Fernando González Ochoa

Un hispanoamericano
en busca de la Intimidad

Por Luis Fernando Fernández Ochoa *

1. Ojos simples para mirar cosas recónditas

Dictar una conferencia en una Universidad tan venerable es un reto sobrecogedor, y si se trata de la Universidad en que fuimos formados el compromiso es aún mayor porque hay que tratar de ponernos a la altura académica de quienes fueron nuestros maestros, de forma tal que no sientan que sembraron en vano. Pero el asunto se complica todavía más si el tema de la conferencia es el pensamiento del filósofo Fernando González, quien sentía auténtico escozor por las conferencias, porque para él lo único que merece ser pensado y dicho es lo referente a la Intimidad y, por ello, una conferencia es como una “confesión” (1) en la que se desnuda el alma, lo que puede resultar un acto impúdico si los que participan de esa manifestación no “se proporcionan”, esto es, si sólo saben de la razón que conceptúa, define, clasifica, demuestra, concluye, resuelve y “se luce” edificando monumentos teóricos que, al entender del filósofo de Otraparte, son “pedanterías” (2).

Heideggeriano como el que más (3), Fernando González dice que “las palabras son las moradas de las presencias” (4), pero si el receptor no está dispuesto para la escucha de aquello que habla sobre el desnudamiento del suceso trágico que es la vida del hombre, las palabras lo que hacen es esconder aquello que somos (5), eso que vamos siendo.

Afirma el brujo de Otraparte (6) que las historias que verdaderamente son Historia tratan de la vida y las tenemos con nombres propios: Job, Edipo, Prometeo, el Rey Lear, Macbeth, Hamlet y Don Quijote, pero “la más viva, florida y esotérica es la tragedia de Calixto y Melibea, que trata de cosas recónditas de aquí palpitantes” (7).

De ahí que lo que vamos a exponer únicamente tenga sentido para quienes están dispuestos a viajar a la sabiduría (8), a lo más nuestro, a lo más cercano, a lo íntimo (9), y esto, como el Reino de los Cielos, está dentro de nosotros. Pero probablemente a los eruditos, amantes de filosofías llamadas “duras”, todo esto les parezca diletantismo de poca monta, como si la más “dura” de todas las meditaciones, “cavilaciones”, “navegaciones” o “introspecciones” no fuera el agonal (unamuniano) averiguar lo que voy siendo, ese “irse yendo o ir apreciando el presenciarse de la Realidad (10) en presencias o vivencias” (11).

González, conocedor de la “humana condición” —como diría Montaigne—, consideraba que la arrogancia es la actitud propia del que vive instalado en el mundo mental y cree que todo lo puede conocer y dominar, cayendo en la “egoencia del razonamiento” (12), que es el pecado original del mundo mental: pensar que se llega a saber violentando la realidad, o levantando artificios explicativos o que con la moneda científica todo puede ser pagado, cuando al Paraíso (la Intimidad) únicamente se accede si nos inspira la Gracia (13) y si tenemos ojos simples (14), inocentes, capaces de anonadarse y contemplar la realidad en silencio, ojos que, sin extraviarse en el mar de las apariencias, son capaces de unificarlo todo en el amor que es la esencia de todas las formas (por eso la de González es una metafísica del amor). Tiene ojos simples (15) el que mira por el ojo único y supera la mirada doble del ojo mental que, guiada por principios causales, ve opuestos y construye mundos de entes, mundos conceptuales, por eso, escribe González, la ciencia se parece al choque de dos ejércitos enemigos.

La metáfora de los ojos será recurrente en nuestro pensador: hablará de ojos redondos, ojos hermosos, ojos risueños y ojos receptores del que quiere aprender; los ojos simples del que aspira a lo elemental, del que quiere ser sabio; los ojos inocentes que perciben el núcleo divino del yo y perciben que no hay muerte; los ojos oscuros del angustiado; los ojos apagados y como paredes del desinteresado; los ojos bisojos o bizcos, perdidos en el mundo imaginativo-conceptual; los ojos desquiciados del que sólo sabe de conceptos y apariencias y vive de espaldas a la realidad; los ojos de los moribundos, que vuelven la luz y devuelven la mirada, y los ojos secos de los muertos.

