un nuevo orden, captó ese aspecto de profetismo epifánico que se encarnaba tímidamente en el siglo XIX francés, y en los albores del siglo XX alemán, encarnado en la emoción nietszcheana.

Al contacto con el pensamiento europeo no se produjo en él el fenómeno propio del Opinante americano: transculturar, imitar, memorizar; al contrario, vio en ésa realidad europea la confirmación de su vocación nativa de anunciador de la posibilidad de la autenticidad cultural latinoamericana.

Nietszche, para el muchacho “jesuita”, no fue un maestro, sino un parigual, guardadas lógicamente las diferencias de circunstancialidad histórico-social entre ambos.

De los autores europeos, rosarios de un viejo ciclo cultural, aprendió González el sentido de la agudeza conceptual, el desenfado crítico, el desdén ante las realidades sociales ya consagradas por ley de tradición; pero al contrario de aquéllos, que anunciaban el ocaso de una cultura, a él le correspondió anunciar el comienzo de otra. El encanto de los europeos está en el goce tragicómico de un funeral de burlas; el hechizo de la obra de González radica en el anuncio de un nuevo tipo de autenticidad cultural: “Hasta hoy ha imperado el rebaño, la educación; están próximos ya los tiempos de la cultura, la auto-expresión. Está llegando el tiempo de la libertad” (N, p. 91).

La finura de la burla volteriana, la delicadeza conceptual de Renan, la unción del verbo nietszcheano, no prendieron sin embargo en él: en Europa se trataba de un ocaso de refinamientos verbales, y en América del surgimiento de una fuerza telúrica y ruda en pugna por aparecer desde muchos decenios. Si mis libros “tienen expresiones crudas, es porque así soy yo, así éramos en Envigado, en donde crecí; así pienso y siento” (CE, p. 88).

Mientras la obra de los europeos es la negación de todo valor místico en aras del racionalismo o el ateísmo, el aura mística envuelve toda la obra de González, es su centro, la única raíz profunda de su pensamiento.

El contacto con la mentalidad jesuítica que le ofrecía argumentos silogísticos como solución a sus inquietudes religiosas, y el contacto con el pensamiento europeo, racionalista y escéptico, sumieron su espíritu en una especie de escepticismo que duró muchos años, pero que fue provechoso acicate para su búsqueda: “casi nunca he estado convencido” (DM, p. 172), dirá muchas veces.

Fernando González expresa lapidariamente el final de su formación jesuítica: “Los padres jesuitas expulsaron a Lucas, quien había demostrado demasiada personalidad” (MS, p. 6).

En aquel tiempo, el despertar de la vitalidad fisiológica sexual.

La lucha por su madurez sexual aparece en su obra, encamada en la “coja” de los amoríos, cerca de las tumbas del suicida Burgos y la hermana Belén, la maestra de su niñez; Elena, que lo salva luego de una aventura infortunada con una mulata fortísima; Margarita, la dentrodera del tío Ubaldo, enamorada a base de laminitas vistosas en la calle de San Antonio. En su poemita llamado El Cielo, González recuerda graciosamente esa época:

Eres, CIELO, como aquella dentrodera Margarita
que no sé por qué quería dárseme
una noche en que le mostré laminitas
de cigarrillo, en la calle “San Antonio”.

Igual fue Margarita, la dentrodera
en la casa de mi tío Ubaldo Ochoa…

Yo soy, pues, un don Juan Tenorio
que casi, casi se ha acostado con el CIELO y con Margarita
la ojiverde dentrodera de la casa
situada en la calle “San Antonio”

dentrodera
de mi tío, el cruel Ubaldo Ochoa… (CE, pp. 34-35)

Su juventud es el drama de la lucha entre los instintos y el pensamiento. González entiende que es un elegido para la tarea de la autenticidad cultural y mística: “Yo nací para místico, místico tentado por la carne” (MS, p. 10); “Yo soy genial en soledad, en soberbia, en sinceridad y en angustia. No soy para el amor carnal. Ahí soy nulo; un instinto divino me impide” (ER, p. 135).

En este período de su mocedad tiene lugar el hecho más decisivo de su juventud y de toda su vida, que orientará toda su tarea, toda su búsqueda por la plena realización viva de la cultura y de la fe: LA CRISIS DE LA VERDAD DEL PRIMER PRINCIPIO.

“Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”, dice el padre Quirós, el profesor de filosofía. González inquiere sobre la comprobación de la verdad de tal afirmación, y llega el choque y la negación de todo el mundo mental basado en ese primer principio.

“Cuando le decíamos al reverendo Padre Quirós, que cómo se comprobaba la verdad del primer principio que nos daba, nos decía: ‘Ese es el primero; ese no se comprueba’. Desde entonces estamos perdidos… ¿Y quién nos va a responder? Estamos solos, irremediablemente solos…” (VP, pp. 66-67).

El sistema argumental racional de los jesuitas agota sus posibilidades demostrativas a nivel de los primeros principios y deja la captación de estos a la inteligencia intuitiva. González entonces desconfía totalmente de un sistema que parte de un principio que se aparta del método argumental que es su esencia y su contenido, y repudiándolo, niega al Dios que es su principio y su objetivo, y se entrega, inmensamente solo, a la búsqueda de la verdad.

Allí está la clave de la agonía vital de Fernando González, el porqué de todas sus inquisiciones, la razón de su filosofía, el porqué de su carácter sofístico, el porqué de su misticismo filosófico.

En Los Negroides, refiriéndose a este hecho, dice: “Dios me salvó, pues lo primero que hice fue negarlo, donde los Reverendos Padres. Tan bueno es Dios, que me salvó, inspirándome que lo negara. Luego le negué todo al Padre Quirós. ¡El primer principio! Negué el primer principio filosófico, y el Padre me dijo: ‘Niegue a Dios; pero el primer principio tiene que aceptarlo, o lo echamos del colegio…’. Yo negué a Dios y el primer principio, y desde ese día siento a Dios y me estoy librando de lo que han vivido los hombres” (N, p. 15).

En el colegio jesuita, Fernando González encontró una fuerza poderosa, de signo contrario a la suya, y allí se definió su tónica vital de buscar, él mismo, a solas, como era, en su medio, con sus recursos humanos propios, la verdad. Así se pudo manifestar a través de su vida la posibilidad, en América, de un hombre nuestro ante la realidad cristiana.

“Desde entonces me encontré a mí mismo, el método emotivo, la teoría de la personalidad: cada uno viva su experiencia y consuma sus instintos. La verdadera obra está en vivir nuestra vida, en manifestamos, en auto-expresarnos” (N, p. 15).

Seguirá su búsqueda por una vida entera: él, a solas ante Dios. “Cada hombre está llamado a llegar al Espíritu con sus propios pies. Cada mente manifiesta en su procedimiento el modo de su auto-expresión” (N, p. 48).

El mundo jesuítico fue la piedra de toque para su tarea de personalización y autenticidad. Así habla de ello: “Yo… fui el niño más suramericano. Crecí con los jesuitas; fui encarnación de inhibiciones y embolias; no fui nadie; vivía de lo ajeno: vivía con los Reverendos Padres…” (N, p. 14); por eso se da a la tarea de vivir su cotidianidad hacia la fe y la liberación y se hace “el hombre de las libretas, el hombre de las contradicciones” (MS, p. 20). Jesuitismo, atavismo, inhibiciones, hacen de él un caos espiritual en este período de la juventud.

Como culminación de este primer período de búsqueda aparece en 1916 Pensamientos de un viejo, un librito distinto en el medio nacional y americano de entonces; un libro que elude intencionalmente los malabares adjetivos y los alardes de erudición, tan propios de la época centenarista; un libro sustantivo, vertido sobre los problemas de la intimidad del hombre.

Don Fidel Cano es el prologuista, muy paternal y elogioso, admirado por las extensas y variadas lecturas que descubre haber hecho el autor, pero penetrante y certero al entender a González como un “atormentado” (PV, pp. X-XIII) que va “derecho a creer en algo” (PV, p. XIII).

Se trata de una obra inmadura. Su mérito estriba en ponernos al desnudo, desde su primera juventud, la fidelidad de González a las líneas fundamentales de su pensamiento: la centralidad del yo: “La misma lógica que rige nuestros razonamientos es una creación de nuestro yo” (PV, p. 15); “En el yo debéis buscar la sabiduría, y el modo de expresar la sabiduría” (PV, p. 14); el vitalismo antintelectualista: “La razón nos lleva a la negación completa. Es la enemiga de la vida” (PV, p. 118); “Ya que estamos en la vida, la verdad para nosotros es la vida: el amor, la belleza, la gloria…” (PV, p. 37); la burla de todo lo que fue impuesto alguna vez, y no adquirido por esfuerzo propio: “Una de las cosas más entretenidas, es jugar con los diablos de nuestra niñez” (PV, p. 138); la inquietud por Dios, que apenas negado se hizo sentir en él: “Cuando hemos hecho abrevar nuestro corazón en todos los sueños inventados por los hombres, aparece en nuestro espíritu la nostalgia del país desconocido, el país sin contornos, que está más allá de la vulgaridad de los rostros humanos, que ríen unas veces y otras lloran…” (PV, p. 72), “la única explicación que se ha dado hasta ahora de este perpetuo descontento del hombre, es la místico panteísta: una reminiscencia de lo infinito, y un deseo inconsciente de unificarse a Dios” (PV, p. 115); el anhelo por conseguir la mesura y el dominio de sí: “Las cosas que quieren dejarse coger esperan siempre…” (PV, p. 147); la idea casi obsesiva, de que lo esencial es la autenticidad, el vivir la propia vida: “He aquí lo esencial: vivir nuestra vida y sacar de ella el tesoro de nuestro saber” (PV, p. 13).

Se han asentado las bases sólidas sobre las cuales vivirá y luchará por manifestarse la conciencia atormentada de la América catequizada por decreto y mosquetes.

Viaje a pie

En 1919 Fernando González se gradúa en Derecho.

Su tesis, en una decisión muy discutida pero muy sensata, es llevada por Monseñor Caicedo, arzobispo de Medellín, al índice diocesano de lecturas prohibidas. Varias veces me habló Fernando González en este sentido, no sólo con relación a la censura impuesta a Una Tesis sino también a otras obras suyas: “Eran tiempos muy inocentes”, me decía.

La Tesis de González era instrumentalizable para hacer de ella objeto de demagogias fáciles, pues en esos años veinte ya se estaba incubando el proceso demagógico que afloró años después.

La Tesis está basada en el principio de que el hombre está sujeto al más férreo determinismo social.

Es un desnudamiento de la mentira social colombiana. Aquí, según la Tesis, ha existido “una exaltación de ideas metafísicas” y “a Colombia sólo se la nombra en las antologías y en las academias” como consecuencia del desprecio entre nosotros de la “ley de la proporcionalidad de las actividades” que ha llevado a la “corrupción de su democracia” (UT, pp. 7-9).

Pero lo realmente interesante en esta Tesis, en el contexto de las búsquedas y el itinerario vital de González, radica en el sentido determinista e individualista de la existencia del hombre, que aparece a través de sus páginas: “Los pueblos pueden hacer lo que quieren, pero no pueden querer libremente”. “Hay que partir del individuo al estudiar la Economía Política, y terminar en el individuo… En ningún caso se puede sacrificar el individuo al bien de la comunidad” (UT, pp. 10 y 13).

Pesa también, en el contexto de la Tesis, la tendencia anarquista, manifestación extrema del individualismo: “Vendrá un tiempo en que sea una realidad la anarquía” (UT, P 26).

La Tesis de grado de González está marcada de un tinte de liberalismo, pues como vimos, al choque con el mundo jesuítico el joven González se volcó hacia la cultura liberal y racionalista europea: “Soy partidario de la Escuela Liberal” (UT, p. 25); sin embargo, el sustrato de su trabajo no es liberalismo propiamente tal, sino una diatriba anárquica contra la situación del pueblo: “Tenemos un pueblo pobre, aislado e ignorante por consiguiente, y un número exagerado de bachilleres y doctores… la soberanía reside esencial y exclusivamente en aquel pueblo mísero y fanático… Cómo se halagan las pasiones y la credulidad del populacho” (UT, p. 9).

A pesar de la confesión que hace González de su ideología liberal, no hay en el trabajito en cuestión una verdadera disciplina de ese tipo; hay, inclusive, ideas totalmente antagónicas a las de esta escuela, por ejemplo, la afirmación de que “una riqueza no tiene más valor que el trabajo en ella encerrado”, (UT, p. 16), que es un principio marxista.

La Universidad de Antioquia, donde presentó su tesis, se conmovió por el impacto de sus afirmaciones, acordes con su vocación antitética que se afirmaba cada vez más en él.

Bien que mal, González era ya un juez determinista que creía que “en el primer movimiento estaban encerrados todos los movimientos” (UT, p. 27).

Este juez novel está determinado a enfrentarse al sistema en que se ha de mover, pues no cree en las democracias americanas basadas “en la adopción de principios europeos” (UT, p. 11).

Graduado ya, se encuentra con don Benjamín Correa, “jesuita predicador”, novicio expulsado de La Compañía, que no podrá hacerse sacerdote, según el consejo del padre Casiano Restrepo, pues “ya lo probó, y vaca ladrona no olvida el portillo”.

Este don Benjamín, a quien conocí ya anciano en Copacabana, al norte de Medellín, era un hombre enteco, rubicundo, de cabeza pequeña y ancha mandíbula de jefe popular, muy serio y parco en el hablar, que recordaba los tiempos de su deambular por Colombia con González, con una inmensa nostalgia.

González dice: “He sido socrático y nada le debo a libros que son apenas imágenes de la vida… Es necesario ver ríos y mujeres, los modelos; asistir a la vida y no leer novelas; viajar en vez de leer” (DM, p. 166). Emprende, pues, viaje a pie hasta Manizales, con don Benjamín, símbolo de la egoencia jesuítica.

Este viaje es un viajar hasta las más hondas raíces de su ser, hasta su más altos anhelos; es más un viaje por los subfondos humanos que por la arisca geografía de la Antioquia vieja.

Es un viaje a pie, lento, deleitado, conversado; es un viaje por la vida, que hay que hacer en simplicidad casi evangélica para poder vivirlo con toda intensidad.

Este viaje es un amplio escrutinio de la humanidad que puebla los breñales antioqueños. En él desfilan, en un desfile tragicómico, sometidos a la realización de un destino que parece haberles sido impuesto ineluctablemente desde muy remotas edades, todos los personajes que constituyen nuestro grupo humano.

A lo largo del viaje aparecen el cura sonreído y suficiente, envuelto en su manteo; el arriero, arriscado y soez; el míster, admirado de todos y aplastado por los rigores climáticos; la ventera parlanchina; el boticario procaz; la sobrina del cura, maliciosa e ingenua; el sepulturero escéptico; la ramera buscona; toda la humana variedad del trópico, sometida a su destino inútil.

En este viaje se trata de estructurar de nuevo la unidad vital, rota en los años jesuíticos; de buscar al contacto con el hombre colombiano en su medio nativo, principio vivo para poder vivir. González se siente entonces “el animal perfectamente egoísta“ que adopta “como columna vertebral moral del viaje la idea de ritmo” (VP, pp. 10 y 14).

Este viaje moral, que el libro relata, es todo un poema alegórico que huele a tierra fecunda. Es una huida del imperio jesuítico y mercantil (Medellín), hasta el cono inmaculado de El Ruiz y el mar Pacífico (la pureza incontaminada, el infinito), para tornar a la sede de la cotidiana necesidad, el Medellín pragmático de los “nuevos gordos” en tareílla de enriquecimiento. El hombre no se realiza más que en la digestión de su propia miseria cotidiana, iluminado por las luces altísimas que alguna vez entrevé fugazmente.

La originalidad y la autenticidad son sinónimas, concomitantes, si no se da la una no será realidad la otra; por eso González dice: “venimos desde muy lejos en busca de una idea nuestra, sólo nuestra, aunque sea por el espacio de diez segundos” (VP, p. 106).

Este viaje es una amalgama de pesadumbre, fatiga, desvalimiento, fiereza y amor; su transcripción parece hecha con garras y no con manos; es una diatriba contra todos los perjuicios que encubren el alma nacional; un grito contra todo lo que le ha sido impuesto al hombre colombiano sin consultar previamente sus posibilidades; una denuncia de la endemia de transculturación que agobia al pueblo colombiano.

Se trata de un desnudamiento, de la negación de todo lo aprendido sin un proceso vital correspondiente; de rechazo de todo lo que no emane como fluido natural de la propia personalidad en comunión con la sinergia cósmica: “Somos hijos de la Tierra y sus parásitos; nos liga a ella, como un cordón umbilical, la ley de la gravedad” (VP, p. 109).

Este viaje es un sumergirse del hombre en sí mismo para encontrar su autenticidad. González se “percibe a sí mismo como esencia” (VP, p 213).

Se trata de un viaje de iniciados en busca de principios de acción: “Hemos querido hacernos a un acopio de principios que sea nuestro bagaje por el camino de la vida” (VP, p. 169), pues cuando no hay un fin que interese, la tristeza se adueña del hombre (VP, p. 36).

Cuando este viaje se realiza, González ha escrito ya su “tratado del brujo” (LV, p. 99) (que nunca llegó a publicar) y se siente mahatma. Se ha orientado definitivamente a la realización de su destino en comunión viva con el universo, dejando de lado la ciencia conceptual por la que siente el más soberano desprecio, pues percibe que el hombre no es más que “sensibilidad que se perfecciona” y que “nuestro interior es un hervidero de contradicciones” (VP, pp. 228 y 246).

A lo largo de este viaje comienza lo que fue empeño de su vida: “devolverles a los Reverendos Padres lo que me echaron encima” (N, p. 14). No hay aquí, en este momento de la vida de González, un intento propiamente constructivo, no se trata de dar nada; se trata de un desnudamiento, del establecimiento de un contacto vivo con su mundo americano, de deshacerse de todo lo adquirido de espaldas a la comunión vital con el medio.

Había señalado ya, cómo el hecho primordial de las mocedades de González es la negación del primer principio, y con ello el desbarajuste de todo su contexto vital. En este viaje, Fernando González confiesa una vez más el caos en que la ausencia del primer principio lo ha sumido: “Amar y abandonar el camino ha sido toda nuestra vida. ¡Pero siempre hemos vuelto!… Es que vamos irremediablemente perdidos desde aquel aciago año de mil novecientos cinco en que no pudimos encontrar el primer principio filosófico, allá en la grata compañía y colaboración del reverendo padre Quirós SJ…” (VP, p. 95).

El círculo de viaje, de Medellín a Medellín, es un símbolo de lo que fue la vida de este buscador de la verdad en la autenticidad: desesperado una veces, místico otras, plácido otras, dar vueltas alrededor de la realidad divina, en busca de un PRIMER PRINCIPIO VIVO, no conceptual, sobre el cual asentar su periplo vital.

De este anhelo de la Divinidad, nace en González el repudio de todas las empresas institucionalizadas que han desfigurado el mensaje cristiano: “La religión cristiana, esa insuperable religión de Cristo, ¡en qué monstruosidad la han convertido los zambos americanos! La han injertado en la madera seca de las mesas de votación” (VP, p. 237); “El antioqueño dominado por el Cura y la ignorancia” (VP, p. 102); “La Cruz es ya de oro, sobre pechos de púrpura y en palacios de mármol” (VP, p. 94); “No buscamos agradar a Dios, sino comprarlo; lo tratamos como los agentes viajeros a los empleados públicos: dándole propinas” (VP, p. 56); “Colombia es el país del Diablo. Porque aquí se cree más en él y se le teme y ejerce oficio trascendental. Es el rey de los Andes” (VP, p. 145).

Es el momento de los juicios tajantes; es la explosión de una fuerza contenida durante años; es la denuncia de las aberraciones, hecha por alguien enamorado de Dios y no su enemigo, como siempre había sucedido en la rebelión contra el medro disfrazado de fe. No se trata de construir, ni de trazar normas, ni de enseñar doctrinas; se trata de afirmarse a sí mismo, de desenmascarar la mentira social.

Esta diatriba violentísima contra las instituciones de fe y sus jerarcas y sus formas de expresión, es la encarnación de un profetismo que llegará hasta el final encarnando, entonces, el sentido de una comunión viva con Dios.

En Pensamientos de un viejo, González hablaba del gusto por jugar con los diablillos de la niñez; ahora, en este viaje, González juega con los diablillos de su propia niñez y los de la niñez americana. El diablo nace de la división del tótem primitivo (VP, p. 143); el cura y el partido conservador son aliados (VP, p. 145); la moral es el producto de la decadencia vital (VP, p. 33); la base de la sustentación de la fe popular es el temor al infierno (VP, p. 145); los clérigos huelen a santidad y a billetes viejos (VP, p. 96).

El pueblo colombiano vive en “un estado de alma enfermizo, el estado colombiano, que consiste en estar obnubilado, metido en una idea como en una concha, en una idea religiosa” (VP, p. 33). Por eso, González acomete contra la hiperreligiosidad, impositiva e inauténtica.

