El maestro de escuela
de Fernando González

Por Ernesto Ochoa Moreno

Concluyó 1991 y nadie, que yo sepa, recordó que cincuenta años atrás vio la luz un pequeño libro de Fernando González que partió en dos la obra, la vida y el pensamiento del gran filósofo antioqueño: El maestro de escuela.

El maestro de escuela fue publicado en su edición príncipe por Editorial ABC (Bogotá), con una sencilla carátula en cartón manila en la que escuetamente aparecen el nombre del autor, el título de la obra, el año (1941) y el logotipo de la editorial (1). Son apenas 135 páginas. El epílogo termina: “Requiescat in pace. Ahora sí estoy muerto. Ex Fernando González. La Huerta del Alemán, Envigado, 12 de febrero de 1941”. Y concluye el libro con un aparte final titulado “El idiota”, que el autor había publicado en el número 10 de la revista Antioquia (febrero de 1938) (2), que en su último renglón cierra la obra con esta expresión: “¡Putísima es la vida!”.

El maestro de escuela es de capital importancia en la bibliografía de Fernando González. Marca un capítulo hondamente conturbador de la existencia del maestro, descubre un momento culminante en su quehacer literario y narrativo, y se convierte en una encrucijada espiritual y filosófica que es necesario tener en cuenta para entender su obra anterior y la maduración que, a la vuelta de un silencio de dieciocho años, irrumpirá con el Libro de los viajes o de las presencias (1959) (3), culminando al final de sus días con La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera (1962) (4) y Las cartas de Ripol, escritas entre agosto de 1963 y febrero de 1964 y publicadas en 1989 (5).

Años de viaje pasional

Aunque El maestro de escuela es una obra con definida estructura narrativa, que le da autonomía novelística, como veremos más adelante, para comprenderla a cabalidad es imprescindible señalar el contexto vital en que fue escrita.

En 1929, con la publicación en París de Viaje a pie (6), Fernando González inicia una intensa y fecunda etapa como escritor. Desde Pensamientos de un viejo, editado en 1916, pero escrito en 1911 (7), nada había salido su pluma con excepción de la tesis de grado en Derecho, cuyo título “El derecho a no obedecer” debió ser cambiado por exigencia del jurado y terminó llamándose así simplemente: Una tesis (8). Viaje a pie, que mereció altos elogios por parte de pensadores y escritores europeos, y que hoy a la vuelta de los años sigue siendo una obra fresca y vital, marcó también el comienzo de un rechazo sistemático por parte de la sociedad colombiana a las obras y al pensamiento de González, que no sólo perduró durante toda la vida del maestro, sino que parece persistir aún hoy en día, bajo muchas fementidas declaraciones de admiración.

La década de los treinta es de febril actividad literaria en la existencia de Fernando González. En 1930 publica Mi Simón Bolívar (9), con motivo del centenario de la muerte del Libertador. De nuevo se conmueve la sociedad colombiana, ofendida porque la verdad de Bolívar deja al descubierto la mentira de un mito, el general Santander.

En 1931 se dedica González a dar conferencias sobre Bolívar en Manizales, Salamina, Aguadas, Aranzazu, Medellín y Bogotá. Es una curiosa e interesante faceta de su vida, ésta de conferencista, que rescató del olvido recientemente con devoción su nieta, Sara Lina González Flórez, en su tesis de grado como periodista (10).

En 1932 se publica en París Don Mirócletes (11), cuya lectura, como había ocurrido también con Viaje a pie, fue prohibida bajo pecado mortal por el arzobispo de Medellín. Anda entonces el “envigadeño descalzo” por Génova, como cónsul de Colombia ante el gobierno italiano, pero Mussolini lo expulsa de Italia y va a Marsella, también como cónsul del país en esa ciudad francesa, cargo del que será depuesto en 1934 a raíz de la publicación de El Hermafrodita dormido (1933) (12), que irrita al fascismo italiano.