Pero vayamos concretando nuestro propósito. Hemos venido a Salamanca, Ciudad noble y culta cual la más, a dar a conocer lo que un suramericano descendiente de vascos y asturianos, fue entendiendo de la Intimidad. Hablaremos de un blanco criollo que aceptó el mestizaje cultural porque en él encontró las fuerzas vitales autóctonas donde anida el futuro del continente americano. Hablaremos de un hombre que indagó por su mundo ancestral para comprender su personalidad; de un pensador que estudió su parentela para resolver el problema psicológico de Hispanoamérica; un suramericano blanco consciente de su cristianismo vascongado, individualista y metafísico; heredero de los González, inseguros y ansiosos de ser santos; de Don Lucas de Ochoa, vascongado agonal, firme e imperioso, de temperamento levantisco, dogmático, voluntarioso y anárquico, sensualmente vigoroso y buen amigo; de los Arango, airados e irritables; y de los Restrepo, inteligentes y amantes de la grandeza humana. Comentamos esto porque al conocer a sus ancestros comprendió González los orígenes de sus ilusiones, sus limitaciones, sus tentaciones y su más íntima vocación: hallar la unidad anímica, la unitotalidad de la vida y sumirse en una mística realista, como la de los Ochoa (16). Estudiarse a sí mismo sirve, según él, para encontrar que el alma de cada uno está hecha con pedazos del alma de sus antepasados. Autocomprenderse fue la clave para interpretar a Suramérica: amante de la vida, solidaria, atormentada, sensual, vigorosa y desbordada como caballo desbocado (17).

Puestos a indagar por la categoría Intimidad no hay más remedio que intentar explicar en qué consiste la “búsqueda de la autoexpresión” (18), sobre la que escribió el predicador de la personalidad, quien propuso liberarse del “vicio solitario, la doble miseria de la perversión imaginativa que desvincula al hombre de la convivencia con las manifestaciones de la vida y lo lleva a vivir de reacciones imaginativas y de vivencias y conceptos ajenos, por carencia de experiencia propia de la realidad” (19).

El filosofar de Fernando González es un viaje a pie en el que se va dando una ascensión a niveles de conciencia y realidad cada vez más altos; un itinerario dialéctico-vital de comunión con la realidad que se logra a través del apaciguamiento del corazón, de la mente y las pasiones y cuya finalidad es la disipación de los temores, la justificación de nuestro modo de ser y la conquista de la libertad, que se encuentra en la Intimidad, porque allí lo que hay es aquiescencia pura (20).

Viajar a pie es ir despacio, con el alma tranquila, es pos de vivencias. Este filosofar es introspectivo, emocional, se hace desde sí mismo, en busca de nuevos caminos de verdad, queriendo crecer en conciencia, en faena de progreso interior, hasta la Intimidad, hasta el espíritu, que “no es cosa, ni forma, ni palabra” (21), por tanto, no sabemos muy bien qué sea pero lo podemos vivir y podemos vivir por él, hasta alcanzar la comunión viva con el Inefable.

Viaja a pie el que supo entender la predicación del loco de la que nos habla González en Pensamientos de un viejo:

Un loco se paseaba lentamente por la plaza pública, y a todo hombre que iba a prisa, lo detenía para preguntarle: “¿Por qué corre usted?”. Luego, subiéndose a una mesa, predicó de esta manera: “¡El hombre no debe correr! ¿Para qué apresurarse? ¿Para alcanzar un deseo? Todo deseo es en el fondo una tontería, y una aventura de la cual se sale siempre un poco más triste… Mientras más se apresura el hombre en pos de un deseo, más sangre suya le da, y, por lo tanto, mayor es su desconsuelo al no alcanzarlo… He aquí la gran máxima de nosotros los lentos y los hastiados: las cosas que quieren dejarse coger esperan siempre…” (22).

El que viaja a pie es un espíritu libre que sabe que los caminos son sinuosos, que no hay líneas rectas y que por eso es mejor adentrarse en el laberinto de la vida y gustar el placer de todos los vientos (23). El que viaja a pie disfruta de los ríos apacibles donde viven las náyades (los sueños) (24) y como va paso a paso puede ir saboreando devotamente la vida, aprendiendo a sacar de ella el mayor número de meditaciones para transformar interiormente todo lo que se ha vivido. Ir a pie es darse tiempo para pensar sin temor a contradecirse, pues “el hombre que no se contradice tiene el alma esclavizada” (25). Viajar a pie es aprender a vivir penetrando bien el sentido de esta sentencia: “No hay pasiones bellas ni feas; el temple de cada alma les da su valor” (26), de ahí que cuando al alma llegue algún sentimiento lo mejor es saborearlo con recogimiento, porque bien saboreado todo sentimiento es digno. Viajar a pie es vivir la vida que el alma quiera vivir.