Los intentos radicales de mediados del siglo pasado por denunciar la inautenticidad de la fe americana, fracasaron por haber partido del rechazo de la fe cristiana; en el alma de González subyace poderosa, directriz, la idea de Dios: “De todo el universo, menos del hombre, sale una armonía que es como canto de alabanza a la suprema energía o suprema ley que se llama Dios”. “Por cualquier punto por donde comencemos a filosofar, se llega a donde se perciben luces de una unidad que alumbra como lejano sol; emanaciones de la unidad perfecta” (VP, p. 87 y 173).

De espaldas a la idea del Dios aprendido conceptualmente, percibido como el Dios terrible de las tradiciones traumatizantes, González siente a Dios, vivo, inexplicable, actuante: “Confesamos, SEÑOR, que somos el animal que suda y que se hunde en la tierra cuando tu voz le llega, como la lombriz cuando se levanta el cespedón” (VP, p. 267). La figura de Cristo se le presenta altísima, pero envuelta aún en un marco prevalentemente humano: “Jesús es el camino; Jesús que triunfó de lo fenoménico”. “¿Quién superior a Jesús?” (VP, p. 247 y 248). A pesar de sus intuiciones luminosas, por falta de un primer principio orientador de la búsqueda, todo es caótico para él: “Todo en nosotros se enreda y se contradice. Adoramos a Dios y queremos al Diablo; cantamos al espíritu y espiritualizamos la carne; lloramos y reímos y no sabemos hacia dónde vamos” (VP, p. 234).

El Viaje a pie termina con una frase cuyo valor se esclarece en el contexto de la obra total de González: “Margarita…” —la esposa—, “para ti es este libro; tú sabes qué piensa el autor de Nuestro Señor Jesucristo” (VP, p. 270).

Cuando aparece la obra, el mar de los críticos ve encresparse el oleaje de la adjetivación: “Poseso de las ideas”, lo llaman unos; “inmisericorde, juvenil y franco”, otros; para alguien su libro “es el mejor libro de su género”; “irreverente, sacrílego, desvergonzado, lascivo”, es para otros; pero, en fin de cuentas, nadie sabe a derechas hacia dónde se orienta la búsqueda del autor. Su intención de unidad vital y autenticidad de fe pasa desapercibida. Para los sectores liberales, muy anticlericales entonces, es una alegría la aparición de la obra que es a sus ojos una diatriba contra el clero, “un escándalo para los que oyen en el confesionario los pecados de la gente crédula”, como dice uno de ellos.

González empieza a ser, hasta hoy, “ateo, pornográfico”, aunque él realmente sólo quiere tener la inocencia infantil del paganismo, así en Colombia lo llamen impuro (ER, p. VIII).

El enjuiciamiento que en este viaje se hace de la historia y de las instituciones de fe será la constante del diario vivir del autor por hacer que los americanos tomen conciencia de la mentira de su sociedad. “Robos, asesinatos, vanidad, exasperación sexual; ese es el hombre de enero de mil novecientos veintinueve, igual a lo que fue en el año uno de su historia” (VP, p. 257).

Este viaje no termina, el volumen consigna apenas “un mes de vida trascendental” (VP, p. 265).

Viaje a pie es el comienzo de la lucha “por hacer algo para que aparezca el hombre echado para adelante, que azotará a los mercaderes” (VP, p. 270).

La conciencia de la libertad

La más cerrada lógica mueve a González. Él mismo se ha decidido por un mundo regido por la lógica vital, que consiste en “obrar de modo que cada acto encierre en sí el efecto apetecido” (VP, p. 224).

Luego del proceso catártico que encarnó Viaje a pie, vive González uno de los períodos de mayor serenidad en la primera gran etapa de su madurez, entregado de lleno a la búsqueda del sentido de la libertad a partir del primer principio presentido en Viaje a pie: encontrarse a sí mismo como esencia (VP, p. 213). Bolívar, el libertador, su Bolívar, pues “una biografía no es otra cosa que las reacciones que los hechos y pensamientos de un hombre producen en el que los contempla” (MS, p. XV), será el guía en la búsqueda.

Lucas Ochoa, su antepasado, lanzado desde remotas edades a la búsqueda de los valores supremos, será el personaje que encarne esta lucha, pues él es “los deseos y la mente desordenada” (MS, p. 84).

El fatalismo biológico y el condicionamiento antropológico será el medio de las luchas. “Nada es gracia” (MS, p. 81). “¡Nada es gracia!; nada merece alabanza ni vituperio, todos somos prisioneros de la fatalidad, que consiste en el ignoto fin hacia donde conduce esta inquietud” (MS, p. 272).

El anhelo es hallar un método vivo, lejos de argumentaciones y conceptos: un método para vivir, pues nada se prueba y no le importa sino el método (MS, p. 79). González, no es ahora un intelectual especulativo y erudito: “Yo soy el animal, sometido a milicia” (MS, p. 79).

Ha comprendido que va “por un camino ascendente… La cuestión está en ascender constantemente, mediante la lucha” (MS, p. 83).

Su campo vital se ha ensanchado más allá de un mero inmanentismo personalista: entiende que “somos cósmicos” (MS, p. 91); “que el yo puede contener todo lo manifestado” (MS, p. 103); que es posible percibir “la muerte como una transformación” (MS, p. 86).

Ahora, cada palabra, cada sentimiento, cada fracaso, la menor manifestación del Universo, es para él una oportunidad para reflexionar sobre sí y sobre la expresión viva de la joven América. Es ahora “el tipo de las nimiedades trascendentales” (MS, p. 96).

En este mundo de la necesidad, donde el hombre es esencia, en el cual se requiere de “hombres que se sientan ofendidos al recibir de fuera” (MS, p. 132), tiene que haber un primer principio regente. González está asfixiado sin un primer principio y lleva ya más de veinte años de búsqueda.

Ese primer principio intuido en el Viaje a pie se hace ahora claro, como superación de la dicotomía vida-conciencia, existencia-conocimiento: “Lucas y yo sostenemos como un primer principio que el hombre es el centro del universo, el cual es alimento para su conciencia” (MS, p. IX).

El hallazgo de este primer principio vital-antropocéntrico no le da la respuesta ansiada, pues el problema de Dios es para él un problema concomitante con el problema del primer principio, y este primer principio del hombre centro del universo contradice el presupuesto de la fe en un Dios dador de la gracia, al que no se llega más que por la fe, y por lo mismo González exclama: “Creer es lo que me ofrecen, y yo quiero sentir” (MS, p. 141).

Ésta es la hora decisiva en que se plantea la elección entre la libertad, en un mundo en el que es posible la fe, y el determinismo ciego, que encerrando al hombre en sí mismo lo lleva a hacerse dios a la manera nietzscheana.

González, en un intento de superación de este dilema, vira hacia el panteísmo idealista: “El pensamiento es todo. El mundo es pensamiento” (MS, p. 116).

Sin embargo González no podrá instalarse definitivamente en una concepción panteísta del mundo. El panteísmo es en fin de cuentas la superación de toda vibración emocional en un nirvana frío; González, por el contrario, siente que “soy todo emoción y el raciocinio es para los que corren y no han flotado en la emoción Divina” (MS, p. 45); el panteísmo termina disolviendo la personalidad en la unidad cósmica, y González, por el contrario, anhela entregarse, ser cálida, viva, ardientemente recibido: “¿Dónde encontrar la grandeza a quien deseo entregarme…?” (MS, p. 21).

Más aún, la nostalgia de Dios se hace acuciante, no da tregua, se va vertiendo en una mirada humilde de sí: “¡Cuán lejos estoy de la divinidad y de cuántas pequeñeces están llenos mis días!” (MS, p. 10). González se hace un buscador de Dios, un estudioso de la realidad divina, único camino posible para poder llegar a esclarecer el sentido y la realidad del hombre y del universo: “Hace cinco años que la teología era para mí una patraña y hoy me parece lo esencial” (MS, P. 87).

Desde antes de Viaje a pie, había elegido la brujería como método y forma de vida en el mundo penumbroso situado entre la nada y la ciencia oficial, y explica: “…cada brujo tiene su fin. Unos quieren perfeccionamiento espiritual, y otros buscan únicamente acrecentamiento vital, egoísta” (MS, p. 46); él, por su parte, elige el primer tipo de brujería: “…crecer, hacerse potente, para irse acercando a Dios” (MS, p. 46).

Aún permanece vivo en él un concepto subjetivista de Dios; no hay, ni de lejos, un deslinde claro y definitivo entre el Dios revelado y real, y el Dios intuido, soñado por el espíritu del hombre desarraigado: “Entiendo por religión un ideal de conducta, por ejemplo un ser ideal (Dios) como modelo al que uno tiende a asemejarse” (MS, p. 60).

Sus búsquedas y sus hallazgos van tomando un tinte cada vez más comprometedor, más vivo y personal que lo lleva a exclamar: “¡Señor! ¡El ritmo de mi vida se acelera cuando te intuyo, y temo deshacerme!” (MS, p. 60).

A lo largo de este camino se está manifestando, por vez primera en América, el devenir agónico de la realidad de Dios hallado por el hombre.

La captación de la realidad divina se hace cada vez más comprometida y sus palabras adquieren cada vez un tinte más testimonial: “Somos dioses, hijos del Eterno, del Ser. ¡Cuánto le debemos a Dios!: crearnos; ser. ¿Cómo es Dios? ¿Persona? Pronuncia palabras ante él y blasfemarás. Nada sé; lo presiento y tiemblo de placer, mejor dicho, de una emoción que no sé nombrar, así como tiemblan las doradas espigas del yaraguá, en la vertiente vecina, al soplo del vientecillo. ¡Oh! ¡Todos somos en Dios!” (MS, p. 137).

Pero no se precipita su corazón; aunque se ha enamorado del Dios que intuye de una manera viva y ejemplarizante, vivirá sin rodeos, ni mentira, su búsqueda de Dios. Toda la angustia que ello conlleva la soportará porque está predestinado para vivir la maduración de la fe, superando el dilema de un catecumenado de un día o la indiferencia religiosa, que ha sido el constitutivo de la vida de fe en el continente conquistado.

Ahora se va vislumbrando la realidad de las premoniciones de don Fidel, en el prólogo a Pensamientos de un viejo: “Va derecho a creer en algo”; ahora se va organizando la posibilidad de hacer real lo que anunciara en Viaje a pie: “Amar todo lo que existe en nuestra madre la Tierra” (VP, p. 196).

Ahora, para él, “el supremo sentimiento místico es la concentración de la conciencia en Dios: una unificación tan completa, que llegue a producir el éxtasis” (MS, p. X).

Guiado por Bolaños y Jacinto, “mi yo fuera de los deseos” (MS, p. 75), habrá de llegar hasta encarnar, ya al final de su existencia terrena, al padre Elías que es “todas mis ansias espirituales superiores, que no han aparecido por causa del Mal. ¡Cómo quiero a Elías!” (MS, p. 83).

La biografía de don Simón Bolívar es el enrumbamiento de su búsqueda de Dios a través de la búsqueda del hombre; la búsqueda de una fe auténticamente americana, pues entiende que entre nosotros la santidad cristiana sólo se ha dado (al menos oficialmente declarada) en “unos dos extranjeros medio nacionalizados, a quienes no se les pide milagros, ni se les quema velas…” (MS, p. 55).

La figura de Bolívar es la figura de un hombre que busca fines de liberación más allá del campo meramente político; su figura le interesa en cuanto suscitador de ansias de libertad espiritual: “Luchó cuarenta y siete años, cuatro meses y veinticuatro días, por libertarse de las trabas que impiden ascender, y por libertar todo un continente y toda la humanidad… quería verdaderamente libertad espiritual, mejoramiento (MS, p. 251).

Enfrentado consigo mismo, en su medio americano, busca la realidad de Dios; es esto lo que expresa al decir: “Ahora soy el animal que mira al cielo mientras defeca” (MS, p. 86).

Este discurrir por el mundo de la libertad, que don Simón Bolívar encarna, termina en un clamor promisorio: “¡Dame, Dios mío, de tus secretos!” (MS, p. 127); “¡Dios mío: que nada me posea!” (MS, p. 115).

En los subfondos del ser

A la búsqueda de los senderos de la libertad, Fernando González que vivía en la antítesis como en su mundo, mientras estudiaba los mecanismos de la conciencia y descubría, a través de la figura del Libertador, las posibilidades de llegar hasta la conciencia cósmica, se topó con los turbios contenidos del subconsciente.

Él, que siempre “ha estado con los descontentos; nunca satisfecho” (ER, p. 127), a la vez que vislumbraba la posibilidad de la liberación por el crecimiento en conciencia, profundizaba en el conocimiento de sí mismo hasta llegar a lo más hondo de su propia alma.

Como nunca ha “dicho una sola mentira” (CE, p. 88) en sus libros, que son confesiones, se da a analizar los contenidos más hondos de su conciencia y como resultado de sus introspecciones crea a Manuelito Fernández, personificación de su alma en descomposición: “Manuel Fernández es Fernando González, pero éste no es Manuel Fernández. Mejor dicho: en mí vive, frustrado, reprimido, borrado por otras tendencias más fuertes, el amigo Fernández. Que es mi hijo se comprueba con el hecho de que siento deseos de llorar cuando, en virtud de la necesidad lógica de su carácter, pretende suicidarse o se va babeando detrás de una mujer cualquiera” (DM, p. 102).

Manuel Fernández, hijo del dipsómano Mirócletes Fernández, es encarnación, a la vez, de la contradictoria subconciencia de Fernando González y de la humanidad americana, que por una parte es: “enredo de embolias, semejantes a ovillos de hilo cuando un niño juega con ellos. Y resulta que nuestra bella individualidad no puede fluir por esos canales obstruidos” (DM, p. 27); y por otra, “ansia de belleza, belleza social, belleza interior, aspiración a lo perfecto” (DM, p. 43).

El camino que recorre González, tal como lo hemos estudiado en Viaje a pie y Mi Simón Bolívar, está sujeto al más férreo determinismo: “Nada hay en el universo que no sea una necesidad lógica, una cadena de causalidad” (DM, p. 45); “No creo en el infierno, sino en la ley de la causalidad, que es peor” (DM, p. 154).

Manuelito Fernández es una fuerza lanzada desde sus más hondos orígenes a la más refinada sensualidad: “…de niño metía el dedo a los frascos de perfume y chupaba, y a los siete años lo vio (su padre) pálido y tembloroso acariciándole los pechos a la negra Chinca” (DM, p. 51).

“Fue seminarista durante doce años” —alusión a sus años de colegio jesuítico—, se retiró del seminario, donde “el seminarista no puede verse desnudo”, y donde se encuentra “la forma más ruda que existe en el mundo de las formas” (DM, p. 53), y pasó a la casa de su tío Abraham Urquijo, en quien coexistían “un ansia desesperada de riquezas y un gran tormento místico”, pues estaba “sin alinderar con el predio común que llamamos Dios, la fuente de la vida” (DM, p. 69).

González, a la búsqueda de la explicación del porqué de sus más oscuros subfondos, se documenta observando unos treinta sacerdotes, el arzobispo, las iglesias, las beatas, las costumbres de los seminaristas, fenómenos que encarnan y tipifican el alma del pueblo antioqueño, negociante y místico, del cual la nación judía es apenas una degeneración (DM, p. 62 y 74).

El hallazgo de sus limitaciones constitucionales de fondo lo llevan inicialmente al escepticismo: “¿Dónde está la grandeza humana? Me fui a dormir y lloré a causa de Manuel Fernández. ¿Podría yo hacer noble siempre a Manuel Fernández? No, porque la vida es lógica como un serrucho” (DM, p. 104). “El hombre apareció para nada, o sea para hacerlo todo a medias, pues no sabe nadar bien, ni orinar bien, ni nada bien” (DM, p. 113).

Sin embargo, el amor a la lucha y a la superación no lo dejan sucumbir: “¿Por qué no han de oírme los seres grandes de la vida espiritual? ¿Por qué no va a oír Dios a Abraham Urquijo, por ejemplo, puesto que él entra a visitarlo? ¿Qué importan el estupro y el robo, si ningún humano busca sino la belleza, pero todos caemos en el fango, y siempre nos disgustamos de vernos sucios?” (DM, p. 112), y así, “Fernando González, matriculado en la Universidad de la creación” (DM, p. 77), tal como lo había hecho meditando sobre las posibilidades de la conciencia, ahora, desde su bucear en los subfondos de su alma, llega también a la búsqueda de Dios, entendido como el “drama humano que se representa todo en el más humilde” (DM, p. 75) y se empeña en clarificar el significado que esa noción y esa vivencia encierran: “Hay instantes en que creemos que se ve a Dios en todas partes; pero Dios es muy esquivo, es como coger un pez en el agua con la mano” (DM, p. 113); pero “el que busca la juventud, es Dios en potencia” (DM, p. 114).

González tiene clara conciencia de que Manuel Fernández es quien es porque de González salió y expresa lo que González es: “La creación de un personaje se efectúa con elementos que están en el autor, reprimidos unos, latentes, más o menos manifestados, otros. La creación artística es, en consecuencia, la realización de personajes que están latentes en el autor… Y no sé por qué se me ocurrió crearlo y se fue soltando y comenzó a pensar y a lo último me dominaba hasta el punto de que en París pretendió que yo fuera el paralítico y casi me hace suicidar” (DM, pp. 8 – 9).

Ante la evidencia de que Manuel Fernández no es un personaje fantástico sino la expresión de sí mismo, en su fondo más oscuro, González aclara que estudiarse a sí mismo en sus más oscuras simas interiores, más que una autoescucha, es la escucha de Dios, presente en él: “Soy apenas un copista de lo que me dicta Dios. Escribí este verso: oiré la voz y obedeceré” (DM, p. 121), y toma la decisión de no huir de sí mismo, sino por el contrario, asumirse tal como es, pues “el mal hay que tragarlo y asimilárselo, digerirlo” (DM, p. 131), pues su “alma en descomposición” y su carencia de “juventud, unidad anímica y fortaleza” son herencia de “esos buchones parientes suyos” (DM, pp. 148 – 149).

Lo que realmente interesa a González es “el problema de la vitalidad: “Hace cinco años y tres meses que toda mi actividad gira alrededor de este problema. Al estudiar a mis conciudadanos, al estudiar a mis parientes me guía el ansia de resolverlo… Resuelto, lo quedarán también el problema de América y sus gobiernos, el problema biológico. Pero en realidad no me preocupa el problema social, pues soy egoísta como buen enfermo… No quiero ser el que soy, todo y nada. Soy comienzo de todo” (DM, pp. 156 -157).

Los descubrimientos hechos en sí mismo lo llevan a un diagnóstico pesimista: “Suramérica no tiene remedio. Son habladores imitadores y sentimentales” (DM, p. 175); “Se adopta toda moda, todo vicio, toda escuela filosófica o artística. Se está al corriente de la vida europea. Pero todo es superficial, no sale del alma, así como la planta nace en la tierra… ¡En verdad, bizcos solitarios, cuán dignos sois de admiración!” (DM, p. 186).

En el escrutinio de sus profundidades psicológicas, González, el sensual ab utero, topa con la imagen de la coja Matea, y en su figura y sus difíciles experiencias de iniciación sexual, descubre el hecho medular, determinante del oscuro fondo suyo y de su pueblo latinoamericano, a partir del cual hará el análisis y la crítica de la inautenticidad latinoamericana: “El vicio solitario”:

“La coja mía, mi buena coja, mi Eva coja, perdonó mis desarreglos imaginativos, mis apresuramientos, y así espero que la humanidad perdonará a los ardientes mulatos de Suramérica su falta de realizaciones”.

“Suramérica es como el muchacho de los jesuitas, capaz de sugestionarse hasta sentir el olor de las trenzas, hasta sentir que se electrizan en agradable cosquilleo las terminaciones nerviosas. El suramericano se habituó a que la masa nerviosa reaccionara con la imaginación y no con la realidad; no puede poseer ya la realidad”.

“Entiendo por vicio solitario toda manera de efectuarse la descarga nerviosa sin que sea excitada por la realidad”.

“Todos los males de Suramérica proceden del vicio solitario” (DM, p. 179).

A la vez que descubre, que tanto a nivel personal como suramericano, el vicio solitario es la causa de la pérdida del sentido de la realidad y de la falta de vitalidad y dinamismo, descubre también, que entre nosotros el dolor “ha dejado de ser estímulo para el mejoramiento, para la ascensión, como es el cuerpo duro para la pelota de caucho que rebota”, y decide vivir y enseñar que “el hombre es promesa y que el maestro es el dolor, el castigo; que vivir es experimentar para purificarse; que el sufrimiento corresponde al necio y la felicidad al sabio… El dolor corresponde al que se equivoca y la dicha al que acierta” (DM, pp. 194-195).

Este período de la vida de González, que como Manuelito Fernández, su creación, era “alma en descomposición”, que “se defendía de la descomposición buscando grandes hombres y cosas bellas, pero en resumidas cuentas no podía entender y no veía sino muertes” (DM, p. 148), es una especie de contrapunto entre la muerte (Don Mirócletes, Epaminondas, el cura Urrea, Callejas, Tobías, el perro Caín, son seres en agonía) y la belleza de la vida palpitante (“Ponce de León buscando en La Florida la fuente de la juventud perpetua”) (DM, p. 106).

