Fernando González

Por Dasso Saldívar

Fernando González nació el 24 de abril de 1895 en Envigado, Antioquia, y murió en su misma ciudad en 1964. Fue, ante todo, un paseante, un atisbador y un habitante del silencio. «Yo era blanco, paliducho, lombriciento, silencioso, solitario. Con frecuencia me quedaba por ahí parado en los rincones, suspenso, quieto» (citado por Félix Ángel Vallejo en Retrato vivo de Fernando González). Como dice Baudelaire en alguno de sus poemas en prosa, podía poblar su soledad de pensamientos y de multitudes, y ser él solo en el tumulto. Sin duda, de estas características innatas de su personalidad fueron surgiendo el cronista, el poeta y el filósofo que advertimos a través de sus diversos libros.

Hizo los estudios de primaria en una escuela religiosa, y luego estudió hasta quinto de bachillerato como interno en el colegio de San Ignacio de Loyola, dirigido por los jesuitas.

Durante este curso fue expulsado por sus precoces y excesivas lecturas, por transmitir sus ideas filosóficas a sus compañeros y por no atender las estrictas normas religiosas (como, por ejemplo, la inasistencia al tercer día de retiros espirituales, o por abstenerse de comulgar el día de la Asunción). Gracias a esta expulsión, que lo llevó a una marginación académica de tres años, escribió su primer libro, Pensamientos de un viejo, que saldría a la luz pública en 1916, anunciando muchos de los temas que abordaría en obras de años posteriores.

El incipiente escritor terminó el bachillerato en el Liceo Antioqueño de la Universidad de Antioquia, en 1917, y en esta misma universidad hizo la carrera de Derecho, pero la profesión de abogado apenas la ejerció esporádicamente, pues el ejercicio de la vida y el de la escritura fueron, de forma indisoluble, su verdadera vocación.

A los veintisiete años contrajo matrimonio con Margarita Restrepo, hija del ex presidente Carlos E. Restrepo. Margarita, que aparece en sus libros como Berenguela, fue sus alas, su gran compañera y cómplice de la vida y de los libros. Tuvieron cinco hijos, todos profesionales, pero Ramiro muere en 1947, una semana antes de graduarse de médico, lo que sumió a su padre en una honda tristeza que duraría años. Para entonces, ya había escrito el grueso de su obra, que, tras Pensamientos de un viejo, se afianza con Viaje a pie (1929) y continúa con Mi Simón Bolívar (1930), Don Mirócletes (1932), El Hermafrodita dormido (1933), Mi Compadre (1934), Cartas a Estanislao (1935), El remordimiento (1935), Los negroides (1936), Santander (1940) y El maestro de escuela (1941). Entre 1936 y 1945 editó la revista Antioquia, alcanzando cuatro entregas en el último año. Personalidades como Gabriel Mistral y Jacinto Benavente tuvieron su obra en alta consideración y en algún momento su nombre fue considerado como candidato al Premio Nobel.

Entre 1932 y 1934 fue cónsul de Colombia en Génova y Marsella, y luego, entre 1953 y 1957, en Róterdam y en Bilbao. Su visión crítica de la política y de los valores culturales de Colombia y América Latina le costaron el retiro del servicio diplomático, pero entonces regresó dichoso a su Envigado natal, se instaló de nuevo en su casa de La Huerta del Alemán, conocida después con el nombre de Otraparte, y se puso a escribir el Libro de los viajes o de las presencias, que, tras ser rechazado por la Editorial Bedout de Medellín, editó su amigo Alberto Aguirre en 1959. Hasta su muerte, acaecida cinco años más tarde, continuó paseando, meditando en soledad y conversando con los nuevos valores del arte y la literatura de Antioquia, como Carlos Castro Saavedra, Manuel Mejía Vallejo y Gonzalo Arango, cuyo movimiento nadaísta apoyó en un primer momento.