Para esa época en Colombia no le perdonan que se haya atrevido a decir verdades sin tapujos ni consideraciones. Alberto Restrepo G., en “Fernando González, testigo de la madurez de la fe”, primer capítulo de su libro Testigos de mi pueblo, afirma certeramente:

Por entonces, Fernando González es ya un antípoda de los colombianos de su generación. Su duro lenguaje lo ha marginado de los círculos literarios de la pulcritud centenarista: los políticos lo miran con recelo, pues no está con ninguno y sí contra todos; sus obras son acremente censuradas por el clero alto y bajo; sus coterráneos de Antioquia han sentido el zarpazo de sus diatribas contra el espíritu mercantil del grupo paisa, metido a industrial (13).

Vienen luego, cada año un libro, obras cumbres en el discurrir filosófico y espiritual de Fernando González. Son mojones en ese viaje hacia la verdad, la libertad, la búsqueda del primer principio, que había negado ante el P. Quiroz y que motivó su expulsión del colegio de los jesuitas. Vienen, pues, en su orden: El Hermafrodita dormido (1933), Mi Compadre (1934), El remordimiento (1935), Cartas a Estanislao (1935), Los negroides (1936), la revista Antioquia (17 números de 1936 a 1945) y Santander (1940) (14).

Su intensa producción literaria de estos diez años lo enfrenta cada vez más con la sociedad. Ante la imposibilidad de adentrarnos minuciosamente en el análisis de sus grandes obras de esta época, ya que tal labor desbordaría el propósito del presente ensayo, vale la pena describir dos juicios del autor citado, Alberto Restrepo, que dejan bien en claro el rechazo generalizado hacia González, siendo éste un factor que hay que tener en cuenta para entender El maestro de escuela. Refiriéndose a la revista Antioquia, advierte:

Entre los años 1936 y 1940, la única producción de Fernando González es la agresiva revista Antioquia; el gobierno le niega el registro como artículo de segunda clase por la rudeza de su lenguaje; las casas que ayudaban para el sostenimiento empezaron a abandonar a González en su empeño, y al fin desaparece sumergida en la vorágine que se ha levantado contra su valentía y su implacable palabra (15).

Y con respecto a Santander, que desató una tempestad en el país y cuya edición intentó recoger el gobierno, conceptúa Restrepo:

El Santander de González es un libro implacable, apasionado, devastador… La publicación de la biografía de Santander no produjo otra cosa que un coro de unánime “patriotismo”, herido por las afirmaciones de González. Este, desencantado de la esterilidad de sus esfuerzos para instigar la aparición de la conciencia suramericana, entra en uno de los más azarosos períodos de su vida, desilusionado de la inutilidad de sus esfuerzos y la aridez de la brega (16).

Ex Fernando González

Entonces nació El maestro de escuela, cuya frase final, a la luz de lo visto en los párrafos anteriores, tiene un sentido: “Requiescat in pace. Ahora sí estoy muerto. Ex Fernando González” (ME 129-100).

Vale la pena traer a colación otros párrafos del libro, reveladores del sentimiento que invade al filósofo envigadeño tras once años de lucha, de viaje pasional, bregando por educar a Colombia y a Suramérica, batallando por la verdad, por la autenticidad.

Reniego así de mi obra y vida anteriores, o, dicho con palabras más suaves, me despido del maestro de escuela. Hoy, viejo ya, me pesa el haber maltratado la realidad. Lo que suelen llamar verdad son los sueños de los desadaptados (ME 121-91).

Termino avisando que ha muerto definitivamente el maestro de escuela de Envigado. Todo lo que hace la gente colombiana lo hará el don Tinoso que soy (ME 129-99).

El que haya aguantado más de los cuarenta y seis años que yo aguanté debajo de la fría alcarraza, en actitud de sapo nocturno, atisbando lo que no dijo que vendría, que me arroje la primera piedra (ME 122-92).

Con razón, pues, el libro termina con una gran exclamación, altamente decidora: “¡Putísima es la vida!” (ME 135-104).

