Fernando González,
¿místico o hereje?

Por Eduardo Escobar

Fernando González fue muy apreciado fuera del país a comienzos del siglo XX. En Francia, Sartre y sus amigos, en Estados Unidos, Thornton Wilder, a quien dedicó esa novelita triste que se llama El maestro de escuela, y los mejores talentos de España alabaron su obra. Mientras sus compatriotas lo ignoraban y los obispos prohibían su lectura so pena de pecado mortal. El hombre, que era un gran publicista en el sentido antiguo y noble y un humorista soberbio, incluía entre las hojas de sus libros folletos con las diatribas de los prelados contra sus ensayos y novelas.

La obra del más singular de los escritores colombianos, en medio de sus contradicciones evidentes, guarda una coherencia misteriosa para quien sepa advertirla. Todo su trabajo describe la evolución de las ideas y los sentimientos de su tiempo en un hombre de la provincia suramericana, la digestión de un medio hecha a conciencia por un hombre honrado. Me gusta pensar que su obra, en conjunto, es un inmenso autorretrato físico y espiritual tanto como la de Montaigne.

Anarquista confeso, anarquista cristiano se llamó, fue también un escritor de oraciones. Conservador a veces y otras liberal, escribió unas nociones de izquierdismo. Y fue cónsul. Y al fin fue segregado. Expresión admirable del espíritu de un pueblo de los Andes pródigo en hijos destacados desde la independencia y la primera república, le gustaba decir que el hombre que no se contradice es porque está muerto.

Los que arañan las superficies solo ven un aspecto de la persona y el artista. Algunos a la derecha piensan que fue un hereje; la crítica de la izquierda luckasiana cree que fue un autor fascista de libros de autosuperación. Un presidente colombiano lo comparó con uno que anda en paños menores por la calle, un pariente suyo piensa que merece un lugar entre los doctores de la Iglesia, un cura español juró que solo se moriría cuando lo viera canonizado, una escritora antioqueña lo enaltece como un autor mariano y otros le reprochan el libro sobre Juan Vicente Gómez como un resbalón ideológico. Sin embargo, el único yo que jamás exploró fue el ideólogo. Admiraba los hombres enérgicos como manifestaciones de la naturaleza. Y el libro de Gómez bien puede compararse con lo que hoy llaman un perfil.

Panfletario, lírico, narrador, hoy es un escritor de culto. Sin embargo, a su muerte hace cincuenta años, pero los poetas solo fingen morir, dijo Cocteau, relegado, o quizás es mejor decir, replegado habitante en Otraparte, un pequeño grupo de personas de la elite intelectual de Colombia se interesaban por ese viejo de voz arrastrada y andar firme que no se parecía a nadie. Por su casa pasó Marta Traba, perpleja, sin sacar nada en claro, y debió pasar con gonzaloarango, García Márquez, que no dijo ni mu, y pasaron Guillermo Angulo, Alberto Aguirre y Amílcar Osorio.

Cuando yo lo conocí él tenía más o menos la edad que tengo ahora ante esta mesa. Pero ya había leído El remordimiento, la más bella de sus confidencias de cónsul enamorado. Un librito impreso en Manizales donde aparecía la hipotética sirvientica de catorce años llamada Eva que yo había visto en un sueño infantil, recién amasada por Dios en el solar de Pacho Pareja, en cuya casa desperté a la vida.

Es extraño cómo crece la figura de Fernando González. Muchos columnistas en los principales periódicos nacionales han recordado el cincuentenario de su muerte aparente este año. Y eso es bueno. Porque muchas propuestas suyas siguen pendientes con carácter de urgencia para esta nación anormal, disforme y simuladora: el intangible deber de ser auténticos y de vivir a la enemiga en especial con uno mismo, en primer lugar, y el respeto por el otro como manifestación de la Intimidad. Había dicho que el único fin es llegar a la muerte con el cuerpo consumido por la jornada, y el alma como luna llena que se asoma.

Fuente:

El Tiempo, febrero 18 de 2014, columna de opinión Contravía.