La eterna polémica de si Fernando González fue un filósofo, un ensayista o un poeta carece de sentido en cuanto abordamos sus libros sin prejuicios, pues la verdad es que fue un cronista con mucho de novelista, un filósofo y un poeta a la vez, de tal manera que no es exagerado afirmar que el mago de Otraparte bien pudo haber inventado un nuevo género en el que la antigua dualidad presocrática poesía/filosofía juega un papel fundamental. Como los primeros filósofos griegos, Fernando González elabora su pensamiento o su saber instalado en la misma realidad, en la vida que fluye, en el devenir cultural. De ahí que tuviera que echar mano de la crónica, que narra la realidad que gozamos y padecemos, de la filosofía, que intenta alcanzar la almendra de esa realidad, y de la poesía, que adivina lo innombrable cuando aquélla se queda corta. Desde muy temprano rehusó elaborar un sistema de pensamiento que, aunque atractivo y coherente en su tejido orgánico, pudiera parecer una cama de Procusto en la cual entraran la realidad y la vida a la fuerza. «Nuestras ideas son de la tierra, así como la miel de los panales es elaborada de sus frutos», apuntó en Viaje a pie, el libro de 1929 que conduce naturalmente al Libro de los viajes o de las presencias, editado por Alberto Aguirre en 1959.

Viaje, desnudez, presencia e intimidad son coordenadas sobre las que se erige su pensamiento. El viaje no es sólo por el mundo, por lo geográfico, sino sobre todo por nuestro ser, armado de carne, conciencia y espíritu. «Vivir es desnudarse, dirigiendo la nada de uno; un viaje, un desnudarse indefinido». El viaje nos va desnudando hasta llegar a la vida, a la presencia, donde hallamos la intimidad, que comunica con la Divinidad. En la desnudez brota la idea, viva y llena de color. De ahí que el pensamiento no es tanto un concepto como una presencia, una abstracción como una cosa viva. «El concepto es el cadáver de la vida», pues «mientras se está en la conceptualidad muerta, el hombre no vive. Y muere sin haber vivido». A sus libros, y en especial a este de los viajes y de las presencias, debemos acercarnos pues con la disposición de vivirlos, de experimentarlos, antes que con la idea de entenderlos y de explicarlos conceptualmente. Y en este proceso de aprender a leer a Fernando González nos topamos en primer lugar con un lenguaje que ya nos es familiar, porque el pensador-poeta lo ha recogido de la calle, de las cantinas, de los albañales y de las alcobas, dándole giros muy personales que lo adecuan a la expresión de su pensamiento vivo.

Cuando escribe el Libro de los viajes o de las presencias, Fernando González emerge de una larga y tortuosa crisis que duró veinte años, su gran noche oscura, lo que explica la poderosa corriente mística del texto, en la que cristaliza la búsqueda religiosa del autor desde sus primeros libros, pues para él el encuentro con Dios es el estado del alma al cual siempre quiso llegar: «Desde niño u óvulo atisbo la juventud eterna y la busco y la rebusco en caños, albañales, cuevas, muchachas y viejos. Desde niño me definí o conocí como el que atisba a Dios desde su letrina» (Las cartas de Ripol). Y en una carta de 1960, le confiesa a un amigo que «en este libro expresé dramáticamente, dialécticamente, partiendo de mí y de mi Envigado, cómo se hace el viaje desde sus raíces, desde su yo hasta el Cristo y el Padre y el Espíritu Santo. […] Este librito, el de los Viajes y Presencias, lo viví siguiendo a Cristo con mi cruz, es decir con mi personalidad de envigadeño airado, lleno de amor y remordimientos, y puedo decir, por eso, por ser de Cristo, que allí se contiene mucho del Viaje, mucho del camino y del modo apropiado para viajar. Va a hacer un año que salió al público ese librito y, ¡ay, ay!, no ha habido en Colombia, que yo sepa, un solo lector que sospeche las estrellas que contiene».

Fuente:

Saldívar, Dasso. XIX del siglo XX. Arquitrave Editores, Bogotá, junio de 2006.