Fernando González Ochoa

Filosofía de la vida y la cultura

«Cada filósofo da su forma y modo a la vida; sólo que dice, engañado por su orgullo, que así es siempre».

Fernando González
Pensamientos de un viejo

Por Damián Pachón Soto

Contexto histórico

En su libro Colombia, una nación a pesar de sí misma, recuerda David Bushnell que aún en 1913 un sacerdote conservador se daba el lujo de decir: «Hombres y mujeres que me escucháis, tened presente que el parricidio, el infanticidio, el hurto, el crimen, el adulterio, el incesto, etcétera, son menos malos que ser liberal, especialmente en cuanto a las mujeres se refiere» (1).

A decir verdad, esta actitud era tan sólo el legado del Estado teocrático, centralista, autoritario y confesional que impusieron Miguel Antonio Caro y Rafael Núñez desde 1886, cuya ideología tuvo un corto receso en el periodo liberal (1930-1945) pero que luego renació al estallar la violencia bipartidista a finales de los años cuarenta del siglo pasado. La sentencia del párroco machista sólo reflejaba el país creado por la ‘clase señorial sabanera’, con su ‘humanismo municipal’ y su «ambiente opaco y conventual» (2), donde la Iglesia católica ejercía una completa biocolonialidad sobre la población y donde la filosofía moderna quedaba sometida por la sotana.

Pues bien, en ese ambiente nació en 1895 el pensador antioqueño Fernando González, quien padeció en su vida y en su educación los rigores del clericalismo imperante, especialmente, el jesuita. Por eso ya en sus primeros libros que presentan una gran influencia de Schopenhauer, Nietzsche y Spinoza, fustiga de frente y con inteligencia las prácticas de ese clima conventual que le tocó vivir. En su libro El payaso interior, escrito por la misma época de Pensamientos de un viejo —1916—, pero publicado por la Universidad Eafit de Medellín sólo en el año 2005, sostiene: «El hombre no debe avergonzarse de sí mismo […]. La religión cristiana, que considera pecado la mayor parte de los actos naturales, pues el cuerpo es para ella una mancha, una deshonra, es la verdadera corruptora de los hombres. No envíes a vuestros hijos a colegios de religiosos, pues allí sólo aprenderán a tener vergüenza» (3). Y en 1929, en Viaje a pie, no sólo sostiene que «el gran enemigo del cura es la carne», sino que critica la perversión que el clero ha hecho del cristianismo: «¡Cómo han deformado en 1929 años el camino de Jesucristo! La cruz es ya de oro, sobre pechos de púrpura y en palacios de mármol» (4).

Esto explica por qué la lectura de este libro fue condenada por la Iglesia «bajo pecado mortal», ya que «ataca los fundamentos de la religión y la moral con ideas evolucionistas» y porque sus páginas también están saturadas de lascivia, por lo cual queda prohibida su lectura por el derecho natural mismo.

Con todo, fue esa actitud crítica, burlona, beligerante, a veces desfachatada de González la que fue abriendo un clima espiritual más amplio y tolerante en la Colombia de los años 30, época para la cual la enseñanza de la filosofía era realmente precaria. Así lo testimonia Rafael Carrillo: «Existía una materia en quinto año de bachillerato, que era lógica, y una en sexto año que era la metafísica […] Las clases de filosofía eran receptivas […] Las respuestas, por lo tanto provenían también del texto […] No había controversia, no había impugnación, no había autonomía del pensar, no había inquietud intelectual, es decir, capacidad y necesidad problemáticas, notas esenciales del pensamiento filosófico» (5). González con su crítica controversial, irreverente, de profundo cuestionamiento al clero y a la realidad política, ayudó a sentar los pivotes de un pensamiento crítico y problematizador entre nosotros, lo cual dio fruto en ese temporis partus que fue la creación del Instituto de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia en 1946.

¿Era un filósofo?

Uno de nuestros mayores críticos, tan corrosivo como lo era el mismo González, sostuvo: «Fernando González hubiera puesto en tela de juicio su propia fama si sus lectores no lo hubieran empujado a creer seriamente en la importancia de sus interesantes ocurrencias» (6). Pues bien, Gutiérrez Girardot no sólo descalificó la obra del antioqueño, sino que le negó su estatus de «filosófica» basándose en el hecho de que su pensamiento no sólo no tenía coherencia lógica, sino que también carecía de una adecuada fundamentación. Posición contraria argumentó entre nosotros el filósofo español Germán Marquínez Argote para quien la obra de González sí presentaba un conjunto de categorías como vida, individualidad, personalidad, vanidad, egoencia, cultura, educación, mestizaje, etcétera, con las que el filósofo de Envigado leía de manera coherente la realidad, resaltando, además, que la filosofía también había sido históricamente una sapiencia, un saber sobre la vida. Estas características convertían a González en un auténtico filósofo (7).

