Presentación de Viaje a pie

Por Eduardo Escobar

Antes de Viaje a pie, Fernando González había publicado a los 20 años, con un prólogo alentador de Fidel Cano, Pensamientos de un viejo, un libro con reminiscencias de Schopenhauer y de Nietzsche, que debían ser los autores venerados por las juventudes de la clase media de entonces en una ciudad aldeana todavía y descalza, que se asomaba a la modernidad desde unas laderas cansadas, en los confines del mundo, suburbios de la cristiandad.

Como le correspondía al muchacho de 17 años metido a escritor, abundan en ese libro primerizo las invocaciones a la amada y a la tristeza y a una soledad un poco autoimpuesta todavía antes de convertirse en destino. Escrito entre incertidumbres a veces ostentosas (dicen que se afeitó la cabeza mientras lo armaba para completar el drama), y mediado por un lenguaje enrarecido adrede, con el patetismo propio de esa edad arrogante, el pequeño tomo incluye parábolas sobre la soledad, reflexiones sobre los remordimientos y sobre los mendigos y sus llagas vendedoras, y citas en latín esperables en un exdiscípulo de los jesuitas que acababa de ser expulsado del Colegio de San Ignacio por negar el primer principio, según contó en Los negroides, publicado en Medellín en 1936.

Los negroides explora el complejo de hideputa: uno de sus grandes descubrimientos de sociólogo, según afirmó con sorna. El complejo de hideputa funde el atavismo, la vergüenza de los hechos a las carreras y a escondidas y pegados con babas, con las realidades económicas y sociales. Y aspiraba a explicar muchas cosas en el carácter de esos animales parecidos al hombre que habitan la Gran Colombia. Según rezaba la carátula.

Todos los temas de su obra futura aparecen en los breves textos de Pensamientos de un viejo. Y algunos se habían conocido en la revista Panida que publicaron en 1915 en Medellín con el joven León de Greiff y el caricaturista Ricardo Rendón, financiada a veces por Tomás Carrasquilla en el disfrute ya de su merecida fama de Tolstói de la provincia. Pero en Viaje a pie, se refinan.

A propósito de Viaje a pie, el arzobispo de Medellín emitió una pastoral para advertir perentoriamente que habiéndolo sometido a examen había decidido prohibirlo «a iure», porque atacaba las buenas costumbres y los fundamentos de la religión y la moral con ideas evolucionistas, hacía burlas de la fe, blasfemaba con sarcasmos volterianos que pretendían ridiculizar a las personas y las cosas santas y porque trataba de asuntos lascivos. Los católicos que lo leyeran incurrían en pecado mortal, según el arzobispo. Y se hacían merecedores del infierno en el terrible caso de que los sorprendiera la muerte sin confesión después de leerlo.

Hoy parece un exabrupto, una candidez imperdonable la prohibición de un libro tan inocente, en todo el sentido de la palabra, oloroso a tierra. Y es una injusticia flagrante condenar al pobre lector de esas 270 páginas tan agradables además, y tan luminosas, a las penas del burdo infierno católico, azufres y tridentes.

Pero así era de perverso el país. Tan torcido que fue capaz de condenar por pecaminosos unos textos que la corrección de los tiempos asimiló incluso más tarde a un incierto misticismo. Y así entendía el arzobispo de Medellín. Y así entendía el obispo de Manizales. Quien también consideró que la obra debía proscribirse «ateniéndose al simple derecho natural». Qué tontería.

Baldomero Sanín Cano encomió el valor del escritor que se atrevía a contradecir las ideas consentidas entonces en el mezquino medio ambiente intelectual de una manera tan clara y directa. Y que en efecto fue victimizado a veces por las agresiones físicas de sus piadosos vecinos. Y por las diatribas de los líderes políticos del día que Fernando González fustigó en sus obras valido de un macabro sentido del humor. Algunos piensan que fue sobre todo un gran humorista. Otros que fue un ateo. Otros que era un beato. Otros lo consideran un librepensador. Fernando González es muchas cosas al mismo tiempo. Y para definirlo lo mejor que se me ocurre decir es que fue un escritor indefinible. E inolvidable.