Fernando González concluye este duro período, asumiendo sus límites y en lucha contra ellos desde lo que es por herencia y por formación, para llegar a asumir plenamente la vida, más allá de las apariencias, hasta llegar a Dios:

“Yo soy un jesuita soltado por estos pueblos de Colombia para mejorar a mis conciudadanos. Pero está lejos de ese jesuita nuevo la palabra verdad; no existe, ni tampoco el error, en los hechos: todo es manifestación de Dios” (DM, p. 154).

Fernando González decide: “Que la vida mía en Medellín sea como una preñez y que me paran… Pero es claro que mi debe, mis pasiones, mis impulsos, deben saldarse. ¡Yo seré mi hijo, o sea, Manuel Fernández que evoluciona hacia Dios, pero tan lentamente!…” (DM, pp. 35-36). “El mundo de los sentidos es una apariencia desvaneciente, y detrás está la esencia, dice el que se hace filósofo con el primer dolor. A costa de lágrimas es como se intuye a Dios” (DM, p. 41).

El encuentro con la inocencia pagana

Muy pesada estaba la atmósfera nacional, en los años treinta.

En América han advenido al poder los más extranjerizantes de todos los hombres de la historia. En Colombia la lucha contra los elementos tradicionales y la entrega del espíritu nacional al coloniaje extranjero, se ha convertido en una obsesión.

Miguel Abadía Méndez, el último de los humanistas píos que gobernó al país, convencido de sus dotes de economista oprimió las clases populares y entregó a los americanos el futuro económico de la nación, y con él, las últimas posibilidades de llegar a un país autónomo en el verdadero sentido de la palabra.

Olaya Herrera, su sucesor, encarnaba la idea de la desproporción. Todo en él era exagerado; para describirlo es preciso recurrir a la gama de todos los superlativos y aumentativos: un cuerpazo, una carona, unas patonas, un cerebrito archipequeño, una avidez ultraexagerada de glorias, una torpeza mayúscula.

Durante el gobierno de este Olaya, las posibilidades de autenticidad desaparecieron del alma colombiana.

Por entonces, Fernando González es ya un antípoda de los colombianos de su generación. Su duro lenguaje lo ha marginado de los círculos literarios de la pulcritud centenarista: los políticos lo miran con recelo, pues no está con ninguno y sí contra todos; sus obras son acremente censuradas por el clero alto y bajo; sus coterráneos de Antioquia han sentido el zarpazo de sus diatribas contra el espíritu mercantil del grupo paisa, metido a industrial.

Entre hostigado y burlón dice González: “No soporto a los treinta y cuatro dementes que me denigran en la Asamblea” (DM, p. 226).

En un típico acto de diplomacia colombiana, Olaya resuelve enviar al extranjero a este cáustico y valeroso crítico, para poder realizar más tranquilamente su insípida empresa de avidez y desatino en el trapecio amazónico. González va, entonces, como cónsul de Colombia a Génova, bajo el gobierno del Duce.

Europa es un continente ahogado en la sed de los nacionalismos. El pensamiento nietzscheano ha engendrado, a la par, el nacionalsocialismo alemán, el fascismo italiano y el socialismo soviético.

Hasta la Patria Boba colombiana llega el eco de los nacionalismos europeos, y Olaya Herrera, con el peruano Sánchez Cerro por comparsa, se da a la tarea de recolectar oro para enviar al sur del país, a “preservar la integridad del territorio nacional”, muchachos campesinos armados de fusiles viejos e inútiles, para proclamarse, entre la algazara de la prensa partidista, luego de cuatro disparos de fusil y miles de jóvenes contagiados de chancros y sífilis en los burdeles de los puertos brasileños, redentor y salvador de la patria.

En sus días se incoa en los Santanderes el fenómeno de la violencia política, patrocinada por el resentimiento de los conservadores llenos de añoranza por los años de su hegemonía; la vocinglería de los liberales azuzadores de masas pueblerinas parasitadas e ignorantes; el orgullo de las jerarquías eclesiásticas, consentidas de los gobernantes conservadores, por un lado, y hostigadas por el anticlericalismo liberal, por el otro. El país se sume en un oleaje violento de subfondo religioso, que años después se acrecentará; la economía de las provincias languidece más y más, en aras del enajenamiento de los bienes nacionales, negociado desde la capital; el dólar compra honras, conciencias, dignidad, y en Colombia se realiza la nueva patria boba, esta vez bajo el signo del dólar.

González entre tanto, en Europa, mira, piensa, lucha por realizar su ideal de unidad vital desde Dios; no se europeiza, no se aliena, ama “a Suramérica hasta el dolor” (HD, p. 220).

Ahora, vive un anhelo de Dios casi desesperante: “…afirma que tiene relaciones con Dios. ¿Quién es Dios? Contesta que la esencia, lo que no es hecho. Que Dios no es formal. Dice que tiene algunas cosas como ayuda para sus relaciones con Dios: por ejemplo, los rayos del sol que entran por las ventanas de las iglesias y que se materializan en los corpúsculos del polvillo ambiente; el sol, al cual mira de reojo, mientras respira lenta y profundamente; la luna silenciosa y las estrellas multicolores. También durante la noche se acurruca en su lecho y grita interiormente: ‘¡Cógeme, llévame lejos, a otros planos emotivos! ¡Cárgame, madre mía! ¡Yo soy hechura!’” (HD, pp. 7-8).

Mientras está en Europa tiene el alma puesta en su América amada: “Génova tiene algo de Manizales” (HD, p. 33); “Colombia es el país más fácil para la felicidad humana” (HD, p. 37); al recibir los cigarrillos nacionales siente que se está “fumando la patria” (HD, p. 52); el Moisés de Miguel Ángel, “se me pareció a Don Martín Arango, el dueño de las fincas de Las Palmas, en Envigado” (HD, p. 62); los cogecabos “son como los garrapateros colombianos, que siguen a las vacas en los prados, para poder coger los grillos que saltan al caminar ellas” (HD, p. 81). Piensa que “será mejor permanecer lejos de la Patria, para poderla querer” (HD, p. 140). Cada motivo de belleza y elevación moral que encuentra en Europa es un motivo más de amor a la patria.

En Europa la religión cristiana está pasando entonces un período seriamente crítico, pues los viejos moldes de la cultura están siendo trascendidos, y su mensaje, encarnado en ellos, pierde eficacia y dinamismo; los agresivos nacionalismos toman en cada país un tinte marcadamente crítico, cuando no abiertamente persecutorio contra la Iglesia; el papado se mueve difícilmente entre la timidez y la cautela, la pasividad y la compresión de la gravedad del problema; el ambiente altamente politizado no ha dejado de influir en el complicado engranaje de la Curia romana. La Iglesia presenta entonces un aspecto complejo en el que es muy difícil deslindar con claridad los elementos auténticamente evangélicos y los aditamentos extracristianos que se le han adherido.

González, en contacto cercano con la Iglesia europea, encuentra en ella, retocados pero vivos, muchos de los elementos que esa misma Iglesia trajo a la América indígena, y aunque estremecido por sus ideas religiosas y su búsqueda cristiana, arremete contra ellos: “Viven de un hueso de santo o de una fuente que cerca tiene un árbol bajo el cual se apareció la Virgen”; “En Europa existe hoy apenas el cadáver de la religión, y… trafican con ella”; “Hay demasiada diplomacia, demasiada comodidad en la política de San Pedro” (HD, pp. 105-107).

Sin embargo, no se desconcierta en su búsqueda, en su empeño de madurar su fe cristiana, a través de una vivencia personal: “No creas —le dice a su hermano Alfonso— que mi religiosidad haya sufrido… No confundo las apariencias con el espíritu religioso… En fin, mi alma no ha encontrado consuelo en la Roma cristiana” (HD, pp. 106-107).

Al contacto con la cultura y la fe cristiana en Europa, González no cae en el deslumbramiento; descubre en ellas el hálito de las deformaciones que Europa llevó a América, y se vuelve a la cultura pagana que en Roma está viva, en el inmenso museo greco-romano que es la capital italiana.

En la religiosidad del mundo pagano antiguo, encuentra González una especie de visión retrospectiva de lo que pudo ser el alma religiosa de la América pagana y precristiana.

El contacto con las realizaciones de la cultura pagana antigua, aquilataron en la mente de González el sentido de las posibilidades del alma extracristiana; comprendió hasta dónde se podía llegar en un mundo fuera del cristianismo.

Aquí encontró realizado lo que América, truncadas sus culturas nacientes, no pudo realizar:

Pompeya es el lugar donde ha sido más feliz en sus treinta y tres años (HD, p. 108); “Mientras existan esos mármoles, Roma será el centro del universo” (HD, p. 118).

Los grandes valores vitales, están en los museos romanos: La “forma en movimiento” (HD, p. 196); “La nostalgia de pecados” (HD, p. 199); “La sencillez” (HD, p. 191); “El amor y la muerte, toda la historia de la apariencia” (HD, p. 170).

El encuentro con la paganidad es, a la vez, el descubrimiento de que el mundo extracristiano apenas puede manifestar vivamente “la historia de la apariencia” (HD, p. 170) y la reanimación de su idea de que el sentido de la fe está más allá de los fenómenos.

Rompe abruptamente con el principio de que el hombre debe ser mirado como “centro del universo” (MS, p. 9), y pasa al extremo opuesto: “Nada es esencial…. Hay que llegar a Dios” (HD, p. 178), de quien se sabe, ahora, apariencia, y en cuya relación se cifra toda la perfección (HD, p. 203).

No está en paz, sin embargo, pues aunque ha comprendido los justos límites del hallazgo pagano, ni en América ni en Europa ha encontrado la encarnación viva de la fe cristiana.

Su vida se hace intensamente difícil: “Oscilaciones terribles de enervamiento tenso y depresiones. De ahí que sus juicios sean tajantes, y que luego se contradiga, para terminar por irse a un templo a buscar a Dios y decirle que lo saque de las apariencias” (HD, p. 11).

Pero no se trata de una angustia desesperada y sin caminos. “Es como si dentro me murmuraran: ‘Van a venir’. ¿Quién? No sé, pero estoy esperando y tengo la intuición de que me va a venir alguien. ¡Deja abiertas las puertas! ¡Deja todas las puertas abiertas! Me sorprendo a veces por la calle repitiendo esta cantinela” (HD, p. 44); “A cada dos minutos miro para el cielo y llamo a la BELLEZA, al que está escondido, y… oigo el ruido de sus alas, cada vez más, cada vez más. Es como la aurora, que cada vez más, cada vez más” (HD, p. 23).

Su tesis de que amando esta vida del tiempo y del espacio nos acercamos a Dios, se ha confirmado y perfeccionado a través de su contacto con la inocencia pagana.

El Hermafrodita dormido, en la sala 18 del Museo Nacional de Roma, compendia y simboliza los logros de González en comunión con la cultura pagana.

Para González, el Hermafrodita es tan bello “que quisiera llevarlo y pegarle y besarlo, y adorar a Dios en él” (HD, p. 164), pues “el Hermafrodita llama a gritos a los dioses para que lo castiguen en todas las formas, porque a causa de todas las bellezas merece todos los castigos” (HD, p. 165), “tiene como alma el pecado” (HD, p. 166), sus formas son encarnación de “la sensibilidad verdadera que es seria y trágica” (HD, p. 168), es la unificación de “la Naturaleza en un mármol… El Hermafrodita griego no es la sucia inversión, sino la unificación de las bellezas, Dios Padre y Dios Madre…”. “Sólo puedo decir que desde mi encuentro con el Hermafrodita que duerme en el segundo piso del Museo Nacional de Roma, comprendo muchas cosas que antes ni sospechaba” (HD, p. 164).

Al contacto con la cultura pagana, que el Hermafrodita dormido encarna como tipo, González llegó a comprender que era posible la expresión de la unidad vital en un molde perceptible, no conceptual, vivo, expresión del hombre y de Dios.

Al percatarse de esta posibilidad, que es la solución básica de su problema de los tiempos jesuíticos: la expresión de una realidad unificada y viva, que por potente y clara no necesite de argumentos, ni contradiga todo un sistema racional al negar al raciocinio su capacidad probatoria del principio que lo fundamenta, dice: “El Reino de nuestro Padre que está en los cielos tiene muchas moradas” (HD, p. 164).

De allí, de esta percepción no conceptual de la unidad viva que constituye el hombre y el universo, concluyó Fernando González la formulación de su principio NO PIENSO, LUEGO SOY. Con esto quiero decir que sólo el que es capaz de dominar el pensamiento, es individuo” (HD, p. 44); “la verdadera existencia principia cuando podemos no pensar” (HD, p. 201).

Mientras González profundiza en su proceso de maduración de fe, se entretiene también en el análisis del Duce y el fenómeno fascista: “…aficionado al estudio de las formas de gobernar a los hombres…, aplicaba, comenzaba a aplicar mi método para conocer a Mussolini, haciéndolos reaccionar a él y a sus hombres” (HD, p. 186). Espías de Mussolini penetraron a su residencia y se percataron del contenido de las libretas que siempre llevaba González. El Duce lo expulsó de Italia.

Pero esta expulsión es ya asunto adjetivo en el encadenamiento de los hechos básicos de la vida de González, que lejos de las vacilaciones iniciales de Viaje a pie cuando afirmaba “no hay ninguna inmortalidad” (VP, p. 256), entiende, ahora, que “no se puede concebir nada existente fuera del Dios escondido” (HD, p. 30), y afirma sin asomos de vacilación: “Soy y moriré cristiano” (HD, p. 106).

De este contacto con el paganismo, milenariamente vivo en la Roma cristiana, González ha adquirido una básica orientación en sus pesquisas: más allá de la conceptualidad que afirma y niega, más allá del pensamiento (tal como sucede con la figura del Hermafrodita Dormido) está la posibilidad, para el hombre, de hallar un primer principio válido.

Como en el viaje de la libertad con Bolívar, también ahora, al pie del Hermafrodita Dormido, afirma: “Busco la BEATITUD, o sea la tranquilidad que produce el desprendimiento de los deseos” (HD, p. 117).

El hallazgo de la moral

De Génova a Marsella, “donde habita la belleza con sus amantes” (ER, p. 27); en cuya luz, al final de los túneles arbolados, “le parece a uno ver a Dios en las manchas de sol” (ER, p. 73); con su calle de la Pouterie, “heredera del gran lupanar de Pompeya” (ER, p. 75), y su Canebiere, “lugar de Francia en donde más siente uno que va a encontrar, que le va a llegar algo muy bueno” (ER, p.77).

Estos años marselleses sí que son trascendentales; siente González que su espíritu está rebosante:

“Por mi alma hay una gran cantidad de alas de gaviotas… y Dios me hace señales; ahora es cuando todo el universo se me ha convertido en señales divinas; es como un guiño de ojos”.

“Hace un año que pienso y pienso; hace una año que renuncié a los amores de las cosas; hace tres años que busco a Dios, como mi mamá buscaba las agujas, en Envigado… y todos los seres, los pescadores, los ojos de las muchachas, las piedras y mi gatica ‘Salomé’, me están diciendo ya que por aquí humea”.

“Hay una estrella, también para mí apareció una estrella que me lleva para no sé qué pesebre en donde no sé qué niño está naciendo a cada momento. ¡Un niño, que nunca ha nacido un niño así! Es la muchacha de todos los amores, es la belleza de todas las bellezas; piensa que es bello aunque no lo bañen y lo peinen…” (CE, pp. 86-87).

Durante los días de su consulado marsellés, González estuvo a la puerta de la muerte, por una embolia pulmonar que al final degeneró en peritonitis. En la Clínica Bouchard “vomitaba, con grandes dolores, tragos de una agua sangre café. Entonces me hicieron tragar un tubo de caucho, y me lavaron el estómago. Una gran inyección de morfina, luego. Y siguieron noches terribles, sin sueño, oliendo a cadáver, porque supuraba mucho. Y no me daba agua la maldita vieja enfermera que dormía sentada a mi lado y me desarrugaba los testículos y me reñía como un niño y me limpiaba el ano. Y yo inocente y sin vergüenza. ¡Mi alma se iba!” (CE, pp. 30-31).

En su agonía (que hasta sus límites llegó la enfermedad) estaba obsedido por la idea de Dios: “Me parecía que había perdido mi vida al no consagrarla a meditar en Dios y en sus bellezas” (CE, p. 29).

Después de este volapié al mundo de la muerte, surgió en González, más incontenible que nunca, el ansia de plenitud vital.

Mi Compadre, Juan Vicente Gómez, o el esfuerzo por la superación sin simulaciones, hacia el hallazgo de la propia conciencia desde el mundo de la limitación constitucional, en un medio inauténtico, es el símbolo de este renacer.

Desde mucho tiempo atrás Juan Vicente Gómez había sido un estímulo para estar enamorado de la América primitiva. Viajó en 1931 a Venezuela para conocerlo, y sintió “por ese gran americano un inmenso cariño y admiración” (CE, p. 88), pues todo en él era “métodos, sangre, formación e ideas… suramericanas. Ni ha salido, ni es letrado, ni tiene dinero fuera del país” (MC, p. 122); “Gómez es una facultad racial al servicio de los destinos de Suramérica… Es la inteligencia astuta” (MC, p. 114); el remedio surgido en Suramérica, de Suramérica, contra el espíritu de “rapiña, guerrilla y desorden”, (MC, p. 115) que después de cumplida la tarea de mezclar las razas, se había adueñado de Venezuela y la arruinaba. Era el advenimiento del reducto de inteligencia astuta de la América nativa, el poder que sólo los “ilustrados” habían ejercido (MC, p. 116); era la encarnación del esfuerzo para la fecundidad humana de América, ya que “¡Nada hemos dado a luz!… Suramérica goza de todo sin haber hecho el esfuerzo. ¡Nos corrompen las carreteras, ferrocarriles, aviones, casas y puentes que no hemos hecho…!” (MC, p. 124).

El estudio biográfico del dictador Venezolano es una burla de los sistemas políticos, de la parlanchinería senatorial inoperante; de las democracias americanas, títeres de los poderíos internacionales, que perpetúan castas y privilegios.

Gómez, la ignorancia y la fuerza, la acción y la decisión, la intuición y la determinación advenidos al poder, es la antítesis de todo lo que se ha llamado en Suramérica, cultura, poder, progreso y civilización. La llegada de este nativo iletrado a la presidencia venezolana y su capacidad de trabajo, progreso material y orden, frente a los poderes tradicionales, inoperantemente activos durante casi cien años, es el mentís más grande y el desnudamiento mayor de la mentira sociopolítica de América.

Al momento del aparecimiento de Gómez en la escena política continental, América no está capacitada para producir más: Gómez encarna la situación del hombre suramericano, en la cultura suramericana. En Gómez, cien años de actividad cultural y política ven realizada su obra. Él era el hombre del pueblo “formado” por las élites gobernantes.

González se burla de las falsas culturas nacionales suramericanas y alaba a Gómez, pues él, terco, despótico, ignorante, es la encarnación del momento histórico continental. Juan Vicente Gómez es América sin afeites ni oropeles.

El sentido de Dios, que lo rige todo, le hace plantear teológicamente el hecho de la aparición de su Compadre en la escena Venezolana, quiere averiguar cuáles son sus “relaciones con Dios” (MC, p. 113).

Juan Vicente Gómez es pues la encarnación auténtica de América. Eso es América, ese es su producto humano, ese el gobierno que cuando no entran en juego las potencias extranjeras, produce la América conquistada y “democrática”.

Nadie entendió el cáustico mensaje, en ninguna parte se entendió la voz de alerta que significaba la aparición de Mi Compadre: “En Venezuela se enojaron y ni siquiera permitieron la entrada de los ejemplares enviados” (CE, p. 85). Ya había caído Gómez y de nuevo los Opinantes estaban en el poder y querían negar el hecho histórico del despotismo como sistema, que la figura primitiva de Gómez había puesto al descubierto.

En Colombia repitieron, aumentados, los calificativos insultantes que con ocasión de otra alusión de González a Gómez ya habían pronunciado: “No es posible indignarse ante el caso de Fernando González. Como no se indigna uno ante el chiflado que sale a la calle en paños menores. Es una cuestión de patología… Al asilo han sido conducidos muchos sujetos que no habían dado tantas pruebas de insania” (CE, p. 21).

Siempre a la enemiga; también ahora con la biografía de “quien ha estado sesenta años sobre sí mismo, envolviéndose en el fluido para no perecer y para triunfar” (MC, p. 2).

Mientras se sacaban en limpio los originales de Mi Compadre, apareció otra figura: Tony, UN PODEROSO ANIMAL (ER, p. 29): “…de baja estatura, fornida y rubia; los ojos verdes; olor vitaminoso, agradable, de las jóvenes en celo. Caminaba a pasos largos, resultado de su mitad de sangre teutona y tenía manos anchas de alsaciana. Y ¡la elasticidad! ¡El poder recuperador de su carne! ¡Hundía yo el dedo y percibía la juventud…!” (ER, p. 31).

“Me decía que no y que mil veces no entraría en el hotel, y entraba como los alemanes a Bélgica” (ER, p. 48).

“Esta muchacha era lo mejor para perfeccionar mis ideas de Teología moral, pues mi espíritu es rábula, pervertido en el juego con el pecado… Tony lo daba todo… y negaba” (ER, p. 48).

“Tony no se muere, ni se casa, ni le sucede nada. Se queda virgen” (ER, p. 33).