A mi juicio, Marquínez tiene razón, pues también como lo pusieron de presente José Gaos y María Zambrano, históricamente la filosofía elabora sus reflexiones de muchas maneras, entre ellas, las Cartas de Epicuro, El poema de Parménides, las Confesiones de San Agustín, las Meditaciones de Descartes, el aforismo de Nietzsche, los escolios de Gómez Dávila, etcétera. Otra cosa es el hecho de que el sistema filosófico «a lo Hegel» logre imponerse en la modernidad, o que el tratado filosófico termine hegemónico, lo cual no obsta para tener que reconocer la variedad estilística en que la filosofía logra expresarse históricamente, pues ¿quién afirma hoy que las Cartas de Epicuro no son filosofía? Así las cosas, el pensamiento fragmentario de González es filosofía. Pensar lo contrario, es creer dogmáticamente que filosofía sólo es el pensamiento analítico y sintético. El propio antioqueño se declaró muchas veces un filósofo aficionado, metafísico, rumiante, etcétera, pero, al fin y al cabo, filósofo.

Filosofía de la vida y de la cultura

Pero si el pensamiento de Fernando González es filosofía, ¿cuál es esa filosofía? Mi tesis es que su pensamiento, si bien tiene muchas aristas, es ante todo una filosofía de la vida y de la cultura. Dos razones principales así permiten afirmarlo: la primera, y acudiendo a la idea de Hegel de que todos somos hijos de nuestro tiempo (si bien lo podemos trascender con el pensamiento y también con nuestras prácticas), es que González vive la escisión de entre siglos (el XIX y el XX) donde en el mundo occidental se imponían lentamente las consecuencias de la sociedad burguesa o, lo que es lo mismo, de lo que Hobsbawn llamó «la era del capital». En este sentido, crecieron la urbanización, la demografía, la sociedad de masas, la democratización, el materialismo, el mecanicismo, el utilitarismo, el empobrecimiento espiritual interior, etcétera, esto es, se impusieron las consecuencias de la racionalización, la especialización, la profesionalización y la tecnificación que convirtieron al ser humano en un ser mecánico, con espíritu «ahuecado» y pobre como lo denunció en 1920, en Economía y sociedad, Max Weber. La segunda razón es que esas consecuencias negativas de la «era del capital» suscitaron una reacción contra esos valores eficientistas, pragmáticos y unilaterales. En Europa y en América, esa reacción fue una crítica contra el positivismo y su unidimensionalidad, que tomó forma, por ejemplo, en las llamadas «filosofías de la vida» o «lebensphiloshopie» (esa crítica también logró manifestarse en los espiritualismos de distinto cuño en Europa). Entre algunos de sus representantes estuvieron precisamente Nietzsche, Bergson, Simmel, y entre nosotros, Rodó, Vasconcelos y, desde luego, Fernando González.

A comienzos del siglo XX decía Martín Heidegger (quien a pesar de no declararse vitalista, compartió parte de las inquietudes de estas filosofías): «La sofocante atmósfera, el hecho de ser un tiempo de la cultura exterior, de la vida rápida, de una furia innovadora radicalmente revolucionaria, de los estímulos del instante, y sobre todo, el hecho de que representa un salto alocado por encima del contenido anímico más profundo de la vida y el arte» (8). Esa «vida rápida», esa «cultura exterior» (que algunos alemanes denominaron ‘civilización’), esos saltos alocados por encima de los contenidos anímicos, sólo eran expresión de la modernidad capitalista tecnicocientífica. Contra esas manifestaciones habían reaccionado los autores mencionados. Fue eso lo que llevó a Max Scheler a hablar de «formas íntimas de la vida». Por eso estos filósofos se ocuparon de la interioridad humana, el deseo, la voluntad de poder, el amor, la envidia, el resentimiento, el pudor, la intuición; fue lo que los llevó a una severa crítica del racionalismo. En España el ejemplo de Ortega es claro, pues postuló su razón vital y en 1923 sostuvo que el tema de nuestro tiempo era la vida.

Pues bien, es en ese ambiente, en esas tensiones y en esas críticas donde debe situarse (aunque su filosofía aborde otros temas) el pensamiento de González. Pero, entonces, ¿en qué consiste su filosofía de la vida? En Pensamientos de un viejo, un libro escrito a sus 20 años, por lo tanto, de prematura vejez, de la mano de Schopenhauer y Nietzsche, empieza a dibujar su filosofía de la vida. Allí sostiene: «¿De dónde querer continuar este movimiento que se llama vida? Del deseo. ¿Y el deseo? De que el hombre jamás está satisfecho de sí mismo». Aquí aparece realmente el pesimismo de Schopenhauer, pesimismo característico de este libro, donde es el deseo, las ansias de vivir, las que producen el sufrimiento humano, pero también aparece la impronta nietzscheana de una manera muy marcada, pues concibe la filosofía como «una lucha interior de los instintos» (9).

