Un librito triste, cruel e íntimo

Ochenta años de «El maestro
de escuela» de Fernando González

Por Andrés Esteban Acosta Zapata

Qué difícil es perseguir agonías, fracasos y tristezas; seguir la huella de personajes venidos a menos, cabizbajos, apegados. Mucho más doloroso es ser espectador de esos fenómenos en la experiencia propia, encarnar la derrota del ánimo y sentir la disminución de la vitalidad. Lo uno y lo otro lo ejecuta Fernando González en un libro corto y detallado sobre Manjarrés, maestro de escuela, que padece el fenómeno de «grande hombre incomprendido».

En 1936, González inicia la publicación de la revista Antioquia, medio de expresión de temas misceláneos donde defiende su concepción de vida a la enemiga. Allí se lee un González rebelde, animoso, honesto en su crítica. Tal vez, de tanto remar contra lo establecido, progresivamente entró en un periodo de desencanto y amargura, que luego resultó en la renuncia de sí: Ex Fernando González, como firma en el epílogo de El maestro de escuela.

El ánimo de González se fue fracturando, debilitándose en procura de encierro, que es una forma de reclamar el hogar de las verdades íntimas. Se fue quedando sin recursos de oposición, sin contención de los declives ante el dolor de expresarse. Quien criticara la política nacional, los comportamientos avivatos, el horizonte de la universidad en Colombia, se sintió aislado, sin fuerzas en su voz para manifestar su desacuerdo.

Mantener el vigor de un tono crítico en medio de un escenario copartidario que defiende el discurso oficial, va creando un dolor interno que limita la expresión. Llega la tristeza y empieza a adueñarse de la creación, la crítica y el pensamiento. Ese es el maestro de escuela, el Manjarrés agobiado por la culpa, por no ser otro, por no ser escuchado.

En 1941 la editorial bogotana ABC publicó El maestro de escuela. Librito o novelita, por su extensión y contundencia, nunca por su valor meditativo, que es mucho para exponer el drama de quien reniega de su vida y se despide sin ser comprendido. González se convierte en esculcador de bolsillos para hallar las libretas que desentrañan a Manjarrés. En ultimas, se vuelve esculcador de su propia alma, ya que el personaje creado es la proyección de su ánimo abatido, su alter ego que ya no lucha ni metodiza, que prefiere renunciar.

Cuando una vida pierde naturalidad y armonía se descompone el todo de sus actos, llega el susto, la desesperación y la labor forzada. A Manjarrés, viudo y descompuesto en sus ganas de realidad, solitario y apegado al recuerdo de su esposa, le crece la necesidad de diluirse y corresponder con su cansancio. Así retrata González al Manjarrés vencido: «¡Un hombre acabado! ¡Uno que había perdido la pugnacidad! El que ya no les echa la culpa a todos los demás, es todo vulnerable». Y más adelante: «Se le acabó la voluntad de vivir».

La renuncia del maestro de escuela es el paso que da González hacia una época de silencio, ese fruto difícil que se logra por el esfuerzo y el análisis del espíritu. En los apuntes de Manjarrés se prefigura el deseo de meditación y de distancia. Por eso la renuncia es un paso, una brecha que se salta y que necesita del recorrido del tiempo para alivianar y otorgarle sobriedad al pensamiento: «Sobriedad, lentitud armoniosa y prudencia, son las virtudes que debo inculcar a los muchachos».

Las notas del personaje derrotado son una confesión de su vocación, aclaraciones necesarias para detectar el punto de ruptura. Manjarrés pierde aplomo, se derrumba en su conciencia de frustración. Para González, se trata de atisbar un nuevo nacimiento, esos eventos necesarios para dejar atrás un relato e iniciar un nuevo tramo vivencial.

Muerto Manjarrés renace González. El gran gesto es el de reproche, el insulto, como un manotazo que se da con enojo en esos viejos mostradores de madera de los graneros o cafés: «Putísima es la vida». Así finaliza el libro, con un principio decidido y hartado de no retorno.

Del maestro de escuela nos queda su agonía, su dolor grande y su teoría del conocimiento. Especialmente, el dolor de ser «grande hombre incomprendido», de vivir a la sombra de las aspiraciones que no toman realidad, como quien se pierde del camino por distraerse en los matorrales. Manjarrés es la imagen del ímpetu vencido, tal vez por eso su agonía fue la secuencia de un relato anticipado de declive. De igual forma, González dejó que una forma de habitarse se diluyera, que tanta bulla acumulada por un periodo extenso de publicaciones y de exposición del espíritu se apagara.

¡Ojo! La renuncia de González no es entrega total. El desencanto es evidente, incluso, la necesidad de sentirse adaptado. Pero esto es solo un momento de reproche, un paso en el desnudamiento del yo. Aquí está el gran valor. Hay combate incluso en la renuncia. En ese libro cruel, como lo definiera Thornton Wilder, el camino que se abre es el silencio, el afán de intimidad. Quien pierde el relato propio tiene que reconstruirlo, otro, sincero e íntimo. Esto es lo que ocurre. Antes, el desencanto es notorio.

Eduardo Escobar menciona que El maestro de escuela es un libro inmensamente triste. ¡Qué belleza! Volver a la intimidad es pasar por la tristeza, no para Manjarrés, sino para González, quien continuó en su brega atisbando y anotando el drama de su silencio.

Nota: Ochenta años de una obra que vale la pena leer en las mesas de un café, como toda la obra de Fernando González.

Fuente:

Acosta Zapata, Andrés Esteban. «Un librito triste, cruel e íntimo». UdeA Noticias, sección «Opinión», lunes 13 de diciembre de 2021.