Los fragmentos del
Brujo de Otraparte

Por Hugo Hernán Aparicio Reyes

Cuando en las aulas del colegio barrial, donde a cuenta de ser hijo de una de sus maestras toleraban mi mediocridad e indisciplina, escuchaba el término «pensador», referido a algún intelectual de renombre, imaginaba a alguien ausente de la realidad, entregado sin pausa a la sesuda introspección; imagen confirmada luego al hallar en las páginas del Tesoro de la Juventud, la estampa de la admirada escultura de Rodin. Para las preguntas del niño aún no hay respuestas finales. ¿Para qué sirve pensar tanto? ¿La función de pensar es una profesión, un oficio permanente? ¿Por qué son tan importantes los pensadores?

El recuerdo acude al tener a mano el libro de Joseph Avski, Fragmentos de sombra – Una biografía intelectual de Fernando González —Sílaba Editores, 2018, 226 páginas, 20 de estas colmadas de referencias bibliográficas—, escrito como tesis de doctorado en estudios hispanos. El autor paisa-germano, físico de la Universidad de Antioquia, con premiada trayectoria como novelista, ejerce en la actualidad la docencia universitaria en Estados Unidos. La carátula del tomo reproduce una fotografía en blanco y negro de González (1895–1964), el «Brujo de Otraparte», exaltado por la Nación (2006) en su memoria, vida y obra, mediante Ley, en la cual se declaró Bien de Interés Público y Cultural de la Nación la Casa Museo Otraparte, en Envigado, morada del escritor. El texto de la norma dice del homenajeado: «… dedicó su vida al cultivo de los valores artísticos y filosóficos, logrando un merecido reconocimiento nacional e internacional, como uno de los más importantes pensadores colombianos de todos los tiempos».

Del pensador a secas derivó hace siglos otro más complejo. Al margen de su origen histórico y de la literal acepción del vocablo, asociado en principio con el empleo de la razón lógica, del empirismo, contrapuestos al dogma o a la revelación en la búsqueda de la verdad, suele otorgársele el mote de «librepensador» —en ocasiones con intensión peyorativa o de desdén— a quien asume y divulga una línea ideológica excéntrica, inacabada, insumisa a tendencias, a escuelas filosóficas delineadas o al dictado de alguien, guía o inspirador. Voltaire, uno de los más connotados enciclopedistas, colaborador de Diderot y d’Alembert, se erigió en su tiempo como arquetipo del libre discurrir, forjando con ese talante el fundamento de su pensamiento y obra escrita. En época reciente, ligado al continente escéptico en boga, al desapego a la fe religiosa —no necesariamente ateísta—, a la negación de verdades absolutas, el librepensamiento ha acogido en su promiscuo seno a filósofos aficionados, a díscolos opinantes, a limitados analistas del discurrir humano, no susceptibles de encasillamientos taxonómicos. En esa suerte de limbo intelectual, se han ubicado, con frecuencia por decisión propia, personajes de disímil empaque y estatura histórica; desde precursores del deslinde con la Península, como Francisco de Miranda, su tocayo Caldas, Nariño, hasta el mismísimo Libertador, Simón Bolívar, siguiendo con Núñez, el regenerador; desde el docto Andrés Bello, el panfletista Vargas Vila, Panclasta el anarquista, el huraño Gómez Dávila, hasta Álvarez Gardeazábal o Fernando Vallejo, por citar algunos entre innumerables.

Algo extensa pero útil digresión al querer reseñar el trabajo de Avski, si validamos la sindicación de ocasionales «biógrafos» de González, entre ellos contertulios suyos en las poltronas de Otraparte, o correligionarios de Gonzalo Arango, el profeta nadaísta, su rendido admirador y receptor de ideas, quienes echan mano del término librepensador para ornar menciones. Joseph Avski, al contrario, elude referirse a él en términos análogos, incluso en contra de reiteradas afirmaciones del propio escritor, persuadido de la talla superior de su estudiado. ¿Fue Fernando González —abogado, escritor, por cortos lapsos diplomático, juez y magistrado—, un filósofo estructurado, un buscador pertinaz, sistemático, de verdades y dudas, o un librepensador entre muchos? ¿Qué rasgos, dotes, talentos o realizaciones lo distinguen, ubicándolo en sitial preferente en el angosto panorama del pensamiento colombiano?