Entonces surge la pregunta: ¿qué hay en el fondo de El maestro de escuela? ¿Amargura? ¿Desilusión? ¿Desengaño? ¿Frustración? ¿Rendición? Todos esos sentimientos están expresados en la novela, de manera franca y directa, o afloran en la personalidad de Manjarrés, el protagonista, que es y no es Fernando González. Pero sería un reduccionismo fácil creer que la crisis por la que atraviesa Fernando González cuando escribe el libro que nos ocupa, es una derrota. Por el contrario, es la victoriosa carcajada final, dolorosamente irónica, con que el maestro se venga de la sociedad que lo rechaza. Fernando González, con una claridad adolorida, se ríe de sí mismo, se ríe de su entorno, se despide y da la espalda, para hundirse en una etapa de silenciosa y solitaria búsqueda interior. Sólo aparentemente, o simbólicamente, El maestro de escuela es la novela de un fracasado. Ciertamente el autor vive un momento duro y difícil de desadaptación, de repudio, de incomprensión. Siente que la vida se le parte en dos. Entra en la noche oscura. Pero no hay fracaso. Es la culminación de una etapa que lo impulsa hacia la madurez. Atrás queda la vida activa. Se inicia la vida contemplativa, que florecerá con los años en plenitud de vivencia mística de la Presencia.

Batalló por la libertad, contra todos; rastreó el primer principio en la historia, en el arte, en la moral; escarbó en la tierra de América y en el corazón de sus compatriotas para buscar, y enseñar, la verdad. Todo fue en vano. Entonces se metió en el ataúd con Manjarrés. Murió. “Requiescat in pace. Ahora sí estoy muerto”. Y entonces empezó a resucitar.

La descomposición del yo

En el prólogo de El maestro de escuela, se dice:

Trata de la descomposición del yo, que es el ambiente; del fenómeno “grande hombre incomprendido”; de “la culpa”; de la psicología del matrimonio; del mecanismo de cierto género de muerte, la que padeció don Quijote; del entierro, del cementerio y de la caridad (ME 11-9).

El eje filosófico, pues, sobre el que gira la novela es la descomposición del yo, como fenómeno de transformación, de purificación. Por el método de la objetivación de la culpa en la vivencia del “grande hombre incomprendido”, el ser entra en la crisálida de la negación para la metamorfosis que permitirá el nacimiento del nuevo ser.

Jorge Órdenes, en El ser moral en las obras de Fernando González, la plantea así:

La descomposición del yo (Manjarrés) se basa en el principio fundamental de que la personalidad del hombre precisa mantenerse incomprendida para lograr su depuración. Necesita, pues, objetivar la culpa para crecer y desarrollarse… Entre ausencia de culpabilidad y abundancia de comprensión, la personalidad del hombre se debilita, se diluye y al final se consume y desaparece, como le acontece a Manjarrés. Mantener en alto el principio de personalidad consume energía, etc. Pues bien, en El maestro de escuela, González se hace la gran indagatoria de si el cometido de la personalidad tiene realmente sentido. Puntualicemos que esta indagatoria está lejos de proceder de una postura nihilista (abandono progresivo de la cruzada de conciencia). Nos parece más bien que proviene de una gran inquietud dialéctica alimentada por la vigorosa, cambiante y libre conciencia de nuestro autor (17).

La presencia presentida

El maestro de escuela es no sólo una obra importante para entender la etapa anterior de febril creación literaria y filosófica de Fernando González, sino, sobre todo, para comprender lo que seguiría en la vida y en la obra del maestro de Otraparte, tanto su silencio de dieciocho años que siguió a la aparición del libro, como la plenitud filosófica y espiritual del final de su existencia.

Alberto Restrepo, en el libro citado, analiza El maestro de escuela bajo un acápite revelador: “En los umbrales de la gracia” (18). El mismo autor en conferencia dictada el 3 de septiembre de 1991 en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia, en un ciclo dedicado a San Juan de la Cruz, en la que trazó un paralelismo entre el místico carmelita y el filósofo envigadeño, identificó el momento existencial de Fernando González al escribir El maestro de escuela, con las noches oscuras de San Juan de la Cruz. Es un enfoque iluminador para entender lo que aquí hemos venido diciendo.

Desconocer la búsqueda espiritual de Fernando González a todo lo largo de su obra, y su final remate místico, es sacrificar en aras del mito del polemista y panfletario, su verdadera dimensión como pensador y maestro de la autenticidad. Y para descubrir a cabalidad su proceso hay que entender El maestro de escuela como encrucijada del viaje.

