Fernando González Ochoa

La escritura de la desnudez

Cada escritor que nace abre
en sí el proceso de la literatura.

R. Barthes

Por Paula Andrea Marín Colorado *

1. Entre la filosofía y la literatura:

Fernando González Ochoa (1895-1964) nace, vive y muere en Envigado, Antioquia. A los veintiún años publica su primer libro: Pensamientos de un viejo, tres años después se gradúa en Derecho con la tesis El derecho a no obedecer y entre 1936 y 1945 publica la revista Antioquia, desde la cual se convierte en un crítico radical de la política y de la sociedad colombiana. A partir de la segunda década del siglo XX y hasta la del sesenta, González Ochoa construyó una escritura en contravía de las instituciones políticas, educativas, filosóficas y literarias de un país en el que la mayoría de pensadores, políticos y creadores hacían lo posible por mantener una tradición conservadora y por mantenerse a sí mismos como parte de esa tradición que concentraba el poder económico, político y cultural en Colombia desde hacía tres décadas.

Pensar en la figura de Fernando González Ochoa implica concebirlo como un pensador y como un escritor, más que como filósofo o literato. La escritura de González Ochoa se nutre de la filosofía y de la literatura, pero su toma de posición (1) como escritor persigue trascender los límites que imponen ambos discursos. González Ochoa busca, a través de la creación literaria y del discurso filosófico, producir pensamiento; a pesar de que esto es logrado por toda obra literaria (Macherey, 2003, 13) —aunque no sea el objetivo consciente del autor, pues todo escritor configura, produce una interpretación, una evaluación particular de la realidad y de la Historia—, en el caso del escritor antioqueño, este fin sí será explícito, no en el sentido de exponer las ideas de una escuela filosófica o una filosofía particular, sino en el sentido de llevar a cabo un proyecto antropológico y ético propio, es decir, no la filosofía como conjunto de ideas dado, sino como acto de pensar, como manera de ser y asumir la vida, como una particular sensibilidad hacia la realidad que es, a su vez, una manera de percibir el mundo:

Desde mi niñez he vivido en el límite de sombra de la ciencia; entre ésta y lo desconocido hay siempre una zona atrayente, sombreada, pecaminosa, ilegal. Ahí es donde me ha gustado morar. La ciencia oficial no ha tenido mi amor. La revolución está entre las leyes y el porvenir, zona agradable… Entre la ciencia y la oscuridad completa hay otra, a media luz, como de amanecer; ahí he vivido. No me ha gustado lo que cualquiera puede saber si compra un libro y se sienta en un taburete. Por eso afirmo que si reglamentaran la profesión de teólogo, a mí no me inscribirían. Amo a los rábulas, a los revolucionarios, y sobre todos los seres he amado desde que nací a Jesucristo y a Sócrates. Han pasado milenios y aún continúan siendo la aurora de la humanidad. Siempre he estado con los descontentos. Nunca satisfecho. (González Ochoa, El remordimiento, 283).

La filosofía como ciencia oficial, como dadora de verdades, no le interesa a González; el territorio de su pensar es la zona intermedia entre lo relativo, lo no conceptualizado de la experiencia vital y la posibilidad de conceptualizarlo, llámese religión o filosofía. El discurso creado por González Ochoa le permitirá moverse entre estos dos terrenos de su pensamiento para reevaluar las respuestas dadas desde la filosofía y la religión a la experiencia vital y proponer las propias.

El interés de Macherey en su análisis sobre la relación entre literatura y filosofía es demostrar que es posible encontrar una verdad filosófica en los textos literarios (“filosofía literaria”), pero este interés no es el de la autora de este texto, sino entender que la experiencia literaria “tiene auténticamente valor de una experiencia de pensamiento” (2003, 16) que se configura a través de la “verdad de un estilo” (Macherey, 2003, 286). En toda obra literaria hay una “vocación especulativa” que se subordina a la creación de imágenes, de una experiencia con la cual se pueda conectar un determinado lector; en este caso, la illusio (2) de González Ochoa como escritor será conectar con un lector joven que esté dispuesto a recrear la experiencia narrada y transformar su conciencia. Dice Macherey: “Lo filosófico interviene en los textos literarios en diferentes planos, que deben ser disociados con cuidado según los medios que requieren y las funciones que cumplen” (2003, 16); determinar la función y los medios de lo filosófico y lo literario en la obra de González es el objetivo de este trabajo, porque es de esta manera como será clara la propuesta estética de este autor antioqueño. Sobre las imbricaciones del plano de lo filosófico en lo literario, afirma Macherey:

En el nivel más elemental, la relación de la literatura con la filosofía es estrictamente documental: la filosofía aflora a la superficie de las obras de la literatura a título de una referencia cultural, más o menos trabajada, como una simple cita, que por lo demás, debido a la ignorancia de sus lectores y comentaristas, con frecuencia pasa inadvertida. En otro nivel, el argumento filosófico cumple con respecto al texto literario el papel de un verdadero operador formal: es lo que sucede cuando se diseña el perfil de un personaje, se organiza el ritmo general de un relato, incluso se engalana su decorado, o estructura el modo de la narración. En fin, el texto literario también puede llegar a ser el soporte de un mensaje especulativo, cuyo contenido filosófico se sitúa a menudo en el plano de una comunicación ideológica. (2003, 16-17).