Tony es el símbolo de la vida: tentación, lucha, dádiva que no acaba de entregarse y siempre incita a la posesión, camino hacia la divinidad: “…como yo creía que Tony tenía la libertad, la belleza o la bondad escondida en su alma, bajo sus ropas o entre sus ojos, me di a la tarea de atizarla mentalmente para que me abriera” (ER, p. 58). “Eso fue Tony. Eso significa mademoiselle Tony. ¡Eso sí era juventud! ¡Eso sí fue combate!” (ER, p. 51).

“El hecho esencial de esta historia es que Tony era virgen en Europa, de diecinueve años y gran capacidad deleitadora; que entró a casa y que le fue naciendo el deseo de apoderarse de mí; que me urgió con actos, sin palabras; que me sentí elevado por el orgullo de saber que podría gozar mucho, que podría irme bajo los plátanos, como mi gata ‘Salomé’, como madame Rousseau, como todo lo primaveral, y que no lo hacía, PARA OFRECERLE UN SACRIFICIO AL ESPÍRITU” (ER, p. 34).

Para González, el remordimiento “es dolor producido por la objetivación de los actos propios que no están acordes con el ideal que percibe nuestra inteligencia” (ER, p. 38); base de la Teología moral, que es “estudio de Dios en cuanto se relaciona con el hombre” (ER, p. 39).

“En este libro está la explicación del hombre moral. Es completo acerca de tentación, remordimiento, arrepentimiento y confesión (ER, p. 49).

La época en que aparece en la vida de González el sentido de la moral, es la época antitética de los tiempos de Manuel Fernández, el atormentado escéptico de la obra Don Mirócletes: una época de plenitud vital, luego de su acercamiento a la muerte. Es la época de sus más altas adquisiciones en el mundo de la necesidad del que no ha podido salir aún y en el que permanecerá muchos años más.

Tony es la vida misma en toda su inocente desnudez; mezcla de simplicidad, bondad, sencillez, complejidad y tentación. El Remordimiento es un libro para itinerantes, como todos los de González, por eso él advierte: “El que sepa desnudar a la muchacha alsaciana, entenderá la lección. Los demás, casi todos, creerán que se trata de pornografías” (ER, p. 50).

Combate, es el signo del período vital en que aparece Tony. “Siempre he sido guerrero. Mis libros son guerra. Universidad es campo de batalla, o nada. Indudablemente que el hombre es soldado conquistador de la tierra prometida” (ER, pp. 50-51); “Lo que tienen en Colombia [es gente] habituada a la condición de su inmundicia actual” (ER, p. 50); “Muy pocos aprovecharán mis enseñanzas; casi todos sólo verán en este libro los calzoncitos y la carne de Tony. Pero aquellos para quienes la alsaciana sea un estímulo guerrero, sufrirán y luego tendrán su premio. Sufrirán, en cuanto mademoiselle Tony, es decir, todo lo que se va dejando atrás, vencido en el campo de batalla, los llamará… Pero al mismo tiempo experimentarán orgullo muy grande los jóvenes de mi patria, cuando comiencen a ascender, a dominarse a sí mismos. Sentiránse dueños; se apoyarán en la Tierra con despego e impertinencia. ¡Cuán libertados!… Mis discípulos son los que renuncian cada día a lo que más les gusta, porque no les satisface. Quieren poseer a Dios” (ER, pp. 52-53).

Casi toda la obra de González está cruzada por su sonrisa inteligente y burlona; pero toda ella está entretejida de soledad y angustia. Es infrecuente encontrar en ella una placidez duradera; solamente en esta época de El Remordimiento hay un gozo desbordante y contagioso, que lo invade todo…

Es el gozo del presentimiento: “EL PRESENTIMIENTO DE QUE YA SE VA A ENCONTRAR UNA COSA QUE NO SABEMOS Y QUE LLAMAMOS DE MUCHOS MODOS” (ER, p. 78). Es la época en que se cosechan casi cuarenta años de “pasar meditando, rumiando, atormentándose y atormentando… para poder ofrecer solamente comentarios, balbuceos” (ER, p. 84).

La renuncia a la muchacha deleitosa es el fruto de toda una preparación de diarios y continuos esfuerzos: “Si yo no hubiera estado preparado para renunciar, Tony habría sido otra” (ER, p. 86).

Tony es la vida. González que desde Viaje a pie está urgiendo para que la vida le entregue sus goces inmediatos, presiente la llegada de algo más grande y prefiere renunciar a los goces de la muchacha de carne elástica: “…en el hotel Esfinge de la calle Sénac, en Marsella. ¡Si pudiera reproducir el timbre de la voz de Tony, cuando me suplicaba, implorante: ‘Ne fait pas ca… Fernando!’. Pronunciaba así mi nombre, por la primera vez en aquellos instantes, pues antes me llamaba monsieur Gonzalés. Cuando me llamó así, sentí que era hijo de Dios, me arrepentí, le regalé mi camándula y le di muchos consejos espirituales. (…) Fue la eterna lucha que hay en el hombre, animal erecto. Asistí al triunfo del espíritu; cada vez acariciaban menos las manos y nos fuimos a beber café al bar ‘La Canebiere’…” (ER, pp. 44-45).

Luego el ofrecimiento, sonreído, de los calzoncitos de Tony a Nuestra Señora de la Guardia, con la advertencia de que no ocuparán un lugar entre los exvotos para no poner en peligro la salud de la muchacha; y esta seria y honda súplica: “EN CAMBIO DAME CONOCIMIENTO” (ER, p. 110).

Luego de conquistada la victoria, un sápido himno a Dios, lleno de vida y amor:

“¿Por qué me has dado tanta felicidad, después de días tan amargos?

Hijo mío, mi Dios y mi creación dentro de mis entrañas, no rebullas tanto, que me matas: dame poco a poco la dicha de tu presencia.

Pero no. Mírame más, sal de detrás de la alta montaña que te oculta, y ven cada vez más cerca, cada vez más, cada vez más, pues eres el que siempre, eternamente, está llegando: eres infinito.

Dije durante mi vida oscura del otoño: ¡Ven Sabiduría y Belleza! Ahora me has inundado, y estoy tembloroso y tengo comezón de dicha, como la novia que llora y ríe y no puede creer que está herida, que en su carne palpitante se injertó otra carne”.

“¡Hiéreme, Amor, que estoy desfallecido como hermafrodita en el calor de la canícula, yacente, que arrojó para abajo la vestidura! No sé qué hacer de mí, Señor, desde que tus ojos me sonríen. Las alas para llegar a ti son el Amor. Derrítemelas pronto, hiéreme, no me dejes acercar más a ti, que ya estoy dando gritos de dicha y espanto. Hoy como virgen acariciada por mano que se atreve un poco, y que luego se aleja. Como virgen que rebulle las caderas, persiguiendo lo que teme, muerta de placer. ¡Hiéreme! ¡Satisfáceme! ¡Sa-tis-fá-ce-me!…” (ER, p. 93-94).

Apenas logrado el fruto de las búsquedas en la tierra francesa, el consulado marsellés termina de repente.

González fue intensamente conmovido por su destitución del consulado Marsellés: “Esta bobada del consulado tenía que acabar así, pues mi madre me parió cabezón; pudo parirme hasta buen mozo y amigo de la virtud, y airado, pero para cónsul no me parió nada, ni jota. No ha habido un Ochoa que sirva para eso” (CE, p. 69), escribe González a su suegro Carlos E. Restrepo.

Pero la capacidad cicatricial de su espíritu es grande y nada lo arranca de su búsqueda de Dios: “Lo cierto del caso —escribe a su hermano Alfonso— es que no odio; y que las heridas que me causan allá, cicatrizan; son estímulos para irme” (CE, p. 86); “¡Nada como Dios!… ninguna muchacha, ninguna forma, pajarillo o niño es como Dios” (CE, p. 90).

González, por más que lo dijo así, nunca fue creído, no atacaba las personas como tales, sino las formas falsas de la representación social encarnadas en ellas; luego de su vuelta al país, donde se le miraba recelosamente, cuando no en forma abiertamente hostil, no pudo permanecer impasible ante su destitución del consulado.

El regreso a la patria lo sume en una crisis de fastidio y repulsa ante el medio colombiano de entonces, que se niega obstinadamente a oír su mensaje de autenticidad americanista: “Cada día me hago más cobarde, porque cada día me trae una derrota… Nadie, ni Dios, me quiere por soldado. Nadie quiere emplearme en obras: soy un desocupado del espíritu, un chomeur de la inteligencia: voy ofreciendo a todos los ideales mi gran capacidad para desear ser bueno y héroe, y nadie me oye… No acabé esta carta porque estoy loco. Mi alma es una úlcera… las circunstancias de mi vida me hunden” (CE, p. 92).

Al Dr. Carlos E. Restrepo le recuerda en una carta las palabras de Bolívar a Reverend: “Vámonos, doctor Reverend, que por aquí hay muchos canallas” (CE, p. 83).

“A nadie le guardo rencor… a nadie, sino a mí mismo, pues es noche triste ésta en que me veo obligado a volver a leer ‘La Defensa…’” (CE, p. 70).

La patria colombiana de los días del regreso de González es una algazara de sectarismos, promesas, empréstitos, pastorales, resentimientos soliviantados, disfrazado todo de liberalización de las instituciones, la cultura y el orden político. De ello se burla González con acerbia: “Encontré a Colombia con muchos problemas nuevos: el de las leyes sociales, los cacorros de Bogotá, la industria naciente de las medias de seda, etc., pero ninguno como este del Ferrocarril de Antioquia” (CE, p. 99).

González, entonces, se sumerge en su mundo interior y se da a la tarea de asimilar las realidades espirituales que le trajo la muchacha alsaciana, encarnación viva de la lucha del hombre en el mundo.

“Por entre las cañadas de La Doctora, bajo los carboneros somníferos, la carne mía, cuarentona, resurge. La carne me sonríe y se me confunde con el espíritu” (CE, p. 110); “Por Sabaneta busco a Dios y ya me hace guiños y mi corazón se encabrita y ya me tumba…” (CE, p. 107). La muchacha alsaciana sigue viva en él: En Envigado tengo un remordimiento de no haberme acostado con Tony, que me está matando (ER, p. 30).

Padezco, pero medito; “Analizando me curo del sufrimiento” (ER, p. 132), dice González, y concluye: “Moral y estética: valores provisionales” (ER, p. 162); “¿Bien y mal, belleza y fealdad per se? No, son fenómenos morales… una necesidad de la economía vital… fenómenos morales, o sea, reacciones nuestras de euforia o depresión ante los sucesos. Cada ser vivo reacciona, crea valores” (ER, p. 155); “El remordimiento es sublimación del dolor físico” (ER, p. 119); HAY REMORDIMIENTO SIEMPRE QUE ES VENCIDO EL INSTINTO MÁS FUERTE Y MÁS ARRAIGADO (ER, p. 121); “El remordimiento es el puente que nos conduce al superhombre” (ER, p. 138); “El remordimiento comprueba que somos futuros diosecitos, o sea, herederos del reino (ER, p. 119).

La moralidad es, pues, medio para amar la vida “a causa de pecados y arrepentimientos” (ER, p. 40); “Llegar poco a poco a la beatitud… estado de conciencia no sujeto al tiempo ni al espacio” (ER, p. 39), mundo de altísima actividad humana, que hace más importante “la vida moral (vivir la moral), que la vida científica (vivir la ciencia)” (ER, p. 138).

Desde este mundo, a partir de la experiencia marsellesa, que es cristianismo “tentado, nacido en época de crítica” (ER, p. 162), González esboza unos lineamientos generales del sentido de la moral y su ubicación en el conjunto de vivencias de lucha por ascender y acercarse a Dios. En este mundo moral, como en los demás de su diario inquirir, tal vez más que en los otros, no hay nada definitivo: se trata de un asomarse, de un atisbar, de un presentir, orientado a búsquedas más altas y definitivas.

Aparejada con esta realidad del descubrimiento del valor antropológico de la moral, empieza a percibirse en su vida una fisura en el férreo determinismo que siempre la ha envuelto. González, que tentado por la belleza de Tony, está “ciego en el cuarto del consulado, como Saulo en el camino de herradura” (ER, p. 95), intuye que el hombre no es libre pero la inteligencia lo liberta (ER, p. 37); sabe que el progreso humano se da gracias al Remordimiento; conoce el libre albedrío (ER, p. 33).

Esta intuición de la libertad, y la aceptación de un orden moral, fuente del progreso humano y fruto de la constitución humana, espiritual e instintiva a la vez, lo lleva a un paso más en su itinerario a Dios: la comprensión clarísima del sentido de la renunciación, testimoniada por Cristo. Dice así al respecto: “Jesucristo vino a mostrarnos el camino. No vino a darnos la verdad. Vino a contarnos que ella existe en el cielo y que tengamos esperanza. Jesucristo es el camino, porque nadie puede hablar y morir así, como él habló y murió, sino cuando está seguro de que la verdad existe. Indudablemente que Jesucristo es el único camino, a saber: una gran dignidad, un amor que nos funda la carne, un renunciamiento que nos convierta en dueños. Ninguno ha vivido tan dueño como Jesucristo. Hubo uno que se le pareció y fue Sócrates, pero Jesucristo tenía mayor seguridad. En él, no hubo la sombra de una duda. Es evidente que él había vivido con eso que buscamos; tan íntimamente había vivido, que lo llamaba SU PADRE (ER, p. 82). “El camino es el renunciamiento, o sea, la Cruz”“Jesucristo es el buque que va para Oriente. El tiene la verdad en sus manos clavadas. En la cruz está atado, fijo, todo lo que nos ha hecho equivocar, y la verdad subió a los cielos” (ER, pp. 82-83).

González, gustador de la belleza creada, enamorado de todo lo terreno, convencido de que “tenemos el derecho de cumplir los instintos, para llegar a odiarnos en virtud del remordimiento y llegar a ser otros en virtud del arrepentimiento” (ER, p. 39), llegará a ser otro, y su vida se concretará, ya y hasta el fin, en Cristo.

“Cuando me quitaron el consulado, yo era casi un dios” (ER, p. 48), dirá refiriéndose a los logros que había conseguido por entonces.

No está claro aún todo el problema de la relación del hombre con Dios, ni el sentido de la libertad es aún claro para él; sus renunciaciones son dudosas: “Yo, humilde aficionado al amor, siguiendo al Maestro, he renunciado, pero dudosamente, a Tony y a Teanós” (ER p. 82).

Al llegar de nuevo a Colombia y encontrarse enfrentado al ambiente de mediocridad y al repudio que su obra le ha granjeado, se le dificulta “ser bueno, tener buenos sentimientos” (CE, p. 78), y vacila en la certeza de sus hallazgos: “El autor de este libro, al retornar de Europa, se acuesta sobre los prados-esmeralda de su trópico, mira para el cielo, se pone a imaginar en dónde terminará lo que sigue de la atmósfera, y se pregunta qué seguirá, y qué seguirá después y siente un vacío angustioso. ¿Cómo se limita el universo?… Entonces entra a su cuarto, mira a Jesucristo crucificado y le pregunta: ¿Serás tú El Señor?” (ER, p. 163).

Femando González acaba por hundirse una vez más en el mundo de la necesidad, solitario, luchador, repudiado: “vivo a la enemiga” (ER, p. 144); “¡Qué solo! Hasta me causa admiración, a mí, a quien nada sorprende. Parece mi destino vivir en soledad; vivir a la enemiga” (ER, p. 134).

En la soledad, la búsqueda, los hallazgos: “Cuando solo, ¡qué bellezas mi alma y mi cuerpo!” (ER, p. 134). En la soledad, el ejercicio de su nueva condición de hombre moral: “Vivo pues, como hombre moral, en lucha conmigo mismo, derrotado casi siempre; hace cuarenta años que vivo derrotado, en angustia, amando a un santo que yo podría ser y siendo un trapo sucio; llamando a Dios y oliendo las ropitas de Tony… En consecuencia, mi lema será: Padezco pero medito (ER, p. 145).

Hace entonces sus propósitos:

“Vivir callado. Vivir sin buscar nada humano, vivir sin ansiar. No seré prisionero del deseo; éste será mi instrumento.

Estuve ahora hablando en soledad. Hay estas leyes:

1. Cada uno lleva en su carácter la ley que debe cumplir.

2. El mal está en desear lo que no somos.

3. Yo soy genial en soledad, en soberbia, en sinceridad y en angustia” (ER p. 134).

Un himno a Dios resume este período:

“¡Ven Dios en cuanto eres solitario! Ven a mí y dame tu pecho, pues sin tu leche me siento morir. Ven y confórtame. Apártame de ajuntamientos, dame la lechita de la soledad. Robustece a este mamón, a este hijo de la soledad” (ER, p. 135).

“¡Ven, Tú, el ejemplar, y tápame! Tápame Tú, porque no acepto bellezas en comodato, ni copias; quiero poseerte a ti, que no mueres ni enfermas. Quiero amar al que no envejece, al que tiene siempre dientes juveniles; quiero amarte a ti, Señor, eterna y perfecta juventud” (ER, p. 24).

La crítica de América

En 1934 se precipita, incontenible ya, la extranjerización de Colombia.

La baraúnda extranjerizante y la demagogia populachera, pintan paisajes de libertad y progreso en la Patria Boba.

Alfonso López, una gran inteligencia ladina, ha llegado al poder.

Su figura, entre simiesca y fantasmal, es la gráfica representación de su espíritu; su origen porteño, el porqué de su espíritu y sus empeños.

Se da trasas de gentleman, bebe licores extranjeros, viste impecablemente; simula una gran capacidad cultural, que a pesar de su gran inteligencia marrullera, no posee. Todo su ser está en trance de embellecimiento personal.

Su gobierno es la conversión del país entero en un puerto fluvial del trópico.

En los puertos, una altanera indolencia reemplaza la libertad; en ninguna parte pesa tanto el sentimiento de dependencia como en esos lugares en que se vive a expensas de los viajeros sedientos, hambreados, agobiados por el sol del trópico.

En los puertos no hay ideas trascendentales, ni Dios, ni patria. La trivialidad es el sustrato vital.

La hembra sensual y el pescado que mitiga las penurias, son todo en los puertos tropicales.

En los puertos, excepción hecha de la modorra del río que pasa, no hay nada propio ni estable. Todo es ajeno: ajena la mujer con que se cohabita, ajeno el fruto del escaso trabajo, ajenas las tierras ribereñas que detentan los terratenientes.

En el porteño, la idea de la dependencia es idea congénita, por eso tiene muy desarrollado el sentido de la oportunidad y de la ganancia inmediata, pues sus coterráneos no tienen dinero, los viajeros van de paso, y él ha aprendido a ser vivaz y conseguidor.

El clima ardiente hace a los porteños fiesteros, dados a la molicie y al amor fácil, que en fin de cuentas, no es más que egoísmo.

Alfonso López es la encarnación del puerto colombiano. La idea subyacente en el fondo de su administración presidencial: la patria es un puerto fluvial.

Durante sus dos administraciones hay mucho ajetreo, pero no una idea de fondo.

Reposo ideológico no hay; sólo ensayos inmaduros, tanteos sin ruta definida, escarceos superficiales. En los puertos no se piensa, se baila y se bebe y se hace el amor en hamacas al viento.

Planes a largo plazo, juiciosa y ordenadamente elaborados, no hay. En los puertos no hay que pensar en orden y sistema, sino esperar “la subienda”. El petróleo y la industria cervecera fueron la subienda de las administraciones de López.

Estímulo a la ascensión en la escala social, no hay. En los puertos el más poderoso es el dueño de la noche porteña, y entre canciones y brindis se halaga a peonadas explotadas y parranderas.

Ideas trascendentales, no hay. En los puertos no hay más problema que el anzuelo y la carnada.

Los ideales sociales de los gobiernos de López, muy buenos, por cierto, en el campo teórico-imaginativo, no logran concreción capaz de garantizar un cambio en las estructuras sociales del país y acaban por convertirse en algarabía. El gobierno no tenía otro interés real que atraer capitales extranjeros y disfrutar de ellos.

La universidad, so pretexto de autonomía, se convierte en cátedra de antipatriotismo.

La libertad religiosa, en un careo odioso con las jerarquías eclesiásticas.

La promoción de la clase popular, en un desorden sin control, pues los mismos asalariados olfatean en el fondo de todo la permanencia de la misma situación social de siempre.

La libertad política, en caudillismo y sectarismo. López y Gómez, su antagonista, eran dos bestias en celo, luchando por su hembra, el poder.

El despegue industrial, en emplazamiento definitivo del yanqui en Colombia, como amo y señor de bienes y organizaciones.

Toda Suramérica es, entonces, un delirio de dólares.

Ningún gobernante suramericano tenía un enemigo de los quilates de Laureano Gómez, que estuvo siempre, justa o injustamente, contra López.

Ninguno llevaba en sí un influjo tan fuerte del medio natal.

López fue la encarnación del momento social de Suramérica.

López fue en todo una fuerza ciega. Hizo lo que tenía que hacer. La situación personal y social en que se movió no le permitía otra cosa.

El sentido de autoridad se perdió. Ese fue el sustrato de los gobiernos de López. Gómez anarquizó las élites tradicionalistas y Gaitán las clases populares.