Viaje a pie puede considerarse pues como el primer libro de Fernando González. Pensamientos de un viejo vacila, es el balbucir de un joven lector de Eduardo Marquina que a veces se siente el émulo de Zaratustra y Spinoza. Viaje a pie, publicado dos décadas después, inaugura la voz que lo hace singular en la literatura colombiana, una voz diáfana a medio camino entre el lenguaje literario y el habla común. Baldomero Sanín Cano lo recibió con una reseña en la que observa que casi todos los grandes libros son libros de viajes. Y recuerda el Quijote y la Divina comedia y la Odisea.

Viaje a pie tiene sin embargo unos propósitos más modestos que los del personaje de Cervantes que ambicionó la gloria de los caballeros andantes para honrar a Dulcinea del Toboso; que la Comedia del florentino que se atrevió a cruzar el infierno para buscar unos ojos de mujer entrevistos en la infancia; que la Odisea donde un mentiroso redomado, después de una guerra de diez años (hecha para que otro escribiera un poema), se empeña en regresar a su casa, acosado por todos los dioses de la mala suerte, a los brazos de su mujer y a su lecho tallado en un árbol. Fernando González lo único que quiere en su libro es conocer el mar, llegar hasta el mar. El mar para un antioqueño, aquellos años de antes de la aviación, en una nación aislada entre montañas abruptas que tenía trochas por carreteras, era una cosa mágica, como la imagen del remoto ideal romántico. Su contemporáneo y vecino León de Greiff lamentó entonces en un poema, «Balada del mar no visto», el que sus ojos, vigías horadantes, no hubieran visto el mar.

El trayecto que reseña el libro se convierte en un pretexto para calibrar la realidad colombiana, la de un país desfalcado, pobre y confuso, que se imponía la tarea de crearse un destino, en formación aún, después de las guerras que siguieron a la de Independencia comandada por Simón Bolívar. A quien Fernando González dedicó uno de sus libros más famosos, que versa en últimas sobre la conciencia continental encarnada en un hombre con unos testículos enjutos.

El tránsito que describe Viaje a pie parte de Envigado hacia el oriente, rumbo a La Ceja, y desciende por Abejorral para internarse por los pueblos de Caldas, siguiendo la ruta de la colonización antioqueña, la ruta de la gran migración que después de la decadencia de la minería en Antioquia lanzó a los antioqueños a poblar el país, arrasando las selvas, espantando tigres, y fundando pueblos que bautizaban con nombres clásicos contrastantes con la indigencia generalizada, para sembrar la nueva promesa de una nación hecha de promesas desde El Dorado: el café. A la saga se le han dedicado un montón de libros científicos y poéticos. Y un montón de bambucos de una inmensa melancolía.

Fernando González prueba en Viaje a pie todas las características del que habría de ser su estilo, su marca. La ironía despiadada y la capacidad para burlarse de la realidad y de sus contemporáneos. La dureza de las líneas de los aguafuertes que distingue su escritura ya formará parte de su carácter en adelante, para siempre. Trasvasado en un lenguaje de una gran economía que a veces recuerda a los escritores del Siglo de Oro español sin ser arcaizante. En una prosa construida a punta de chispazos, de pequeñas revelaciones que le sirven para dibujar una serie de personajes inolvidables, Viaje a pie fue un gran esfuerzo por encontrar la belleza oculta en las miserias materiales y espirituales de su patria. Pues en últimas, la visión de la vida dependía del buen humor, de la buena salud y de la buena digestión.

Viaje a pie anticipa el trabajo futuro de Fernando González, y los temas fundamentales de su obra, que en el primer libro no están bien definidos, aquí se refinan. El destino de Suramérica, la composición étnica del pueblo colombiano, la naturaleza del diablo que imperaba en las conciencias y las relaciones que podía establecer un hombre de Envigado educado bajo los dogmas de la Iglesia católica con las grandes ideas y los grandes movimientos históricos que agitaban el mundo.

Todos sus libros fueron realizados en apariencia a partir de notas garrapateadas en libretas de esas que usaban entonces los carniceros de pueblo para apuntar los fiados. Muchos años más tarde, Marta Traba, deslumbrada por el personaje, fue a visitarlo, y escribió una nota afirmando, como lo hizo a veces Juan Gustavo Cobo Borda, que no entendía sus libros. Lo cual es difícil de entender en un par de personas con tanta fama de inteligentes. En suma, parece que la incomprensión de la obra de Fernando González que muchos compartieron se deriva de la manera como intentó entenderse con las cosas, amagando, por fuera de las dialécticas convenidas, apelando a lo que llamó la autenticidad, que era la manera de atender las voces de los dioses interiores, a los originales. Él mismo confiesa mientras va haciendo sus libros que es un filósofo aficionado, que rastrea el significado de las cosas más allá de lo anecdótico y lo aparente. No es un escritor convencional. No es un artista convencional. Un intelectual convencional. Más que convencer o complacer, aspira a incitar al lector. Muchos al final de su vida le daban el trato de maestro, que detestaba. Pues dijo y repitió que más bien le gustaba crear solitarios que discípulos.

