Benjamín Correa, un encuentro

Nació en Copacabana, Antioquia, en el año de 1888 y murió en esa misma ciudad en 1974.

Por José Manuel Arango

Fernando González y don Benjamín Correa se conocieron en Carolina, Antioquia, donde don Benjamín era maestro de primeras letras, allá por la tercera década del siglo. Fernando González había ido, como agente del municipio de Medellín, con el encargo de ocuparse del saneamiento de los títulos de propiedad en la compra de unos terrenos para la planta de Guadalupe.

Fue un encuentro decisivo.

Fernando González no era todavía Fernando González. Era un joven abogado de la Universidad de Antioquia, donde se había graduado con una fogosa tesis sobre El derecho a no obedecer. Ya antes, a los diez y seis años, había escrito esa obra precoz que es Pensamientos de un viejo. Pero no era todavía Fernando González. Ni la tesis ni la obra primera tienen aún su sello. Don Benjamín, en cambio, ya estaba hecho. Casi cuarentón, era un exnovicio jesuita que había tenido que dejar los hábitos porque sus estudios de Teología le habían causado un mal que los médicos diagnosticaron como anemia cerebral.

Llevaba ya por dentro la frustración que lo definía: no haber sido sacerdote jesuita, no haber logrado ser, sobre todo, un orador sagrado. No obstante era, de algún modo, aquel jesuita predicador que vio Fernando González, que algo debió encontrar en él —un poder, una esencia— cuando, acabando de conocerlo, le promete llevarlo a trabajar con él en la rama judicial, tan pronto lo elijan juez. Debió ver en él, fuera de un exalumno jesuita con quien comentar la vida y los enredos de los padres, al conversador. Esta esencia: el que habla, el de la lengua sabrosa y afilada.

En 1928 Fernando González es Juez Segundo del Circuito y don Benjamín es su escribiente. A fines de ese año, en las vacaciones, hacen el Viaje a pie hasta Buenaventura, del que saldrá al año siguiente la primera obra, verdaderamente suya, que escribió el filósofo de Envigado. En Viaje a pie, don Benjamín ocupa un discreto segundo lugar, no es el diálogo, no son las travesías dialogadas de don Quijote y Sancho, sino el monólogo de Fernando González. Pero es un monólogo dicho siempre en un plural que alude, con no menos discreción, al compañero de viaje, y, al fondo, las tres figuras: los dos filósofos aficionados y el caballo de don Benjamín. Tres, el número pitagórico: tres animales y un solo filósofo.

Pero don Benjamín era todo un personaje, que más tarde, después de años y de conversaciones, se convertiría en el protagonista de una novela. En efecto, en 1936, Fernando González publica, en la revista Antioquia, Don Benjamín, jesuita predicador. En este libro ha visto la crítica nuestra mejor novela picaresca. Está escrito de oídas, caso raro en Fernando González. Uno imagina a don Benjamín contando, con los ojos muy abiertos. Y en el cuento está todo su conocimiento del clero de la época, está el mundillo de esos curas de misa y olla, de nalgas poderosas que abrumaban el lomo de la mula; están sus aficiones al ganado y a los bienes terrenales, al juego y al aguardiente, los enredos e intrigas, los dimes y diretes de los pasillos de la curia. Don Benjamín, que miraba todo esto desde fuera porque había sido excluido, pero que lo conocía por dentro, tiene una lengua viperina que recuerda a veces la de aquel otro alumno jesuita, Voltaire; una lengua que a pesar de su religiosidad ortodoxa, no logra siempre morderse.

Mucho más tarde, ya viejo y jubilado, don Benjamín escribió en su retiro de Copacabana, en cuadernos escolares rayados y con una cuidada letra escolar, una autobiografía, Rasgos biográficos de un pobre diablo y algunos de sus modos de pensar, además de un par de noveletas edificantes, Tigrillo y El Bossuet de la Tasajera, y algunos artículos sobre política y teología moral, que tienen un tono decididamente oratorio. Una fotocopia de esos manuscritos, dedicados más a sus sobrinos que a la publicación, está guardada en los archivos de la Biblioteca de la Universidad de Antioquia.