Colombia, de espaldas a toda ley y a toda disciplina, se convirtió en un desbordamiento de pasiones, asentadas en los más bajos estratos del ser humano.

El yanqui se constituyó en amo indiscutido. Sus dólares fueron lo único capaz de acallar el griterío de las masas envalentonadas por las reformas sociales que López preconizó y no cumplió sino epidérmicamente, y por el populismo vociferante y mesiánico que predicó Gaitán.

El antitipo de la bajeza moral de entonces es Monseñor Juan Manuel González, voz levantada en pro de la justicia integral, que “sin que nadie lo destierre, sin que nadie lo odie, sin que nadie tenga que ver en el asunto”, se va del país, y todos contentos.

Fernando González levanta su voz enardecida y se convierte en profeta denunciador de la bajeza moral y de la mentira social del país.

Los negroides, Cartas a Estanislao, la revista Antioquia, Santander, compendian, en este aspecto, su producción de la década del treinta.

Es una época de diatriba, de sarcasmo, de contestación, de denuncia. Su pensamiento se reviste de un tinte casi totalmente social, en un esfuerzo denodado por hacer entender a las generaciones jóvenes la dimensión del problema que vive la patria.

Desde los estamentos del poder y la cultura se le combate y se le menosprecia, pero él insiste, incansable y demoledor, en su tarea de verdad y americanismo.

Su revista Antioquia es una cátedra de magisterio popular, en la que en un lenguaje rampante y elemental, se enseña al pueblo a pensar y entender sus problemas. No hay falla o marrullería que no reciba su golpe férreo.

“Fernando González no está con nadie, no es copartidario de nadie. Es anarquista ex-sanguine… Fernando González no puede esperar nada, absolutamente nada de la sociedad. Para ésta es un pereque. Todo lo social, el amancebamiento, le está vedado ex-sanguine” (A, No. 9, p. 32).

En su interior hay una lucha enconada entre su angustia de soledad y su conciencia clara de que el hombre ha nacido para combatir: “…el placer lo causa la resistencia, la serie de resistencias que oponen los objetos a nuestra conquista, hasta llegar al sí. ¿Somos, entonces unos guerreros? (…) ¿Qué haríamos, si no resistieran? ¿Cómo creceríamos, si no se nos opusieran?” (CE, p. 97).

“Por ahora es preciso mostrar el mal, describirles la fealdad humana de Colombia, para ver si obtenemos una reacción. Labor ingrata y peligrosa; labor para gente sana, que pueda defenderse. Sólo desde la vitalidad de las cañadas andinas se puede resistir la contemplación de los hombrecillos que explotan esto. Describimos la fealdad, para hacer contraste con la belleza de cielo, suelo y aire. Es el método para que aparezca el nacionalismo” (CE, p. 179).

La superficialidad en materia de fe también es objeto de su ataque: “¿Por qué no existe aquí el espíritu? ¿Porqué no se manifiesta Dios en la humanidad Colombiana? (…) Ningún poder de sacrificio que deje satisfecha a la mano de nosotros los parteros” (CE, p. 102).

“¿Qué falta en Colombia? Yo lo sé. Tengo en mi poder ese secreto desde hace un año. (…) ¿Cuál es? Que toda belleza, bondad y poder nos viene de Dios. En Colombia nadie, ni los hombres de la llave, tienen amistades con Dios. (…) Aquí carecen de las ideas madres; nadie sabe que lleva la marca de Dios” (CE, pp. 103-104).

La inautenticidad y la vergüenza también son objeto de su crítica: “Colombia es país tímido, humanidad apaleada” (CE, p. 103).

“Aquí engendran sin ganas, y así, casi todo lo heredan de las madres y del ambiente, resultando seres de fuerzas que se anulan; carecen de la hermosura de los poderes elementales; tienen remordimiento, tienen vergüenza, miedo a los actos” (CE, p. 122).

“Aquí no saben lo que tienen. (…) ¡Aquí no saben apreciar a los hombres!” (CE, p. 125); “Los pueblos de Suramérica demandan bulla, cominos y vanidad, porque ese compasivo Padre de Las Casas nos mató con el negro” (CE, p. 134).

“Estas repúblicas tienen la apariencia de existir. Son de los yanquis, sin necesidad de gastar en funcionarios. Y los Yanquis impiden que vengan los europeos a apoderarse de esto: de ahí la apariencia de vida independiente” (CE, p. 153).

“Los colombianos tienen tan variadas intenciones, tan débiles y múltiples propósitos, que no puede afirmarse que Colombia tenga carácter propio… El gobierno ha carecido siempre de finalidad, a menos que se llame así al robar pronto, al enriquecerse de los funcionarios, a la venta paulatina de la tierra y sus riquezas” (CE, p. 169).

“Prima en Colombia el concepto de que civilizarse es comprar vestidos, automóviles y aviones. Los colombianos no presienten siquiera que civilizarse es trabajar y manifestar en la naturaleza física las características de la personalidad” (CE, p. 170).

Este análisis implacable y valeroso, se matiza aún en la burla socarrona de los personajes que encarnan y dirigen la pantomima nacional.

“El presidente —López— es un espermatozoo paludoso. ¿No ves que es de Honda?” (CE, p. 113).

“Todos esos gacetilleros de ‘El Tiempo’ y todos esos gobernadores de ‘El Tiempo’ están grávidos, pero como la mujer de Sabaneta, que la abrieron y era un quiste” (CE, p. 103).

“Que la estatua de Olaya me la dejen a mí, que se la voy a encargar a Misael Osorio, el que hizo el San Juan Evangelista de Envigado, y le quedó tan lindo” (CE, p. 127).

“Eso bum, buum, brum, brim, bram, es Laureano; eso es Olaya; eso son Ramírez Moreno y Silvio, Eliseo Arango y Alfonsito López” (CE, p. 134).

“A Laureano se le congestionaron las meninges en la Cámara y casi muere. ¡El orador! ¿No te lo decía? ¡El orador colombiano! Tenía que acabar así ese vicio solitario con calzones” (CE, p. 176).

“Aquí somos peores que los judíos… Déjelos venir y verá cómo se mueren de hambre… Écheselos a los Restrepos, a los Uribes, a los Echavarrías, a los Arangos y Moras…, y verá cómo no hay pelea… No se preocupe, que Alfonso López es un hombre en quiebra fraudulenta, que usa el crédito desde niño… Déjelo y verá cómo estos gerentes de la Colombiana de Tabaco le dan con el garrote que heredaron de Moisés, el mismo que se convirtió en culebra, con el cual hizo brotar agua y con el cual quebró las Tablas de la Ley… ¿No ve todo el bien que hace la Colombiana de Tabaco? Viudas amparadas, jóvenes que estudian en Europa, limosinas, caridades, etc. Pero… ¡es la virtud dada en mutuo a interés, al cincuenta por ciento!” (CE, p. 168).

Compañía anónima es una cosa propia de Colombia. Los gerentes y juntas directivas son los diputados; dicen, por ejemplo, que es para sacar petróleo: el pueblo suscribe acciones; los hijos de algún Olaya se van para Estados Unidos a comprar taladros… Usted comprenderá que el petróleo lo sacan del pueblo.

¿Qué trabajan? Discursos para que los elijan al congreso, y ‘comprar y vender acciones’.

¿Cómo aman? A todas, durante seis meses, y luego entran a la casa de San Ignacio, se confiesan y están castos durante dos días.

¿Cómo mueren? Confesados. Le entregan al cura unos cien pesos, en calidad de restitución de millones robados, y el cura dice a las señoras de la casa: ‘No se les dé nada, mis señoras, que murió con todos los sacramentos’.

¿El pueblo? Siembra plátanos, café, suda, tiene uncinariasis, paludismo, descalzo, andrajoso, bebe aguardiente, grita vivas a Olaya y a Laureano… ¡Aquí no hay más pueblo que los árboles!” (CE, p. 199).

Desde los tiempos de Una Tesis, se anunciaba como obra en preparación “Las ideas morales en las razas negroides”. Ahora en este período, aparece Los Negroides, un sapiente y condensado estudio sobre los pueblos de América. Una obra muy lograda, densa, sintética, ordenada y metódica.

Es un análisis descamado y vivo de los pueblos de América y su actividad social, a partir de sus orígenes raciales.

El mismo análisis demoledor con que fue mirada y juzgada la realidad nacional, se aplica ahora a todo el continente.

“Hemos agarrado ya a Suramérica: vanidad. Copiadas constituciones, leyes y costumbres; la pedagogía, métodos y programas, copiados; copiadas todas las formas” (N, p. 13).

“Nosotros, los libertos bolivarianos, mulatos y mestizos, somos vanidosos, a saber: creemos, vivimos la creencia de que lo europeo es lo bueno; nos avergonzamos del indio y del negro; el suramericano tiene vergüenza de sus padres, de sus instintos” (N, p. 34).

“La Argentina nada vale para la posible originalidad. Allá nada hay americano: es mosaico. Puede igualar a Europa (…) pero ya no puede aportar matices al resultado de la cultura humana. Su alma aborigen se ahogó en la inmigración” (N, p. 38).

“En la Grancolombia nunca ha habido un día de democracia; ni un solo día se ha gobernado por el pueblo y para el pueblo. Este ha sido conducido por vanidosos, a la europea, con métodos, fines y hombres europeos” (N, p. 53).

En Los Negroides, no se trata sólo de analizar el problema; se trata de aportar sugerencias para la americanización de América.

“Necesita la Grancolombia conquistarse a sí misma, llegar a su conciencia, libertarse. Para ello, perder la vanidad” (N, p. 47).

“Las individualidades son solidarias: mientras quede uno sin desnudarse en absoluto, mientras haya vanos, no podremos ascender” (N, p. 96).

“Gobiernos legalmente fuertes y cultura. Crear y no aprender; meditar y no leer; hacer y no importar. Inculcar en el pueblo la verdad de que gozar de obras ajenas corrompe” (N, p. 97).

“Es necesario unir a los cuatro países bolivarianos; que un solo espíritu anime sus cuatro gobiernos; unirlos por intereses culturales y económicos. Fundar la Universidad Grancolombiana. Intercambio de obreros, estudiantes, etc. Unión evolutiva; marchar a la Grancolombia poco a poco, así como procede la vida” (N, p. 121).

“La Grancolombia no puede aparecer sino del intercambio de sangres, ideas, etc, previa la prohibición de la inmigración extranjera. (…) Los cuatro países tienen la sangre suficiente para crear un tipo y para poblar el territorio en doscientos años”.

“Dictar un curso llamado ‘FILOSOFÍA DE LA PERSONALIDAD’.

Vamos a sacar de nuestra historia las incitaciones…

Lo primero es conocerse, y lo segundo, cultivarse…

PERSONALIDAD es lo que aparece, la individualidad en cuanto aparecida. Es la manifestación.

CULTURA son los métodos, los medios artificiales empleados para manifestarse.

No puede haber cultura sin metafísica, pues ésta trata de los destinos del hombre, y para saber cómo cultivarnos es necesario saber qué debemos devenir.

Complejo de la ilegitimidad

El hecho esencial es que Suramérica procede en todo con vergüenza. Es colonia.

Pero este complejo es terrible en Suramérica. Nuestra individualidad está apachurrada, a causa de estos hechos:

1. En cuanto negros, somos esclavos, propiedad de europeos, fuimos prostituidos.

2. En cuanto indios, fuimos descubiertos, convertidos; discutieron “si teníamos alma”; rompieron nuestros dioses; nos prostituyeron moral, religiosa, científicamente.

3. En cuanto españoles, somos criollos, sin poder “probar la pureza de la sangre”.

4. Lo peor: Que somos mezcla de las tres sangres: ocultamos como un pecado a nuestros ascendientes negros e indios…

Mientras (el suramericano) simule, será inferior. La grandeza nuestra llegará el día que aceptamos con inocencia (orgullo) nuestro propio ser. El día en que, mediante la cultura practicada en esta Universidad, el grancolombiano manifieste su individualidad mulata desfachatadamente; ese día habrá algo nuevo en la tierra, habrá un aporte nuevo al haber humano” (N, pp. 121 ss).

El análisis y las líneas de solución presentadas, que aquí apenas se han señalado, terminan con un cálido y casi trágico mensaje:

“Llegó la hora de ser la Grancolombia o de ser ajenos. En el curso de estos cincuenta años venideros se decidirá si Bolívar fue loco o profeta” (N, p. 119).

“¿Los pueblos de la Grancolombia serán capaces de sostenerse independientes, hasta que se produzca un tipo humano? No lo creo, pero lucho por conseguirlo. ¿Qué destino es el más probable para estos países? La inmigración de europeos y asiáticos; el desaparecimiento de los tipos que los habitan. Desaparecerán porque no tienen ninguna virtud desarrollada que los sostenga. Los europeos y asiáticos necesitan estas tierras. Pronto las ocuparán” (N, p. 117).

Hoy estamos a las puertas del cumplimiento de estas premoniciones de Femando González: tanteando una integración continental y hundiéndonos en la marisma de los colonialismos de derechas y de izquierdas, traídos de todos los rincones de Europa y Asia.

Entre los años 1936 y 1940, la única producción de Femando González es la agresiva revista Antioquia. El gobierno le niega el registro como artículo de segunda clase por la rudeza de su lenguaje; las casas que colaboraban para su sostenimiento abandonan a González en su empeño, y al fin desaparece, sumergida en la vorágine que se ha levantado contra la valentía y la implacable palabra de su director.

La revista Antioquia es un intento de llevar al pueblo a la reflexión sobre la realidad nacional. En las tiendas de abarrotes, en las zapaterías, en todos los lugares donde lucha el pueblo, es posible encontrar la revista de Femando González.

Fríos, silenciosos, calculadores, hijos de un mismo espíritu de mando sin dinamismo generoso, cuidadosísimos de su propia imagen, Francisco de Paula Santander y Eduardo Santos, son uno mismo.

Durante el gobierno de Santos aparece Santander, de Fernando González. La presidencia de Santos fue acicate para que acabara de madurar en el alma de González la figura de Santander.

Santos tuvo en su haber su apatía constitucional de boyacense. Fue una pausa entre el griterío de las pasiones. Fue un hombre pasional; pero fríamente tal.

El Santander de González es un libro implacable, apasionado, devastador, fruto de una larga maduración de las ideas; prontuario de las fallas de la personalidad del héroe de Casanare, personalidad alinderada, prototipo de la América simuladora.

Desde los tiempos de Mi Simón Bolívar, Santander es presentado ya como el Calibán del Libertador (MS, p. 152), juzgado como “la envidia hecha método, tenía conciencia orgánica, del dinero” (MS, p. 256)

En otra ocasión, González le decía a Antonio José Restrepo: “Santander era un hombre hábil en intrigas, inteligente para recaudar y hacerse a copartícipes, y de buena inteligencia para manufacturar enredos: esas eran sus cualidades” (CE, p. 13).

En 1935 afirmaba que a una motivación nueva de la juventud se oponía, en Colombia, la personalidad de Santander, que “fue y continúa siendo un gran obstáculo” (CE, p. 191). En la biografía de Santander se esclarece el fenómeno colombiano de la manipulación de las leyes: Colombia es hija de Santander que “dondequiera que llega forma un Congreso” (S, p. 322).

La obra está destinada a poner al descubierto a Santander, pues “una voz nos ordena destaparlo, para que la juventud lo evite” (S, p. 20).

Esta obra tiene el mérito de haber aplicado el método sicológico emocional, que según dice González, es el único método posible frente a una personalidad ciertamente evasiva, que no dejó documentos para la historia, sino para su historia.

La publicación de la biografía de Santander no produjo otra cosa que un coro unánime de “patriotismo”, herido por las afirmaciones de González.

Desencantado de la esterilidad de sus esfuerzos por instigar la aparición de la conciencia suramericana, desilusionado de la inutilidad de sus esfuerzos y de la aridez de la brega, González entra en uno de los más azarosos períodos de su vida.

En los umbrales de la Gracia

En 1941 la vida de González toma un sesgo casi trágico: es un hombre desengañado del esfuerzo de toda su vida por suscitar una conciencia de autenticidad americana.

Despierta en él el complejo del “grande hombre incomprendido” (ME, p. 11) y “un gran pánico comienza hacia los cuarenta años a amargarle los amaneceres” (ME, p. 122).

“Manjarrés, complejo en disociación, humano inútil para labor progresiva y mercantil” (ME, p. 51), es el personaje que entonces lo encarna.

“Decir lo que sentía y pensaba fue la inmunda práctica de Manjarrés. Eso lleva al nudismo y al vivir a la enemiga” (ME, p. 126).

En su obra El Maestro de Escuela, se compendia la experiencia de González en este período angustioso y fundamental de su vida, en el que se vive la disolución del yo, base del mundo de la necesidad en el que se ha movido. “Trata de la descomposición del yo”; “…en eso de la descomposición de la personalidad del maestro de escuela Manjarrés, y en las circunstancias de su muerte y entierro, parece que hubiese asistido a mi propio fin”; “…tengo la sensación nauseabunda de que el cadáver de Manjarrés era de los dos” (ME, pp. 11-12).

González, sin embargo, no se sume en un mundo de fracaso y tragedia; se burla de sí, en el personaje Manjarrés, caricaturización de sí mismo: “Manjarrés se cree ‘un filósofo’ y un ‘postergado’. En el fondo goza con sus vestidos rotos. (…) ¡A mí no me engaña! Esos detalles miserables son la bandera desplegada de su orgullo; la publicidad de su sentimiento de ‘grande hombre incomprendido’” (ME, p. 27).

En este opúsculo de psicología que es El Maestro de Escuela, vemos desfilar bajo su agudeza hipercrítica la lucha entera de su vida: su niñez solitaria, sus años de jesuitismo, sus amores con la coja, su búsqueda del método, la creación de sus dobles, su efímera gloriola social, su esfuerzo estéril por instigar la manifestación auténtica de América. Su momento de entonces es la angustia del repudio nacional, la lucha por preservar su yo, que en vía de disolución, inculpa a los otros: “La culpa la tienen los demás” (ME, p. 43).

El mundo de la necesidad en el que hemos visto moverse siempre a González, y en el que permanece aún, pues considera que “en la tierra de Adán y Eva no hay sino la causalidad, que es fría, inexorable” (ME, p. 126), empieza a deshacerse, al deshacerse el yo que es su centro de origen.

“A los cincuenta años soy iluso, solitario, desengañado” (ME, p. 100), su angustia de ahora es si “el que asesina al maestro de escuela, ¿quedará condenado a ser el cadáver del ‘grande hombre incomprendido?’” (ME, p. 127). Se trata de la incertidumbre que se enseñorea de quien ve deshacerse su medio vital de toda una vida.

Da la impresión de que toda su búsqueda va a terminar en el vacío, y que el criterio de los años de El Remordimiento: “El hombre es un porvenir” (ER, p. 34), va a resultar falso.

Aunque en las intuiciones de sus años anteriores estaba la solución a la inquietud que ahora lo agobia: “No pienso, luego soy” (HD, p. 44), “El ser está fuera de la apariencia” (ER, p. 40), sin embargo, la captación plena del sentido de tales enunciados exige como condición previa la libertad, que él ahora no posee; la apertura a la receptividad, que todavía rechaza; la serenidad de espíritu, para conciliar los principios intuidos antes, al estudiar el problema de la “supervivencia del yo” (A, No. 6-7-8), que es lo que ahora no puede entender, porque “un yo separado del cuerpo es inimaginable” (A, No 6, p. 10).

Ahora, como en todos los momentos críticos de su vida entera, se vuelve a Dios y clama: “Desde anteayer llamé al infinito luminoso para que me envíen un guía, porque hace treinta años que estoy perdido, en angustia, en garras de la causalidad de tres pasiones: soberbia, lujuria y avaricia” (ME, p. 104).

“Necesito sentir a Cristo en mí. Entra, Señor, entra y barre y embellece… ¡Tú que llamaste a Lázaro de la podre, Tú que resucitaste y comiste luego pescado! ¡Qué hermoso eres, que no robaste, no opinaste, no te disfrazaste! ¡No pesas y trasciendes, no te corrompes y renaces! ¡Empuja, pues, y derrumba! ¡Llámame con voz más urgente! (…) Empuja, urge, incita; todos son tus símbolos que me llaman, me hacen guiños. Estoy preñado de ganas de realidad” (ME, p. 108).

Aparece el llamado a recibir, la apertura a la receptividad: “Yo no puedo ir a Ti, pues ‘venga a nos tu reino’” (ME, p. 108).

Es el quebrantamiento del orgullo de más de treinta años de no recibir nada. Es algo tan fuera de su órbita de determinismo puramente natural, que Manjarrés es ahora “el pobre loco Manjarrés” (ME, p. 89).

En Viaje a pie, afirmaba González: “Nuestra única posible grandeza y belleza, ya que no tenemos la exuberancia vital, está en el cultivo constante de nuestras facultades características” (VP, p. 208); ahora, convencido de que el hombre no es capaz, por su solo esfuerzo, de la conquista de su plenitud humana, llama para que el Reino venga a él.

Éste es el momento que enlaza las dos grandes épocas de su vida: la época del determinismo causal y la época de la libertad supradeterminista del mundo de la Gracia.

