Fernando González Ochoa

Por Luis Javier Villegas Botero

Cuando, al anochecer del domingo 16 de febrero de 1964, falleció en su ciudad natal, Fernando González, quien a sí mismo se llamó el “envigadeño descalzo” o “el envigadeño airado”, concluyó, por fin, un largo viaje hacia Dios, iniciado en los lejanos años juveniles.

La rebeldía juvenil

En efecto, había nacido en Envigado el 24 de abril de 1895, “en una calle con caño”, en el seno de una familia raizal y de medianos recursos económicos, lo que le permitió acudir a planteles privados de educación, dirigidos por comunidades religiosas. Los estudios primarios los realizó en el colegio dirigido por las hermanas de la Presentación, y los secundarios en Medellín, en el prestigioso colegio San Ignacio, al cuidado de los padres de la Compañía de Jesús. En este establecimiento afloró su temperamento rebelde, que lo acompañaría hasta el final de sus días, y que plasmó en su lema “vivir a la enemiga”.

La anécdota, tantas veces traída a cuento por los estudiosos de su obra, relativa a la expulsión del colegio por la lectura de autores “prohibidos” y por su enfrentamiento con el padre Quirós, su profesor de filosofía, a quien le negara con vehemencia el primer principio de la lógica tradicional, retrata su rebeldía y su deseo de autonomía intelectual, a la par que el rechazo de toda doctrina e institución que se quiera imponer sobre el individuo y la búsqueda comprometida de “su” verdad.

Los comienzos del viaje hacia la Intimidad

Retirado a la soledad de los campos vecinos de Envigado, se dedicó a caminar y a pensar por sí mismo, con las obras de Nietzsche bajo el brazo, para adentrarse en la que desde entonces asumió como su vocación: filosofar. Pero su filosofía no sería la del rutinario escolasticismo, rechazado ya por él con violencia desde el colegio, ni el materialismo, ni el idealismo, ni cualquiera otro “ismo”, sino un retorno a un lejano origen del pensar, a la legendaria inscripción del templo de Delfos, el “conócete a ti mismo”, con un retoque agustiniano: “nNo salgas de ti; en el interior de ti mismo habita la Verdad”. Desde esa época temprana optó por un individualismo a rajatabla, que culminaría, tras un doloroso despojo del yo pasional, del posesivo y del eternizante, en la identificación vivencial con el Ser y con la Nada, en el encuentro con Dios, para quien prefiere la denominación de Intimidad.

En el seno del pequeño grupo de los Panidas —“los panidas éramos trece”, como cantara León de Greiff— encontró almas gemelas, atormentadas por la rebeldía frente a los afanes económicos y la hipocresía del Medellín de comienzos del siglo. De este período data su primer libro, Pensamientos de un viejo, publicado en 1916, con prólogo del ya para entonces consagrado periodista don Fidel Cano. En esta obra juvenil inició el largo viaje —no carente de desvíos o retrocesos aparentes, pero en el fondo siempre enrumbado hacia la Intimidad— que sólo nueve lustros después concluiría con su Tragicomedia.

Un abogado sin empleo estable

En la Universidad de Antioquia recibió su grado de abogado, no sin antes tener que batallar con el jurado que rechazaba el título de su tesis, El derecho a no obedecer. En 1919 la publicó bajo el anodino título, aceptado a regañadientes por González, de Una tesis. Ya profesional, contrajo matrimonio “para amarse y para siempre” con doña Margarita Restrepo Gaviria, hija del ex presidente Carlos E. Restrepo. Al hogar lo fueron alegrando sus hijos: Álvaro, Ramiro (cuya muerte en plena juventud causó profunda tristeza a sus padres), Pilar, Fernando y Simón. El suegro fue para él su gran apoyo, su bordón de peregrino, en ese tormentoso viaje de quien no estaba dispuesto a someterse ante ningún poder o autoridad.

No es del caso detenernos en su trayectoria “laboral”. Baste enunciarla de pasada: juez, magistrado, agente diplomático en Italia —expulsado por orden de Mussolini— y en Francia, abogado independiente —y a ratos casi indigente—, en la Oficina de Valorización, de nuevo como diplomático en España, tras las huellas de Ignacio de Loyola, personaje por el que mostró gran admiración.