Utilizando la teoría de los viajes, que propondrá González en el Libro de los viajes o de las presencias (19), se puede decir que, habiendo sido la época desde Viaje a pie hasta Santander el “viaje mental” que conducirá al “viaje espiritual”, “que es un éxtasis y coloquio encendido con la Intimidad presentida”. Vale la pena transcribir, de ese texto del Libro de los viajes, este párrafo:

Tercer tiempo: Viajar mentalmente a través del viaje pasional, para entenderlo; descubrir las coordenadas en que rige el “Bien” y el “Mal” de ese mundo pasional. Propiamente éste es el proceso de descomposición del yo (el subrayado es nuestro).

En El maestro de escuela empieza a ser para González irresistiblemente presentida la Presencia, la Intimidad. Órdenes lo insinúa:

El maestro es una novela sobre un segmento del yo gonzalino en descomposición que en forma simbólica se llama Manjarrés. Conocer el hecho de la descomposición del yo causa congoja existencial que, a su vez, gesta el afán ideal de eternidad en la Verdad, en Dios. El hombre objetiva culpa al sentirse incomprendido (20).

En este sentido son reveladores algunos textos del libro:

Dios me está llamando, sigue llamándome, y anoche vi en sueños a Josefa Zapata, muy bella, joven…

Momentos de éxtasis; perenne sentimiento de aceptación; me parece que vivo dentro del bien. Todo es bello, aún lo que llaman desgracias. Continúa el ansia de confesarme, pero no he vuelto a buscar a quién dejarle a los pies mi bulto de miseria. Ayer leí el periódico en el café de Suso y luego fui a la iglesia, en donde estaban comulgando mis hijos. Les hallé que bajaban del presbiterio, comulgados, palma contra palma las manos, cerca de las bocas. ¡Qué envidia y qué goce! Necesito sentir a Cristo en mí. Entra Señor, entra y barre y embellece… ¡Tú que llamaste a Lázaro de la podre, Tú que resucitaste y comiste luego pescado! ¡Qué hermoso eres, que no robaste, no opinaste, no te disfrazaste! ¡No pesas y trasciendes, no te corrompes y renaces! ¡Empuja, pues y derrumba! ¡Llámame con voz más urgente! Yo no puedo ir a Ti, pues “venga a nos tu reino”. De mío voy a la prostitución. Empuja, urge, incita; todos son tus símbolos que me llaman, me hacen guiños. Estoy preñado de ganas de realidad (ME 108-80).

Tema interesante, para profundizar, éste de El maestro de escuela como noche oscura, como viaje mental, como presencia presentida. En la pluma y en el alma de González aflora una pregunta: “Cristo dio sus ojos, todo su cuerpo, amorosamente, y mató así la causalidad antigua. Nació otra. ¿La Gracia?” (ME 106-78).

Lo dicho. Sin El maestro de escuela no se entiende el Fernando González de antes de 1941, que ese año muere por primera vez y se mete en el hoyo con Manjarrés, ni mucho menos el Fernando González que resucitará a la vuelta de dieciocho años de silencio y antes de morir proclamará la “scientiola amoris” (21).

“Usted reinventó la novela”

En Colombia no se ha reconocido aún el gran aporte que los libros del filósofo de Envigado dieron a la literatura nacional. La suya es una prosa limpia, escueta, espontánea, sin arandelas. Queda atrás la prosa centenarista y se inaugura el estilo directo y franco. Renovando, más allá de lo reconocido, los géneros narrativos, deja atrás también la novela costumbrista. Aún está por descubrir el Fernando González novelista. Don Mirócletes, Benjamín, jesuita predicador, El maestro de escuela y, al final, La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, son hitos en esa búsqueda narrativa.

Quien primero resaltó el valor novelístico de El maestro de escuela fue el dramaturgo y novelista norteamericano Thornton Wilder, a quien está precisamente dedicado el libro: “Homenaje a Thornton Wilder, el creador del drama eterno Our Town”.

Como lo cuenta Javier Henao Hidrón, en su libro Fernando González, filósofo de la autenticidad (22), Wilder estuvo en Colombia a principios de 1941. Venía precedido de merecida fama, como ganador del premio Pulitzer en 1928 con The Bridge of San Luis Rey y en 1938 con Our Town. El 30 y 31 de marzo estuvo en La Huerta del Alemán, hablando con Fernando González, que acababa de poner fin a El maestro de escuela. Ya conocía algunas obras anteriores del escritor antioqueño y, con el conocimiento personal, brota entre ellos una gran amistad.

