El legado del Maestro

Por Leonel Estrada

“Vi a Grecia y vi a Florencia y me volví para Envigado… la patria de los grandes agonizantes”.

Volvió allí para morir viviendo. Para morir como quería. Como lo había previsto en la La tragicomedia del padre Elías. Una muerte sencilla, sin aglomeraciones a su alrededor. Presintió todo claramente. Su vida había sido toda una preparación, pero los días anteriores fueron señal definitiva. El Maestro se quejaba de un dolor intenso en la región precordial:

—Un dolor infinito que no me deja pensar, que me aparta de Él. No soy más que dolor. Todo mi ser el dolor, dolor hondo. Para luchar y tener valor, hay que apoyarse en algo, tener un yo de apoyo, distinto del yo dolor. No quiero que el dolor me aparte de Él. Sólo quiero estar en Él, pensar en Él.

En la mañana de su muerte conversó con el doctor Jorge Restrepo:

—Tengo una ideíta que quiero desarrollar. Puede tener algún interés para ustedes, los biólogos. Ahora hablan de los experimentos para crear la vida, para sintetizar un ácido que dizque contiene los carácteres hereditarios. Eso es imposible. La vida no acaba, no es solamente movimiento. Existo, pero en mí hay presencia de mis progenitores, también hay futuro. Todo es una cadena. Con la herencia vienen células con memoria y con capacidad de proyección presente y futura. Nunca podrán hacer la vida.

Otro día, en un autógrafo de un libro suyo, escribió esta “ideíta” que ilustra también lo que pensaba: “Vivimos a los padres y a los abuelos y nietos e hijos y mundos todos, y no eran no-yo”.

A menudo, repetía: “Uno no muere. Algún día nos hacemos cadáveres, pero no morimos. La vida sigue. Al cementerio llevan lo que es ya no-uno; lo único vacío es un cadáver”.

Por eso insistió también a sus familiares que no debían ir al cementerio.

En el Libro de los viajes o de las presencias, pregunta: “¿Cuánto vive un muerto? ¿En dónde vive un muerto? ¿Cuándo y cómo viven los muertos? Hace cinco mil años sabían mucho de la vida de los muertos y de la muerte de los vivos”.

Tuve la suerte de conocer y tratar a Fernando González en los tres últimos años. Lo visitábamos con frecuencia y él venía, de vez en cuando, a nuestra casa. Su hijo Álvaro nos comenta que muchos años de su vida los pasó aislado, no recibía visitas y hasta se escondía de ellas. En los últimos años se operó un cambio que coincidió en parte con Libro de los viajes o de las presencias, su libro preferido, en el cual compendió su pensamiento. En el original que él conservaba, se lee: “¡Ojo! Este libro es ‘sagrado’, sé que me lo dictó el Señor Jesucristo, que es la Verdad Viva y la Vida. 11 de Mayo de 1963, a 11 días de la ida de Gustavo González Ochoa a quien tanto amé”.

A raíz del cambio, el Maestro aceptó que sus amigos fueran a “Otraparte”, su finca. Siempre tenía tiempo para todos. Aun el más humilde merecía su atención y sus comentarios. Le fluían las palabras y prefería construir ideas, trabajarlas, armar sus propios rompecabezas. Pensaba mucho. Lo hacía dinámicamente. Con razón se le tenía como pensador. De ello hay testimonio en toda su obra. Uno de los únicos pensadores creativos de Colombia. Desde las cinco de la mañana se iniciaba su día. Pensar y respirar eran una sola cosa. Quienes tuvimos la oportunidad de pasar tempranamente por frente a su residencia lo vimos pasearse pensativo en su corredor. Es una suerte que nunca haya perdido esa capacidad y la seguridad de exposición. Por el contrario, adquirió gran brillantez en sus ideas. Algunos de quienes lo admiraron por sus escritos de juventud, comentaban que Fernando González “se había vuelto muy místico y que había perdido su beligerancia, su rebeldía creadora”. Pero el Maestro comentaba con los suyos:

—Es una lástima que algunos quieran que yo insulte a sus enemigos, que les miente la madre a quienes no comparten sus ideas.

Esto lo decía también a instancias de que él volviera a sus viejos tiempos, a ser “destructor” de dioses. Estos amigos no pudieron ponerse en las coordenadas del Maestro y su antigua admiración les había llevado a endiosarlo en su imaginación. Les parecía un dios destructor de otros dioses. Pero cuando él quiso ser nada para habitar el todo, ese dios se les vino al suelo.