González propone en sus obras literarias una ética y una antropología particular, tal como lo propone cualquier obra literaria, pero no la propone de manera no-consciente (Goldmann, 1984, 13-14) sino consciente, de acuerdo con su proyecto individual: constituirse como una individualidad autónoma, como una conciencia plena. La filosofía como “operador formal” no aparece en la obra de González para demostrar un sistema filosófico dado o una ideología dada, sino para producir pensamiento desde las mismas formas literarias (la biografía, la autoficción, la confesión y el diario íntimo) y el trabajo sobre el lenguaje, la escritura; el pensamiento que se genera en las obras de este escritor no pretende ser una comunicación ideológica, una demostración de una verdad que busca adoctrinar, sino evidenciar el proceso de elaboración de un pensamiento y una ética propias, expresión de una individualidad única: “‘Individuo’ se es en cuanto se tiene un punto de apoyo propio, del cual nazca su representación o mundo del bien y del mal propio. Y todos somos ‘individuos’ pero la vanidad nos lleva a imitar, a ser grey” (La tragicomedia del padre Elías…, 147); el lector debe elaborar en sí mismo su propia experiencia para constituirse, a su vez, en individuo pleno.

Macherey concluye su análisis de la siguiente forma: “Es pues en las formas literarias, y no detrás de lo que parecen decir, o a otro nivel, donde hay que buscar […] el pensamiento que produce la literatura, y no aquel que, más o menos a sus espaldas, la produce” (2003, 279). Y más adelante: “[el pensamiento literario] es un pensamiento sin conceptos, cuya construcción no pasa por un sistema especulativo que asimila la investigación de la verdad a una manera de pensar demostrativa. Los textos literarios son la sede de un pensamiento que se enuncia sin darse las marcas de su legitimidad, pues ella lleva su exposición a su escenificación propia” (2003, 280); no se trata de demostrar que la literatura es otra forma de hacer filosofía, sino que la literatura, sin proponérselo como objetivo explícito, produce un sistema de pensamiento, un punto de vista desde el cual se interpreta el mundo. En el caso de González, en algunas de sus obras sí se hará uso de conceptos y la estructuración de una manera de pensar demostrativa en aras de construir un pensamiento singular, pero en su propia “escenificación”, es decir, sin buscar una legitimación del discurso filosófico o literario; al contrario, apartándose de ellos para reevaluar conceptos aceptados acríticamente por la tradición y para deslegitimar y problematizar la forma de razonamiento —y de ser humano— que producen en la sociedad colombiana.

La presencia de la causalidad y los conceptos (a veces “religiosos”) en la obra literaria de González puede interpretarse como su tendencia axiológica a mantener, por un lado, la creencia en un pensamiento moderno sólido, pero, al mismo tiempo, leer un momento en el que ya es posible criticarlo; por otro lado, puede también interpretarse como una conexión con la premodernidad, por la formación religiosa (jesuita) (3) del escritor, de la que es consciente: “El autor desea ejercer de crítico respecto de su obra: es libro cristiano, muy tentado. Se trata de cristiano que ama al paganismo, que a veces desea adquirir la inocencia de los grandes falos que ponían en las casas de Pompeya, porque, al mismo tiempo, vive en el sentimiento de pecado. Dos mil años de cristianismo pesan sobre él. Ama la juventud, contempla lo efímero de la juventud y… ¡llama a gritos al Redentor!” (González Ochoa, El remordimiento, 346). González Ochoa revisará la noción de pecado enseñada por el cristianismo como una manera de construir una ética propia y no aprendida, como la producida por la represión de la religión.