Para mí es claro que esa lucha de instintos es la guerra misma que libra nuestra múltiple voluntad de poder, tal como Nietzsche la expuso. Y si la voluntad de poder define la personalidad, como sostenía el filósofo colombiano Darío Botero Uribe, es esa guerra de instintos la que define el carácter y la individualidad de cada persona, de cada filósofo. De ahí que el llamado de González sea, como en las filosofías de la vida en Europa, una vuelta al mundo interior, al conocimiento de sí mismo, a navegar en los abismos del alma humana para ir revelando eso que somos; de ahí su filosofía intimista, aquella que es conocimiento de sí. Por eso va a decir: «He aquí lo esencial: vivir nuestra vida y sacar de ella el tesoro de nuestro saber». Y es esta concepción la que emparenta su pensamiento con la filosofía como forma de vida del filósofo francés Pierre Hadot, por ejemplo; de la filosofía como terapéutica, pues «yo siempre he creído que el hombre al filosofar sólo trata de apaciguar su interior, justificando sus acciones y modos de ser» (10); es decir, la filosofía resulta siendo en el envigadeño una «medicina para el alma».

Ahora, en Viaje a pie encontramos la justificación de la necesidad de ese recogimiento, de ese intimismo de su filosofía. Allí dice: «El movimiento de la vida moderna es desvanecedor; ahí, lo más difícil es conservar la tranquilidad del alma […] A cada instante se presentan infinidad de imágenes deseables, de posibles finalidades […] La voluntad es tentada a cada segundo» (11), por eso «estamos bajo el imperio de la sociedad anónima» (12). Esta es, en realidad, una crítica a las consecuencias sociales de la modernidad y a sus efectos sobre el individuo. Por eso en este libro aparece el otro concepto clave de su pensamiento vitalista, esto es, la egoencia, la cual está referida a las riquezas de la personalidad y de su expresión, la individualidad; es el yo auténtico, fuerte, autónomo, original, contrapuesto a la vanidad, a la repetición, a la imitación y al complejo de inferioridad propios del latinoamericano. La egoencia es la respuesta de González a la pérdida de la individualidad que acarrea el mundo moderno y a la esquizofrenia que produce su lógica avasalladora, su carácter «velocífero», para decirlo con Reinhardt Koselleck.

Es todo lo anterior lo que me lleva a decir que la filosofía de la vida (o lo que es lo mismo, su proclamada filosofía de la personalidad) es también una filosofía de la cultura. Y en este caso, González asume la cultura como formación, como bildung según la expresión alemana de la época. La cultura es para el pensador colombiano un conjunto de «métodos o disciplinas para encontrarse o autoexpresarse» (13), «métodos artificiales» para superar el vacío que constituye al suramericano. En estricto sentido, lo que González llama cultura son formas de adiestramiento o cultivo del yo, de repeticiones, hábitos y ejercicios que modelan al ser humano, lo esculpen y le crean una «segunda naturaleza». La cultura permite una arquitectura de sí, una escultura de sí; tiene pues que ver con lo que en algunas filosofías actuales llaman antropotécnicas o, incluso, «gobierno de sí». Por eso la cultura es el remedio, en últimas, contra la miseria espiritual de la modernidad y del poblador suramericano, y tiene como misión elevar al ser humano desde la vanidad hasta la egoencia.

Algunos puntos críticos

Pese a todo lo anterior, en lo cual está el aporte que González hizo en la primera mitad del siglo pasado, es necesario precisar algunos reparos sobre su obra. Debe ser así pues no podemos ser apologetas «en bloque» de ningún pensador, ya que esa actitud sólo manifiesta una posición servil y de falta de distanciamiento crítico sobre su pensamiento.

En primer lugar, hay una crítica unilateral de González a la cultura europea, donde la culpa de nuestro complejo de inferioridad o de «hijo de puta», desconociendo también los grandes aportes de esa civilización a la cultura emancipadora; en segundo lugar, su hipostático énfasis en la originalidad pasa por alto, como no lo hicieron Alfonso Reyes o Baldomero Sanín Cano, el hecho de que tenemos derecho al pensamiento universal, y de que la cultura, la literatura, la filosofía, etcétera, se enriquecen en ese diálogo, en ese conocimiento; en tercer lugar, su llamado a no leer, a no imitar, a ser auténticos, que puede tener aspectos positivos, pero que asumido unilateralmente implica una huida del mundo y un encerramiento que no es posible hoy, forma parte de ideologías teluristas que invadieron la vida latinoamericana de comienzos del siglo pasado y que alimentaron los nacionalismos y los gobiernos fuertes; y, por último, su pensamiento eugenésico donde deben crearse institutos biológicos que regulen la inmigración y su propuesta del Gran Mulato como «mezcla científica de las razas» (45% de india, 45% de blanco y 10% de negro), temas que aparecen en Mi Compadre y en Los negroides, son sumamente problemáticos, pues implicarían una homogenización que no necesariamente lograría un mestizaje cultural como él lo propuso, ya que la mezcla de sangre no conlleva a la mezcla de las cualidades del espíritu [*]. Con todo, ahí está su obra, polémica, bien escrita, inteligente, mordaz, que debe releerse y discutirse hoy.

