Antioquia rebelde

El derecho a no obedecer

En el seno de la sociedad antioqueña, algunos gestos y nombres de una tradición antiautoritaria e insumisa han convivido con la tozudez del autoritarismo. La paradoja es que ambos se desprenden de la misma raíz y el mismo tronco.

Por Pedro Adrián Zuluaga *

El temple autoritario de figuras como el expresidente Álvaro Uribe, el solo recuerdo de los desmadres delincuenciales de Carlos Castaño o Pablo Escobar o la mentalidad «chata y roma» que se trasluce en acciones como las de aquel energúmeno —cuyo nombre sí lo sé, mas no lo digo— que un día antes de la marcha LGBTI de este año en Medellín acuchilló la bandera multicolor de ese movimiento crean olas de efervescencia contra los antioqueños, amplificadas por la cámara de eco de las redes sociales, en las que las emociones puras y duras siempre ganan la partida.

No procuro una defensa —no pedida— de los antioqueños, que responda con más emotividad, de cuño distinto, a la algarabía ya descrita; ni creo que los personajes mencionados sean manzanas podridas o excepciones a la regla. Son, sí, la cara más visible de una mentalidad extendida que combina la laxitud ética en cuestiones de negocios con el puritanismo religioso y la hipocresía en materia sexual, y que es integrista y conservadora en asuntos políticos. En ellos se decanta algo aceptado y encubierto en la compleja trama de la cultura: una especie de esquizofrenia frente a la realidad de las transformaciones sociales o, para ser precisos, la asunción de una modernización sin modernidad que, contrario a la extensión de los valores laicos propia de todo proyecto modernizador (y Antioquia fue pionera de ese proceso en Colombia), vino acompañada de un «refuerzo de los valores tradicionales de familia, religiosidad, moral doméstica y trabajo material», como bien lo expresó Alba López Restrepo.

Este artículo es un intento por ver otros matices en los bordes o incluso en el centro de un paisaje cultural, el antioqueño, que, dado el alcance de su influencia, hoy concierne a todos los colombianos. Más que un análisis sistemático, estas estampas buscan recuperar gestos y apuntalar nombres de una «tradición antiautoritaria» que ha convivido en el seno de la sociedad antioqueña con la tozudez del autoritarismo; una tradición insumisa también terca, que se desprende de la misma raíz y el mismo tronco, pero en sentidos contrarios. Quiero celebrar la supervivencia de lo libertario en una sociedad que vigila y reglamenta con ahínco, que ofrece protección, pero corta las alas; en estos gestos, algunos más conocidos y —curiosamente— celebrados que otros, hay energías inspiradoras; para cambiar la realidad quizá haya que empezar por cambiar de relato.

I. Enfrentar al obispo

El riguroso silencio del almuerzo que los visitantes compartíamos en el monasterio benedictino Santa María de la Epifanía en Guatapé, Antioquia, se rompió con la lectura, por uno de los monjes, de algún escrito de la madre Laura Montoya que refería viejas rencillas dentro de la Iglesia. ¿Cómo era posible —pensé— que la mujer que luego llegaría a ser una santa hablara en términos tan altaneros de Miguel Ángel Builes, el obispo más poderoso de Antioquia en la primera mitad del siglo xx, siempre en el filo de la obediencia, pero aun así no dejándose doblegar por la autoridad de un superior suyo?

Muy al comienzo de su autobiografía Historia de las misericordias de Dios en un alma, la madre Laura escribió, con la modestia propia de las monjas que cuentan los requiebros de su espíritu: «Yo no sé pensar ni conozco las cosas; debo, sin embargo, opinar, pues la voluntad de Dios es que opine como aquellos que me dio por superiores». Las desavenencias entre Laura y el obispo Builes están descritas con sumo detalle —y profusión de huecos y silencios— en las páginas de la autobiografía. Allí, la santa, por orden de su confesor, cuenta los motivos presuntos (una serie de malentendidos que revelan la vanidad e intolerancia de Builes) de esa cruenta enemistad. «[…] No saben cómo soy yo como enemigo, soy irreconciliable», refiere Laura que le mandó a decir un día el obispo. La chispa se encendió cuando la santa les prohibió a unas monjas de su congregación recibir a Builes en un cuartico muy estrecho en que él las tenía confinadas cuando estas estuvieron a su servicio. «No volveré a visitarlas y, si me han hecho enemigo, enemigo seré, y terrible», dijo entonces el prelado.