A raíz de su muerte, se preguntaba una monjita si Dios le habría dado la gracia para confesarse. Esto revela bien la idea equivocada que algunos tenían de él. Yo mismo, siendo pequeño, recibí una emoción desfavorable cuando alguien me dijo que el Viaje a pie era un libro prohibido. Durante muchos años, con mentalidad infantil tuve al Maestro como descreído y antirreligioso. Tan distinto del que luego conocí. Ese hombre amable y generoso, el de la voz dulce y varonil, el de los ojos vivos y mirada casta. Su palabra edificaba, pero fue aún más de ejemplo y de obras. Era necesario conocerlo personalmente para acabar de comprender sus libros. Cuando escribía, usaba la desnudez de las palabras para encontrar caminos espirituales. Exaltaba lo divino con los medios más despreciados. Empleaba fuertes vocablos “para insultar la mentira, que es la vanidad, la nada de la representación”. Por eso solía decir:

—Cuando a la gente le hablan de mí, siempre pregunta: ¿Fernando González? ¿Ese boquisucio de Envigado? ¡Vea, hombre! Cuando hablo nunca digo esas palabras. Cuando escribo sí las necesito.

En su constante búsqueda vivió una gran lucha consigo mismo, lucha del espíritu contra la carne, de la razón contra el instinto.

Bien dicen: “Sin lucha no podré tener paz”. Cincuenta años de batalla, de meditación, surgen en su Libro de los viajes o de las presencias, que es como un catecismo. Este, y La tragicomedia del padre Elías aparecen en su madurez, cuando poseía mayor brillantez mental.

Era un filósofo, un pensador auténtico cuyo valor trascendió más allá de Colombia. Siempre fue sencillo y miró escépticamente la fama.

“Alabado seas, Señor, porque hiciste que yo, un moco, escribiera El Libro de los Viajes”.

Se sentía satisfecho de ser nada. “Dios indicó que esa era la actitud verdadera de la nada; reconocerse nada en la Intimidad”.

En una de sus visitas a mi casa tropezó contra una vidriera, y como su frente sangrara ligeramente, nos comentó:

—Por eso no me gusta salir de mi casa. Siempre que salgo, hago bobadas. Somos nada. El hombre vive tratando de atravesar muros, paredes, pero todo lo detiene.

Era ante todo un místico. No recuerdo haberle oído sin que saliera a su conversación la idea de Dios, el Inefable. Era su alegría. Su vida fue un viaje de la mano del gran Mago. “Nunca separes de la Intimidad tus manifestaciones, ya sean literarias, mímicas, ya sea comer, el caminar, el dormir”.

A menudo nos decía:

—No podemos entender a Dios, entendemos al Hijo, es nuestra medida, para eso se hizo hombre. A Dios no lo conoce sino el Hijo…

… Nuestro conocimiento de Dios debe ser conocimiento vivo.

Sin embargo, nos contaba:

—Cuando me echaron del colegio lo hicieron con mucha prudencia; llamaron a mi papá y le dijeron que mandara por el pupitre de Fernando. Me echaron porque en la clase negué el Primer Principio.

Para él, lo definitivo era el conocer y el entender tanto a Dios como a la verdad. A propósito de una llamada telefónica que me hizo para contarme los comentarios de sus amigos sobre una escultura que le hice, le expresé que con el modelado de su cabeza y de su cuerpo, me parecía que yo había podido conocerlo y entenderlo mejor.

Él dijo:

—¡Magnífico! El que piensa es sólo un pendejo, pero el que entiende es un verraco.

Y luego continuó:

—Debes estar muy satisfecho, eres ahora el padre de mi cuerpo glorificado. Eres escultor, poeta y viajero. Tu obrita es muy buena. Todo lo nuestro son “obritas”. Mis libros como el de tu mujer son “libritos”. Libros son los de la Asamblea o esos tan malos que escriben algunos y los tienen que editar en papel pergamino, en ediciones de lujo. Todo “lo muy bien escrito” es detestable.

Amaba la tarea del escritor. Escribía mucho. En libretas gruesas y cuadernos. Doña Margarita, su esposa, nos contaba que desde que lo conoció escribió un borrador para un libro.

También estimuló a muchos a escribir.