Para el que viaja a pie toda hora es buena, la del alba, cuando la neblina cubre todo el horizonte de blancura y se puede creer en la infinitud de nuestros sueños, y la del crepúsculo, cuando se avecinan las sombras y nos envuelve la nostalgia y, estando alojados en una casa vetusta y solitaria como la conciencia, custodiada por tres enormes cipreses (símbolos de la Unitotalidad), la agonía se acrecienta y el remordimiento aprieta. También las noches invernales son buenas, cuando “el solitario se envuelve en el humo de su pipa, y envenena su alma de recuerdos, hasta que vuela más allá de todo concepto, hasta que desparece el recuerdo […] y sólo queda la esencia de todo” (27).

En fin, toda hora es buena para el viajero que va haciendo de su alma un cofre sagrado donde guarda la miel, la tristeza y la esencia de las infinitas ensoñaciones de la vida (28). Pero parece que viajar a pie no sea para todos sino para espíritus libres, puesto que “el que tiene corazón plebeyo, eternamente será plebeyo, ¡aun en la bienaventuranza!” (29).

2. Las Presencias o la vocación de atisbar agonías y sentir la Intimidad

Fernando González suele desdoblarse en múltiples personalidades que se le presentan como posibilidades (30); dentro de él habitan diversas “presencias” o “Convivientes” que lo visitan y le hacen compañía (31). Son Maestros interiores que bregan a engendrar en él la sabiduría a través de actitudes, imágenes, metáforas, digresiones oportunas, miradas a lo hondo, ironías, sentencias, sonrisas infantiles, silencios e insistencias (32). Esos Maestros son guías, estímulos, inductores, parteros (33). Esas Presencias le enseñan que la filosofía es el curso de la vida interior y que su principal instrumento es la comunión, la convivencia (34), y que para convivir y comulgar hay que tener paciencia, dejar los afanes y sentarse sosegado sobre su propio destino (35).

Las Presencias o Convivientes le prometen a Fernando González la Intimidad, de la que venimos y a la que nos encaminamos, en la que hay muchas tragedias y muchas beatitudes (36). Ellas lo van guiando hacia la Intimidad, partiendo de la nada, “en forma muy bien dialogada con las experiencias de él y de otros y de la literatura universal” (37). El primer paso que dan es destripar los conceptos abstractos y los juicios sintéticos que formamos con ellos; sacar de esos conceptos las emociones, los sentimientos y las experiencias. Eso es lo que llaman vivencia. Ahora hay que arrancar la vivencia del racionalismo que tapa la vida y en lugar de hacer raciocinios se medita, no valiéndose de conceptos vanos ni de juicios que sirvan para crear un mundo mental y engañoso, sino de ejemplos de la propia vida. Para viajar hay que desnudarse de la filosofía conceptual, de sus vanidades y adornos. Derrumbada la mentira se da el primer paso afirmativo: Amar por sobre todas las cosas a eso vivo que encuentras al deshacerte de los conceptos. Eso es Dios en ti. Es lo que tienes de verdad y de vivo. Es Dios que se te está revelando en ti mismo. De esa forma será posible encontrar la beatitud: en la desnudez de la vivencia se siente la Intimidad: Dios en nosotros (38).

Las Presencias le siguen enseñando a González que a través de la vivencia pura se llega a un amor nuevo, en aumento constante; que a través del amor se llega a la Intimidad entrevista como el relámpago. Lo hacen volver a nacer y lo ponen en el Camino, en la Verdad y en la Vida. Le hacen caer en la cuenta de que una vez revelada la Intimidad hay que vivir muy alerta atisbándola en todo y en todos, cultivándola y comulgando con toda ella. Sólo entonces aparece la vocación, en la completa desnudez, y la vocación es cruz, pero nada más dulce que la Cruz. El único peso insoportable ahora es la vanidad, que se manifiesta como un yugo amargo y duro. Mas una vez sospechada la Intimidad en la desnudez de la vivencia las apariencias ya no serán la misma cosa, sino que se presentarán como preñadas (39), como prometiendo el Paraíso.

Los Convivientes le enseñan a González que para alcanzar la Intimidad hay que sosegarse, no buscarla sino dejarse encontrar por ella, muy a la manera de San Juan de la Cruz cuando en La subida al Monte Carmelo dice:

Cuanto más tenerlo quise,
con tanto menos me hallé.
Cuanto más buscarlo quise,
con tanto menos me hallé.
Cuando ya no lo quería,
téngolo todo sin querer.
Cuando menos lo quería
téngolo todo sin querer
(40).

