Fernando González, el viajero
que iba viendo más y más

El libro de María Helena

«Busco a Dios, como mi mamá buscaba las agujas, en Envigado».

Fernando González

«Lo conocí en mitad del camino de mi vida, cuando iba por mi propia selva».

María Helena Uribe de Estrada

Por Jaime Mejía Duque

He abierto mis poros para entrar en este nuevo libro de María Helena Uribe de Estrada, un texto que es al mismo tiempo desnudo y autosuficiente, lírico e interpretativo. Por lo demás, no es tan sólo «sobre» Fernando González, sino también compartido con él, ya que las copiosas citas extraídas de sus libros, necesarias sin duda, desempeñan aquí una función estructural; no se restringen al papel ilustrativo de las afirmaciones de la autora, sino que tampoco el libro se concibe sin ellas. Unas pocas, colocadas por ahí, no hubieran bastado, porque el número y la índole de las ideas de la autora demandaban ese diálogo incesante con su personaje, esa confesión a dos voces. Hay que disponerse a escuchar el coloquio y disfrutarlo en todos sus momentos. Con frecuencia las citas prosiguen en las notas de pie de página y siempre recibimos la impresión de que eran imprescindibles. El lector es atraído y retenido por el tono de sinceridad de la analista y su prosa respiratoria, lúcida y exacta —sin perjuicio del lirismo, que no es menos el registro de esa tonalidad—. La vibración interna de su lenguaje es en últimas la de una verdad no revelada, sino descubierta. De ahí su palpitación existencial (en el sentido clásico, kierkegardiano, del término puesto que, como sucede en el pensador danés, la fe del cristiano se involucra en forma activa). Y el jugoso prólogo de Alberto Aguirre hace honor y justicia a un trabajo de varios años que ha implicado la tensión de «todo el ser», como él dice, por parte de la escritora. Vocación, experiencia, anhelo de unidad consigo misma en el compromiso de su tema, confluyeron aquí. Por eso en determinado nivel de la lectura el texto es en igual medida la evidencia de una identidad y un autoesclarecimiento hondamente vividos.

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De los buenos escritores humoristas y sentenciosos (piénsese ante todo en los de lengua inglesa, en Mark Twain, un Chesterton, un Shaw), Fernando González posee como base la gracia y el desparpajo innatos; y el don metafórico suficiente para transmitir la protesta tópica y simplista con agilidad epigramática. Y todo esto, desde luego, dentro de las coordenadas semánticas de nuestra lengua y nuestros hábitos mentales. Es de análogo modo en este marco, bajo las precarias condiciones de la vida intelectual antioqueña y colombiana hasta mediados del siglo veinte, en donde el talento de González quedó atrapado entre obsesiones místicas, compulsiones afectivas y énfasis contestatarios.

Pese a lo cual él seguirá siendo la otra figura tutelar de la intelectualidad antioqueña (que la primera es el gran Carrasquilla, narrador de un pueblo). De una intelectualidad que se ha formado en esa visión espiritual-vitalista del mundo y la cultura. Pero su obra es legible también entre públicos distintos del colombiano. Y a esos lectores nacionales y extranjeros está destinado el libro de María Helena. Su sólida fundamentación y su oportunidad histórica hacen de él un trabajo de validez permanente. Su lectura despierta desde el comienzo el mayor interés, inclusive para quienes nos encontramos tan distanciados en lo filosófico y lo literario de las concepciones del vitalista cristiano de Envigado. Sencillamente, es la suya una esfera del vivir, el imaginar y el pensar muy diversa de la nuestra. Pero ella es respetable por su pasión y por su peculiar heroísmo.

Sea cual fuere la perspectiva que uno tenga (posición esta, se entiende, fundada en el conocimiento de la obra de González), el hecho es que desde la suya la autora nos brinda la más fecunda exploración que hoy puede hacerse a través de las sucesivas etapas del pensamiento y la autoformación de González, cuya meditación presenta, a nuestro juicio, en lo ético y en lo metafísico, no pocas similitudes con los espiritualistas orientales y en especial con los hindúes.

El método seguido por María Helena es, al parecer, el «emotivo», al que González definiera en su presentación para Mi Simón Bolívar. Es este método, sin duda, el de la confesión y la poesía. No podría ser el de la filosofía propiamente dicha, ni el de la ciencia. Es, por así decirlo, un modo de abordaje que involucra el tema en lo vivido de manera inmediata. Sus resultados, cuando el trabajo se cumple con sensibilidad y penetración, pueden llegar a conclusiones sorprendentes, reveladoras de nuevas verdades. Con frecuencia es esta la vía que se toma con los «clásicos». Quiero con ello decir que, sin predicarlo en esta forma, la autora ha convertido en realidad a Fernando González, hasta cierto punto, en un clásico. Por nuestra parte, le reconoceremos dicha categoría en el interior de los inciertos e impuros inicios de una cultura nacional lastrada todavía, hasta la desaparición de González, por un anacronismo autosatisfecho, al que era urgente cuestionar (anacronismo contrastante con los que eran los paradigmas de la modernidad occidental desde el fin de la primera gran guerra del siglo).