Notas:

(1) Editorial Planeta, 2004, p. 230.
(2) Rafael Gutiérrez Girardot, Hispanoamérica: imágenes y perspectivas, Bogotá, Temis, 1986, p. 359.
(3) Universidad EAFIT, Medellín, 2005, p. 88.
(4) Viaje a pie, Universidad EAFIT, 2013, p. 98.
(5) Rafael Carrillo, «Actualidad y futuro de la filosofía en Colombia», en: Numas Armando Gil, Rafael Carrillo – Pionero de la filosofía moderna en Colombia, Universidad del Atlántico, 1997, p. 60.
(6) Rafael Gutiérrez Girardot, «La literatura colombiana: mito y realidad», en: Revista Aquelarre, Volumen 4, n.º 8, Ibagué, Universidad del Tolima, 2005, p. 35.
(7) Germán Marquínez Argote, Sobre filosofía española y latinoamericana, Bogotá, Universidad Santo Tomás, 1987, pp. 167 y ss.
(8) Citado en R. Safranki. Un maestro de Alemania – Martín Heidegger y su tiempo. Barcelona, Tusquets, 2003, p. 45.
(9) Fernando González, Pensamientos de un viejo, Universidad EAFIT, Medellín, 2013, p. 127.
(10) Ibíd., pp. 41 y 192, respectivamente.
(11) Viaje a pie, op. cit., p. 69.
(12) Fernando González, Los negroides, Universidad Eafit, 2014, p. 98.
(13) Ibíd., p. 19

Fuente:

Pachón Soto, Damián. «Fernando González Ochoa, filosofía de la vida y la cultura», 20 de abril de 2017, Alponiente.com.

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[*] Nota de Otraparte.org:

Según Fernando González, los culpables del complejo de «hijo de puta» somos principalmente nosotros mismos, los mestizos latinoamericanos, y su aprecio por la cultura europea permea toda su obra. Su visión fue universal. Por ejemplo, en Mi Simón Bolívar y en otros libros habló sobre la conciencia cósmica a la que estamos invitados todos los seres humanos:

«Nosotros llamamos sabio al que ha sentido vivir el universo y ha vivido con él. De ahí la gran idea trascendental de Lucas, que verá el lector más adelante, acerca de la conciencia. Por ella divide así a los hombres: fisiológicos, hombres maridos, hombres cívicos, patriotas, continentales y hombres de conciencia cósmica. Este último es el sabio; se ha unificado con el universo y percibe esa unificación; se percibe a sí mismo como Dios. ¿No somos hijos de Dios y, por consiguiente, dioses?

El sabio, mediante el método emocional, ha percibido la voluntad de todos los seres y las ansias de todo lo que existe. Mediante ese método ha hecho que su conciencia, por decirlo así, avanzara sus raíces, como inmenso árbol, a través de todo lo que existe, para nutrirse de ello. “Nada es extraño a mí”. En realidad, la conciencia es todo en el hombre y el secreto de la sabiduría consiste en vivir con todas las cosas. Para entender al niño hay que tener la emoción infantil. Para entender a los astros hay que vivir con ellos…».

Y en El Hemafrodita dormido, libro en el que narra sus «aventuras italianas», dice:

«El género humano es solidario y no hay Francia ni Italia: hay hombres, y mientras uno solo se quede atrás, ninguno pasará de esta etapa. Los juicios que publicas son apenas reacciones de un alma que está tan metida en la carne como una nigua. […] Copiemos, pues, la libreta y ninguno se sienta ofendido, que los juicios de este libro son reacciones causadas por los policías policromos de Italia, por la mujer única de Marsella, por las actitudes de Aquiles Starace o de Mussolini, o bien, por el encuentro de algún motorista de tranvía impertinente o por la lectura diaria de crímenes horribles. También, que Ochoa se hunde en la inmundicia y luego sale enfurecido, lanzado para arriba como pelota de caucho y renegando de todo…, para terminar mirando al cielo, como los gallinazos que se asolean en los tejados de las casas en Medellín».