La infancia y juventud de González transcurren en una sociedad tradicional y conservadora en la que tiene contacto con las ideas liberales; la estructura social contradecía estas ideas que González defendía. Más adelante, vive la experiencia de la modernización en Colombia (desde la década de los años veinte) que no alcanza a transformar esa estrecha estructura social conservadora —que no alcanza a modelar una estructura de pensamiento moderna— y, su experiencia por Europa y la observación de su propio país, lo hacen consciente de las contradicciones del proyecto de modernización y la tergiversación que sufre el proyecto moderno europeo tras las guerras mundiales. Lo abrupto de la manera en la que se dan estos procesos en Colombia y, al mismo tiempo, la percepción de que el modelo europeo tampoco es la solución, dados los resultados de estos mismos procesos durante el desarrollo de las ideologías fascistas y, en general, totalitarias en Europa, hacen que González viva en medio de una hibridez axiológica (premodernidad-moderni(dad)zación) a través de la cual interpretará la experiencia histórica latinoamericana, que propondrá como una posibilidad de futuro para la humanidad, a condición de que acepte su propia hibridez, su mestizaje, su particularidad cultural y, a la vez, el reto de construir un ser humano moderno, sin tergiversaciones.

Dice Macherey: “El pensamiento problemático que atraviesa todos los textos literarios es como la conciencia filosófica de una época histórica: lo que esta época piensa de sí, retorna a la literatura del decir. La edad de la literatura, de Sade a Céline, proyecta frente a sí, no un mensaje ideológico que exige que se le crea parcialmente, en tanto que éste, tomado al pie de la letra, aparece manifiestamente inconsistente e incoherente, sino un esbozo prospectivo de sus propios límites, inseparable de su puesta en perspectiva que la relativiza” (2003, 282). Y más adelante: “La retórica literaria, con tal que sea rigurosamente realizada, no se refiere a la ideología de una época más que oponiéndola a sí misma y separándola de sí misma, al hacer surgir sus conflictos internos, por lo tanto criticándola. Se diría que en rigor la retórica absorbe la ideología, para no ‘restituirla’ más que bajo la forma en que llega a ser irreconocible, y en que ella ha dejado de suscitar, o incluso requerir, una adhesión directa” (286). La obra de González Ochoa se convierte en esta “conciencia filosófica”, en esta conciencia del pensamiento de una época histórica (primera mitad del siglo XX en Colombia), de este entrecruzamiento de ideologías y mentalidades y de sus conflictos internos, como una evaluación de sus implicaciones (obstáculos) para la emergencia del individuo moderno en Colombia.

Sin embargo, en la obra de González las ideas, aunque aparentemente inconsistentes o incoherentes —como han afirmado algunos de sus críticos— y carentes de una ideología, enuncian un proyecto de ser humano, la posibilidad del hombre de construirse a sí mismo como unidad; hay en González la confianza de poder constituirnos como individuos modernos y, al mismo tiempo, como individuos latinoamericanos que advierten la importancia de reconocer su identidad y sopesar las fallas del proyecto moderno europeo para asimilarlo con los menores traumas posibles y adecuarlo a las necesidades de la realidad colombiana, las cuales contemplan el diálogo con aspectos de la premodernidad latinoamericana arraigados en lo profundo de su constitución y que resultan inútiles de negar u ocultar. La relativización y la renuncia al encuentro de una adhesión de la que habla Macherey se encuentran en la figura del lector de las obras de González como individuo en vías de lograr su autonomía, quien está dispuesto a asumir su propio proceso de concienciación y no simplemente a aceptar la experiencia de escritura y de vida que propone el antioqueño.

Macherey explica cómo “literatura y filosofía están ‘mezcladas’ inextricablemente. Al menos lo estuvieron hasta el momento en que la historia estableció entre ellas una especie de reparto oficial. Este momento se sitúa a fines del siglo XVIII, cuando el término ‘literatura’ comenzó a ser utilizado en su significación moderna” (2003, 13). Sin embargo, es curioso cómo es precisamente desde el siglo XVIII cuando filósofos como Voltaire, Rousseau y Diderot escriben obras narrativas para presentar de una forma otra su pensamiento. Por ejemplo, según Iván Padilla, para Diderot (autor de Jacques el fatalista y su amo), la novela “debe sumergirse en lo real, apoyarse en una forma que le exija al intelecto, pero que sobre todo involucre las sensaciones, que el lector se sienta perturbado en sus automatismos, en sus costumbres, en sus valores, que experimente la angustia así como la risa” (Padilla, 2009, 88); es decir, para Diderot, la novela es importante para conectar más directamente con un lector y producir el cuestionamiento de sus formas de pensamiento. Más adelante, en el siglo XIX, Nietzsche hace un importante aporte para entender más ampliamente la relación entre filosofía y literatura; al respecto, explica Manuel Asensi:

Nietzsche tuvo la audacia de dejar entrar en la casa de la filosofía a lo más alejado de ésta, o al menos lo que ésta quería tener más alejado (la poesía), convirtiendo en un principio fundamental del discurso filosófico o literario la aceptación de la venida del otro lejano y ajeno […].