El secreto para llegar a la Intimidad es dejar de desear, no mentirse, no perder la inocencia, no ser hombres de Deber Ser, sino vivir la presencia que cada uno es y no querer ser otro, no ser vanos; entonces el Inefable se nos entregará y nos sumergiremos en ese Mar Sereno en el que se integran el Ser y la nada y en el que será posible estar entendiendo-siendo (41) y donde será posible ser elemental (42).

Lo contrario —enseñan las Presencias— son “los infiernos, la presencia de uno mismo, o sea, de la nada. Presencia de la nada, que es la esencia del desespero” (43); eternizar el ego con sus deseos tiránicos y su incesante necesidad, que son el lote que a cada uno le correspondió en la Perturbación original. Los infiernos son la absoluta e infinita soledad del que ha sido desterrado del Inefable y no gustará las dichas de la Intimidad, porque no pudo superar ni los conceptos abstractos ni la tendencia socialmente razonable de “ganarse la vida” haciendo cosas útiles de espaldas a la Presencia.

Pero ¿qué tal si les presento ahora a los Convivientes, a esos Maestros interiores de Fernando González?

En primer lugar, tenemos los personajes que encarnan las debilidades y las fallas de su personalidad: Juan Matías y Juan de Dios, una multiplicación de su yo, personajes conversadores sentados en dos sillas. Ambos personifican la vida filosófica, dialéctica, de Fernando González (44).

Matías vaga por la tierra ejerciendo el noble oficio de atisbar, lo duermen los diálogos de Platón, prefiere las preguntas a las definiciones (45) y ejerce el arte del desdén porque sabe que todo es una tontería (46). Él conoce el verdadero significado del ocio y entiende que “es la piedra de toque de las almas” (47). Va por las calles lentamente, despreocupado, deteniéndose a contemplar todo espectáculo y a oír los decires de la gente. Sus parientes le dicen que es un ser despreciable y le piden que haga algo útil, pero él piensa que el oficio de los ociosos es tan importante —o tan sin importancia— como el de los médicos, zapateros remendones, costureros, mercaderes, abogados y soldados. Todo depende de la disposición con respecto a esos oficios. Lo que pasa es que el ocioso es distinto porque ni habla tanto como el mercader ni va tan de prisa como el abogado, porque en él toda actividad se hace interior; en cuanto a la utilidad de su quehacer, obviamente que la tiene: produce consolación y tranquilidad en el alma atormentada y en el yo anhelante (48) o, dicho de otro modo, cicatriza las heridas del alma. Se es ocioso para filosofar, para “buscarle la comba al palo”.

Juan de Dios ya no lee porque eso de discutir con un autor es para estudiantes y mujeres que gustan de aprovechar el tiempo y ponerse rojos de entusiasmo (49); ya no analiza libros en busca de la verdad, porque los libros no son para eso, sino para “acostumbrar nuestra vista a ver mayor número de matices en la vida” (50); por eso ahora medita sobre autores escogidos, como Lucrecio, Pascal, Spinoza, Schopenhauer, el atormentado Nietzsche, Dostoievski, Kafka, Shakespeare, Cervantes, Fernando de Rojas, el autor de El Lazarillo de Tormes, Santa Teresa y Heidegger, y evita el asedio de importunos; ya leyó lo que iba a leer y ahora prefiere asomarse a la calle (51), mirar y gustar la vida buscando tranquilizar su interior y aliviar su alma (52). Él encarna la máxima de González que reza: “Busca la manera de no parecerte a tu abuelo” (53); él no quiere parecerse a nadie, es un heterodoxo que opina que genio es “uno que se aparta de la multitud e inventa un nuevo camino” (54); es un viejo avezado que dejó ya la manía de los filósofos jóvenes a quienes les pica la tarántula de las afirmaciones y quieren fundar sistemas para disecar la vida, en cambio él no acepta definiciones (55) porque ya va descendiendo hacia el misterio (56); su incapacidad para obrar es tan absoluta que hasta es incapaz de morir; no encuentra motivos para nada (57); es un escéptico que cree que la humanidad no va para ninguna parte porque “los fines son los sueños de los hombres superiores” (58), el problema es que “de toda altura se cae; [y] toda alegría es preciso pagársela a la vida con tristeza” (59).

