Sobre “Viaje a pie”

Secuelas del viaje gonzalino

Por Jairo Hernán Uribe Márquez

Releo mis notas de Viaje a pie, escritas en el siglo pasado, y no puedo menos que sorprenderme por ese ‘mí mismo’ que buscaba en Fernando González un cierto tipo de ánimo o ánima para soportar la vejez de los 33 años. Exactamente a esa misma edad, hacia 1928, el filósofo de ‘Otraparte’ se propuso un viaje a pie, con morral y bordón, desde Medellín a Buenaventura, deteniéndose, por supuesto, en las cumbres nevadas de esta inmensa cordillera que vemos todos los días. Compañero de jornadas fue Benjamín Correa, amigo, escribiente y secretario. Pero el auténtico interlocutor era el propio González, solipsista temerario que empezaba por aquel entonces a desprenderse del marco estrecho del pensamiento nacional y, en especial, de aquellas ideas generales, conservadoras, clericales y caducas con que se fundó el país.

Llegaron las ideas generales a donde estábamos reclinados y formaron tal algarabía que nos hicieron levantar y despedirnos con estas palabras: “Oigan, señoras, y perdonen que las llamemos así; nosotros estamos hastiados de ustedes; venimos desde muy lejos en busca de una idea nuestra, sólo nuestra, aunque sea por el espacio de diez segundos; vamos a recorrer la tierra en busca de una idea que no haya sido poseída por el doctor Emilio Robledo. La encontraremos en Manizales, o en Buenaventura, aunque sea una de esas ideas negras que hay allá…”.

El viaje físico que transcurre por trochas, fondas y plazas pueblerinas, es en realidad una excusa del viaje íntimo, existencial y crítico a bordo de los temas y preocupaciones fundamentales, no tanto de un filósofo aficionado —como el mismo se acredita— sino de un pensador maduro que aspira a lo que luego denominaría la ‘autoexpresión’, es decir, la capacidad de pensar y expresar lo que se siente. Con esa armadura de naturalidad e irreverencia, declarará en el clímax de su aventura:

¿Qué vimos en nuestras almas? Que son tres los motivos de esta inmensa obra; que en nosotros hay hambre, amor y miedo. Todos sus trabajos los ha ejecutado el hombre debido a estas tres causas; todo su desenvolvimiento es motivado por ellas.

Resta el viaje crucial o su postulación hipotética: el de la muerte. Un libro como éste, dedicado a la exaltación de la juventud y de la vida, no puede menos que convocar sus reversos: el inevitable envejecimiento y el morir.

Avistador profesional, como ya sabemos, de muchachas, agonías y entierros, González corrobora que “lo único esencial en un entierro es el cadáver y el sepulturero”. Y no deja de señalarnos que “al morir nos hacemos más terrenales; nos llama más fuertemente la tierra”.

Descontento, pues, de su materia física, este filósofo bífido se atiene a los sentidos primordiales (ver, oír, oler, y saborear) como imprescindibles estaciones que ha de recorrer el pensador para trascender sus límites y alcanzar el señorío: aquel dominio de sí que logra por fin conciliar la filosofía con la cultura.

Dominio que quizá alcanzó nuestro filósofo criollo en Manizales, en sus faldudas calles. Pues, como finalmente expresó al dejar la city y proseguir su viaje: “Las ciudades planas no tienen, como esta, un alma para cada calle”.

Fuente:

Uribe Márquez, Jairo Hernán. “Secuelas del viaje gonzalino”. Comunicación personal. Publicado originalmente en la revista virtual Babelia, n.º 27, Manizales, 2007.