Viaje a pie marca el encuentro de un estilo personal hecho de frases cortas y punzantes, concentradas, tomadas al vuelo bajo de los árboles y en las fondas de camino. El autor no se deja dispersar, se cuida de los adornos retóricos a los cuales eran tan aficionados sus contemporáneos. Me gusta pensar que fue un existencialista cristiano que hizo de su vida un camino, una labor por la cual entendió al final de su vida que la única manera de superar en entendimiento los sufrimientos inevitables de la existencia era aceptándolos como una cruz. Su obra es una minuciosa indagatoria sobre sí mismo y un autorretrato comparable con el que se hizo Miguel de Montaigne, con quien además compartió el amor por las mujeres cojas.

No deja de sorprender que en el penúltimo libro que publicó, Libro de los viajes o de las presencias, editado por Alberto Aguirre, saludara la aparición del movimiento nadaísta, y que bendijera la llegada de Gonzalo Arango a su vida con esta idea tan hermosa: fue como si me viera venir a mí, hacia mí. Entonces, quizás pensó que el país estaba maduro para su obra. Y regresó a la vida pública después de un silencio de casi veinte años.

Viaje a pie marca una fecha al abrir la marcha. El 21 de diciembre de 1928. Y al final, dice que el autor regresa a Medellín el 18 de enero de 1929. Fernando González murió en su casa de Otraparte en 1964 poco después de la aparición de La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, que cerró una obra singular con un canto a la juventud, abierta con los supuestos pensamientos de un viejo prematuro. Una obra de ensayos que no son ensayos y de novelas que no parecen novelas y de libros de historia que están más cerca de la reflexión metafísica que de otra cosa. Una obra tan clara, además, y a pesar de todo lo que se diga, cuando se le considera como una unidad… a partir del acorde roto de Pensamientos de un viejo, y escrita en un estilo que empieza a perfilarse en Viaje a pie, y que se consolida en una quincena de libros llenos de sensibilidad, para describirnos la evolución de un hombre con el valor para enfrentarse a su medio y para contemplarse a sí mismo sin autocomplacencias según el único mandato que se impuso: vivir a la enemiga.

En un comentario hecho a propósito de Viaje a pie, Sanín Cano recuerda que Max Grillo después de leer el libro en París pensó que el nombre del autor era un ardid de guerra, porque no concebía cómo un ciudadano de una nación enredadora y monástica pudiera atreverse a mostrar tanta flaqueza en el cuerpo de la patria. Y concluye Sanín que en Viaje a pie ha hecho Fernando González una cosa muy rara en Colombia: un libro de pensamiento, de pensamiento leal, y consecuente.

Estanislao Zuleta Ferrer lamentó que, con la excepción de los obispos, nadie en ningún periódico se atreviera a elogiar Viaje a pie, y que no hubiera habido un solo literato, un solo crítico capaz de analizarla. Zuleta con toda honradez le reprocha al libro algunos excesos, desdeña los aspectos políticos y religiosos de la obra, y dice que es a veces materialista y a veces mística, pero que en sus ratos de plenitud muestra un filósofo voluptuoso, enamorado de la vida. El libro le parece a Zuleta escrito para la intimidad más que para ser publicado. Y supone que el autor lo dio a la luz con el único fin de aterrar a sus conciudadanos. La obra toda de Fernando González por venir le daría la razón en parte: todos sus libros bien podrían tratarse como un enorme diario íntimo en varios tomos, que sin embargo nos incumbe a todos porque nos ayuda a revelarnos. Hiriéndonos a veces y proporcionándonos también el consuelo de reírnos de nosotros mismos.

Fuente:

Escobar, Eduardo. «Presentación». En: González, Fernando. Viaje a pie. Ministerio de Cultura, Biblioteca Nacional de Colombia, Biblioteca Básica de Cultura Colombiana, primera edición en formato epub, Bogotá, 2016.