“Ya sea desde el punto de vista de la causalidad materialista, o de la mística, sólo rompiendo la causalidad, introduciendo en ella un nuevo elemento libertador, cesa la ley que dice: cada cosa es eterna. (…) Queda así explicado el fenómeno de la Redención: Cristo dio sus ojos, todo su cuerpo, amorosamente, y mató así la causalidad antigua. Nació otra. ¿La Gracia?” (ME, pp. 105 – 106).

A lo largo de la vida de Fernando González hay un raro misterio: es la aparición de la luz, acompañada siempre de una densa tiniebla. Ya hemos visto cómo al encanto de Viaje a pie sigue la descomposición pesimista que se encarna en Don Mirócletes, y a los hallazgos de El Remordimiento, las incertidumbres que lo llevan a pensar si Cristo es en verdad el Señor.

Ahora, cuando la Gracia deja entrever una brecha liberadora del mundo de la necesidad, aparece la duda de si el hombre “bueno” lo es para paliar su conciencia de culpabilidad, y nada más, y surge la perplejidad paralizante (ME, p. 14).

En El Maestro de escuela se encarna su abandono del mundo del determinismo del yo, fastidiado por la inautenticidad que en él se manifiesta: “las rameras de la virtud” (ME, p. 92), los confesores que duermen la siesta, sin que aparezca en sus vidas un anhelo de verdadera vivencia de fe (ME, p. 110), el prurito de acusación de irreligiosidad que se le enrostra a cada momento (ME, p. 101).

Hastiado del mundo del yo, e incapaz de entregarse sin reticencias a la acción de la Gracia, González toma una actitud de pragmatismo escéptico: “Reniego así de mi obra y vida anteriores, o, dicho con palabras más suaves, me despido del maestro de escuela. Hoy, viejo ya, me pesa el haber maltratado la realidad. Lo que suelen llamar verdad son los sueños de los desadaptados” (ME, p. 121).

“De hoy en adelante mi deleite será el ser don Tinoso; que si me apunto al cero, salga… es decir, renuncio a filosofías y me hago profeta… de lo que vaya sucediendo” (ME, p. 124). “Termino avisando que ha muerto definitivamente el maestro de escuela de Envigado. Todo lo que hace la gente colombiana lo hará el don Tinoso que soy” (ME, p. 129).

“El que haya aguantado más de los cuarenta y seis años que yo aguanté debajo de la fría alcarraza, en actitud de sapo nocturno, atisbando lo que no dijo que vendría, que me arroje la primera piedra” (ME, p. 122).

“Requiescat in pace. Ahora sí estoy muerto. Ex Fernando González. La Huerta del alemán, Envigado, 12 de febrero de 1941” (ME, p. 129).

“Putísima es la vida” (ME, p. 135).

González, que en su Viaje a pie, veintidós años antes, cantaba entusiasmado: “Un inefable sentimiento de apacibilidad, una alegría o ebriedad apacible y sana nos produce el convencimiento de que todo lo nuestro habrá de llegar al minuto, hora, día y año. Aquí sentados paladeamos nuestro futuro que nadie podrá robarnos, ni aun nosotros mismos” (VP, p. 71); “Aquí nos tienes, VIDA, DIOSA DE LOS OJOS MALICIOSOS, tranquilos, sentados sobre esta dura piedra, seguros de tu amor… esperando tus dones” (VP, p. 72), reniega ahora de casi cincuenta años de esfuerzo por hallarse a sí mismo, a América y a Dios.

A las puertas de la libertad, casi desnudo de todo, González se niega a entregar su yo agonizante y se pierde de nuevo en el mundo de la necesidad: “Manjarrés está enterrado pero se mueve en el hoyo” (ME, p. 124).

Fernando González fue un guerrero para quien “inteligencia es crítica, guerra, atención, perturbación interior (ER, p. 149); fue un revolucionario en cuanto quiso descubrir la línea del genuino devenir americano desde sus raíces más hondas; pero su campo de acción fue siempre introspectivo, convencido de que “la única guerra cristiana es la que Cristo mete dentro de nosotros mismos” (A, No, 11 p. 41).

Ahora, perdido en un légamo de tinieblas interiores, se escapan de su pluma palabras de violencia política: “El derecho de lo que se llama el régimen (Alfonso López, los Santos, Luis Cano) es la muerte” (A, No 16, p. 26); “Debemos ayudar a morir a los tiranos” (A, No 16, p. 26).

Sin embargo, en el subfondo de su angustia, persiste su vocación de ser el testigo del proceso de madurez de fe en la América catequizada por adelantados, fusil en mano:

“Estamos con Jesucristo. ¿Esclavos suyos? No. Enamorados del Hijo del Hombre. Nuestros enemigos tienen largo el puñal; nosotros profundo el amor” (A, No 14, p. 15).

Desde 1945, año en que desaparece definitivamente la revista Antioquia, González se hunde en un profundo silencio.

“Muy solo, muy solo
¡y todos contra el solitario!
Lo quisiste así… ¡Ánimo,
envigadeño descalzo!” (A, No 16, p. 32).

El gran silencio

La obra de González es fruto de grandes silencios.

Sus libros no son fruto de improvisación. Muchas obras se quedaron en sus libretas íntimas. La vida de San Ignacio, el tratado del Delectantismo, el tratado sobre la vida de los muertos, fueron obras suyas que nunca alcanzaron a madurar totalmente y quedaron reducidas a un sinnúmero de ideas analizadas, contradichas, repetidas, rectificadas, pero nunca maduras totalmente.

Desde Pensamientos de un Viejo, en 1916, hasta la aparición de Viaje a Pie, trece años después, a no ser su obligatoria tesis de grado y algunos artículos periodísticos, nada salió de la pluma de González.

Luego de EL Maestro de Escuela un nuevo silencio, interrumpido esporádicamente por razones de imperativo moral:

“Puede el individuo renunciar a defenderse y sacrificarse. Pero el pueblo no. ¿Por qué? Porque no se puede renunciar al derecho ajeno, el de los niños y las generaciones futuras. Como miembro de la sociedad colombiana, tengo la obligación de ejercer la legítima defensa, con los medios que me son propios: la expresión escrita de mis pensamientos” (A, No 14, p. 9).

Ante la intuición de la realidad del mundo de la Gracia, González se dio al silencio.

Un doble silencio: en su primera etapa, de tinte amargo y pesimista; en un segundo período, positivo y creador.

En su Libro de los Viajes, casi veinte años después de El Maestro de Escuela, González analiza este período:

“Estuve en el Hoyo de los Animales Nocturnos, así: en 1941, porque no me apreciaban; porque no era para los otros el ‘grande hombre’ que creía y quería ser, es decir, por haber vivido deleitadamente el complejo de grande hombre incomprendido, y detenídome en él con soberbia, enfrentando mi nada a la infinita intimidad, despreciando y renegando de las beatitudes que había tenido en mi camino… (…) Escribí entonces EL MAESTRO DE ESCUELA, en que termino burlándome del espíritu” (LV, p. 69), pues “hay años y años de retroceso, quizá digestión de experiencias…” (LV, p. 71), “¡Y no impunemente se vive la soberbia de afirmar su vana persona y mucho menos se puede enfrentarla al Espíritu! Fueron años de hundimiento y perdición…” (LV, p. 70).

Aunque en estos años hubo un agravamiento de la situación social colombiana, González permaneció silencioso.

Escindido el liberalismo en dos vertientes, aristocrática y popular, advino al poder Mariano Ospina Pérez, encarnación del espíritu paternalista del cristianismo capitalista antioqueño. Su gobierno se aureoló de aires de promoción social campesina, por más que en los feudos de la familia Ospina vivían y morían muchos campesinos anémicos y paludosos, hacinados en buhardillas de asco.

El subfondo del gobierno Ospina fue el sometimiento del mandatario a la autoridad indomable de la esposa, pues entre los antioqueños el matriarcado ha seguido teniendo vigencia; como entre los judíos, entre los antioqueños el varón aparenta mandar y la hembra gobierna desde su reducto hogareño.

El gobierno de Ospina es una concatenación de malabares defensivos contra tres monstruos feroces: el liberalismo, huérfano de poder; Laureano Gómez, enfurecido por la participación liberal en el poder; Doña Berta, la esposa de Ospina, envalentonada al haber hecho de su cónyuge un héroe, al impedirle salir del palacio el nueve de abril de 1948, horas de sedición y barbarie.

Ospina, incapaz de vibrar al unísono con las masas populares que López despertó de su letargo y Gaitán envalentonó con sus arengas y enloqueció con su muerte violenta, ve hundirse el país en el caos social, sin tomar otra actitud que el reparto de prebendas de contentamiento entre los políticos ambiciosos, de uno y otro partido, que habían desatado y organizado por todo el país la más execrable violencia política.

Terminado su período presidencial, Ospina entrega el poder a Gómez, aniquilado ya por más de treinta años de lucha por un purismo político y ético, imposible en un país constituido por gentes étnica, moral y mentalmente híbridas.

González nada dijo entonces de estos hechos que sólo en su Libro de los Viajes aparecen duramente repudiados. Estaba sumido en su mundo interior a la búsqueda del sentido de la fe cristiana de América que en él iba a tener el primer testigo válido de un proceso veraz de opción de fe.

Por medio de la muerte, Dios visitó a este pensador silencioso y orante.

En Marsella, a las puertas de la muerte, González estuvo en los umbrales de la Gracia; ahora, ante la presencia de la muerte, se acercará de nuevo al reino de la Gracia.

Su hijo Ramiro, en plena juventud, muere de leucemia.

“Era más para mí que yo —dice González—, pues en su agonía yo clamaba que nos cambiaran, que él viviera y yo muriera…” (LV, p. 70). “Tu hijo Ramiro no murió, sino que moriste tú en él” (TI, p. 113). “Pequeño, marmóreo, manual, ‘infinito de amor’, como el Hermafrodita dormido del Museo Nacional de Roma” (TI, p. 113).

El cuerpo de su hijo muerto es la muerte de todo el mundo determinista, que el Hermafrodita dormido tipifica. Ahora estamos a las puertas del derrumbamiento de su empeño tenaz por hallar un Primer Principio vital perteneciente al mundo de la necesidad.

El principio de los días de El maestro de escuela, “cada cosa es eterna” (ME, p. 105), ahora va a derrumbarse.

Comienza, entonces, la segunda fase de su silenciamiento: el logro de adquisiciones positivas, la armónica disposición para la Gracia que deshace las adquisiciones del mundo de la necesidad y da un enfoque nuevo a la realidad del hombre, y el universo: “El culminar del conocimiento es el sentimiento de un solo ser (Dios). Unión Divina; ascenso a Dios” (ME, p. 116).

Comprende que “cada uno tiene el negocio suyo, el enredo que vino a desenredar, que es lo que desarrolla y representa realmente en este mundo; lo que digiere en sus varias representaciones que cree que son sus asuntos” (LV, p. 13).

Descubre que ese algo nuevo es “riquísimo misterio, de lo que soy fuera de este espacio y tiempo, ‘allá’, en donde no hay nada de aquí y de allá, y de esto y de aquello, pero que es ahora una sa-tis-fac-ción plena, inefable” (LV, p. 99).

El silencio persiste. Ahora se trata de la búsqueda de un lenguaje para expresar las nuevas realidades de un nuevo mundo. Su idioma ha sido el idioma de la necesidad, ahora se trata del idioma de la libertad en la Gracia: “El idioma no sirve: las palabras son vasijas preciosas, joyas, pero han servido en el curso de la representación para contener o adornar muchas vivencias, y están contaminadas” (LV, p. 99).

Es un silencio voluntariamente querido, rico, generador: “Me di a practicar, por consiguiente, ejercicios de silenciamiento de mi alma” (LV, p. 101) y a llamar a Ramiro su hijo y al diminuto Zaqueo del Evangelio, que quería conocer de vista al Señor: “…me di a llamarlos, a implorarles que vinieran en mi ayuda” (LV, p. 70).

Todo lo anteriormente vivido está trascendido ya, y los símbolos que encarnaron su lucha por vivir la libertad en la autenticidad, dentro del mundo del determinismo, son ya realidades trascendidas: “¿Qué importa el Libertador? Para mí fue hermosa posada en mi viaje. Todo es símbolo para el alma trashumante” (LV, p. 23). “¡Fue mucho para mí! ¿Pero qué importan los seres y las cosas que nos han servido como barcas o como andaderas para ir a LA INTIMIDAD?” (LV, p. 24).

Toda la pujanza, vigor, alegría, energía que desplegó en sus búsquedas en el mundo de la necesidad, los pondrá ahora al servicio de sus hallazgos en el mundo de la Gracia.

En el mundo de la Gracia

“Me di a practicar (…) ejercicios de silenciamiento de mi alma, y luego ‘miré’ y ‘vi’ que ese ‘infinito’ que precedió a mi ‘conciencia’ y representación es de una plena satisfacción indeterminada, lo mejor de todo, lo mejor de lo mejor, pero no hay allí nada imaginable, ningún contraste y, por ende, pas d’idées, pas d’images, pas de doleurs, pas de plaisirs, mais parfait béatitude. Y oí nítidamente en mí:

Nacer es volverse ñudo, individualizarse, conocer el bien y el mal. ¡El Paraíso fue eso! Así joven, a tu pregunta de si superviviremos, de si seguiremos ‘viviendo’ después de ‘morir’, te contestaré que no. La vaca racional que somos se acaba. Pero el paraíso es” (LV, p. 101).

“No se puede ver o vivir lo otro sino digiriendo esta vida” (LV, p. 102).

Luego de esta iluminación, y ya de una manera totalmente positiva, se inicia la consumación de cincuenta años de búsqueda.

En El Maestro de Escuela, la búsqueda, en el mundo de la necesidad, concluyó de una manera turbia por el agotamiento de las posibilidades de hallazgo. Viene ahora la fase de descubrimiento de un mundo superior.

Esta vida es un no-ser: únicamente el paraíso es.

La vida se convierte en camino para volver a la unificación absoluta con el “antes” atemporal.

En este mundo nuevo, el hombre es receptividad, pues en la medida en que no es, es asumido por la divinidad y llega a la plena y verdadera realidad.

Dicho en otros términos: la realidad ontológica del hombre es proporcional, condicionada, a la participación en el misterio del “más allá”, que luego se verá cómo lo explica González.

El mundo de la Gracia es comprensivo del anterior; es superación, no anulación de aquél.

Mientras González vive esta nueva experiencia, la situación nacional ha empeorado hasta llegar a una crisis de institucionalidad.

Gómez, el presidente, autoritario, integrista, legalista, jesuítico, es incapaz de entender que veinte años de indisciplina social no pueden contrarrestarse con un régimen coercitivo y negativista, totalmente de partido. Aunque su sentido de los valores morales y éticos es sano y su vida personal irreprochable, su concepción rigorista del Estado es insostenible entonces.

Su repulsa a Ospina y a su corriente política; la fatiga de años enteros de encono y lucha contra López; el esfuerzo por contener la violencia, embravecida durante el gobierno de Ospina; su desgaste para gobernar un pueblo que lo llevó al poder con un número exiguo de votos y que no lo respalda; su esfuerzo ingente para sacar adelante una pretendida reforma constitucional que el liberalismo combate sin descanso, precipitan una crisis cardíaca y el poder queda en manos de Roberto Urdaneta Arbeláez, un espíritu psitacoide: sordo, capaz de hablar, pero carente de ideas.

Con el beneplácito nacional, el teniente Rojas Pinilla se toma el poder; pero hecho al mundo de los cuarteles, no es capaz de defenderse en el mundillo de los políticos, se asesora mal, y un gobierno que parecía promisorio, se hunde cada vez más en el despotismo y el despilfarro.

Rojas resuelve enviar a González como cónsul a Rotterdam, donde dura apenas unos meses, y pasa a Bilbao.

Silencioso, a la búsqueda de la huellas de Ignacio de Loyola, discurre su consulado bilbaíno.

Silenciosamente regresa al país.

Son los tiempos del Nadaísmo, un movimiento desordenado y torpe, pero auténtico en cuanto búsqueda de un genuino espíritu nacional.

Los nadaístas embadurnan muros, lanzan manifiestos ilegibles, trasnochan en cafetines y parques, aterrorizan beatas y maestros píos, gritan por todas partes que Colombia va a morirse de bobería y de mentira, que sus clases dirigentes son inútiles, que su política es mentirosa.

Los nadaístas encuentran en el pensamiento de González una fuente de inspiración, van a visitarlo, oyen sus charlas magistrales. González, desde las alturas a donde ha llegado, juzga el fenómeno así: “¡Los nadaístas! Suceso prometedor o desastroso; expresa esto: para los colombianos llegó la hora de nacer o de ser nada” (LV, p. 103).

Luego de tantos años de lucha, de denuncia, de batalla por el mejoramiento humano y social del país y del continente, Fernando González se desentiende de la tarea de denuncia y comprende que “el sumum, la vía magistral para la comunión es la ejemplaridad actuante” (LV, p. 72); Dios no debe ser buscado sino en la propia representación: “Dios está en nosotros. No en mí, sino en nosotros. Pero no lo busques sino en tu representación (tú te representas en los otros y ellos en ti). ¿Por qué buscas un Dios que esté fuera? Ese ya no sería Dios, sino un personaje. ¡Ay de quien busque a Dios fuera de su presencia!” (LV, p. 179). Decide en consecuencia: “No hablará mi lengua ni escribirá mi mano sino para examinar y buscar la Intimidad en mis vivencias” (LV, p. 172).

Ahora, en el reino de la Gracia, su camino, desde la negación del primer principio, toma un cariz totalmente distinto: se convierte en una apertura a la receptividad y a la comunión, más allá del individualismo que daba la espalda a todo lo que puede ser dado. A su anterior concepción del mundo y a su búsqueda de los valores con criterio individualista y determinista, se refiere González cuando habla de su volar “con alas de murciélago cegato” (LV, p. 202).

Su búsqueda se centra ahora en la Nada: “Todo es NADA. Penetra en tu nada y nunca acabarás. ¿Cuántas máscaras (personas) has arrojado? Buscar la nada, hacerse nada, confesarse y arrojar a los hombres el cadáver de su nada” (LV, p. 53).

“Sólo Dios es y somos por Dios y en Dios” (LV, p. 241).

Cuando vuelve a escribir, después de más de tres lustros de silencio, González es ya es un hombre añoso y la comunicación de sus vivencias está envuelta en el presentimiento de que pronto partirá; tiene la clara conciencia de que su mensaje no es suyo sino que le ha sido dado: “Esto que voy a enseñar, que estoy enseñando, no es de este Lucas de Ochoa, de este ‘viejo loco’, de este ‘hideputa viejo loco’, sino de la Presencia que hay en él, y que es su Dios vivo, Jesucristo” (LV, p. 299).

El Libro de los Viajes o de las Presencias es la confesión de un proceso de iluminación y una catequesis sobre la comunión con Dios, hallado a partir de la más oscura entraña del yo.

Después de su clamor por una luz, luego de enterrado El Maestro de Escuela, cuando estaba en el “hoyo de los animales inmundos”, “vino un súpero en la forma de conciencia de sucederse. Ese fue el instante en que nací de nuevo… Tuve luego la sospecha de la Intimidad; luego la visión del Camino y presentimiento de que voy resolviendo o trascendiendo eso de vida-muerte-pasado-presente-futuro, y tengo la verdadera religión: adorar la Intimidad en mi representación, sinceramente, sin otra finalidad; rendirme a la verdad viva y entregarme a quién sé que está en mí y yo en El” (LV, p. 180).

Esta es la conclusión del “viaje desde la atomización en seres y sucesos hasta visiones de la Presencia, infinitas. Del Yo hasta el Nosotros, y mucho más” (LV, p. 129). “Esto es un mundo muy grande, el de la COMUNIÓN” (LV, p. 72). Desde el mundo de la individualidad hasta el de la Comunión; desde el mundo donde recibir es ofensivo, hasta el mundo de la total receptividad: “…si no vienen los amigos [los súperos], no sabré caminar, iré a gatas, sangrante y, sobre todo, con eso que hasta nombrarlo es repugnante: angustia, pesadilla, miedo, pánico” (LV, p. 176).

La expresión de las realidades de este universo nuevo de la Gracia se realiza en un lenguaje nuevo: “Para la metafísica hay que tener otros lenguajes o modos de convivir en la desnudez de las vivencias” (LV, p. 335).

Presencia: igual, Ser (LV, p. 336).

Presencia como esencia: igual, Dios (LV, p. 335).

Viajes: igual, Metafísica (LV, p. 337).

“Presencias sucediéndose o con categoría de carencia o coordenadas”: igual, lenguaje de hoy para los seres (LV, p. 336).

Sucediéndose en toda su filogenia y sucediéndose en toda su latencia: igual, Hombre (LV, p. 336).

“El Néant es NADA, o PRESENCIA INFINITA, INFINITA POSIBILIDAD DE MUNDOS, CREADOR DE LA NADA” (LV, p. 139).

“Presencia sucediéndose”: igual, los seres (LV, p. 336).

“LA INTIMIDAD, Dios en nosotros” (LV, p. 105).

Vivencia: “Destripar los conceptos abstractos y los juicios sintéticos que formamos con ellos: sacar de tales conceptos las emociones, sentimientos, experiencias, herencias que cada uno encierra en ellos” (LV, p. 103).

