Cinco estampas de Otraparte

Por Juan José Hoyos

La casa es vieja, pero no está deshabitada. El lugar está lleno de gente. Todo en ella habla: sus paredes, la ceiba, la fuente, la sillita, la máquina Remington.

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Desde la reja de hierro forjado que da a la avenida, y en medio de los árboles que la resguardan, las puertas de la casa se ven abiertas de par en par. Es de dos pisos, de estilo español, con techos cubiertos de tejas de barro. Una pequeña sinfonía de ventanas y barandales, muros blancos y tejados. El de encima es más pequeño y tiene un balcón con vista al jardín. Viene a mi mente el hombre solitario que se asomaba al mundo detrás de ese barandal, «muy dueño del paisaje, algo blanca ya la cabeza, los ojos alelados, las orejas abiertas a toda vela». El de abajo es más amplio y está rodeado por un corredor donde hay una larga banca de iglesia, de madera desnuda, esperando a los que llegan. Bajo la luz de la tarde que cae, en el balcón se ve la silueta de un hombre con los brazos abiertos. Lleva un sombrero y un abrigo de viajero. Su expresión parece de júbilo: el del caminante que en lo alto de la montaña divisa por fin la tierra adonde busca llegar desde hace mucho tiempo. ¿Es él?, pienso. De lejos, la figura de cartón piedra parece tan real como la casa. Aquí vivieron muchos años, con sus 32 árboles de naranjos enanos, Fernando González y Margarita Restrepo y sus hijos Álvaro, Fernando, Pilar, Ramiro y Simón.

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Un camino de piedra atraviesa el jardín, lleno de árboles frondosos y de plantas muy cuidadas. Mis ojos buscan el balso, las tres palmas, la ceiba. En la mitad hay una fuente. El agua cae a un pozo recubierto con baldosas de cerámica de colores muy vivos. Parece una fontana árabe en una mezquita de Córdoba. Por dentro, la casa es como un caracol. Es vieja, pero no está deshabitada. Hay un salón amplio y sobrio de paredes blancas coronado por un techo con vigas de madera. De cerca, mis ojos ven las mismas cosas que vio en 1940 el periodista Luis Enrique Osorio, de la revista Cromos, y van descubriendo todas las maravillas de un relicario: «las rejas de hierro que fundiera Francisco José de Caldas al construir la antigua Casa de Moneda; las minúsculas balaustradas que velaban, en el siglo XVIII, la fisonomía de las mozas rionegrinas; la pequeña imagen de madera desprendida de un púlpito colonial… El precioso mesón que perteneció al padre de doña Margarita y suegro de Fernando: el presidente Carlos E. Restrepo».

En la pared del fondo hay un retrato: Fernando González sonríe. Sobre su cabeza lleva una boina vasca. Es el mismo hombre que escribió en una carta a su amigo, el padre Jaime Vélez: «Respecto a mi persona, le diré que nací en Envigado el 24 de abril de 1895, en una calle con caño; que no soy de ninguna academia; que no tengo títulos, pues los de bachiller y abogado los perdí, y que me alegra mucho eso, pues el que no pierde todo, muere todo». Es el autor de Viaje a pie y una docena más de obras que cambiaron nuestro modo de mirarnos.

A la derecha hay una pequeña sala de lectura con un estante lleno de libros. A la izquierda hay dos cuartos que parecen de monje. En el primero hay una cama sobria, labrada en comino, cubierta por una colcha blanca. Junto a la cabecera, en un nicho abierto en la pared, coronado en arco, hay un retablo de madera que parece la puerta de un sagrario. Del techo cuelga una lámpara de iglesia. A unos pasos están la mesa y la silla: la sillita donde él se sentaba a escribir en una vieja máquina Remington, acurrucado, en posición fetal. La máquina está sobre la mesa, en silencio. Pienso en la carta de Mary Jo Smith, la hija de Rosa Girasol, que mandó desde Estados Unidos el día que reabrieron la casa. La carta dice: «El Maestro era mi ‘abuelito’. Mi mamá, como Nadaísta, solía visitarlo mucho y yo forjé mi propia relación con él, desde los 3 hasta los 5 años de edad. Nos íbamos a caminar juntos y él recogía naranjas de los árboles, y caminando, comiendo y conversando pasamos muchas tardes. Una vez me cansé de pelar mi naranja —mientras él ya se comía la suya— y le pedí que me diera un casquito. Me dijo: ‘Todo lo mío es tuyo’. Cuando yo lo visitaba, subía a su alcoba donde escribía, sentado en una sillita chiquita, con la máquina de escribir sobre una silla de tamaño normal. Las rodillas le llegaban hasta el pecho, y yo le pregunté por qué tenía una sillita que era chiquita, como para mí. Me dijo que así le gustaba escribir. La sillita era el símbolo del puente espiritual que nos unía… Mi mamá me llevó a Otraparte el día después de que el abuelito dejó su cuerpo y, mientras ella tomaba agua aromática con Doña Margarita, yo subí las escaleras angostas a buscar la sillita. La llevé al carro, la puse sobre el asiento de adelante y me senté en ella. Admiré el jardín y sentí mucha paz. Mi amigo ya no estaba para darse caminadas conmigo, pero yo nunca perdería nuestra amistad… En ésas salieron Doña Margarita y mi mamá a preguntarme qué estaba haciendo con la silla, y les contesté: ‘Abuelito me dijo que todo lo de él era mío y esto es lo único que quiero’. En ese entonces yo tenía 5 años; la sillita me ha acompañado ya casi 39 años. Me gustaría regresarla a la alcobita del Maestro ya que ustedes han creado en Otraparte un sitio muy especial que lo celebra».