Para que la filosofía […] se transformara en “creación”. Esto representa un hito dentro de la historia de la filosofía y la literatura, porque lleva a cabo la conquista de una nueva superficie de expresión que prepara gran parte de lo que sucederá en el siglo XX […].

Cometen un gran error quienes acusan a Nietzsche de ser un mal filósofo y un mal literato, sobre todo porque no han comprendido que no es ni lo uno ni lo otro y que sin embargo, lo uno y lo otro están obligados a pasar por Nietzsche, del mismo modo que Nietzsche está obligado a transitar por esos dos campos. (1995, 149).

Se debe recordar, en este punto, la gran influencia que tiene el pensamiento del Nietzsche en Fernando González y la similitud que, en esta concepción de la relación entre filosofía y literatura, habría entre la escritura de ambos pensadores.

A pesar de que ya en la época en la que González produce su obra, los libros que hacían una relación entre filosofía y literatura eran comunes, la obra literaria de González Ochoa ha sido muchas veces menospreciada por yuxtaponer ambos discursos en su forma novelesca, es decir, por romper con una pretendida “esencialidad” del discurso literario o del discurso filosófico y con sus tradicionales formas de legitimación (4). Aquí, el problema que se presenta para interpretar la propuesta estética de Fernando González Ochoa es evaluar cuál es el propósito ético-estético de la literatura y de la filosofía en su escritura, teniendo en cuenta que algunos trabajos que se han encontrado sobre la obra del antioqueño afirman que la forma literaria está subordinada al discurso filosófico (5) y, por otra parte, que es difícil enmarcar el trabajo de este escritor en la filosofía, pues transgrede algunos presupuestos de este campo del conocimiento.

El caso de González Ochoa para la crítica filosófica y literaria se ha dificultado y ha estado plagado de prejuicios, precisamente, porque G. O. no cumple las “reglas” que imponen ambos discursos. La presencia de estos prejuicios se entiende, sobre todo, si recordamos que Colombia ha sido un país en donde difícilmente han podido florecer las vanguardias, donde la crítica, por lo general, avala obras que se adecúan a los cánones tradicionales y rechaza aquellas que los transgreden, donde el pensamiento extranjero se pone por encima del propio (sobre todo en un discurso como el filosófico) (6) y, por último, donde la poesía había estado en una posición de género dominante sobre la narrativa y, específicamente, la novela, durante la primera mitad del siglo XX. González Ochoa rompe con esta tradición en dos sentidos: privilegia la conformación de un pensamiento propio y crea una forma literaria y filosófica también propia, singular.

En el caso de la obra de Fernando González, la filosofía y la literatura son discursos complementarios que dan forma a su pensamiento, pero cada uno guarda diferencias que se reservan para sus formas particulares y que le permiten a González aprovechar sus respectivas ventajas y características expresivas; así, tomará elementos de las formas ensayística y aforística para sus trabajos más “filosóficos” y, por otra parte, elementos de las formas biográfica (Mi Simón Bolívar, Santander, Mi compadre), autoficcional (Don Mirócletes, Don Benjamín, jesuita predicador, El maestro de escuela, La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera), confesional (El remordimiento) y del diario íntimo (Salomé) para sus trabajos más “literarios” (7); en general, estas formas le servirán para configurar sus reflexiones acerca de la constitución de la individualidad y de la cultura latinoamericana y colombiana, en particular. De esta manera, la obra propiamente filosófica de este escritor se concentra en Pensamientos de un viejo (1916), Viaje a pie (1929), El Hermafrodita dormido (1933), Los negroides (1936) y Libro de los viajes o de las presencias (1959); la obra literaria se concentra, a su vez, en lo que él mismo denominó sus “novelas”: Mi Simón Bolívar (1930), Don Mirócletes (1932), Mi compadre (1934), El remordimiento (1935), Don Benjamín, jesuita predicador (1936), Santander (1940), El maestro de escuela (1941), La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera (1962) y Salomé (póstuma —1984—, aunque escrita en 1934 y publicada parcialmente en la revista Antioquia en 1939 con el título La primavera).

A pesar de la diferenciación que hace González entre los trabajos “filosóficos” y los “literarios”, en ambos se encuentra una tendencia a combinar las formas expresivas de cada discurso, pero, por lo general, esta combinación está subordinada a la forma predominante, ya sea la filosófica o la literaria. Esta relativa diferenciación de las posibilidades de cada discurso está orientada por una concepción particular de la estética literaria y de la filosofía, la cual será enunciada por González de manera explícita en sus obras. En González, entonces, está presente la necesidad de modernizar las formas discursivas como una manera de criticar la falsa solemnidad de la forma literaria y filosófica en Colombia y como una manera de ensalzar la posibilidad de formar un pensamiento propio a través de formas no canónicas, no imitativas.