Otros tuvieron que ser los motivos «reales» de tanto encono, pero la gracia de Laura como escritora es darnos un amplio espacio para que los imaginemos. Fue por un error que las novicias del convento de San Pedro leyeron una carta que no estaba dirigida a ellas y donde confirmaron la resolución de monseñor Builes de destruir la congregación de la madre Laura y entregar sus casas a otras comunidades o a una nueva y «monstruosa» congregación. «¡Las destruiré o no dejaré una! ¡Las dispersaré! No cederé un punto en destruirlas porque no merecen existir…», había dicho el obispo sobre la congregación y sus monjas. Laura, que años antes había tenido que abandonar la región de Urabá por problemas con los padres carmelitas encargados de la prefectura apostólica de la región, decidió entonces trasladar la casa generalicia de la comunidad a la ciudad de Antioquia, lejos de la diócesis de Builes.

El primer viaje de ese traslado clandestino, primero en tren desde la estación Villa y luego en bestias propias y prestadas, es descrito así por Laura: «Salimos, pues, en una mañana frigidísima, nublada y con lluvia lenta y que convidaba para llorar. Al salir me parecieron tan tristes las calles de Medellín… me parecía que todos leían en mi semblante mi dolor. Recordé lo que Medellín ha sido para conmigo… salía como prófuga escondiendo el motivo, y aun el viaje como quien ha cometido un delito. Llevaba el alma tan sola… tan amargada… ¡Dios mío! Medellín tan duro que no había podido mirar un rostro amigo, una mirada de compasión… ¡Oh, incomprensibilidad terrible! Medellín ha creído siempre que soy mortecina de sus calles, en lo cual no anda tan desacertado si se atiende a mí, pero jamás ha entendido la obra de Dios ni le ha tendido la mano, ¡sin duda porque estaba en las mías!».

Gracias a esta decisión, la congregación de Laura logró sobrevivir. Su desobediencia tiene mayor relieve si se considera que por temperamento (o eso es lo que ella dice en su autobiografía, aunque su vida es una muestra de todo lo contrario) y por religión estaba obligada a acatar a sus «superiores». Cuando Builes se entera de que en efecto Laura ya está en la ciudad de Antioquia con algunas de sus monjas, le escribe un telegrama en que la conmina a volver a Medellín. Laura dice de este telegrama: «[…] Fue como una espada para mí. ¡Dios mío! ¡Qué angustia! ¡Me parecía que era imposible desatenderlo y era no menos posible atenderlo! Lo que sufrí Dios lo sabe y mi alma que no podía acostumbrarse a disgustar a ningún superior por más que la necesidad lo exigiera y pudiera hacerlo lícitamente».

II. De la desobediencia como derecho

Años antes de estas refriegas entre los «altos heliotropos» de la Iglesia, que llevaron a la futura santa a exprimir los cánones eclesiásticos en busca de salidas legales a la persecución de un superior, Fernando González se graduaba de Derecho en la Universidad de Antioquia con un estudio de sociología política que tituló «El derecho a no obedecer». Las jerarquías de la universidad consideraron que el título era inadecuado para un trabajo de grado, por lo que, con leves modificaciones, González lo retituló «Una tesis» (1919). El capítulo v, llamado «Algunas ideas generales», incluye ocho proposiciones que defienden la libertad de asociación, condenan el servicio militar obligatorio y hablan de la posibilidad de expatriarse; en la última consideración, a la que el autor contempla como el resumen de todas, se afirma: «En ningún caso se puede sacrificar al individuo en bien de la comunidad».

González amplía y profundiza un legado de individualismo y autoafirmación. Al proclamar el derecho a no obedecer atiende no solo a sus lecturas del pensamiento liberal de la época, sino a una larga tradición regional, descrita por James Parsons en La colonización antioqueña en el occidente de Colombia: «La naturaleza profundamente quebrada de la región, el orgullo de los cultivadores de café y el espíritu de autonomía libre e independiente se combinaron para producir este caso rarísimo de una sociedad democrática de pequeños propietarios, en un continente dominado por un latifundismo latino tradicional».