El 4 de abril, desde Bogotá, escribe Wilder a González: “Mi experiencia más viva, estimulante y feliz en Colombia es haberlo conocido a usted, su trabajo, su casa”. Y días más tarde, desde Quito, con fecha 11 de abril, agradece la dedicatoria de El maestro de escuela, que había leído en manuscrito o en pruebas de imprenta: “Es el primer libro que jamás ha sido dedicado a mí”, exclamando: “Non sum dignus, non sum dignus”. Considera el libro como “brillante y terrible”, “cruel y piadoso”, y añade un juicio que merece ser destacado: “Como obra de arte, qué original. Usted ha reinventado la novela. Usted ha creado la novela: Siglo veinte. El contar historias ha muerto. Lo de ‘pasó esto, y luego ocurrió aquello y luego pasó esto’ ha muerto. Esta es la Nueva Novela” (23).

¿En qué radica el valor novelístico de El maestro de escuela? Wilder lo proclama en forma tajante: contar cuentos ha muerto. Fernando González no es un narrador tradicional. No cuenta linealmente una historia. Simplemente deja que los personajes vivan. En el tiempo y fuera del tiempo. Él, como narrador, se mete en los personajes. El que sean sus heterónimos, sus “alter ego” no es un pretexto para decir a través de ellos lo que el autor piensa, simplemente, sino una técnica narrativa, característica de la novela moderna. Su punto de vista como narrador es estar metido en el personaje. En los apartes de la novela, sin perder la ligazón temática, alterna estilos distintos que, ya en El maestro de escuela, pero sobre todo en La tragicomedia del padre Elías, hacen recordar la técnica novelística de Joyce. Por otra parte, en las novelas de González resplandece con luz propia el monólogo, que el autor introduce a manera de transcripción de notas escritas por el personaje en “libretas de las que usan los carniceros para apuntar los fiados” y que en el caso de Manjarrés, encontró cuando, apenas muerto, esculcó, con María la Planchadora, el bolsillo de atrás de los calzones (ME 11-9).

No son muchos los analistas que han tratado el aspecto novelístico en Fernando González, Wilder, por supuesto, en los testimonios citados, y Miguel Escobar, en el prólogo a la edición de Benjamín, jesuita predicador. El profesor James Willis Robb, de la George Washington University, en ponencia presentada en el Encuentro de Colombianistas, celebrado en Cartagena en agosto de 1988, toca también el tema que nos ocupa bajo el título: “La nueva novelística de Fernando González” (24). Retomando el interés de su compatriota Wilder por la obra de González, él mismo ensaya análisis tanto de El maestro de escuela, como de Benjamín, jesuita predicador y, por primera vez y de manera más original, de La tragicomedia del padre Elías.

Nos parece interesante transcribir otros conceptos de Wilder sobre El maestro de escuela, que da a conocer Willis Robb en su ponencia. En esa carta citada del 4 de abril, expresa así Thornton Wilder su reacción tras la lectura del libro:

¡Oh Señor! Cuánto dolor y desespero, cuánto de negativo, pero salvado para la belleza, y para el arte, por la inocencia, el decir la verdad. Y por la Vis cómica. Y cuán brillante es, brillante y terrible. Inolvidable. Se añade al tesoro de lo que uno ve y sabe sobre los seres humanos.

Una segunda reacción brota el 21 de abril, en telegrama dirigido en francés a Fernando desde Bogotá:

Ha llegado. Lo he leído otra vez. Como mil agujas de dolor y placer. Libro cruel: crueldad y piedad: alternativa y simultáneamente. Crueldad para con la humanidad, crueldad con el lector, crueldad del autor contra sí mismo, pero profunda compasión también. Y esa risa casi silenciosa todo el tiempo: la risa de Fernando González. Como la risa de nadie más.

Y otro concepto más en la carta citada:

En El maestro de escuela es como si todas las recompensas llegaran: recompensas por haber sido audaz, y honesto, y rechazado, y solitario. La recompensa de ser valiente es ser verdaderamente original. En el gran sentido: Original. En todo momento completamente uno mismo.

Capítulo aparte, que no abordaremos ahora, son los juicios mismos de Willis sobre la novelística fernandogonzaliana, en la que señala matices unamunescos y pirandellianos.