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A unos 20 ó 30 metros de la casa grande, hay una pequeña que durante un tiempo fue depósito de materiales y aperos de labranza. Luego, se convirtió en una casita misteriosa en la cual Fernando González se encerraba a leer y a escribir, a emprender sus «viajes pasionales» de día o de noche. Era de una sola habitación, con una ventana al fondo. Sus paredes estaban forradas de estantes, del suelo hasta el techo, repletos de libros. Hoy ha sido restaurada y en ella funcionan la Librería y el Café de Otraparte. El lugar está lleno de gente.

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El que habla es Gustavo Restrepo, el antropólogo que dirige la casa. «Yo era como una casa con las puertas y las ventanas cerradas. En 1993 me fui a estudiar en la Universidad Pública de Nueva York. Después de leer un libro sobre la vida de Fernando González que me regaló mi tío Armando poco antes de su muerte, las puertas y las ventanas de esa casa se abrieron. Otra vez hubo aire, luz, esperanza y alegría. Me volví coleccionista de los libros del maestro. Buscaba fotografías suyas, cartas, diarios. Encargué a mis amigos todos sus libros. En 1998, regresé a Colombia. Navegando en Internet encontré un sitio web llamado Otraparte. Decidí escribirle al dueño. Se llamaba Camilo Giraldo y era un muchacho de Cúcuta enamorado de la obra del maestro. Él me pidió ayuda para diseñar la página. El 3 de mayo la publiqué en un servidor gratuito. Durante dos años trabajé en ella y en 2001 la Cámara Colombiana de Informática me otorgó un premio por la página. En esa época no conocía a Sergio Restrepo. Él vio la página en Internet. A los dos nos dolía esta casa cerrada. El 10 de abril de 2001 murió Fernando, el hijo del maestro que vivía en Otraparte y se vio obligado a vender la antigua propiedad, excepto la casa. Su hermano Simón vio la necesidad de crear una entidad que la reabriera y cuidara de ella. En 2002, publicó un aviso en los periódicos anunciando su intención. Algunos descendientes del maestro, Sergio, sus amigos de Stultífera Navis y yo decidimos decir sí a la convocatoria. El 10 de abril, primer aniversario de la muerte de su hermano Fernando, se constituyó legalmente la Corporación. Ese día, Simón trajo a la casa la vieja mesa de su padre. Sergio trajo en un matero una ceiba envigadeña. Es, tal vez, la última descendiente de las viejas ceibas de la Plaza de Envigado, que tanto amaba el maestro y que han ido muriendo casi todas. Nos contó que la semilla la había recogido en el techo del templo de Santa Gertrudis. La había llevado allí el viento o una paloma. El párroco lo autorizó para subir al techo y trasplantarla. Él cuidó la ceiba durante varios años. Las llaves de la casa me las entregaron ese mismo mes. Simón murió al año siguiente. Durante cuatro años, Sergio y yo fuimos los dos únicos empleados voluntarios de la Corporación. Hoy somos 22. Hemos recuperado 3.050 metros cuadrados de la antigua propiedad, con la ayuda del Municipio de Envigado, y restauramos la casa».

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Dejo atrás la casita misteriosa que hoy es El Café de Otraparte y atravieso el jardín. Pienso en la ceiba. También en los naranjos y los guayacanes que sembró el maestro, y en la huerta de «El arracachal de las ánimas» que cultivó con sus manos. Las mismas con las que escribió su obra en sus libretas de «carnicero» y cepilló a su ternera «Paturra». Antes de atravesar la reja de hierro que da a la avenida, leo el libro de visitantes. En una hoja, Pilar González, la única hija sobreviviente del maestro, escribió estas palabras: «Qué bueno ver la casa de mi papá tal como era».

Fuente:

Hoyos Naranjo, Juan José. «Cinco estampas de Otraparte». El Informador n° 349, publicación mensual gratuita de Comfama, Medellín, agosto de 2010, pp.: 20-21.