“Hay que practicar diariamente; escribir por escribir; enriquecer el léxico: vagar trabajando, describiendo, observando los mundos físico, mental y espiritual…”.

El Maestro poseía su propio estilo, grande y original, lleno de trozos poéticos de excelente calidad artística. Era polifacético: filósofo, sociólogo, panfletario, humorista, psicólogo y artista, pero como denominador común tenía el misticismo. Misticismo que se respiraba en forma de búsqueda, de inconformismo desde sus primeros libros, pero que afianzó claramente en sus dos últimas obras.

En su libreta de 1933, dice: “Este año será, ¡este sí! el de mi paso adelante, hacia Dios. Deseo comenzarlo en gran recogimiento”.

En una cinta magnética grabada recientemente se oye de su propia voz: “Dios no hace nada al acaso. Y por eso debe uno mirarse como un instrumento divino y en su obra ser muy verídico. No decir nunca una mentira, y referirlo todo a Dios. Si dicen ‘usted sí que es inteligente’, decir ‘yo no soy inteligente, y si algo hay bueno en eso, es de la Inteligencia y yo no soy la Inteligencia, yo soy el cuerpo mental y el cuerpo físico en este mundo’”.

En la obra de Fernando González se revela que era infinitamente sensible y emotivo. Humano. Daba la impresión de ser contradictorio. A veces se sentía destruido, angustiado: otras, alegre. Siempre bondadoso.

En 1957, estando en convalecencia de una operación, escribía: “No quiero que se publiquen mis manuscritos, quiero que se quemen”. Sin embargo, en 1959 apareció el Libro de los viajes: “Apenas me recupere y si este librito fuera leído por alguien, publicaré la bibliografía completa de L. de O. y todos sus escritos… y quizás su muerte y su entierro”. Se presentía ese optimismo y alegría que llenó los últimos años de su vida.

Ni siquiera la sordera que padeció últimamente alteró su temperamento jovial. Esta sordera era una ventaja porque así la mejor manera de hablar con él era oírlo. Tenía mucho que decir y gozaba desarrollando sus “ideítas”. Siempre lo recuerdo alegre, mezclando su conversación con comentarios humorísticos e ironías que subrayaba con una risa picaresca.

Hablando de sus primeros años nos contaba, por ejemplo:

—El único premio que gané fue uno de escritura, lo gané con una plana caligráfica, lo más bonita, me la había hecho una tía. Otro día nos pusieron una composición literaria. Yo copié un trozo de Marquina. Me pusieron dos dizque por decadente.

Sus escritos, sus palabras y hasta esa sonrisa ejercieron gran influencia sobre muchos. Entendía a la gente y la amaba de corazón. Usaba el método de localizarse en los demás para entenderlos.

Su grupo de amigos era el más heterogéneo: escritores, sacerdotes, niños, nadaístas, monjas, profesionales.

Entre quienes lo visitaban últimamente está David Howie, un joven poeta y escritor norteamericano que vino a Colombia con la organización CARE. El Maestro le tradujo al castellano varios poemas y mantuvo con él una correspondencia constante. É me decía después del entierro:

—La gente debe saber lo que Fernando González enseñó. Es un deber con el hombre y con Dios el divulgarlo. Él nos mostró el Cristo del amor. El Cristo para este mundo atormentado. Podemos llevarlo a otros por medio de la comprensión, localizándonos.

Fernando fue ante todo un cristiano en obras. Ahora hemos sabido de su caridad, la cual practicaba calladamente. Varias veces llevó a su casa enfermos para ayudarles. A uno que sufría elefantiasis, con úlceras en la pierna, le hizo personalmente lavados y curaciones hasta que logró sanarlo.

Qué gran compromiso tiene la generación de hoy para juzgar la vida y las obras de este insólito amigo. ¿Tendrán nuestros contemporáneos la serenidad de ánimo y la vocación de estudio necesarias para desentrañar y comprender el legado del Maestro?

Febrero, 1964

Fuente:

Viaje a la presencia de Fernando González (catálogo). José Gabriel Baena (compilador). Contiene textos de Gonzalo Cadavid Uribe, Leonel Estrada, Carlos Jiménez Gómez, Ernesto Ochoa Moreno, Alberto Restrepo González y Marco A. Mejía. Medellín, Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina. Tres ediciones: marzo de 1994, mayo de 1995 y junio de 1995. Con ilustraciones de Horacio Longas.