Otras investigaciones demuestran las fisuras de ese mito democrático. El libro de Catherine LeGrand Colonización y protesta campesina en Colombia (1850-1950) recalca el papel decisivo que desempeñaron los comerciantes y especuladores territoriales en la dirección de la colonización antioqueña durante el siglo xix y el provecho que sacaron de ella. «Al utilizar el movimiento de colonización para aumentar el valor de sus propiedades y al controlar el procesamiento y el mercadeo del café producido por pequeños propietarios, los grupos de la élite acumularon el capital que después habrían de invertir en Medellín para crear el complejo industrial más grande de Colombia». El orgulloso pensamiento de González es, ni más ni menos, un producto —uno de los más refinados— de esa acumulación de capital que pudo permitirse pensar incluso en la destrucción del capital. En una historia más larga que la de los hechos puntuales, se puede ver cómo Antioquia protege y conserva el pensamiento libertario; es uno de los lujos que se da. En la galería regional de héroes y heroínas hay un lugar para González, Débora Arango, María Cano o Gonzalo Arango.

Sobre el papel del Estado, González va a decir que este «debe reducirse a la administración de justicia y a la conservación del orden interior y exterior; y puede afirmarse que vendrá un tiempo en que esto no sea necesario». Por anárquicas que parezcan estas ideas, corresponden al desarrollo de una historia regional. La colonización antioqueña fue —con muchos matices— favorecida por el Estado a través de las distintas leyes sobre baldíos y las concesiones de tierras a grupos o a particulares. Los colonos aprovecharon, pero también sufrieron la debilidad del gobierno central. Creció así un sentimiento de independencia frente al Estado. El convencimiento de que con un mínimo de garantías estatales, y mucha malicia para interpretarlas, un individuo puede prosperar, acrecentar su parcela y ganar autonomía. El emprendedor tuvo en Antioquia su bastión.

El problema es que Escobar también lo fue.

III. Las potencias de la rabia

Fernando González ya no correspondía, en su manera de pensar, a ese orgulloso arquetipo del colonizador antioqueño que encontró su expresión iconográfica máxima en el cuadro Horizontes (1913), de Francisco Antonio Cano. Tampoco, al menos como él se veía, en su constitución física: «Yo era blanco, paliducho, lombriciento, silencioso, solitario. Con frecuencia me quedaba por ahí parado en los rincones, suspenso, quieto. Fácilmente me airaba, y me revolcaba en el caño cada vez que peleaba con los de mi casa». Esta descripción que González hace de sí mismo coincide con la manera como se muestra el narrador de la saga literaria de Fernando Vallejo: «¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! La cabeza del niño, mi cabeza, rebotaba contra el embaldosado duro y frío del patio, contra la vasta tierra, el mundo, inmensa caja de resonancia de mi furia».

Ambos Fernandos saben que esa rabia de los primeros años no es solo un accidente del carácter, sino un mandato y un destino. También una fuerza creadora. Así como es preciso acumular capital para imaginar otros usos del mismo (por ejemplo su destrucción, o la conversión de ese capital económico en ocio, juego o refinamiento espiritual), así mismo es necesaria la imaginación para transformar la ira. La abundancia de rabia puede hacernos miserables; pero puede también ser el centro desde el que se expanden la bondad y la ternura. El mejor ejemplo es Fernando Vallejo. De su rabia empozada y espesa surge ese narrador capaz de abrazar y proteger a su hermano que se muere o a los animales que sufren. Condenar la rabia como inmoral, como lo hace el actual centrismo político, es aceptar una versión deslavada de nosotros mismos, inhabilitada también para la compasión o la empatía.

El problema es que Uribe también tiene rabia.

IV. Ser improductivo

La racionalidad capitalista antioqueña ha sido impugnada desde adentro. Un antioqueño, Luis Tejada, escribió los mejores textos sobre el ocio y la pereza. Fernando González ensanchó su espíritu desde su propiedad privada, a la que llamó Otraparte. Luego de ellos vinieron los nadaístas, que también celebraron el despilfarro, de tiempo y juventud, en contraste con la linealidad optimista del progreso material. En el primer manifiesto nadaísta de 1958 ya está inscrita esa vocación: «El fin no importa desde el punto de vista de la lucha. Porque no llegar es también el cumplimiento de un destino».

