Cuadro

(De un crítico de
Fernando González)

Por Alberto Aguirre

«Españolizante», le espeta Orlando Arroyave a Fernando González en la revista de la Universidad de Antioquia (n.º 239). Es curioso que se utilice ese vocablo para denostar un texto o un pensamiento. ¿Qué idea tiene Arroyave de la filosofía y, en general, de la cultura? ¿Y qué idea tiene de España? Porque Séneca, nacido en Córdoba, era tan españolizante que Nietzsche lo llamó «el torero de la virtud». También han sido españolizantes Ortega, Unamuno, Santayana. Y Ramón Llull y Gracián y Vives y Vitoria. Españolizantes, Goya y Picasso. Sí que son españolizantes Mercé Rodoreda y Gil de Biedma. Como lo son San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Quevedo, Góngora. Españolizantes, Lorca, Juan Ramón, Machado, Hernández, Cernuda, Cela, Goytisolo. Bueno, y españolizantes hasta el tuétano Don Quijote y Cervantes. Y también Sancho.

Por aquí se ve el despiste de Arroyave para referirse a la obra de Fernando González. No analiza sino que quiere hacer mofa. Se presenta su texto como un comentario a Viaje a pie, y el mayor espacio lo dedica a comentar a los comentaristas de González. Y de aquel libro hace apenas unas pocas referencias, algunas de segunda mano. Con tan estrecho fundamento se permite hacer consideraciones rotundas sobre la obra del filósofo (o escritor), sin referencia a ningún otro texto suyo, lo que constituye manifiesta ligereza. Es posible presumir que no haya leído sus demás libros. Uno que de seguro no ha leído es el Libro de los viajes o de las presencias, texto clave en la obra de González, pues de lo contrario conocería el valor (específico) de los vocablos «presencia» y «mago», a los que da en su artículo un sentido literal. Miope la crítica.

Es que no se trata de crítica sino de vituperio, aupado por un frágil conocimiento. No ya circunscrito a la obra de González. Dice Arroyave: «El pensar filosófico, contrario (sic) al pensar místico, escapa de la perplejidad». Se queda uno, más que perplejo, turulato. Platón decía que el asombro es «el único origen de la filosofía». Y Hegel llama a la filosofía «esa antigua ciencia del asombro». Cuando el pensar filosófico escapa de la perplejidad deja de ser pensar filosófico. Ítem más: el cógito cartesiano empieza por la duda. Y eso de que la mística no es filosofía, o es cosa distinta de la filosofía, es un desatino. Habría que leer a San Agustín. Y a Descartes.

Por eso, cuando dice, para demostrar que González no es filósofo: «Su preocupación, casi exclusiva, fue moral», uno queda sumido en el desconcierto. Y si considera esta otra frase de Arroyave: «González fue místico, no pensador», del asombro pasa al estupor. A más de aquellos dos, meditar en Sócrates. Como también en Hegel.

Sería grato considerar una crítica sobre la obra de González o sobre el pensar de los profesores de filosofía, y entablar la controversia, siempre grata. Pero no da esa medida el artículo del Prof. Arroyave.

El problema es que aborda estos asuntos con lo que se llama, en el lenguaje de la crítica, la perspectiva del gusano; o sea, adherido al valor vulgar de las palabras, sin vuelo, sin perplejidad. Transcribe este texto de Viaje a pie: «¿Por qué es más hermosa específicamente la mujer? Porque hasta ahora no ha tenido que pensar y el pensamiento no ha retorcido su cuerpo», y saca esta conclusión lapidaria: «Cruzada para matar la razón». No sólo lectura literal, sino lectura bizcorneta. Talvez esta frase de Goethe ayude a entender el sentido paradójico de aquella frase de González: «Gris, amigo mío, es la teoría, pero eternamente verde el árbol de la vida».

Espera Arroyave que le «expliquen» a González, «para poder iniciar el debate». No se va a poder. Hay gente que se queda en Babia si no tiene tutor que la adoctrine, y que para saber algo requiere de cartilla y cartabón. Pero dice Hegel: «Si el aprender se limitara simplemente a recibir, no daría mejor resultado escribir en el agua».

Fuente:

Aguirre, Alberto. Columna de opinión «Cuadro». Periódico El Colombiano, Medellín, 17 de julio de 1995. Reproducido en: Cuadro. Medellín, Editorial Letras, septiembre de 1984. // Ver respuesta de Orlando Arroyave y también «Una sed de absoluto» de Alberto Aguirre.