Beatitud: igual, sentir la INTIMIDAD: Dios en nosotros, en “la desnudez de la vivencia” (LV, p. 105).

Paraíso: el allá, “eso de antes de haber nacido” (LV, p. 109).

El nuevo lenguaje no obedece en González a un prurito de originalidad sino a la necesidad de nuevo lenguaje capaz de expresar la realidad de un mundo totalmente nuevo, pues “la forma es esencial”; se trata de “el lenguaje sugestivo o de locura lírico-mística, en que cierta música esencial tiene un algo de índice” (LV, p. 337).

La conciliación entre el mundo de la necesidad y el mundo de la libertad, que ha sido el gran palenque del combate de González, se logra así:

Primer Paso. Destripar los conceptos abstractos y los juicios sintéticos que formamos con ellos: sacar de tales conceptos las emociones, sentimientos, experiencias, herencias, que cada uno encierra en ellos. Eso se llama la vivencia.

Segundo Paso. Meditar, con ejemplos de su propia vida, en cómo esos conceptos abstractos, o los vocablos que los expresan, son vanos, pues lo que por medio de nuestra vivencia metemos allí no nos atrevemos a confesárnoslo. Y que con los juicios que así formamos, nos creamos un mundo engañoso… que es toda filosofía conceptual, nos envuelve en una causalidad suya, y vivimos así muertos: vive en nosotros la nada.

Tercer Paso. Es todo un período largo el de descomponer nuestros términos abstractos y vanidosos en sus vivencias. El derrumbe de la mentira.

Cuarta Posición, ya afirmativa – (Primer paso en el viaje). Amar por sobre todas las cosas y a todas las cosas en Él, a eso vivo que encuentras como vivencias al destripar la nada conceptual. Eso es Dios en ti. Es lo que tienes de verdad y de vivo” (LV, pp. 103-105).

El mundo de la necesidad desaparece una vez superado el mundo de la conceptualidad, de las creaciones mentales. La libertad nace en la desnudez de la realidad viva del hombre despojado de todo aquello que lo encubre y lo hace representación superpuesta a la realidad que es.

El ámbito cristiano es el medio vivo de estos hallazgos.

El encuentro con Cristo se realiza en un saborear vivencias, más allá de toda apologética conceptual: “…toda prueba de que Cristo es mentira es un juego de prestidigitación, pues Cristo vive en mí” (LV, p. 246).

¿Cómo es la Intimidad? Dios no existe ni tiene cómos: “Dios no existe. No es objeto, ni ser, como los que existen. Pero es más vivo, más vivencia, que todo lo que existe” (LV, p. 184).

¿Cuál es el criterio de verdad ante esta realidad ultrarracional, ultraconceptual? “Vivir la verdad es, pues, el verdadero conocimiento, y este sentir la vida es el criterio de la verdad. La verdad no se ilumina con otra cosa. La verdad es la vida” (LV, p. 185).

¿Qué decir de la culpa en este mundo de unidad y reconciliación total de la Intimidad? “Nadie tiene la culpa. No hay mal ni enemigos. (…) Apenas se siente la Intimidad, el camino es fácil, las jornadas rinden ya cada vez más y se marcha con miradas a horizontes lejanos” (LV, p. 121).

¿Qué es el mal, en este universo? “…consiste en que el Yo, la conciencia, no llegue a la reconciliación de las apariencias con la Intimidad. (Esta es la idea de Dios en el hombre)” (LV, p. 227).

En este orden de vivencias, el juicio y el juez, se entienden así: “…la Intimidad envuelta en representación, en pasado-presente y futuro; (…) …una intimidad enferma de muerte y preñada de nacimiento continuo” (LV, p. 116).

Cuando se llega a esta “GRAN REGENERACIÓN o NUEVO NACIMIENTO, es cuando se nos revela la Presencia. Entonces ‘no vivo yo, sino que vive Cristo en mí’, y Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida y él nos dará eternidad en el padre” (LV, p. 140).

“¿Y cómo es eso? Si Cristo vive en mí, entonces no seré yo el que entra en el Reino, sino Cristo. No. El YO ahora es la idea de mi cuerpo o ser sucediéndose con el universo mundo. Cuando la Intimidad se revela, el Yo (Lucas de Ochoa) ya no es la idea del sucediéndose sino la idea o vivencia de la Intimidad. Es mi yo, el L. de O. glorificado” (LV, p. 143).

“¿Y cómo se llega? Viviendo y padeciendo la cruz en pos del Hijo de Dios e Hijo del Hombre” (LV, p. 142).

Superada la problemática de la supervivencia del yo; superadas las dicotomías entre libertad y necesidad, individualismo y comunión, se llega a la plenitud de aquel lejano enunciado de los años de El Hermafrodita Dormido: “No pienso, luego existo”.

“Lo único firme y que tiene valor es el conocimiento, que consiste en participación de la REALIDAD” (LV, P. 133).

“La ciencia es conceptual” (LV, p. 140). “La Metafísica es posible, pero no como conocimiento conceptual, sino como VIDA” (LV, p. 148).

Cuando pareciera que el esfuerzo va a terminar anulándose a sí mismo por la resolución de todos los hallazgos en la formulación de una conceptualidad nueva, González avanza más allá y explica cómo la realidad de todo lo expresado tiene su explicación en un plano vivo ultra racional:

“Kant acertó al negar a la razón el poder metafísico, pero no al negar su posibilidad como vivencia. (…) No se trata, como dicen algunos, de que la vida sea irracional, sino que posee muchas formas y modos y que lo esencial en ella es vivirla. Lo que no es vivo no vale un comino. Todo lo vivo es verdad. Lo racional es verdad si estuviese vivo…” (LV, p. 148). “Vivir la verdad es, pues, el verdadero conocimiento, y este sentir la vida es el criterio de la verdad. La verdad no se ilumina con otra cosa. La verdad es la vida” (LV, p. 185).

“…nada de ‘conceptos’ ni construcciones conceptuales. Toda explicación mata aquello que pretende explicar, porque lo fragmenta. Objetivar su vida y la vida del mundo es deformarla, y entonces vive uno en la nada de los opuestos, endiosa la Nada, así: bello, feo, bueno, malo. Se trata de que todo es uno y de que la razón forma conceptos abstractos y nos tapa la Intimidad. La razón o inteligencia razonante es atomizadora de lo que carece de átomos” (LV, p. 193).

“Los conceptos valen algo si conservan el cordón umbilical con la Intimidad” (LV, p. 213).

Ahora llega Fernando González a la solución de lo que fue el gran interrogante de su vida, la gran búsqueda de todos sus años, el origen de todas sus incertidumbres y oscuridades: EL PRIMER PRINCIPIO.

“¿Y qué es la Intimidad? La Verdad, y todo juicio verdadero es de identidad. Todo juicio verdadero es: sólo Dios es y somos por Dios y en Dios. Veamos:

TODO JUICIO ES DE IDENTIDAD.
EN OTRAS PAIABRAS, DE INTIMIDAD.
EN OTRAS PALABRAS, DE ETERNIDAD.
EN OTRAS, CONOCER ES ETERNIZARSE.
EN OTRAS, CONOCER ES VIVIRSE EN DIOS.
EN OTRAS, EL QUE CONOCE VA RENACIENDO EN LA ETERNIDAD.
EN OTRAS, LA VERDAD ES LA LIBERTAD”
(LV, p. 241).

Ahora González vuelve al primer principio del padre Quirós, ya resuelto en una realidad viva, y desmenuza los contenidos del primer principio aristotélico-tomista, sin demostración racional posible, según el profesor jesuita.

Dice González:

“Veamos uno de esos juicios, de esos que hasta llaman evidentes por sí mismos:

Una cosa no puede ser y no ser a un mismo tiempo.

Esto está construido con los conceptos ‘cosa’, ‘una’, ‘ser’, ‘no ser’. Un almacén de cosas determinadas. El tiempo, una cosa que es en sí; ‘cosa’ otra substancia o en sí que está metida en ‘el tiempo’; ‘Ser’ en este caso es estar metido ‘en el tiempo’; ‘No-Ser’ en este caso es no estar metida la cosa en la caja del ‘tiempo’, y ‘a un mismo tiempo’, significa que el tiempo son varias cajas; significa, pues, ‘en la misma caja’.

Traduzcamos: un lucífero o cosa no puede estar metido y no metido en una caja.

Ahora, hagamos el viaje mental:

La hormiguita sube por el muro de doscientos metros de altura; la ventana, que está a cien metros, no existe para ella, no está presente cuando principia a subir… Se acerca… se acerca… ¡y ya está presente!… ¡Y para mí estaba presente en el antes, el ahora y el después de la hormiga! Y yo tengo mi pasado y mi futuro y mi presente de mis coordenadas; y para un súpero, todo eso está en presente. Resulta, pues, que la infinita y total realidad es Presente para la conciencia infinita y que las COSAS SON Y NO SON según las coordenadas.

¡Y ese principio de contradicción era la filosofía! ¡Eso era lo que llamaron filosofía durante milenios!…

El verdadero juicio evidente, el que se intuye, es éste: la Presencia, aquello cuya esencia es la Presencia” (LV, pp. 294-295).

Para González: “…la Intimidad UNA y ÚNICA vivifica y une los mundos todos…” (LV, p. 215); por eso, concluye: “No hay sino El Único y atributos de Él, que son lo que percibimos en Él” (LV, p. 295).

Ha terminado la parábola vital de Fernando González: ha desatado el nudo; ha esclarecido el problema del primer principio, en la misma línea en que desde años atrás, pero entonces atado por las limitaciones del mundo de la necesidad, había intuido la solución: un primer principio más allá de lo racional-conceptual; en el orden vital-existencial.

La presencia viva reemplaza la enunciación conceptual-racional de lo captado.

El primer principio no se demuestra racionalmente, porque la vida no se demuestra racional sino vitalmente.

El primer principio de la filosofía racional tiene valor solamente en el mundo fragmentario, fragmentado, de la razón; pero es insuficiente en el universo de la totalidad viva que es suprarracional, manifestación de la realidad única: Dios.

Si el primer principio del mundo racional fuera válido con validez total, querría decir que Dios es objeto de la ciencia: “…querría decir que el ciclotrón y demás van a destapar al Néant, que éste es objeto de telescopio o de microscopio y que los niños no van al Reino” (LV, p. 140).

El primer principio tiene que tener validez en un orden atemporal, pues el orden de categorías temporales es transitorio: “La Vida es única. Otra vida es creación de tu apariencia” (LV, p. 179); “La Vida y nuestra vida no tienen instantes, ni pasado, ni futuro, sino que es la presencia representada” (LV, p. 252).

Pareciera que en este punto la obra de González fuera a deslizarse en un racionalismo cartesiano en el que se confunden ser y aparecer, cuando afirma: “El yo es un sucederse que se sabe tal” (LV, p. 200); sin embargo, es por la vertiente contraria por donde se enruta González, de espaldas a las posibilidades del mundo racional: “El supremo conocimiento es el juicio de identidad” (LV, p. 185); “Estos filósofos que no llegan al juicio de identidad, y a quienes el orgullo los encadena a las vivencias, quedan siempre en los opuestos, o unifican todo en la apariencia, que es la afirmación de las representaciones atomizadas hechas tiempos de verbos, o sustantivos, adjetivos sustantivos. Por no intuir al Néant, quedan desesperados” (LV, p. 211).

En este orden de cosas, conocimiento es realidad. El conocer, en su plena dimensión, es una identificación con la vida, que a su vez es una unión con Dios, una manifestación de Dios: “Conocer es vivirse en Dios” (LV, p. 241). El conocer que no trasciende la conceptualidad, frena, destruye las posibilidades del hombre: “…cuando un sucediéndose se detiene en una presencia (concepto) se hace idólatra y pierde la Presencia” (LV, p. 295).

Ser, es ser-en-Dios: “Nuestro yo es la cantidad de presente que vivimos; la cantidad de pasado y futuro que nuestras coordenadas nos suministran como PRESENCIA” (LV, p. 252).

Es la vida quien garantiza la verdad del conocimiento, no el conocer el que da sentido y explicación a la vida, porque una vez trascendidas las coordenadas de la temporalidad y percibida la Intimidad (Dios), todo se hace unidad, vida, divinidad manifiesta, presente vivo, unidad, unicidad: “Cuando la Intimidad se me revela, el Yo ya no es la idea del sucediéndose, sino la idea o vivencia de la Intimidad” (LV, p. 143); “La Intimidad se revela tan desnuda, que es uno mismo” (LV, p. 313); “Dios vivo, único. Lo demás son apariencias de coordenadas, en que hay ausencia de conocimiento o Presencia” (LV, p. 256).

El primer principio vivo, ultraconceptual, lo comprende todo; es la absoluta conciliación, porque en él no hay diferencia entre formulación y vivencia: su manifestación viva es su formulación; su percepción viva, su demostración.

“Dos y dos son cuatro. ¿Una vez que viváis esto, podéis concebir que dos y dos son cinco? No. Podéis afirmarlo verbalmente, pero no vivirlo. ¡Esa es la libertad en la Intimidad o en el juicio de Identidad!” (LV, p. 249).

En la medida en que se llega al principio de identidad vital, se llega a la libertad, porque se llega a una conciliación total donde no habiendo divisiones ni oposiciones, no hay necesidades, ni condicionamientos de fuera.

Como el discurrir del hombre es un avanzar hacia la Intimidad, “el hombre es un proceso de liberación. Libertad humana es cada verdad vivida, cada reconciliación de opuestos” (LV, p. 254).

El hombre llega a ser libre porque “el YO nunca es determinado instante en determinado lugar y espacio, y en determinadas circunstancias. El Yo es conciencia (presencia) del pasado con urgencia del futuro” (LV, p. 252).

En el universo no hay, pues, libertad y necesidad, sino un proceso de necesidad causal en trance de liberación en la plena unificación, en la plena unión con la Intimidad.

La libertad, a cuya conquista ha dedicado su vida entera, se le revela ahora al final de su brega terrena, como Gracia:

“Como somos representación creada por la Intimidad, de esta viene ‘la gracia’.

Diréis: entonces, el hombre no es libre. Su ascenso procede de fuera, con la gracia. ¡No! La Gracia es la Intimidad del Hombre…

El hombre obra por necesidad, pero es libre…

Hombre igual representación necesitada.

Hallo luego que es síntesis de representación necesitada y de Intimidad” (LV, pp. 247-248).

Así, pues, el hombre: “¿Es libre? No. Es un existiendo con Intimidad. Se liberta” (LV, p. 255).

La concepción de González es una concepción dinámica de Dios, del hombre, de la libertad. La libertad es posibilitada en cuanto hay un Dios vivo y un hombre que es representación penetrada de la Divinidad. La libertad humana es la síntesis de la Libertad plena de Dios y los condicionamientos actuantes del hombre en el ámbito de la Divinidad, en la cual está inmerso y a la cual manifiesta.

Como se ha dicho ya, en la vivencia y el pensamiento de González, el ámbito de la antropología es un ámbito cristiano. El hombre es el centro de su obra y de su búsqueda; pero tomado en su relación esencial con Dios.

En este período final de su existencia temporal, cuando logró por fin realizar los hallazgos de sus investigaciones, todo se revistió de una trascendentalidad místico-cristiana: “Hay infinitos cielos, pero yo conozco el del Crucificado. ‘Coge tu cruz y sígueme’” (LV, p. 215).

“¡Jesucristo está tan por encima de todos! Eso nos da de sopetón al leer su vida, pasión y muerte. Sólo Él hizo siempre y con Intimidad la voluntad del Padre, es decir, aquello para lo que fue enviado” (LV, p. 245). “No hay sino un camino al Néant o Vida Eterna: Cristo y la Cruz” (LV, p. 140).

Finalmente, analiza González los misterios básicos del mundo cristiano: Trinidad y Redención.

Cristo es la cabeza, la avanzada en el proceso de unidad y comunión: “Es el SUCEDIENDO que se hizo un sucediéndose…”, lo cual quiere decir, infinitud no necesitada de acción perfectiva: “…eterno e infinito como el Padre y un solo Dios vivo con Él. La tercera persona es el Espíritu, o el saberse Presencia y Sucediendo. Y son un solo Dios…”. Es una concepción de la Divinidad esencialmente dinámica. “SUCEDIENDO” es término que indica la dínamis íntima de la Divinidad que se comunica a la creación y hace que todos seamos uno, de tal manera que “no hay últimos” (LV, p. 308).

Es preciso, para González, eludir los riesgos panteístas de sus afirmaciones: “Todo sucediéndose es extensión (cuerpo), Intimidad (pensamiento) y conciencia de ello (Espíritu). (…) Resucitaremos y tendremos cuerpos gloriosos (nada entendida) e Intimidad. Será entonces la unicidad y la infinita variedad. (…) Nunca jamás se perderá el Yo, tu yo. Será tu yo en nosotros y en Él (Néant)” (LV, pp. 317-318).

La posibilidad de participación del hombre en la realidad divina es un misterio esencialmente cristológico. Sin Cristo, Sucediendo hecho sucediéndose, el hombre no puede penetrar la realidad del Dios vivo.

“Como es arriba es abajo. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. El hombre es un sucediéndose trismegisto” (LV, p. 318). Dios no es otra cosa, o ente, sino uno con los existentes que en cuanto tienen Intimidad son algo.

Como el Hijo es la manifestación del Padre, sólo por Él, según sus caminos, por su cruz, podemos ir al Padre: “Sólo (…) aparece la vocación, en la completa desnudez. Y la vocación es Cruz y nada más dulce que la Cruz” (LV, p. 106). “Seremos representación reconciliada con la Intimidad, si cargamos la Cruz y lo seguimos” (LV, p. 256).

La necesidad de Cristo y su cruz para llegar al Néant o Padre, parte del pecado Original que consistió en la aparición de coordenadas “cuyas categorías son tiempo, espacio, ‘bien’ y ‘mal’. Todos nacemos en estas coordenadas y representamos el PECADO ORIGINAL” que conlleva una solidaridad total: “Los pasados y futuros delitos, los ‘pecados’ todos son míos, nuestros, lo cual expresó Cristo al enseñarnos a orar: ‘…perdónanos nuestras deudas…’” (LV, p. 259).

A causa de esta perturbación nace el mundo de la causalidad, ya que cuando se vive en cuerpo fisiológico-pasional-mental, exclusivamente, sin experiencia de espíritu, aparece evidente la necesidad histórica.

“Y llegando al Espíritu, al cuerpo espiritual, se presenta la gran pregunta: ¿y cómo podré ser yo, si entro a la Intimidad? ¿Desaparezco? (…) ¿El Nirvana o desaparecimiento? Y son los gritos de la agonía del yo, que se afirma siempre, que no puede negarse…” (LV, p. 274).

La solidaridad en la perturbación de origen exige la unidad en la superación de esa situación de desorden: “Nadie puede pasar de esta región o experiencia humana, sin que todos estemos listos para ello” (LV, p. 175).

Es tan evidente esta situación de pecado, de desorden, que el universo la manifiesta: “¡Idiotas, los que han dicho que la conciencia de pecado la inventó el cristianismo! Está en el mineral, en todo” (LV, p. 169).

La posibilidad de caminar por el reino de Cristo requiere como condición previa el anonadamiento: “Sólo será digno de viajar por el Reino de Cristo el que se sepa, se viva y se confiese como una nada, una nada redimida por Jesucristo y que el mérito de ello es de Jesucristo” (LV, p. 312).

En González, caso único en el continente americano, encontramos una formulación de la fe cristiana, vivida, aceptada, madurada, en una búsqueda personal que cubre íntegra la existencia. En el continente americano, Fernando González es el primero en asumir el afrontamiento de la fe que recibimos, heredada de los conquistadores, para llegar a una aceptación total de la misma y a una formulación viva y personal, fruto de su opción de fe.

Es pues hombre tipo de América que desde un punto nuclear: Dios y la fe cristiana, trata, orgánicamente, de hacer realidad la auténtica maduración y manifestación del hombre americano.

No se trata solamente de especular sobre los contenidos dogmáticos de la fe, se trata, además, de enseñar un método.

González, que siempre, desde Viaje a Pie, tenía la ansiedad del método, explica su método; el resumen de su angustiosa búsqueda de la verdad y la fe a través de toda su vida: es su teoría de los viajes.

Primer tiempo. Es tomarse a sí mismo en su mundo en que vive.

Segundo tiempo. Es sorprenderse allí en un viaje pasional y hacerlo sin trabas.

Tercer tiempo. Viajar mentalmente a través del viaje pasional, para entenderlo; descubrir las coordenadas en que rige el ‘Bien’ y el ‘Mal’ de ese mundo pasional.

Propiamente éste es el proceso de descomposición del yo. Es algo emparentado con el desnudarse, o eso que llaman nihilismo, pero aquí se toma como método creador.

Cuarto tiempo. Una vez vividas esas pasiones, ese Bien y Mal de que nacen y una vez ejecutado el viaje mental o de entender el condicionamiento y todos los secretos de ese mundo, se efectúa el VIAJE ESPIRITUAL, que es un éxtasis y coloquio encendido con la Intimidad presentida…

Todo este proceso se efectúa en angustia y beatitud, y tenemos el segundo nacimiento de que le habló veladamente Cristo a Nicodemus” (LV, p. 219).