Ser improductivos, o aspirar a esa condición, fue la revolución de los nadaístas; una revuelta económica más que literaria. En lo demás estaban afirmando, de algún modo, los valores burgueses que atacaban.

Así lo supo ver muy temprano Estanislao Zuleta, en un texto de La calle, de julio de 1958: «Para creer ser el mal de la sociedad burguesa es necesario creer que esta es el bien, de la misma manera que el sacrílego reconoce la religión cuando le da puñaladas a la hostia, porque nadie profana una galleta de soda». Los nadaístas, sin saberlo, se reconocían en valores burgueses, o que necesitan de la sociedad burguesa para desarrollarse, como la soledad y la intuición irracional. El nadaísmo termina cuando sus grandes jerarcas deciden dedicarse, como buenos señores burgueses, a trabajar y producir. Pero uno que no lo hizo fue Darío Lemos.

Lemos fue el poeta que llevó más lejos que nadie la profesión de fe del malditismo. «Mi obra es el nadaísmo», dijo de sí el poeta como en un eco anticipado de lo que luego diría Pedro Manrique Figueroa: «Mi obra soy yo». Y la obra de Lemos fue, a ciencia cierta, escasa, así como fue extenso su mito. Lemos estaba destinado a ser lo que los otros nadaístas, por exceso de pudor, no pudieron: una agresión extendida en el tiempo a esa sociedad biempensante dispuesta a tolerar manifiestos impertinentes en jóvenes temporalmente descarriados, pero no el mal olor continuado de las gangrenas o el vómito de las borracheras de un señor de cuarenta años.

Y, sin embargo, bien que mal la sociedad lo toleró. En 1985, la División de Publicaciones de un Instituto Colombiano de Cultura belisarista «sistematizó» sus poemas y dio a las prensas las Sinfonías para máquina de escribir, obra única y completa (aunque en 2017 la editorial Nuevo Mundo presentó Yo soy Darío Lemos – Obra completa, compilada por Gustavo Zuluaga), que es, en su magra pequeñez, una ofensa para la ambición y grandilocuencia de las grandes obras. Las Sinfonías son una especie de acto de iniciación, una pieza cerrada que se agota en sí misma y que nos ofrece a un poeta en toda la desnudez de su miseria. El libro se abre con el prólogo de Jotamario Arbeláez y se cierra con las cartas del propio poeta, que proponen la mixtificación de sí mismo: «Continúo fielmente los pasos de Rimbaud», o: «Ya, querido J., andan los pintores haciéndome retratos», o: «Te brindo este dolor de gangrena, huelo a inyección por todas partes, soy Dios que está todavía en la tierra fumando y sufriendo para redimir al hombre».

Liban Bernal identificó esa vocación de desperdicio en la vida y obra del poeta: «Agraciado con todas las virtudes del mundo, rechazó uno a uno los dones y privilegios recibidos por la naturaleza (belleza física, salud y talentos) para descender en la disciplina del desapego y el desprendimiento de sus haberes hasta quedar reducido físicamente a una silla de ruedas y hecho en un despojo humano». En la mitad de los años ochenta, dos poetas que prodigaron sus dones, para ganar otros oros coincidían en Medellín: eran Darío Lemos y Raúl Gómez Jattin. También se agitaba en esas calles León Zuleta, invitando a salir del clóset y saltar por las ventanas. ¿Qué había en Medellín que a la vez los rechazaba, como mortecina de sus calles, y los acogía?

V. Por los placeres

Una edición reciente del periódico antioqueño Universo Centro recuerda la consigna de la primera marcha por el orgullo gay que se realizó en Colombia en 1982, organizada entre otros por el antioqueño León Zuleta. «Saltemos por la ventana», fue lo que proclamaron la única mujer y los treinta hombres que salieron a la calle en Bogotá. «Saltar las ventanas» fue un texto de Zuleta que invitaba a airear nuevas formas de afecto, sacándolas del clóset y de los ámbitos privados, para reconocerlas como prácticas políticas. «De niños creíamos que la calle era un espacio encantado por el temor, el riesgo y la prohibición. Solo los varones adultos podrían acaso disfrutarlo sin desmerecer en su integridad». Zuleta se tomó las calles e invitó a otros disidentes como él a hacerlo.