Escritor prolífico y polémico

En general, esos “destinos” le sirvieron como mampara y base material para su verdadera empresa, la de escritor, observador y atisbador, que anotaba en sus libretas lo que veía, oía y pensaba, para luego darle forma literaria. Así fue componiendo sus demás obras. Hablemos brevemente de algunas de ellas:

Viaje a pie, editado en París en 1929, y muy bien recibido en los círculos literarios que saludaban al excelente narrador. Jaime Mejía Duque, quizás uno de su más duros críticos, reconoce en éste y los demás escritos de González, estas características: “Frase exacta y flexible, plasticidad lograda mediante metáforas de sabor naturalista y, sobre todo —lo que crea el tono del prosista—, la alternación o imbricación de lo abstracto y lo cotidiano, de lo conceptual y lo anecdótico”.

Vino luego Mi Simón Bolívar, publicado en Manizales en 1930. En él expresó su admiración por el que consideraba el único gran hombre dado por América; desarrolló los conceptos de egoencia, personalidad y sinceridad. Quizás sea este su mejor trabajo biográfico. Para ello consultó con dedicación numerosos documentos impresos y elaboró su visión muy particular del personaje, fiel a su posición de que el biógrafo no debe ceñirse a contar lo que fue sino que debe expresar lo que el biografiado hace resonar en él.

En El Hermafrodita dormido, escrito en Europa, cuando decía que era “mejor permanecer lejos de la Patria para poderla querer”, se ocupó de arte griego y romano y de vida europea, pretendiendo hacer “vivir a los prójimos que nosotros también somos dioses”, como escribió en 1960 al padre Jaime Vélez. Allí desarrolló, con una frescura que cautiva, su pensamiento estético.

Por falta de espacio, sólo mencionaremos estos títulos con su lugar y fecha de publicación: Don Mirócletes (París, 1932), Mi Compadre (Barcelona, 1934), El remordimiento (Manizales, 1935), Cartas a Estanislao (Manizales, 1935) y Los negroides (Medellín, 1936). Detengámonos, sin embargo, en dos obras: Santander y El maestro de escuela. La primera de ellas, publicada en Bogotá en 1940, fue una feroz diatriba contra el “héroe nacional” y “hombre de las leyes”, en el año centenario de su muerte. Para González, Santander fue el símbolo de la hipocresía y la simulación. Tal obra no podía menos que suscitar contra el escritor y su obra el rechazo implacable. Condenado al más duro ostracismo se refugió en su finca de Envigado, a la que denominó desde entonces Otraparte (1), nombre que sintetiza el aislamiento social que debió padecer. Al año siguiente publicó, en Bogotá, El maestro de escuela. En este libro, en el que resuenan los lamentos de Job, se queja el autor de su soledad, abandono, pobreza y rechazo de la sociedad, a los que corresponde con un altivo desprecio. “Ahora sí estoy muerto. Ex Fernando González”, suscribe, y con su lenguaje directo —por muchos tildado de vulgar— cerró el libro con esta dura expresión “Putísima es la vida”.

Los últimos años: a solas con Dios

Tras esto, de su pluma, otrora tan fecunda, no saldrían nuevos libros durante los siguientes 18 años. Entonces, en 1959, animado por unos pocos amigos, publicó, en Medellín, el Libro de los viajes o de las presencias. Y dos años antes de su muerte salió a la luz la que quizás sea su obra más acabada, La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera (Medellín, 1962). En esta obra, a la que llama “segunda versión de la Tragicomedia de Calixto y Melibea”, dice seguir las huellas de Sócrates, Cristo, Buda, Espinosa, Schopenhauer, Heidegger, Gandhi, del “buen viejo” Juan XXIII, y de tantos buscadores de la verdad. Culminaba así su largo viaje al interior de sí mismo, en busca de la Intimidad.

Mucho se ha escrito sobre Fernando González, sea a favor sea en contra. Su compleja obra, varias veces reimpresa, es leída aún, y quizás más ahora que cuando se publicó por primera vez. Los escritos están ahí, para que cada cual los someta a prueba y tome posición. Porque —eso sí— no es un autor cuyos libros se presten a una simple lectura: nos sacude. Con él se estará en desacuerdo o de acuerdo, pero difícilmente puede pasar desapercibido.

Nota de Otraparte.org:

(1) Como homenaje al antiguo dueño del terreno, la casa se llamó “La Huerta del Alemán” desde 1941 hasta 1959, año en el cual Fernando González la bautizó con el nombre de “Otraparte”.

Fuente:

Villegas Botero, Luis Javier. “Fernando González Ochoa”. En: Cincuenta personajes de Antioquia. Colección Ediciones Especiales, Volumen N° 12, Secretaría de Educación para la Cultura de Antioquia, Medellín, 2003, p.p.: 105 – 109.