2. De la novela-ensayo a la búsqueda de la “autoexpresión”:

En el siglo XX, se puede mencionar el aporte que, en las primeras décadas del siglo, hicieron las novelas de Hesse, Mann, Sartre, Beauvoir, Musil y Camus para construir un diálogo complejo entre la filosofía y la literatura; las obras de González Ochoa serían contemporáneas de las de estos autores. Para entender la relación entre la filosofía y la literatura como parte de la forma novelesca, se han usado las categorías novela-ensayo (Pavel, 2005), novela intelectual (Amorós, 1981), novela filosófica y novela de ideas. Para Amorós, “la novela intelectual responde a un deseo cognoscitivo” (1981, 135) y “se dirige, por supuesto, a un público que está culturalmente algo por encima del nivel medio” (1981, 136); Amorós aclara que “no se debe confundir conocimiento con razón” (1981, 138) y que este deseo cognoscitivo hace referencia a “la búsqueda de un nuevo conocimiento más profundo y complejo” (1981, 139), es decir que la novela intelectual responde a un deseo cognoscitivo no basado únicamente en la razón, sino en la posibilidad de construir un conocimiento más complejo y cercano a lo profundamente humano que ha quedado por fuera de los sistemas de pensamiento legitimados por las instituciones oficiales y académicas. De esta manera, puede suceder que el autor critique en su obra la razón que ha predominado en las formas de conocimiento y de acción de su época y de su sociedad, pero no por ello renuncie a la posibilidad de enunciar una forma otra de conocimiento que le permita al hombre seguir haciendo parte de un proyecto de civilización, como es el caso del escritor Fernando González. El lector de las obras de este autor es un ser humano que se opone a las mayorías, que se opone a cualquier forma de gregarismo, por tanto, es un lector que está “algo por encima del nivel medio”, es un lector familiarizado con el proyecto de la modernidad y con el reto de construirse como hombre autónomo, con un pensamiento crítico y una ética propia que se aparte de la moral mojigata y pávida que caracteriza la sociedad colombiana.

Se le ha dado el nombre de novela-ensayo a ese tipo de creación literaria que introduce la reflexión explícita del discurso filosófico a la ficción, como es el caso de las obras de Fernando González Ochoa. Pavel define al novelista-ensayista como un escritor que “se toma muy en serio la idea de que la novela debe estudiar todas las formas de la actividad humana, incluido el pensamiento filosófico, y para este fin es libre de emplear todos los medios, incluida la especulación abstracta” (2005, 361). En este tipo de novela —explica Pavel— “la acumulación de pensamientos está también subordinada a la construcción del universo ficticio, como si más que resolver unos problemas filosóficos precisos se tratase en realidad de hacer inventario de los recursos intelectuales de un ambiente o una época” (2005, 361). En estas novelas se trata de “favorecer el descubrimiento, por inducción, de la tesis defendida” (Pavel, 2005, 365), aunque la preferencia de un “filósofo” (González Ochoa) por escribir obras literarias se debería más a la necesidad de poner en crisis un determinado tipo de razón o un razonamiento, en este caso, no para afirmar la inutilidad de cualquier tipo de razón, no para poner en crisis toda la razón moderna, sino para proponer de una manera más amplia, más compleja, un proyecto de individuo moderno en Colombia, una modernidad posible que revaluara la forma en la que esta mentalidad estaba tergiversándose en el país (aunque también en Europa y en Estados Unidos), pues lo único que llegaba de ese proceso era la modernización, es decir, su instrumentalización.

Aquí el proyecto intelectual de González Ochoa tiene que ver con la exigencia de vincular la razón moderna a la necesidad de proponer un nuevo individuo que estuviera en condiciones de asumir los retos de la sociedad contemporánea, pero este proyecto dialoga con las condiciones particulares de la sociedad latinoamericana y, específicamente, colombiana, es decir, no es un proyecto que desee imitar acríticamente la modernidad europea (la razón moderna europea), sino comprender la singularidad de la modernidad latinoamericana; de allí que en el pensamiento de González sea tan importante la reflexión sobre el mestizaje y la reinterpretación del cristianismo, dos características inherentes a nuestra historia cultural. Sin embargo, precisamente, estas dos características de su pensamiento le han valido a González duras críticas, pues algunas de sus ideas han sido calificadas como fascistas o provincianas y se ha visto en su propuesta de conciliar cristianismo y razón una contradicción irresoluble (8).