Lucas Ochoa —en esta primera aparición— (60) es la miseria fisiológica, la corrupción, la incapacidad de heroísmo, la maldad; es la imaginación, el deseo y la mente desordenada; pero también representa las reacciones fuertes, la terrible oscilación entre la euforia y la depresión, entre lo mundano y lo divino; es la contradicción, el anhelo de salir de las apariencias, la lucha por hacerse consciente, el arrepentimiento y la experiencia; es la mesura pero también la lascivia, es un sátiro atormentado, la irritabilidad y la serenidad alternativamente; es la paradoja entre el interés por lo espiritual y la necesidad de que lo admiren.

Manuel Fernández es todo lo que Fernando González no quisiera haber sido ni vivido, es un personaje creado para exorcizar el sentimiento de abandono paterno vivido durante los años de internado en el colegio de los jesuitas. Vive en el interior de Fernando, frustrado, reprimido, borrado por tendencias más fuertes, ansiando la unidad anímica y la fortaleza. Es una combinación absurda de complejos.

Manjarrés es el gran hombre incomprendido (61) y aterrado; rumiante de problemas, dedicado a pensar en sí mismo (62) y opinado constantemente por su mujer, Josefa, a quien, no obstante, ama y ha convertido en razón de su vida (63) porque puede echarle la culpa de sus desgracias, y renegando de ella se libra de la “mala conciencia” (64); “humano inútil para labor progresiva y mercantil” (65), encarna “la tragedia del proletario intelectual” (66); su padre, no el que lo engendró sino el que lo amó, “fue un perro, mezcla de danés y de lobo, llamado Holofernes. Parecía un ser humano, sin los defectos de éste” (67). Manjarrés es la búsqueda, la incapacidad y la anarquía (68); “gran acopio de agonías” (69), Manjarrés representa las dificultades del camino agonal de Fernando González.

Eulogio es González, es el anarquismo universitario, el conservatismo opuesto al régimen liberal de los años 40; es un maestro de tercera que gana poco y pasa apuros para sostener a su familia; es la Colombia que hay en lo íntimo de un maestro de escuela. Atehortúa Ochoa es el típico medellinense volcado hacia lo práctico, bueno para los negocios y ajeno a los avatares sociopolíticos de Colombia; es rico, vive bien y no pierde la fe en el hombre, por horrible que sea el panorama nacional. Fernando lo odiaba y a pesar de que se había ido a vivir a la Patagonia se le entraba a González por una ventana, de noche, a escribir, y lo asustaba porque fue sospechando que eran el mismo. Fabricio es el alma pagana y curiosa de González Ochoa. Había estudiado en el Seminario de Medellín donde fue compañero del padre Elías, pero lo despidieron por ser cojo y tan sólo llegó a ser sacristán de su amigo. Nació en la misma fecha que Shakespeare y Cervantes; es el alter ego inseparable de González; es el interés gonzaliano por las lenguas clásicas y la cultura sefardita, por eso muchas veces lo llama Fabritius.

En segundo lugar están los personajes o presencias que encarnan al hombre ideal y al crecimiento en conciencia: Bolaños es el zambo suramericano (70), un poeta bogotano convencido de que “en América hay grandes escritores y artistas” (71); es un personaje rebosante de energía, condensación de todo lo bueno y lo bello que hay en González; un crítico imparcial, frío y dominador, a quien no afecta la lucha y cuyo oficio es dirigir a Lucas; por eso cuando un movimiento nace en Lucas Ochoa se lo lleva a Bolaños para que él lo juzgue como hecho ajeno; su tarea es lograr que Lucas viva despacio (72) y se aquiete su alma, por eso le dice: “No corras […] las cosas que quieren dejarse coger esperan siempre” (73); y con respecto al talante iracundo e intratable le aconseja a Lucas que gaste sus energías en el papel, que insulte en el papel pero sea amabilísimo con los demás (74). Bolaños representa las facultades críticas y racionales de González.

Jacinto Salazar es el nombre que le puso González a Bolaños cuando se dio cuenta que Lucas estaba molesto de tanta dirección (aunque en el fondo era falta de nicotina, deseos de fumar). Jacinto fue parido porque “nadie puede verse a sí mismo” (75) y González necesitaba verse; con la introspección logramos autocapturarnos psíquicamente, pero como entes sucedidos y por ello apenas se alcanza a producir el remordimiento, en cambio inventando a Jacinto sería posible estudiarse como actual (76). Pero la misión de Jacinto fue semejante a la de Bolaños, rehacer a Lucas: primero le mandó caminar lentamente, erguir el pecho y tener la cara más llena (77) y resultó que este obedeció y comenzó a progresar (78), esto es, siendo y padeciendo empezó a saber ser, a ir intuyendo la Presencia, la Intimidad, y luego Jacinto no le impuso más que estas normas: no abusar de nada, no correr y no desear (79). Jacinto hizo ir ascendiendo a Lucas enseñándole que “el que sufre se diviniza”, que “sólo Dios es felicidad” y que “gozar es de la carne” (80). Jacinto es el hombre que González permanentemente desea llegar a ser; un Maestro inventado porque en Colombia no encontraba a quién imitar; a él le consulta sus propósitos. Jacinto representa al ideal, a todo aquello que despierta la emoción y nos incita a devenir.