De manera intuitiva la propia María Helena parece corroborar en lo esencial y por anticipado nuestras anteriores consideraciones. En efecto, al glosar la idea de González —de muy cristiana estirpe— sobre el dolor y su fecundidad espiritual, ella escribe:

«¿Que el dolor es fecundo, y las contradicciones lo abonan? Tal vez, de algún modo, en ciertos casos. No es posible averiguar las ventajas o los inconvenientes de lo que ya ha sucedido; pero, a la larga, le resultó más eficaz la constancia, la sobriedad, la fe y el amor que persiguió con el ejercicio continuo, ansia de perfección y el empuje único de su imperturbable autenticidad».

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Muchos de los lugares comunes (tópicos populares) de sentimientos tales como el de soledad, superioridad personal, originalidad, divinidad, vida y muerte, etc., en realidad fueron expresados por González como verdades suyas y como pensamientos cargados de revelación. Su prosa, que con tanta frecuencia posee la calidez del ingenio y el humor populares, se sirve de la paradoja que dinamiza la emoción y la idea: «Tan bueno es Dios, que me salvó, inspirándome que lo negara» (Los negroides). Este procedimiento está en la base de su lenguaje desde el alborear de Pensamientos de un viejo (título no menos paradojal, dada la edad del autor, veintiún años cuando salió el libro en 1916: «No hay salvación para los criminales que levantamos el velo del misterio»). Sus proverbiales contradictoriedad y paradojismo le identificaron como un escritor «temperamental» (de la romántica familia de los panfletarios de la generación anterior). Así, mientras en el año 36, en su revista Antioquia exaltaba a la región nativa y afirmaba que había que «antioqueñizar la Gran Colombia», en El maestro de escuela (1941) apostrofaba:

«¿No pertenezco por ventura al pueblo más vil, al antioqueño?».

Esto, contra los otros. Y cuando su mal humor se vuelve contra sí mismo, según ocurre en carta de 1934 escrita desde Italia a su hermano Alfonso, entonces sale a flote el drama de su íntima frustración, la del individuo pensante a quien sofoca y desarticula el atraso de su medio social originario:

«Mi alma parecía un gran bulto, parecía una gran promesa y era hidrocefalia».

Cada página de sus libros la escribía siguiendo el humor del instante. Por esto, en la siguiente, bien podía contradecirse. Luego mixtificaba dicha inconsecuencia como libertad; y después definiría a esa libertad como «ganas» —un privilegio de la «egoencia» (culto del «yo»)—. Pero si examinamos más de cerca a este ego, veremos el «esquizo», la fragmentación fetichizada.

La redondez y la coherencia de la escritura carrasquillana, por ejemplo, le estuvieron vedadas a González. Sin embargo, su pensamiento epigramático, repentista y contradictorio, y sus íntimos desniveles, alientan aún el descontento con lo establecido —aunque a lo último su discurso ofrenda siempre la inteligencia en los altares de la divinidad cristiana—. A la vez creyente y rebelde, a la par de los blasfemos que «retornan», no tuvo reticencia filosófica para proclamar hasta el fin de su vida una fe que le permitió a la Iglesia antioqueña preservarlo en ella con los honores que le reconocía el sacerdote jesuita Antonio Restrepo, quien escribió [*]:

«Fernando andaba buscando una filosofía vital, cuyo único fundamento lo encontró en el Dios vivo de la experiencia, y no en el Dios abstracto de los filósofos».

Esa llamada «sed de absoluto» y ese «vitalismo», en González, son destacados por Alberto Aguirre, en tono positivo, en su prólogo y por la autora a lo largo del libro. Sólo que deberá tomarse en cuenta que así como se da lo «vital» de la emoción pura, también existe con enorme poder expansivo en el devenir de la cultura y la civilización la «vitalidad» de los conceptos, vale decir de la razón ordenadora: la que crea.

El objetivo que María Helena Uribe de Estrada se propuso cuando emprendió con tan escrupulosa responsabilidad este trabajo (exponer, redistribuir, desentrañar y reivindicar el pensamiento de Fernando González referido a su personalidad), se ha puesto a prueba como la fuerza que, desde un centro ideal y afectivo, unificó todas sus partes.

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* Nota de Otraparte.org:

La cita sí aparece en el libro Mis cartas de Fernando González, de Antonio Restrepo S. J., pero en una nota al pie de página escrita por Germán Marquínez Argote.

Fuente:

Mejía Duque, Jaime. «El libro de María Helena». Periódico El Colombiano, Literario Dominical, 7 de noviembre de 1999.