Para Jorge Órdenes, El maestro de escuela es una novela autobiográfica, y anota al respecto:

En primer lugar, consideramos El maestro de escuela como novela porque es trabajo de imaginación narrativa. La materia prima procede de la vida del autor; el resto es creación que se ajusta al mensaje de frustración ante una realidad ingrata y, hasta cierto punto, ofensiva… En segundo lugar, la novela tiene personajes definidos, sobre todo subjetivamente, como Manjarrés, Josefa Zapata (su esposa) y Jacinto (desdoblamiento de Manjarrés), y otros menores… Y es novela autobiográfica porque Manjarrés constituye un notable desdoblamiento de Fernando González. Lo autobiografiado es aquello que González considera segmento de su propio yo en descomposición (25).

Apoya el autor citado su afirmación en un texto del epílogo de El maestro de escuela:

En esta novela que leísteis me he deleitado en la pintura minuciosa del que habitó en mí durante mi niñez y juventud y que tanto me hizo padecer. Es pues, algo de autobiografía (ME 121-91).

De otra parte, Órdenes califica El maestro de escuela de novela filosófica, que “trata del yo existencialista del autor ante el hecho de la vida que transcurre irreversiblemente hacia el ignoto de la muerte” (26). Y cita a González:

Ahí está el ombligo de este libro; quiero decir, que ya en el umbral de las sombras llegué a saber que la felicidad terrena está en proporción de la adaptabilidad social del individuo. Esta verdad la tienen los jesuitas desde el siglo XVIII y por eso son tan felices. El rey es mi gallo. Lo demás es Manjarrés (ME 121-91).

A este respecto, nuestro juicio es diferente. La verdadera novela no admite adjetivaciones. Ella mantiene autonomía narrativa más allá o más acá de los planteamientos filosóficos o de cualquier otra índole en que se apoye el autor, más allá o más acá de las vivencias autobiográficas que subyacen escondidas, o que afloran conscientemente en los personajes o en la trama.

Tal vez ilumine mejor la intención novelística de El maestro de escuela y de otras obras de esta índole del escritor envigadeño, lo que él mismo afirma de la novela en el libro que nos ocupa:

¿Qué es la novela, pues? La lógica desarrollada en imágenes que se dirigen a sus destinos. Los sentimientos de todos los seres del universo interdependen y buscan el centro de los centros de la gravedad a través de la tragedia (ME 58-43).

El tema de la novela en Fernando González merece más largo y detallado análisis. No sólo mirando las cosas desde afuera, desde unos postulados de crítica literaria, sino sobre todo desde dentro de la concepción que González tiene de la novela, tema sobre el que muestra constante preocupación y que en La tragicomedia tendrá culminación narrativa y de definición conceptual. Es decir, que La tragicomedia del padre Elías es la novela cumbre de Fernando González, porque en ella logra hacer realidad literaria y vivencial su concepción de la novela. Dice así, por ejemplo, en el prólogo de esa, su última obra:

Fabricio recordó instantáneamente que en la Biblia del padre Elías, escritas en las hojas en blanco que le hizo agregar al hacerla empastar de nuevo, y en las márgenes de ella, había muchas apostillas del Cura, breves las unas, prolijas las otras, en que se repetía mucho este nombre: La Novela. Recordó o se le hizo patente también que esas apostillas eran su lectura y meditación constante y diligente y que estaba segurísimo de que el padre Elías era el hombre que sabía más de La Novela, tanto, que su gran anhelo era el acabar con las novelas, para que cada uno estuviese atento a La Novela que en él se representa y vive, pero, ¡ay, con vida inconsciente y vergonzante! (27).

Tema éste, pues, para estudiar más a fondo.

Vigor narrativo

Sería largo, y no es la intención de este ensayo, un análisis detallado de la temática de El maestro de escuela, ni de los personajes de la novela. Con todo, como muestra del vigor narrativo de la obra, vale la pena transcribir algunas páginas que dan fe del gran logro literario que encierra, como los retratos de Manjarrés y de su esposa. Veamos:

Manjarrés era más bien alto; las piernas muy largas y flacas. Pero se le veía que había nacido para gordo: era un enflaquecido, flacura de maestro de escuela; no era esa su condición natural, sino que la padecía. Usaba bigotes colgantes y, en el bolsillo interior izquierdo del saco, un cepillo para dientes, con las cerdas de para arriba, condecoración de todo maestro de escuela. Mientras discurría, abría y cerraba su vieja navaja de bolsillo, muy comida y limpia por sobijos y amoladuras; también sacaba de los bolsillos pedazos de tiza; estos y tiznajos son la única abundancia en casa del maestro.