Este método podría resumirse así: tres primeros tiempos, “DESNUDARSE”; cuarto tiempo, “DARSE” (LV, p. 226).

“Tal es la teoría de los Viajes; en otros términos, del Camino, la Verdad y la Vida, o sea Cristo” (LV, p. 226).

La vida de González se hace entonces un “mirar el abismo desde la altura vivida” (LV, p. 239).

Este Libro de los Viajes o de las Presencias es un libro trascendental, cuya vigencia está reservada a tiempos futuros. Recuerdo bien que González tenía una pesadumbre intensa de que su libro no iba a ser entendido, y vivía en el gozo de haber podido escribirlo; lo sentía como fruto de altas revelaciones: “¡Alabado seas, Señor, porque hiciste que yo, un moco, escribiera el Libro de los Viajes!” (LV, p. 312).

El padre Elías o la plenitud de la comunión

Desde 1929 anuncia González, como obra en preparación, El Padre Elías; en Mi Simón Bolívar se precisa su figura como la encarnación de los más altos anhelos; en el Libro de los Viajes, se habla de nuevo del “bendito padre Elías”, mientras se siente la angustia del tiempo que se va: “Tengo muchos mundos y ya estoy viejo. ¡Lástima!” (LV, P. 90).

Al fin aparece la Tragicomedia del Padre Elías y Martina la velera, la despedida de González de estas coordenadas temporales.

El Padre Elías es el primer tragicómico de América. La tragicomedia es fruto de madurez; la asunción sonreída de la humana miseria elevada a órdenes superiores de existencia.

En esta obra asume González su condición contradicha en el medio americano y se burla piadosamente de su soledad, superada en un orden superior de vivencias místicas.

Uno solo son Fabricio el Sacristán y el padre Elías: “…el uno, presencia pagana; el otro, presencia de la cruz. (…) Vías al mismo lugar; las presencias conducen siempre al Cristo” (T, I prólogo).

En estos dos personajes se encuentra la reconciliación de los universos espirituales en que Fernando González vivió su aventura de fe y autenticidad. Es la síntesis de toda su experiencia espiritual, ya a punto de ser trasladado “…del nudo andino a la patria de los Padres!” (T, I prólogo).

Esta obra es una obra de serenidad, de plenitud, de reconciliación total, de comunión; hecha con retazos del entero discurrir de su vida, de su pueblo, de las gentes con las que convivió por años: la Perraflaquita, don Bedús, Julio Buche, Sinsonte, Manos de araña, Faustina Arcila, son encarnación de los personajes comarcanos que tipificaron la fenoménica del discurrir colombiano, las almúnculas terrenas, alinderadas, cicateras, entre las cuales González realizó sus búsquedas y a las cuales tuvo que sufrir sin que se dieran por entendidas de su mensaje: “¡Qué personajes sostenidos y vivos los de esta Tragicomedia! ¡Venid y los veréis y oiréis! Son vivos y nada es fantasía. Y, sin embargo, si viniereis a Entremontes, no podré mostraros al Padre Elías, Fabricio, Martina, La Perraflaquita…, pero diréis: la Tragicomedia es Entremontes, y los personajes es lo que se manifiesta en estos pueblos y gentes, pero como los dobles, que los obligan a vivir y a trabajar y que los ojos terrenos no pueden ver; ellos son los reales y estos entremontesinos son las apariencias” (T, II, p. 173).

“Lo que deseo patentizar es mi NOVELA de LA NOVELA, la que chorrea todo lo que es humano, todo humano, siempre humano…, pero con el Crucificado ahí, glorificándolo, que es lo que llaman ‘resucitó en cuerpo glorioso’” (T, I, p. 35). “LA NOVELA, LA CRUZ” (T, I, p. 32). “Fuimos puestos en la Tierra (Adán) en forma granulada, o de individuos o predisposiciones, para que estos convivieran, representaran la perturbación original y ENTENDIERAN… ¡ESA ES LA NOVELA!” (T, I, p. 30).

La Tragicomedia es la expresión de los fenómenos humanos y sobrenaturales que llevan a la Redención, a la extinción del Yo por la unión con Dios: “Esa soberbia del Yo al erigirse en Ser, en Inteligencia, fue el pecado Original, origen de LA NOVELA, y es el culpable de que las novelas no valgan ni un comino, porque en ellas aparece el yo, el eterno medidor. ¿Novela en que aparece el yo? ¡Vade retro!”. “El Yo, el ente mental, que es un complejo abstraído, recordado de reacciones pasadas; un muerto que se erige en Ser, clasifica, propone y tapa La Vida con sus elucubraciones” (T, I, p. 71).

Al final de sus días Fernando González es un hombre en la beatitud, pero incomprendido, rechazado, mirado recelosamente, alejado de los marcos sociales de difusión de cultura. Esa es su tragedia, esa es la tragedia del padre Elías, beato ya, al final de sus días: un “enloquecido por la lectura no digerida de obras prohibidas o sospechosas que avivaron su orgullo, (…) queda suspendido de su curato de almas” (T, I, p. 92).

La incomprensión pesó siempre en su alma signada por un impulso magistral: los “sabios sefarditas de Salónica dirán que esto mío no es LA NOVELA y que ni la leerán hasta el final” (T, II, p. 17).

Ahora, ya al final, luego de años de magisterio y de testimonio de autenticidad, en contra de la imitación extranjerizante, otra alienación social tiende en su vida el color de la tragedia: la entrega de las generaciones nuevas a mesianismos colectivistas, de espaldas a la vivencia del Espíritu:

“Estoy viendo que de la tierra árida, desde el Danubio hasta el Pacífico, se levanta un animalón al que le ha sido dado el poder sobre la Tierra hasta que se cumpla su poder… Los otros animales que habían recibido a su tiempo la vitalidad van enflaqueciendo, y el terror es su vida, marchitándose y secándose como hierba cortada.

(…)

Veo que todos los actos de los hombres que afirman no ser ellos el animal, no tener parte con el animal, son conducta de temerosos y aduladores del animal. La vida humana se realiza hoy en función de él.

Estoy viviendo tan nítidamente esto, que tiemblo de pavor… En mí no hallo sino horror ante el animal sin enemigos; los que así se llaman a sí mismos, no son sino empavorecidos. No hay sino miedo, presencia del miedo en quienes no lo aman, porque aman sus posesiones, sus yoes.

¿Dónde hay alguno que reciba vitalidad? ¡Ay, ay, ay, todo es oscuridad y la Bestia!” (T, II, pp. 21-22).

La lucha de toda su vida por hallar que “Cristo es el camino, la verdad y la vida; que Cristo glorifica todo lo creado; que glorificó su cuerpo y que vive en nosotros y glorificará la Tierra. Que la Inteligencia o Espíritu Santo vive en nosotros, que somos crucificados a la tentación, la cual es ‘esta vida’ y que al fin, como Él lo dijo, todos seremos uno solo con el Padre” (T, I, p. 92), termina en la soledad, desoído, incomprendido, aún por aquellos que admiran su vida y su obra. Por más que vive que “voy siendo amor, (…) voy siendo bendición” (T, I p. 74), es “burro que come el pienso de su canoa” (T, I, p. 106) y no encuentra salida: “¿Cómo salir? ¿No hay para dónde?… La vida se me presenta como un dolor sin salida, quieto, creciendo, creciendo…” (T, II, p. 117).

A pesar de este tinte trágico, el final de González es una plenitud de realizaciones, está envuelto en una atmósfera de paz de la que su figura y sus actitudes son reflejo vivo. El padre Elías “había trascendido o estaba para trascender el mundo pasional y mental” (T, I, p. 97).

El Libro de los Viajes es la consignación del método con el cual halló a Cristo; la Tragicomedia del padre Elías es el recuento de sus últimos pasos hacia el perfeccionamiento de su unión con Dios hasta hacerse las Bienaventuranzas.

González, en sus últimos años, es un hombre pletórico de vitalidad.

“Huir de esta vida, huir de la tentación que es esta vida o presencia, es huir de la cruz deleitosa, en que está escondido el INTIMO. Es huir de Dios, en quien somos. (…) Porque somos esta vida y la glorificación de esta vida, o sea, ‘dioses sois’” (T, I, p. 38).

Ya iluminado por la gracia en el mundo de la libertad, ha superado su viejo principio de “padezco pero medito”, y lo ha cambiado por otro más logrado y perfecto: “Padezco, pero entiendo” (T, I, p. 31); ahora el “vivir entendiendo, tiene inmanente el vivir amando, ese amor que sólo conoce el que entiende; también tiene implícito cierto pregusto del Atemporal” (T, I, p. 47), que nos hace solidarios en la unión con la divinidad y en la lucha por la perfección: “…porque LA CRUZ es realmente una sola. Es ADÁN, EL HOMBRE, quien vuelve al Paraíso” (T, 1, p. 46).

La solidaridad en la búsqueda y en la tentación es una identificación en la plenitud en la que se hacen uno el ser y el entender, según aquello de que “entender es ser, y el Ser es lo que uno entiende de uno mismo” (T, I, p. 47) porque “entender es ir siendo el Atemporal” (T, I, p. 48), al dejar la conceptualidad donde “todo es yo” (T, I, p. 72).

Los vastísimos mundos del yo, se van trascendiendo sucesivamente.

Primero muere el Yo pasional, revestido de instinto de reproducción.

Las manos sarmentosas de Martina la velera y La Perraflaquita, son el símbolo del mundo pasional, pues “un botón floral y una niña inocente que se asoma a la nubilidad son las apariencias más avasalladoras: ¡la tentación de conocer el bien y el mal!” (T, I, p. 102).

La Perraflaquita, que encarna “el Hermafroditismo, o sea, el Paraíso, (…) fue glorificada por la Inteligencia en mi nada, no por mí, sino por el Espíritu Santo en mí” (T, I, p. 104).

En la figura de la Perraflaquita y en su muerte, se simboliza la muerte de ese vasto universo de la inocencia pagana que el Hermafrodita de Roma encarnó. El epitafio de la Perraflaquita reza así:

“Y por Cristo murió glorificada (…)”.

“Sabio y eterno es el que es
no el que aparece y conoce”
(T, I, p. 105).

De la tentación de la inocencia “sólo se liberta el que muere y sea la PRESENCIA DE LA INTELIGENCIA O ESPÍRITU SANTO” (T, I, p. 113).

Luego muere el yo posesivo.

Las manos muertas de Martina se transforman en la tentación de lo mío y de lo tuyo: “hacer el bien” y “evitar el mal”, “…el doloroso drama que se cumple hoy en grande en toda la humanidad, a saber: QUE CAMBIANDO VIOLENTA O ARTIFICIAIMENTE la subestructura económica de la vida humana, se vuelve al Paraíso, donde no hay tuyo y mío, etc.” (T, II, p. 36).

El padre Elías comprende el universo de ese yo ávido, cuando artificialmente, sin ser donación, sin ser desprendimiento y pobreza, se desprende de su huerto y decide regalarlo a Martina: “Sé que ésta ama a Jovino; Jovino no la ama, sino que se entretiene con ella; Julio, el chofer, la ama; es borracho perdido. Si regalo a Martina el usufructo, que se consolidará con la nuda propiedad el día que se casare…, Jovino se casará con ella, y, así, evitaré ‘males’ y haré ‘bienes’ a mucha gente…” (T, II, p. 100). Hecha la donación, el padre Elías entiende que para comprar con dádivas la beatitud, arrojó su cruz que era sufrir su yo ambicioso: “…con esta donación pretendí comprar la beatitud, por haber filosofado…”. Entonces toma su cama pobre, que es muy suya, y resuelve luchar y entender su complejo egoísta de posesión, hasta que todo se cumpla, pues “todo se cumplirá antes del fin de ‘este mundo’” (T, II, p. 104). Luego, muere el yo eternizante, que pretende eternizar las coordenadas espaciotemporales, y es el núcleo mismo del Yo.

En casa de Fabricio el sacristán, el padre Elías “se pasa los días y las noches entelerido como un pordiosero” (T, II, p. 115), y vence el deseo implícito de “vivir eternamente”, que conlleva el ansia de posesión (T, II, p. 111).

Al final, en la noche de Navidad, es traído el cuerpo ensangrentado del cura suspenso a quien Julio Buche, el chofer de Las Alfardas, atropelló con su carro; pero el padre sostiene que fue él el culpable, pues desde que se conoce vive en el mundo del suicidio que “tiene en su centro, en un montículo, como a su Rey, al Crucificado” (T, II, p. 128).

González (encarnado en este ridículo y sabio cura), logra al final lo que buscó siempre: el sentido del hombre a partir de un postulado de fe en Dios, encarnado y manifestado en Cristo: “Ir entendiéndose como relatividad; como afirmaciones-negaciones necesitadas de lo que uno es: coordenadas; entendiendo en coordenadas; o de lo que uno va siendo: desplazamiento o transmutación de coordenadas por cuantos de entendiendo, y el Suicidio es la vivencia de que somos viajeros caducos en la vida, hojas secas del árbol de la Vida… La Inocencia que es la vivencia o comprensión de todo en uno: bien y mal; feo y bello; homicida y homicidado… Es la santa idiotez… la beatitud” (T, II, p. 127).

Ha realizado el sueño de sus días, el que desde el principio lo lanzó contra la realidad ambiente, el que lo llevó a vivir a la enemiga: el Suicidio que lleva a la Amencia, más allá de la conceptualidad en que se apoya el primer principio racional del mundo de la conceptualidad que ha llevado a América y a los americanos a vivir de espaldas a su autenticidad, en la imitación.

González precisa bien: “Entiendo por demente al que tiene mente, o sea los primeros principios nacidos de las coordenadas humanas, pero de coordenadas humanas en desarreglo”. “La Amencia”, por el contrario, es aquel estado del que “vive en la Inteligencia y ya no tiene mente; ya no piensa sino que vive; es el inteligible y la Inteligencia. A eso lo llamo también Sabiduría y Beatitud” (T, II, p. 129).

Superado totalmente su yo; consumidas, por superación, sus coordenadas temporales, muere el padre Elías, solo, sin testigos. El Viernes Santo es hallado muerto “con la cabeza caída en el plato del azúcar de las hormigas…”. “Era un viejito-viejita, la Inocencia Hermafrodita” (T, II pp. 148-149).

El Epitafio de la tumba del padre Elías decía así:

¡Cielo eres, pobre Elías!
¡Cielo de ojo simple!
¡Cielo hermafrodita!
¡Ni Bien ni Mal:
¡El sueño sáfico!

(T, II, p. 153)

Así, simplemente, consumido su mundo temporal, terminó sus días Fernando González. “Suspenso” en el ámbito de la cultura nacional, borrado su nombre de los manuales donde aprende la juventud a conocer los valores patrios, mirado con recelo por el establecimiento, seguro y feliz, sabedor de que: “¡Dichoso el padrecito Elías, si conquista el no ser gallo que saquen a reñir en la gallera de la necesidad!” (T, II, p. 77).

Antes de su silencio definitivo, más allá de la temporalidad, se escucharon, pero no se entendieron ni aceptaron, sus últimos llamados:

1. A la superación de la Mente y sus mundos, para unirse a la vida plena: “Las leyes de la lógica humana son ‘verdaderas’ en el sentido de que al observar mentalmente un pensamiento o razonamiento o curso vital ya sucedido, las observamos allí… pero todo eso que se observa, ya está muerto cuando se observa… NO MENTIR Y SEGUIR A LA INTELIGENCIA HASTA LA FINAL PATENTIZACION, LA GLORIFICACIÓN DE LOS MUNDOS TODOS EN LA CRUZ…” (T, II, p. 40).

2. A la superación de la tentación de los tiempos actuales: la santificación por la aceptación de los mesianismos temporales: “Nosotros, los hombres de la Iglesia, hoy, pretendemos ‘hacer la paz’, la paz en la tierra, el cielo en la tierra; y así, hoy, estamos en competencia con los que pretenden hacer lo mismo: el Paraíso en la Tierra… Parece que eso está escrito en el libro: que se padezca también y principalmente ese orgullo satánico (el ‘yo’ o ‘mente’) de que en la tierra puede haber ‘paz justa’ como si vivir no fuera drama esencialmente” (T, II, p. 119).

“El Evangelio nada tiene que ver con el gobierno de este mundo” (T, II, p. 84).

3. Al silencio, que es la manifestación de la libertad conquistada: “Si hay algo que sea el INEFABLE, EL LIBRE entre los ‘fenómenos humanos’, es EL SILENCIO. (…) Una vez que conquistamos el Silencio, nos libertamos del destino. (…) Los silenciosos no padecen necesidad” (T, II, p. 76).

Luego de estos llamados, la conversión en las “Bienaventuranzas, el que no piensa, pero es las Bienaventuranzas; (…) eso despreciado en vuestra Universidad, porque se asemeja a la perfecta idiotez, las Bienaventuranzas. No hay nada sino la VIDA, y nosotros somos la VIDA sucediéndose” (T, I, p. 60).

Al final, Fernando González, era un hombre sin Yo, en diálogo mudo con Dios y la creación (T, II, pp. 55 ss), unificado con el universo: “¡Oh Vida! ¡Nada deseo, porque te tengo! ¡Soy Vida! ¡Sólo Tú, sólo existes Tú y todo eres Tú, amor mío, que eres yo mismo! ¡Te tengo tan cerca! ¡Aquí te tengo! ¡Estoy reposando en Ti, sobre Ti, dentro de Ti! ¡Eres yo mismo amor mío!” (T, II, p. 45); abierto “como nada al Inefable… hombre escuchador, puerta sin alas, escuchador en silencio de la voz de LA VIDA…” (T, II, pp. 22-23).

Leve cadáver en la cama vieja…
¿Quién distinguir podría
al Cristo de su Cruz glorificada?

(T, II Epílogo)

Realmente la vida de Fernando González fue una tragicomedia. Mirado como la encarnación de odios, violencias e injusticias, cuando no fue más que un buscador de la libertad en el amor y la verdad; considerado como ateo, cuando sin el sentido de Dios no puede entenderse su obra y su lucha; juzgado como hedonista plácido y despectivo, cuando su vida fue una agonía sin cuartel para encontrar los principios, el principio primero de sus inquietudes; condenado como apátrida, cuando su voz no fue más que la denuncia de la mentira social que acoyunda y oprime el pueblo explotado y enfermo.

Queda para las generaciones venideras del Continente su obra, su mensaje, el testimonio de su vida.

Hasta hoy, operantes aún los sistemas político-culturales, los moldes sociales, las mentiras sociales que él puso al descubierto y criticó sonreído y solitario, su obra permanece desconocida y olvidada. El día en que el acontecer histórico y la evolución cultural maduren los pueblos americanos, se entenderá su mensaje y se le mirará como un profeta iluminado, cuyos reflejos se perdieron en un caliginoso mundo simulador y egoísta.

Cuando la urgencia de valores morales y religiosos de fondo que garanticen un compromiso válido en lucha por la dignidad de la persona y de la sociedad se hagan necesarios con necesidad viva y no meramente tradicional, se comprenderá el valor de su opción de fe, y el significado de su figura, única en América, en la que se encarna un proceso vivo y veraz de maduración de la fe cristiana.

Es una de las realidades que se esperan para tiempos futuros en el panorama religioso y cultural del mundo americano: la comprensión de la vida y del mensaje de Fernando González, profeta de la fe y de la autenticidad del hombre americano.

* * *

Bibliografía

Las citas de Fernando González han sido tomadas de la primera edición de sus obras, como sigue:

Pensamientos de un viejo. Litografía e Imprenta J. L. Arango, Medellín, 1916.

Una tesis. Imprenta Editorial Medellín, 20 de abril de 1919.

Viaje a pie. Editorial “Le livre libre”, París, 1929.

Mi Simón Bolívar. Editorial Cervantes, Manizales, 1930.

Don Mirócletes. Editorial “Le livre libre”, París, 1932.

El Hemafrodita Dormido. Editorial Juventud S. A. Barcelona. 1933.

Mi Compadre. Editorial Juventud S. A., Barcelona, 1934.

El Remordimiento. Casa Editorial y Talleres Gráficos Arturo Zapata, Manizales, 1935.

Cartas a Estanislao. Casa Editorial y Talleres Gráficos Arturo Zapata, Manizales, 1935.

Los Negroides. Editorial Atlántida, Medellín, 1936.

Santander. Editorial ABC, Bogotá, 1940.

El Maestro de Escuela. Editorial ABC, Bogotá, 1941.

Libro de los Viajes o de las Presencias. Tipografía y Editorial Gamma, Medellín, 1959.

Tragicomedia del padre Elías y Martina la Velera. Tipografía y Editorial Gamma, Medellín, 1962.

Antioquia. Ediciones de la Tipografía La Pluma de Oro, Medellín (varios números de la revista).

Juicios y comentarios sobre Tomás Carrasquilla. Editorial Bedout, Medellín, 1958.

Fuente:

Restrepo González, Alberto. Testigos de mi Pueblo (Fernando González, Porfirio Barba Jacob, Tomás Carrasquilla, El Indio Uribe, Epifanio Mejía). Medellín, Editorial Argemiro Zapata y Cía., 1978. Segunda edición (ampliada): Medellín, Colección Autores Antioqueños, febrero de 1996.