Lucas Ochoa nuevamente (81), pero ahora habiendo trascendido las apariencias y convertido en un Maestro. Es la desnudez, el hermetismo, el silencio, la autoposesión, lo recóndito. Es como un niño que vive como soñando mil mundos. Es el que sabe de agonías, de la Intimidad, el que sólo atiende al crecimiento de dentro para afuera. Es el yo deshecho ya por la Intimidad; es un Lucas glorificado porque ya no vive del sucediéndose de hechos y lugares sino de la conciencia de la Presencia o vivencia de la Intimidad. Sin embargo, una cosa es segura, Lucas de Ochoa, la consciencia fisiológica o la consciencia de la Intimidad, será siempre la manera de reaccionar de Fernando González.

Finalmente, uno de los Convivientes más importantes es el padre Elías. Es la presencia de la cruz y la agonía, en contraposición a su inseparable sacristán Fabricio, que es la presencia pagana (82); el padre Elías es la Presencia que conduce siempre al Cristo (Presentiae semper ad Christum) (83), el gran agonizante. Personifica la locura de la cruz y la excelencia, aunque está un poco loco y es bien pícaro; es Fernando amando, novelando (o luchando contra la novela), agonizando, muriendo y viviendo muerto. El padre Elías personifica lo que escribió Dostoievski: “Los hombres verdaderamente grandes, deben experimentar honda tristeza en la Tierra” (84).

El “bendito” padre Elías hace patente las ansias espirituales, superiores de González; el hombre que quisiera llegar a ser; es todo lo que se puede amar. El Padre es una nueva transformación de Bolaños, quien pasó a llamarse Jacinto y finalmente fue el padre Elías, siempre con el fin de domeñar a Lucas Ochoa.

Conocidas estas Presencias terminemos con varias preguntas:

¿Cómo es la Intimidad?

Es inimaginable. Un existente no puede imaginar sino entes y ella los trasciende. La Intimidad no existe, está en mí, manifestada, con el saber misterioso de la vivencia (85).

¿Qué es la Intimidad?

Es la identidad, ir siendo lo que somos sin ningún “para”; es la eternidad, el autoconocimiento; es vivirse en Dios, ir renaciendo en la eternidad (86); es la Verdad que nos va liberando (87); es la Oscura Noche Luminosa, rumorosa como las fuentes del Paraíso (88), aromática como el chagualito del huerto del padre Elías.

¿Dónde está la Intimidad?

Está en uno. Es Dios que mora en nosotros. Es la Gracia. Es la brega para reconciliar la nada con la Intimidad (89); es el silencio de la Inteligencia (90); es la llama o el fuego que resulta del entendiendo, o sea, es el mismo entendiendo en Llama (91).

¿Por qué buscamos la Intimidad?

Por la seguridad, que es el sentimiento opuesto a la angustia. Nos sentimos en el sucederse y nace la angustia y comenzamos a buscar ascender hacia la Presencia que nos asegura (92).

Para terminar únicamente una exhortación: ¡Meditad y entraréis a donde todo es posible! Vivid serenamente, dejaos encontrar por la Presencia y gozaréis de la beatitud de la Intimidad.

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* Facultad de Filosofía, Universidad Pontificia Bolivariana. Medellín, Colombia.

Notas:

(1) Cf. GONZALEZ, F.: La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, 1996, p. 79.
(2) Cf. Ibíd., p. 142.
(3) El segundo libro de la La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera está dedicado a Martin Heidegger, a quien califica como el único cristiano de ese entonces porque tenía en gruñido la Inteligencia. Cf. Ibíd., p. 124.
(4) Ibíd., p. 182.
(5) Cf. Ibíd., p. 173.
(6) Fernando González es llamado “brujo” a causa de uno de los métodos que propuso: un camino para superar el método racional-conceptual con el que se ha construido toda la filosofía occidental, que redujo la unitotalidad de la vida al yo y a la mente. La brujería, por su parte, es búsqueda de la integración de los saberes de Oriente, Occidente y mundo el indígena americano, con la fuerza libertadora de la Cruz-Resurrección, encarnada en la beatitud de las Bienaventuranzas. Es el intento de elaboración de una filosofía mística o de una mística filosófica, o sea, una razón viva que permita contemplar y vivir en armonía con el Universo. Cf. RESTREPO GONZALEZ, A.: Para leer a Fernando González, Universidad Pontificia Bolivariana – Universidad de San Buenaventura, Medellín, 1996, p. 354-355. “Otraparte” es el nombre de su casa solariega en Envigado, hoy museo y recinto cultural. Estaba situado antes en las afueras de la ciudad y muchos aires de familia tenía con el Huerto de Calixto y Melibea, tanto que en la La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera la finca se llama “Progredere” (Proseguir) y está en un huerto en el que el Padre (una figura del mismo Fernando González) se va encontrando a sí mismo. En la realidad la casa está cerca de una “quebrada” o arroyo llamado Ayurá, en la La tragicomedia está a la orilla de la quebrada Circe, un símbolo de la propia brega, porque como ese arroyo, contenido o represado, la vida del padre Elías (González) fue una lucha consigo mismo el huerto de su casa. Aún más, en el Prólogo de la La tragicomedia dice su autor que se trata de “la versión andina de la tragicomedia de Calixto y Melibea de que hoy tiene necesidad la gente”. GONZALEZ, F.: La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, Op. Cit., p. 10 y 176. Véase además: Otraparte.org.
(7) GONZALEZ, F.: La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, Op. Ci.t., p. 174.
(8) Cf. Ibíd., p. 134.
(9) Cf. Ibíd., p. 132.
(10) Realidad para Fernando González es, por un lado, “la infinita Unitotalidad del Ser, siempre nuevo, inocente y libre en su múltiple manifestación formal espacio-temporal”. RESTREPO GONZALEZ, A.: Para leer a Fernando González, Op. Cit., p. 480. Por el otro lado, es “infinita posibilidad y libertad”. Cf. GONZALEZ, F.: La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, Op. Cit., p. 50.
(11) Ibíd., p. 182.
(12) Cf. Ibíd., p. 131. Véase también lo dicho a cerca de la egoencia el razonamiento o orgullo del mundo mental en la página 124.
(13) La Gracia fue la que inspiró a Fernando de Rojas para describir a la buena vieja Celestina que rehacía los virgos en Montalbán; a Sapho de Mytilene para cantar a la virginidad y al hermafroditismo; a Miguel de Cervantes para escribir el Quijote y revelarnos en el discurso de la Edad de Oro, pronunciado en la Fonda de eterna memoria, que conocía el Paraíso; y al padre Elías, en un pueblecito andino (Entremontes/Envigado), que sólo el amando, el padeciendo y el entendiendo nos permiten ir comprendiendo los misterios del Camino, la puerta, la Verdad y la Vida. Cf. Ibíd., p. 131. Véanse también las página 25 y 40.
(14) Cf. Ibíd., p. 131.
(15) Cf. Ibíd., p. 169.