La autobiografía cuenta mucho de lo que ya Fernando González había narrado y algunas cosas más. Ahí está, por ejemplo, la anécdota del padre Ladrón de Guevara, que preparaba su obra Novelistas buenos y malos. «A los novicios nos decía que Dios le había hecho una merced, consistente en darse cuenta de la impureza de una novela, sin detenerse en el contenido. Era como gato andando o corriendo por sobre brasas». «Me parece verlo —añade— buscando un lugar sosegado, llevando un montón de novelas para juzgar». Y apunta, volterianamente, que a Voltaire lo había despachado «con solas tres palabras»: infame, infame, infame.

Nos habla allí también de su niñez campesina, vivida en un poblacho donde el cura es la autoridad máxima, si no única, y cuya vida gira en torno del campanario. Allí desfilan esos personajes parroquiales —el sacristán y el policía, el borracho al que los espantos curan de su adicción— dibujados no pocas veces con dos o tres trazos certeros. Y están las tías que lo encaminan a la vida clerical, que le bordan ornamentos de juguete para que juegue a ser hombre de Iglesia. El cura es la encarnación del poder y ellas quieren que sea cura, no alfarero ni constructor de casas de tapia y tejas como su padre. Pero uno ve que aun sin los empujones de sus tías, don Benjamín se habría empeñado en meterse a cura. Porque su sueño era echar sermones. Al «Bossuet de la Tasajera», su alias, su otro yo jocoso, le encantaba —nos dice— subirse a la pucha, y añade que «con frecuencia lo sorprendían sus vecinos subido a un alto pedrusco, discurseando y manoteando, cuando iba a la manga a encerrar el ternero de la casa».

Así pasó de monaguillo a sacristán, de sacristán a seminarista y de seminarista a novicio jesuita. Digamos, de pasada, que en sus afanes oratorios siempre metió su cola el diablo. «La oratoria de los jesuitas Muñoz y García, que en ejercicios y misiones dizque mostraban el infierno, me embelesaba», nos dice. Quería ser como ese cura que era capaz de levantar una baldosa para que sus oyentes vieran el infierno.

Sí, don Benjamín debía ser de conversación sabrosa. Toda su vocación de orador estaba, sin duda, empujando su verba. Lo sabemos cuando nos cuenta del apodo que le daban sus condiscípulos: «ojos de bola», porque abría mucho los ojos al hablar.

Fernando González oye, sonreído, y apunta. Las historias de don Benjamín saldrán luego de sus cuadernos, corregidas y ampliadas, reducidas a lo esencial aquí, subrayadas allí con una frase, una solfa, un modo gracioso de decir. Porque si don Benjamín es mejor conversador que escritor, él tiene el oído para las palabras y los giros, y el palito para la escritura.

Fernando González oye, sonreído, y lo tira de la lengua.

Quién duda que el filósofo de Envigado es el autor de una de las obras —relato, reflexión— más singulares de nuestra literatura hispanoamericana. Quizá lo que la distingue es el ser un pensamiento en camino. Eso es Viaje a pie. Y esos son, de ahí en adelante, todos sus libros: hechos de apuntes, consideraciones y ocurrencias de caminante, que va anotando en su libreta de bolsillo, cuando se sienta y hace un alto, puesto a un lado el bastón. Escribir era ir viendo, saboreando, rumiando. Después la hechura del libro era sólo elegir, ordenar, pasar en limpio sus notas. De ahí ese carácter naturalmente fragmentario, discontinuo sin deliberación, de su pensamiento. Don Benjamín fue su compañero de andanzas, y no solo durante el Viaje a pie sino a lo largo de la vida. A cambio (como quien dice «gracias por la compañía»), Fernando González nos dejó su retrato hecho, como todo lo suyo, con mano de maestro.

Fuente:

Arango, José Manuel. «Benjamín Correa, un encuentro». IMAGO, Revista de la Casa de la Cultura de Copacabana, n.° 5, agosto de 1989, pp. 39-42.