La elección de un literato por hacer una novela-ensayo, así como la de un filósofo por escribir una novela-ensayo, implica el reconocimiento de las características expresivas que propone la forma literaria. El caso de González es el del escritor que decide hacer un diálogo entre las discusiones filosóficas de su época y las alternativas del hombre en un momento determinado (aunque —o precisamente por ello— las discusiones que propone González no podían establecer un diálogo con otros pensadores en el país, debido a la singularidad y originalidad de su pensamiento en Colombia y el conservatismo que predominaba —¿predomina?— en los círculos intelectuales nacionales); González es el pensador que elige la escritura literaria porque las posibilidades que le ofrece esta forma le permiten configurar su pensamiento de una manera que el discurso filosófico no. González produce pensamiento a través de sus novelas, pero esto no significa que la literatura para González sea una herramienta de la filosofía, una manera otra de hacer filosofía; González se considera un creador artístico —como será explícito en sus cartas y en los prólogos de sus novelas— y esta creencia, este interés explícito en una voluntad estética, marca su illusio como escritor.

Para González Ochoa, el arte y la reflexión como conexión con su intimidad son dos elementos constitutivos de su proyecto individual: la configuración de una individualidad fuerte (de allí que llame a su filosofía una “filosofía de la personalidad”, “egoencia”), de una ética individual autónoma, libre de toda hipocresía o doble moral; en pro de este proyecto es como se puede abordar tanto su obra “filosófica” como la “literaria”, teniendo en cuenta que para este escritor vida y obra son inseparables, es decir, que la “filosofía” y la “literatura” son formas de realizarse, de afirmarse a sí mismo como individualidad autónoma. En González no hay predominio de un pensamiento abstracto (característico del discurso filosófico), así como tampoco de una pura narración de acontecimientos (característica más evidente de la novela); la constitución del pensamiento de González conlleva el acontecimiento, lo contingente, la experiencia, así como también la reflexión como proceso que lleva a la enunciación de conclusiones relativas (llamadas por González “ideas madre”), precisamente porque su imagen de ser humano, su antropología novelesca es el hombre que se aparta de los determinismos, de la inmutabilidad, es el hombre que se transforma, que puede progresar, que avanza en su camino de conciencia, de individuación.

Para Pavel, la novela-ensayo asume lo que él denomina como “la abolición de los vínculos” humanos y la concentración en la individualidad, en la separación irresoluble entre el hombre y el mundo, “la desaparición de la instancia trascendente, de la interioridad encantada y del arraigo” (Pavel, 2005, 366). Por ejemplo, “el hombre sin atributos de Musil, en su continua reflexión sobre el mundo contemporáneo, renuncia a la responsabilidad de gobernar las conciencias. En cuanto a la Providencia, las señales de su presencia están completamente ausentes en todas estas novelas” (Pavel, 2005, 366). En el caso de González, aunque su obra se concentre en la constitución de una individualidad sobresaliente, diferenciada radicalmente del espíritu gregario de la sociedad colombiana, la instancia trascendente no desaparece y, complementario a esto, a pesar de que en González hay una “renuncia a la responsabilidad de gobernar las conciencias”, pues cada ser humano debe hacerlo por sí mismo y para sí mismo, la escritura de González sí pretende despertar la conciencia individual como una forma de progresar, de trascender, de diferenciarse de la masa informe. En González Ochoa hay una necesidad de seguir aludiendo a la divinidad como forma de trascendencia (además, por su formación con sacerdotes jesuitas, proceso que lo marcará profundamente durante toda su vida, así como también su rompimiento con esta doctrina cuando niega el primer principio aristotélico-tomista) (9), como forma espiritual, pero, sobre todo, como posibilidad de superación individual, como búsqueda de un estado máximo de conciencia. En sus últimos años (y nótese aquí el silencio que hay entre la fecha de publicación de El maestro de escuela y el Libro de los viajes o de las presencias), González Ochoa buscará esa reunión con la divinidad de manera más asidua que en sus años anteriores; de allí que La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera ya no sea tan insistente en la afirmación de un yo, sino en un “olvido” de este para concentrarse en la idea del continuo “devenir” del ser, es decir, en la imposibilidad de afirmar la inmutabilidad del yo, una individualidad dada de una vez y para siempre.