(16) Cuando Fernando González, en Don Mirócletes, habla de la mística realista de su familia materna se refiere tanto al hecho de que en ella Dios era vivido como un socio comanditario, como al hecho de que estuviesen emparentados con los Ochoa de Loyola, la familia de San Ignacio. Cf. Cf. RESTREPO GONZALEZ, A.: Para leer a Fernando González, Op. Cit., p. 80 (La referencia a esto se encuentra en un epistolario que cita Alberto Restrepo y cuyo título es Mis cartas de Fernando González, misivas de nuestro filósofo al P. Antonio Restrepo Pérez S.J.).
(17) Cf. Ibíd., p. 37-51.
(18) Cf. Ibíd., p. 91.
(19) Ibíd., p. 89.
(20) Cf. GONZALEZ, F.: Libro de los viajes o de las presencias, Bedout, Medellín, 1959, p. 157.
(21) GONZALEZ, F.: Las cartas de Ripol, El labrador, Bogotá, 1989, p. 176.
(22) GONZALEZ, F.: Pensamientos de un viejo, s.n., s.l., s.f., p. 148.
(23) Cf. Ibíd., p. 163-164.
(24) Cf. Ibíd., p. 165.
(25) Ibíd., p. 97.
(26) Ibíd., p. 186.
(27) Ibíd., p. 64.
(28) Cf. Ibíd., p. 97-98.
(29) Ibíd., p. 136.
(30) Cf. GONZALEZ, F.: Libro de los viajes o de las presencias, Op. Cit., p. 150.
(31) GONZALEZ, F.: La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, Op. Cit., p. 14.
(32) Cf. GONZALEZ, F.: Libro de los viajes o de las presencias, Op. Cit., p. 43.
(33) Cf. Ibíd., p. 45.
(34) Ibíd., p. 83.
(35) Cf. Ibíd., p. 22.
(36) Cf. Ibíd., p. 65.
(37) Ibíd., p. 65.
(38) Cf. Ibíd., p. 65-66.
(39) Cf. Ibíd., p. 66-67.
(40) SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, en Obras Completas, Editorial de Espiritualidad, Madrid, 1993, p. 45.
(41) Cf. GONZALEZ, F.: La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, Op. Cit., p. 119.
(42) Cf. Ibíd., p. 141.
(43) Ibíd., p. 143.
(44) Cf. Cf. GONZALEZ, F.: Pensamientos de un viejo, Op. Cit., p. 137.
(45) Cf. Ibíd., p. 137.
(46) Cf. Ibíd., p. 163.
(47) Cf. Ibíd., p. 150.
(48) Cf. Ibíd., p. 152 – 154.
(49) Cf. Ibíd., p. 137.
(50) Ibíd., p. 145.
(51) Cf. Ibíd., p. 146.
(52) Cf. Ibíd., p. 140.
(53) Cf. Ibíd., p. 139.
(54) Ibíd., p. 137.
(55) Cf. Ibíd., p. 173.
(56) Cf. Ibíd., p. 140.
(57) Cf. Ibíd., p. 163.
(58) Cf. Ibíd., p. 138.
(59) Ibíd., p. 141.
(60) En Mi Simón Bolívar y en El Hermafrodita dormido.
(61) Cf. GONZALEZ, F.: El maestro de escuela, Bedout, Medellín, 1941, p. 29 y 31.
(62) Cf. Ibíd., p. 26.
(63) Cf. Ibíd., p. 47.
(64) Cf. Ibíd., p. 45.
(65) Cf. Ibíd., p. 38.
(66) Cf. Ibíd., p. 36.
(67) Cf. Ibíd., p. 36.
(68) Cf. Ibíd., p. 32.
(69) Cf. Ibíd., p. 40.
(70) GONZALEZ, F.: Viaje a pie, Bedout, Medellín, 1929, p. 255.
(71) Ibíd., p. 257-258.
(72) Cf. GONZALEZ, F.: Mi Simón Bolívar, s.n., s.l., 1929, p. 71.
(73) GONZALEZ, F.: Viaje a pie, Op. Cit., p. 141.
(74) Cf. GONZALEZ, F.: Pensamientos de un viejo, Op. Cit., p. 142.
(75) Cf. GONZALEZ, F.: El maestro de escuela, Op. Cit., p. 25.
(76) Cf. Ibíd., p. 25.
(77) Cf. Ibíd., p. 26.
(78) Cf. GONZALEZ, F.: Mi Simón Bolívar, s.n., s.l., 1929, p. 71-72.
(79) Cf. Ibíd., p. 73.
(80) Cf. Ibíd., p. 74.
(81) En el Libro de los viajes o de las Presencias.
(82) Cf. GONZALEZ, F.: La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, Op. Cit., p. 12.
(83) Cf. Ibíd., p. 12.
(84) GONZALEZ, F.: Pensamientos de un viejo, Op. Cit., p. 143.
(85) Cf. GONZALEZ, F.: Libro de los viajes o de las presencias, Op. Cit., p. 75.
(86) Cf. Ibíd., p. 152.
(87) Cf. Ibíd., p. 159.
(88) Cf. GONZALEZ, F.: Las cartas de Ripol, Op. Cit., p. 210.
(89) Cf. GONZALEZ, F.: Libro de los viajes o de las presencias, Op. Cit., p. 153 y 155.
(90) Cf. GONZALEZ, F.: La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, Op. Cit., p. 164.
(91) Cf. GONZALEZ, F.: Las cartas de Ripol, Op. Cit., p. 75-76.
(92) Cf. GONZALEZ, F.: Libro de los viajes o de las presencias, Op. Cit., p. 156.

Fuente:

Fernández Ochoa, Luis Fernando. “Fernando González Ochoa, un hispanoamericano en busca de la Intimidad”. En: El pensamiento hispánico en América: siglos XVI – XX. Salamanca: Universidad Pontificia de Salamanca, España, 2007.