El movimiento por los derechos de las personas LGBTI en Colombia sería impensable sin el aporte de los antioqueños. Evidencia de esto se puede rastrear en Raros, de Guillermo Correa, un estudio sobre la homosexualidad en Antioquia que sirve para entender también este proceso en el resto del país. A su Grupo de Estudio de la Cuestión Homosexual (Greco), Zuleta convocó a mujeres, pues concebía su lucha inseparable de la del feminismo. Con el nombre de El Otro, publicó entre 1977 y 1979 un libelo en que expuso sus ideas. Antes lo había hecho en El Cocodrilo Insurgente, un periódico del cual publicó cuatro números en 1974, y lo intentó hacer en la revista La Carreta Libertaria, que no llegó a publicarse, porque la bloquearon los profesores de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Antioquia. Practicó una escritura experimental freudo-marxista y propugnó por una revolución sexual y política. A partir de esos trances experimentales escribió la novela de quinientas páginas Bazuco Street, que tenía por subtítulo La calle de los juegos artificiales.

Zuleta insistió en la metáfora del viaje: «La enseñanza académica y filosófica debe instruir a la gente a viajar hacia su propio ser, a su espiritualidad; el ser no nace, sino que se construye a sí mismo en la experiencia de vivir consigo, con los otros, con el mundo y con una gran transparencia de sí», escribe en «La cosmovisión del YO», un artículo que recoge apartes de una entrevista con el autor, publicado en su antología póstuma De semas y plebes. En su proclama por la autenticidad de la experiencia y del individuo hay un eco de Fernando González. Sin el filósofo de Otraparte, que aclimató a Nietzsche entre las montañas antioqueñas, no habría existido Zuleta (ni tampoco nadaístas). Sin tradición no hay subversión.

Zuleta recibió una herencia —su cultura— y la entregó transformada a su siguiente generación. Él venía, como yo, de esas estrecheces que describe Emiro Kastos en un relato fundacional del siglo xix: «Mi compadre Facundo». «Aquella desnudez en las paredes, aquella uniformidad en las costumbres, aquella ausencia de toda variedad y de todo placer, da a la vida que aquí se lleva una vaga semejanza con la de los claustros. Al entrar en una de esas casas piensa uno involuntariamente en la otra vida». Pero Zuleta pensó en esta vida y la quiso transformar, desde un gozo del cuerpo y la sexualidad. También la transformó Laura, así lo haya hecho pensando en otra vida, más trascendente y entera en su sentido. Y Fernando González, que vivió en Otraparte como una forma más intensa de vivir en su aquí y ahora. Y como la debemos transformar los que tenemos la suerte —o la desdicha— de estar vivos, caminando las calles de esa ciudad que es el centro espiritual del ethos paisa, Medellín, o lejos de su influjo, pero dando vueltas en torno a su magnetismo. Sí, es cierto, de la misma caldera que surgieron los protagonistas de estas cinco estampas, emergieron los Escobar y los Castaño, y Uribe con su odio a la vida, y aquel que acuchilló las banderas del amor. Por eso hay que insistir una y otra vez en otros relatos, los que traen de vuelta el sentido de la justicia, el gusto por los placeres, la desmesura erótica y las potencias del juego y lo gratuito. En De semas y plebes, Zuleta transcribe un texto de Luis Tejada. Se llama «Medellín», y en este se lee: «A pesar de todo, yo confío en que la ciudad querida saldrá pura y esbelta de esta danza de llamas rojas».

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* Zuluaga nació en Santuario, Antioquia, en 1972, y es crítico y columnista de Arcadia. Actualmente prepara un libro sobre culturas y mentalidades de Antioquia.

Fuente:

Zuluaga, Pedro Adrián. «El derecho a no obedecer: Antioquia rebelde». Revista Arcadia, n.º 166, Bogotá, 27 de agosto de 2019 pp: 9 – 13. Ver también «Ni contigo ni sin ti».