La unión con la divinidad implica en González el olvido de sí mismo, después de haberse logrado la afirmación plena del sujeto; en este proceso se realiza colmadamente la identidad, pues se ha llegado al máximo estado de conciencia individual, al punto en el que ya no es necesario seguir indagando en sí mismo, sino simplemente existir armoniosamente en el continuo acontecer (“individualismo místico” como lo nombra González en El Hermafrodita dormido, 36). En este punto, también es importante hablar de la vanidad, característica duramente criticada por González; la disolución del yo en la idea del acontecer ininterrumpido va en contravía de la vanidad y le permite al individuo actuar sin buscar complacer a los demás y sin exhibirse con el objetivo de recibir favores, honores que comprometen la autonomía; la completa autoposesión del yo deriva en su liberación, conocerse a cabalidad implica el hecho de dominar las reacciones (los instintos, las pasiones) y poder, al fin, olvidarse de sí: “El individuo, al autoexpresarse, se acerca al Espíritu, pues se va desnudando, va perdiendo la vanidad” (Los negroides, 19).

Con su obra, González Ochoa se rebela frente al “inventario de los recursos intelectuales de un ambiente o una época” y, a través de esa rebeldía, busca enfrentar problemas de índole filosófica, sociológica y ética que han sido eludidos o tergiversados por tal inventario. La estrechez y la insuficiencia de ese inventario son criticadas por el escritor antioqueño para proponer otra forma de razonamiento, otra forma de pensamiento. Este inventario hace referencia a la época y el ambiente en el que transcurre la vida de González Ochoa en Colombia: la hegemonía conservadora (por casi cincuenta años continuos), la República Liberal (1930-1946), la Violencia (1946-1958) y los primeros años del Frente Nacional (1958-1974); toda esta época está signada por las tensiones entre los partidos políticos tradicionales (Liberal y Conservador), por el proceso inequitativo de modernización del país y por la pervivencia de una estructura tradicional estrecha de la sociedad. La respuesta de González ante la situación social, económica, política y cultural de su país es convertirse en un escritor radicalmente crítico y proponer como ideal la constitución de una individualidad autónoma que se separe del espíritu gregario que impera en la sociedad colombiana, de su moral convencional y represiva.

3. La República Liberal leída por González Ochoa:

Para comprender la obra de González Ochoa y, específicamente, la formación de su escritura “en contravía”, es necesario acercarse a los “campos de fuerza” (Jay, 2003, 14-16) de la época, es decir, a las mentalidades e ideologías como fuerzas dinámicas, como ideas que dominan la época del escritor (incluyendo las del pasado que aún sobreviven y movilizan el presente, y las nuevas) y que, en el caso del escritor antioqueño, configuraron el ambiente cultural, social, económico y político de la primera mitad del siglo XX en Colombia; lo anterior con el objetivo de evaluar la forma en la que el autor lee (interpreta) su época, y elabora una respuesta a la misma tangible en su obra literaria (en el caso de González, también filosófica) que, a su vez, debiera ser leída por la crítica como síntesis de esos “campos de fuerza”. El escritor no se “enmarca” en un período histórico o literario determinado, de acuerdo con su fecha de nacimiento y con las fechas de publicación de sus obras; la obra de un escritor se ubica en un estado determinado del campo literario en tanto el crítico pueda leer los “campos de fuerza” (referentes reales-históricos entendidos como entrecruzamiento dinámico de fuerzas ideológicas y culturales vigentes para un autor en un momento y lugar determinado) a los que el escritor haya dado respuesta con su escritura.

No se trata, entonces, de elaborar un “contexto” o un “marco referencial”, sino de tener la capacidad de entender cuáles son las fuerzas ideológicas y culturales que influyen en la producción de la obra literaria porque influyen, a su vez, en la configuración del pensamiento del autor (de su toma de posición), aún cuando algunas de estas fuerzas parezcan anacrónicas o adelantadas a la época, pues, en ese caso, serán expresión de residuos ideológicos que permanecen en la base de la sociedad o de ideas progresistas que, aún cuando no son la mayoría, hacen parte de la mentalidad de ese período. A continuación, se presentará un panorama de estos “campos de fuerza” configurados durante la República Liberal y la forma en la que González Ochoa se posiciona frente a ellos, lo cual dará forma a su toma de posición en sus obras literarias y filosóficas y permitirá comprender mejor el campo literario de la época y su relación con las siguientes, y el aporte particular de González Ochoa a la modernización de la forma novelesca.

