Cien años de juventud

Por Gustavo Restrepo Villa

Esta semana, la Universidad de Medellín rindió homenaje a la obra “Pensamientos de un viejo” de Fernando González, de cuya publicación se conmemoran cien años en este 2016.

Fernando González nació viejo y murió niño. Vivió al revés. Realmente se creía viejo en 1916, y así lo explica en su primer libro: “¿Pensamientos de un viejo? Sí: es preciso fijarse en que el movimiento del espíritu sirve de medida al tiempo. Nerón, por ejemplo, murió a la edad de mil años”.

Pero don Fidel Cano, fundador de El Espectador, su amigo y prologuista, no le creyó: “No hay tal viejo, ni como verdadero padre o creador de la obra, ni como personaje ficticio en cuya mente y pluma haya puesto el señor González sus propias lucubraciones y las formas con que las ha revestido. Joven es, con fresquísimo rostro y delicadas maneras de adolescente, el novel autor, y muy suyos y como tales por él mismo declarados, los pensamientos que llenan las páginas del libro”.

Estaba en lo cierto don Fidel, pues el tal viejo escribió el libro pensando en sus jóvenes y futuros “lectores lejanos”. Tenía ya la conciencia nítida de escribir para el futuro, y dedica el libro a “una lectora lejana”. Pero no esperaba que sus amigos lo comprendieran: “Esta obra está dedicada al tiempo y a los lectores lejanos. Toda obra debe dedicarse al tiempo. Vosotros, amigos míos, al leer este amargo libro, no pensaréis en él sino en Fernando. Mi sombra os oculta mis pensamientos…”.

Cien años después su sombra ya no nos oculta sus pensamientos, y se cumple su deseo de tener lectores lejanos. Una cosa es pensarlo, decirlo, desearlo, y otra cosa es que suceda.

Fernando González había sido expulsado del colegio San Ignacio por sus lecturas prohibidas y porque negó el primer principio filosófico (“Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”), que equivalía a negar a Dios. Se refugió entonces en la finca de un pariente en Envigado y se dedicó a vagar y a pensar durante varios años. Se rapó la mitad de la cabeza para obligar su retiro de la vida social de la “aldea”, y comenzó a escribir el libro.

Aunque sería más exacto decir que empezó a escribir, simplemente, en las libretas que lo acompañarían durante toda su vida: “Yo no he escrito ningún libro adrede. No soy literato. Es mucho mejor vivir la vida que escribirla. Lo más que hago es quedarme algunas noches desvelado para hilvanar un libro”.

Escribía, pues, porque sí, pero su hermano Alfonso lo convenció de publicar el libro, que fue recibido con generosos comentarios en la prensa nacional. Y en él ya se plantea los temas fundamentales que trataría en los demás libros: las preguntas eternas de la filosofía (¿quiénes somos?), la pregunta por el ser mestizo latinoamericano (Bolívar, Santander), la brega espiritual (Lucas de Ochoa, el padre Elías).

En Pensamientos de un viejo se encuentra la semilla de toda la producción literaria y filosófica de Fernando González, lo que demuestra un pensamiento consecuente y “orgánico” en el sentido de que su obra es una sola de principio a fin. Al leer su primer libro adivinamos ya al padre Elías, protagonista de su última historia, publicada en 1962, y al leer ésta, La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, recordamos al joven-viejo de 1916 que decía: “En mí ha perdurado siempre el misticismo. La sensación que experimento leyendo a Teresa de Jesús es de las más intensas que pueda ofrecerme la vida. Sus obras son mi lectura predilecta; son mis libros divinos…”.

La frescura de Pensamientos de un viejo después de 100 años de la primera edición demuestra que el maestro de Otraparte no estaba equivocado. En este sentido, el prólogo de don Fidel Cano es iluminador, y sorprende que describa con tanta certeza las “futuras sendas de González”:

“Fernando tiene ya ganado puesto de honor entre los escritores nacionales, con las producciones que en diarios y revistas ha publicado hasta hoy, y es para mí seguro que la aparición de este libro le confirmará la posesión de un nombre distinguido en el escalafón intelectual de Colombia; pero todo esto, con ser muy brillante, no es todavía más que una aurora: el orto de la inteligencia que así se anuncia no tardará, y será espléndido. De ahí mi afán por ver a Fernando lleno de fe en la vida, en la bondad, en la justicia, y enamorado de lo verdadero, también con todo el ardor de un creyente. Cuando así llegue a ser, sus poderosas facultades darán toda la luz que en sí llevan, y aplicadas a fines determinados, altos o útiles, producirán obras que a más de hermosas serán benéficas y con una misma aureola nimbarán la frente del escritor y las sienes de la Patria”.