Cuando uno iba a encontrarse con él, se detenía brusca y nerviosamente; metía las manos en los bolsillos y las sacaba; muchos movimientos incontrolados; se avergonzaba; por eso, donde los jesuitas le dieron el apodo de Verónica. Caminado, voz, acción, iras y tranquilidades, todo era falto de naturalidad en Manjarrés. Tenía conciencia de pecado. Este modo furtivo se encuentra en la especie humana; los otros animales…; sólo un perro danés, propiedad de una beata, ha tenido algo, muy remoto, del aire de los tímidos. ¿De dónde más, sino de que la personalidad humana es compuesta, puede provenir la conciencia de pecado? ¿Cómo explicar al tímido? (ME 21 y 22 – 14 y 15).

Y este aparte del retrato de Josefa Zapata:

Esa película opaca cubría también toda la apariencia de la señora. Su atmósfera nerviosa estaba desmoralizada. Lo hermoso aún eran los dientes. Treinta y ocho años, pero la yunta de la pobreza y la introspección los multiplicaron por dos. Fláccida. Estatura pequeña. Debió ser regordeta y de tejidos duros, muy graciosa; la cabellera debió ser muy hermosa, pero ahora caía, carente de esa cierta erección y brillo, es decir, del ritmo vibrátil del pelo de los contentos. Era entrecana, y las canas más gruesas que los otros cabellos. El vientre prognata y caído, con alguna desviación a la izquierda, por cargar en el lado del corazón a los hijos (ME 55 – 41).

Y para terminar

Este acercamiento a El maestro de escuela de Fernando González ha sido apenas eso: un humilde acercamiento sin pretensiones a este libro de encrucijada en la obra, la vida y el pensamiento de nuestro filósofo. Ha sido apenas como desbrozar el camino para posteriores adentramientos. Es un libro de tanta riqueza literaria y filosófica, que al terminar, siente uno el desasosiego que dejan los atrevimientos. Cuando uno intenta analizar alguna obra de Fernando González, le queda en el alma una cierta sensación de haber profanado algo.

El maestro de escuela, como las demás obras de Fernando González, todavía está por descubrir. Tal vez haya quedado la semilla de una inquietud tras el trabajo hecho. El maestro de Otraparte no es para leer de corrido. No son los suyos libros de una sola lectura. Hay que volver sobre ellos, más que para relectura, para estudiarlos, para meditarlos, para vivirlos. A costa de esta iluminadora y dolorosa soledad en que uno queda sumido al contacto con sus obras. Es parte del proceso, del viaje.

Concluyo, pues, porque “tengo la sensación nauseabunda de que el cadáver de Manjarrés era de los dos”. No, es de los tres.

Notas:

(1) FERNANDO GONZÁLEZ, El maestro de escuela. Primera edición, Editorial ABC, Bogotá, abril de 1941. Cuando en este ensayo citamos textos de la obra, lo hacemos al final de párrafo, con la sigla ME y la página de la primera edición, poniendo luego después de guión la página de la segunda edición, hecha por Bedout, Medellín, hacia 1970. También son de Bedout las ediciones tercera (1973 aprox.) y la cuarta (1976). Volver
(2) Para la revista Antioquia, cfr. MIGUEL ESCOBAR, en el “Prólogo” a Benjamín, jesuita predicador, Colcultura, Bogotá, 1984. Volver
(3) FERNANDO GONZÁLEZ, Libro de los viajes o de las presencias. Aguirre Editor, Medellín, agosto de 1959. La segunda edición es de Bedout, noviembre de 1973. Volver
(4) FERNANDO GONZÁLEZ, La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera. Ediciones “Otraparte”, Medellín, marzo de 1962 (dos volúmenes). La segunda edición en un solo volumen es de Bedout, Medellín, 1974. Volver
(5) FERNANDO GONZÁLEZ, Las cartas de Ripol. Editorial El Labrador, Bogotá, 1989. Volver
(6) FERNADO GONZÁLEZ, Viaje a pie. Le Livre Libre, París, octubre de 1929, con dibujos de Alberto Arango Uribe. La segunda edición, con prólogo de Gonzalo Arango, es de Tercer Mundo, septiembre de 1967. Tercera y cuarta edición, de 1969 y 1974, respectivamente, son de Bedout. La quinta edición fue hecha por Oveja Negra, 1985. Volver
(7) FERNANDO GONZÁLEZ, Pensamientos de un viejo. Litografía e imprenta de J.L. Arango, Medellín, abril de 1916, con prólogo de Fidel Cano y Carátula de Ricardo Rendón. Segunda edición (1970) y tercera (1974) de Bedout. Volver
(8) FERNANDO GONZÁLEZ, Una tesis. Imprenta editorial, Medellín, abril 20 de 1919. La segunda edición, El derecho a no obedecer – Una tesis, Dirección de Extensión Cultural, Colección Breve, Medellín, 1989. Volver
(9) FERNADO GONZÁLEZ, Mi Simón Bolívar. Editorial Cervantes, Arturo Zapata (editor), Manizales, septiembre de 1930. La segunda edición data de 1943, Editorial Teoría, Librería Siglo XX. La tercera edición (1969), así como la cuarta (1974), son de Bedout. Volver
(10) SARA LINA GONZÁLEZ FLÓREZ, Fernando González, buhonero del espíritu. Publicación del Concejo de Medellín, 1990. Volver
(11) FERNANDO GONZÁLEZ, Don Mirócletes. Le Livre Libre, París, 1932. Segunda edición por Bedout, noviembre de 1973. Volver
(12) FERNANDO GONZÁLEZ, El Hermafrodita dormido. Editorial Juventud S.A., Barcelona, noviembre de 1933. Segunda, tercera y cuarta edición (1971, 1973 y 1976, respectivamente) por Bedout. Volver
(13) ALBERTO RESTREPO GONZÁLEZ, Testigos de mi pueblo. Editorial Argemiro Salazar y Cía. Ltda., Medellín, 1978, pág. 74. Volver
(14) Para la bibliografía correspondiente a las obras citadas, cfr. MIGUEL ESCOBAR C. “Información sobre Fernando González y su obra”, complemento a la edición de Salomé, volumen tercero de la Colección “Autores Antioqueños” del Departamento de Antioquia, Medellín, 1984, que hemos utilizado también para las notas anteriores. Volver
(15) ALBERTO RESTREPO GONZÁLEZ, op. cit. pág. 100. Volver
(16) Ibídem, pág. 101. Volver
(17) JORGE ÓRDENES, El ser moral en las obras de Fernando González. Colección “Huellas de la historia”, Extensión Cultural – Universidad de Antioquia, Medellín, 1983, pág. 315. Volver
(18) ALBERTO RESTREPO GONZÁLEZ, op. cit. pág. 101 y ss. Volver
(19) Libro de los viajes o de las presencias, pág. 219. Volver
(20) JORGE ÓRDENES, op. cit., pág. 331. Volver
(21) Las cartas de Ripol, pág. 75 y ss.; pág. 90 y ss.; pág. 96 y ss. Volver
(22) JAVIER HENAO HIDRÓN, Fernando González, filósofo de la autenticidad. Otraparte, Colección de ensayo, Editorial Universidad de Antioquia, Biblioteca Pública Piloto, Medellín, 1988, págs. 197-198. Volver
(23) Cfr. también el prólogo ya citado de Miguel Escobar a Benjamín, jesuita predicador. Volver
(24) JAMES WILLIS ROBB, “La nueva novelística de Fernando González”. En: El Mundo Semanal, suplemento cultural del periódico El Mundo, Medellín, agosto 13 de 1988. Volver
(25) JORGE ÓRDENES, op. cit. pág. 315. Volver
(26) Ib. pág. 314. Volver
(27) La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, pág. 12 en la edición de Bedout. Volver

Fuente:

Ochoa Moreno, Ernesto. “El maestro de escuela de Fernando González”. Periódico El Colombiano, Suplemento Dominical, Medellín, domingo 5 de enero de 1992.