El hijo de Otraparte

Por Juan José Hoyos

Fernando, hijo. Así lo llamaban sus amigos para distinguirlo de su padre. Su nombre completo era Fernando González Restrepo. En su casa le decían Nano. Era hijo del escritor Fernando González Ochoa. Él lo describía en sus cartas como “un niño cada vez más dulce, manso, y sin rencor por nada”. Yo lo recuerdo como un hombre de silencio y lleno de bondad. Cuando lo conocí, estaba al pie de la casita misteriosa en la que su padre se encerraba a leer y a escribir. Estaba situada a unos 20 o 30 metros de la casa grande, y durante algún tiempo había sido depósito de materiales y aperos de labranza. Era de una sola habitación, con una ventana al fondo. Sus paredes estaban forradas de estantes, del suelo hasta el techo, repletos de libros y libretas escritas a mano. Enseguida comprendí que él era el custodio de esa casa.

Fernando González Restrepo nació en Envigado, en 1930, y se graduó como abogado en Bilbao, España, en la década de 1950. Su tesis sobre La mutabilidad del Derecho Natural y su libro titulado El instante vital, que fue escribiendo a lo largo de sus últimos años, fueron las únicas obras escritas que dejó al morir en abril de 2001. Su otra obra fue la preservación de la herencia de su padre y de la casa donde él vivió con su familia buena parte de su vida.

Su amigo, el padre Gabriel Díaz, recuerda a Fernando como un desempleado permanente, pero un trabajador de tiempo completo de lo fundamental, que para él era la vida interior. “Le gustaban más la sombra y el silencio; éste fue su última palabra”, dice. “Te adoro, vida, eres lo único que soy”: ese es uno de los pensamientos que dejó escrito en su libro.

En una carta que le escribió después de su muerte, el padre Díaz le habla a Fernando de su capacidad de asombro frente al milagro de la vida: “En el viento, en el volátil viento que irrumpe entre las cosas”. También, en el sinsonte que un día fueron a comprar a Guayaquil para liberarlo de la jaula: “Y… ¿Sí canta?”, le preguntó Fernando al carcelero. “¿Que si canta, mi don? ¡Lo cogimos chiflando!”, contestó él. “¡Que nos cojan pues chiflando a todos!”, dijo Fernando. El padre Díaz guarda en su mente como un tesoro uno de los apuntes de Fernando, que era un lector incansable de los libros del poeta Henry David Thoreau: “¡Cuando culmine el exterminio, el hombre mismo morirá de soledad!”.

Nano acompañó a sus padres Fernando y Margarita a lo largo de muchos años, desde que se construyó la casa, en 1941, y luego de la muerte de ellos permaneció en Otraparte hasta después de 1980, cuando la propiedad fue entregada al municipio de Envigado para ser convertida en Casa Museo.

“Fernando hijo es, pues, el ‘padre’ de esta entidad agradecida que hoy lo recuerda con afecto en los diez años de su muerte”, dice Gustavo Restrepo, el director de la Corporación Otraparte, que hoy vela por la casa y la obra del maestro. Él y sus compañeros recuerdan a Fernando como poseedor de una amplia cultura, un lector incansable y un gran conversador que dedicó su vida a cuidar la obra y el pensamiento de su padre, desde la soledad y el silencio.

La casa permaneció cerrada varios años. Tras la muerte de Fernando hijo, su hermano Simón González, ex gobernador de las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, decidió crear la Corporación Otraparte para reabrir la casa. El 10 de abril, primer aniversario de la muerte de Fernando, se constituyó legalmente la Corporación. Ese día, Simón trajo a la casa la vieja mesa de su padre. Y la casa volvió a vivir.

En una carta enviada al padre Antonio Restrepo, Fernando González habla así de Nano: “Ahora estoy aquí, en mi cuartito del balcón, admirando los versos de este poeta, Fernando, hijo. Me ha gustado muchísimo el poema al tiempo, sobre todo eso de llamar a la tumba ‘fonda de olvido’. Eso vale mucho y me conmueve”.

Entusiasmado con el poema de su hijo, al que también llamaba “el poetica”, el maestro González contó al padre Restrepo que tenía el papel donde lo había escrito en la casa del enmarcador. “Este poema, me llegó muy hondo. (…) Lo voy a colocar en marquito azul, bajo vidrio y a colocarlo bajo el crucifijo; es el expediente para la hora aquella en que se abra, se comience a abrir la gran puerta”.

Fuente:

El Colombiano, domingo 10 de abril de 2011, columna de opinión.