Así, entre 1916 y 1962, tras la publicación de 16 libros, Fernando González pasó de viejo a niño. El beato padre Elías, el último alter ego del escritor envigadeño, alcanzó la “amencia”, la pureza de espíritu, volvió a ser el niño que les ponía azúcar a las hormigas en un plato. “Era como un vientecillo de la loma…”, según don Florín, personaje de la Tragicomedia. De la misma loma donde soñaba a comienzos del siglo xx, apoyado en el viejo bordón de los abuelos: “¡Soñar! Esa es mi diversión. A veces, tirado a la sombra de mi árbol frondoso, contemplo las nubes. Me figuro una noviecita que formo de las nubes más blancas, más lejanas, y le cuento cuentos, decires que van saliendo de mi corazón…”.

El padre Elías, sin embargo, ya no desea soñar, está sediento de Realidad: “Y ese ‘yo’ desaparecerá como la quietud del sol al dar en la puerta cochera. Y ya no habrá el soñar, el imaginar, el abstraer, el pensar y llamar a eso acción. […] La cuestión es vivir lo que somos, entendiéndonos, sin valorarnos de buenos o malos. Ni alabanza ni censura. Si tenemos ese sentimiento de bien y de mal, caemos en el idealismo; ya no nos viviremos, sino que huiremos de nosotros mismos, queriendo ser otros”.

No es fácil hablar de Fernando González. No es posible “explicar” su obra. Porque habría que explicar toda la vida de un ser humano complejo, profundo, pleno de ideas, sentimientos, pasiones, luchas, deseos, remordimientos, vivencias. Para intentar comprenderlo hay que leerlo.

Su obra es autorretrato. Es como un reloj transparente en el que vemos cómo funcionan todos los mecanismos. Es una radiografía, un diario público, una crítica permanente de sí mismo y de su entorno. A pesar de los personajes y situaciones imaginadas, su obra no es ficción. Es el testimonio de un hombre que se investigó a sí mismo y escribió lo que vio, crudamente, sin ocultar nada (“El único mandamiento es no mentir”).

Por ello es también difícil criticarlo, porque él ya lo hizo: “¡Yo no quiero ser esto que soy hace muchos años, tan bajo, tan nada, tan hijo de la paja, hijo del desgano, cagajón aguas abajo!”.

Se dicen muchas cosas falsas sobre Fernando González. Cuentos al estilo de “Cosiaca”. Pero quien se acerque a sus libros encontrará una riqueza insospechada, un espíritu elegante, universal, tal como agudamente lo han señalado otros escritores:

“La vida, la muerte, Dios…, el hombre, la tierra, el cosmos…, todo esto adquiere, en sus labios, un sentido tan vivo y hondo…, que asombra… Por eso, al oírlo hablar… lo primero que descubrí fue que yo había permanecido muerto ante el misterio…; y que de pronto…, cuando iba por un camino…, como desterrado…, me encontré con un brujo que me lo mostró…”. (Félix Ángel Vallejo).

“Leerlo no es, creo yo, una mera experiencia intelectual, es una experiencia vital, como oír el viento en los árboles, como meterse al mar, como estudiar las rosas o los músculos, como aprender a nadar o a volar en cometa. Estoy seguro de que pocos guías pueden ayudarnos tanto a encontrar la madera de nuestro propio sueño como este soñador tan reciamente colombiano, tan reciamente antioqueño y a la vez tan de otra parte. De la galaxia que no está en los mitos, del mundo que no está en las cartas, del país que no está en los mapas. Del misterioso, cotidiano, sagrado, desconcertante, conmovedor país de una vez y de nunca más”. (William Ospina).

Fuente:

El Mundo, suplemento Palabra & Obra, viernes 19 de agosto de 2016.