A través de las páginas de Fragmentos de sombra, se hacen explícitas, por parte del autor, la fundada admiración por don Fernando, y la convicción de hallar en su obra escrita y en el magisterio oral, pese a explicables vacíos, contradicciones, zonas oscuras, vacilaciones, o acertijos insolubles, un filósofo con todas sus letras. Para apuntalar sus certezas el biógrafo intelectual debió bucear en profundidad entre la abundante producción escrita del «Pensador de Otraparte», que comprende 14 libros de diversos géneros literarios (1916 – Pensamientos de un viejo; 1929 – Viaje a pie; 1933 – El Hermafrodita dormido; 1934 – Mi Compadre; 1935 – Cartas a Estanislao; 1941 – El maestro de escuela; 1959 – Libro de los viajes o de las presencias, los más citados), más un extenso acopio de textos sueltos, publicados en diarios y revistas, contrastándola con sus anclajes ideológicos, con las obras de sus filósofos predilectos (Nietzsche, Platón, Spinoza, Schopenhauer, Sartre), delineando el contexto sociopolítico e histórico-intelectual dentro del cual se produjeron. «Escritor inclasificable: místico, novelista, filósofo, poeta, ensayista, humorista, teólogo, anarquista, malhablado, beato y a la vez irreverente, sensual y casto… ¿Qué más? Un escritor originalísimo, como no hay otro en América Latina ni en ninguna otra parte que yo sepa». Es la afortunada semblanza de Fernando González, escrita por el hoy moribundo Ernesto Cardenal.

Episodios memorables de su infancia y juventud, desde luego mencionados por Avsky en el esbozo de la persona del pensador, fueron la expulsión del colegio regentado por religiosos donde cursaba la secundaria, por negarse a aceptar principios teológicos, y el conflicto planteado con los directivos de la universidad de Antioquia al momento de evaluar su tesis de grado, titulada inicialmente como «El derecho a no obedecer», censurada por los calificadores. Quedaban de manifiesto, desde sus primeros pasos intelectuales, el espíritu de rebeldía, de confrontación contra poderes establecidos, creencias inamovibles y anacrónicas tradiciones, rasgos indelebles de su temperamento. En el segundo de los once capítulos, Fragmentos a la sombra, quizás el aparte medular del libro, además de la mención anecdótica de estos dos hechos, el autor traza líneas precisas que definen la personalidad y la obra de Fernando González. «Sus trabajos —escribe Avsky— quedan a mitad de camino entre la novela, la literatura de viajes, la filosofía, las memorias, el género epistolar, el ensayo, los diarios íntimos, la autoficción, y la biografía; se demoran en las sombras que se forman entre un género y otro y las clasificaciones se quedan cortas».

No se limita el investigador a seguir los pasos del filósofo, rastreando sus lecturas y obras impresas, sus compañías o apegos intelectuales, en busca de claves conectoras, de influencias o influidos. La indagación de Avsky abarca con pasmosa suficiencia el ámbito histórico, político e ideológico en el cual se desempeñó como miembro de la sociedad colombiana, como producto humano particular del país y de su época, sin obviar enlaces con la cultura global. Ya en el plano íntimo, el autor cita textualmente a González: «… desde mi niñez he vivido en el límite de sombra de ciencia; entre ésta y lo desconocido hay siempre una zona atrayente, sombreada, pecaminosa, ilegal. Ahí es donde me ha gustado morar. La ciencia oficial no ha tenido mi amor. La revolución está entre las leyes y el porvenir…» En otro aparte de El remordimiento, don Fernando expresa: «No tendré admiradores, porque creo solitarios; no tendré discípulos, porque creo solitarios […]. Yo no atraigo; arrojo a cada lector y persona que me habla en brazos de sí mismos».

Fuente:

Aparicio Reyes, Hugo Hernán. «Los fragmentos del Brujo de Otraparte». El Espectador, Bogotá, 13 de marzo de 2019, sección Cultura.