Diez de las catorce obras de González fueron escritas y publicadas durante la época de la República Liberal. Los liberales llegan al poder tras casi cincuenta años de hegemonía conservadora, en medio de una crisis económica (ya había pasado el auge económico de la llamada “Danza de los Millones”), del escándalo por la “Masacre de las bananeras” y de la muerte de un estudiante causada por la policía, durante una marcha en Bogotá. A primera vista, se podría pensar que el pensamiento de González entraría en consonancia con los gobiernos de esta época, los cuales estuvieron centrados en un proyecto cultural que terminara con la idea acerca de que la cultura era solamente asunto de élites, sin embargo, la situación fue otra, pues González fue muy crítico tanto de los gobiernos conservadores en turno como de los liberales (10). El proyecto de la República Liberal tuvo, básicamente, dos obstáculos: la gran resistencia que representaba para las élites del país el hecho de que uno de los mayores proyectos de los primeros gobiernos de la República Liberal fuera institucionalizar el sindicalismo, es decir, la satanización de un proyecto estatal que se veía directamente relacionado con el comunismo (ideología tan perseguida y atacada durante esta época —y aún ahora—) y, por otra parte, la fuerte resistencia del partido Conservador a las reformas introducidas por los gobiernos de este período, por un lado, como una forma de luchar por recuperar su hegemonía política en el país y, por otro, porque esta es la época de la formación y desarrollo de las ideologías fascistas en Europa, y los conservadores ven en el triunfo de Franco en España la oportunidad para proclamar la superioridad del hispanismo y del fascismo, y difundir el proyecto franquista en Colombia.

El proyecto franquista fue apoyado por la Iglesia Católica y por su órgano creado durante esta época: la Acción Social Católica (dirigida por Félix Restrepo, quien también se desempeñó como director de la Academia Colombiana de la Lengua por la misma época), así como por el grupo de ideología fascista Los Leopardos (Legión Organizada para la Restauración del Orden Social) desde 1924. A su vez, se debe recordar que desde 1898 (año de la pérdida-independencia de la última de las colonias españolas en América: Cuba) España estaba intentando recuperar de alguna forma su condición de colonizador y el apoyo de los grupos sociales mencionados anteriormente se lo permitía: “España, por medio de sus intelectuales y la diplomacia, se lanzó de nuevo a una conquista de América, aunque fuera solamente de corte imaginario, moral, espiritual o como se le quiera llamar. Las ideas en las que se sustentaron los ideales de este Hispanismo fueron tres: 1) en primer lugar la Iglesia católica; 2) la sociedad jerarquizada —esto quería decir que España era nuestro superior, nuestra Madre Patria— y 3) el lenguaje como unificador de todos los pueblos del antiguo Imperio” (Cobos Pinzón, 2009, 129). Ningún proyecto más acorde con el de la Acción Social Católica y el de Los Leopardos, así como con el de la Academia Colombiana de la Lengua desde la dirección de Félix Restrepo (11); si bien ya no éramos una colonia de España, la colonización seguía llevándose a cabo por una vía mucho más efectiva y duradera: la presión ideológica ejercida por grupos sociales influyentes.

Además de estas dificultades, el proyecto de la República Liberal conllevó dos contradicciones: la primera, en consonancia con la reticencia que despertaba en el país cualquier idea que llevara la palabra “revolución”, intentar hacer una renovación de las estructuras estatales y sociales, pero sin que esta renovación fuera profunda (modernización sin modernidad); al respecto, dice David Jiménez sobre el primer gobierno de López Pumarejo (1934-1938):

Según López, la “empresa revolucionaria” era lo fundamental de su gobierno; pero los procedimientos para cumplirla, convertidos en cuestión de principio —que haya revolución, sí, pero que no se sufran los quebrantos del ímpetu revolucionario— terminaron por convertirse en un obstáculo […]. Y a renglón seguido parece tachar la palabra revolución para reemplazarla con otra más apacible: evolución. “Nuestro ensayo de evolución pacífica”, escribe, con lo cual deja en claro que la palabra revolución, en el lema del gobierno “Revolución en Marcha”, era un sinónimo de evolución. (Jiménez, 2009, 400-401).

De allí que el proceso de laicización también se hiciera de manera superficial, pues, por un lado, los jesuitas intervinieron en la organización de los movimientos sindicales para evitar que se convirtieran en focos de la propagación de la ideología comunista, y esa intervención produjo que este proceso, el cual hubiera podido transformar ampliamente las relaciones entre obreros y burguesía industrial, no se diera completamente: “La Iglesia católica colombiana jugó un papel importante en las causas que —junto con el fin del modelo de industrialización vía sustitución de importaciones, abanderado por López Pumarejo— pusieron fin a la fase institucionalizadora del sindicalismo y generó, así, la ruptura de la alianza de la burguesía industrial con la clase obrera” (Echeverri Montes, 2009, 182). La República Liberal recurre al populismo para lograr una imagen de lo “nacional” y una identificación de las mayorías con su modelo político, pero sus objetivos iniciales chocan con la historia de la formación cultural de la República de Colombia, con su tradicionalismo y con el predominio del pensamiento conservador; de allí que los proyectos liberales se vean reducidos a cambios superficiales que dejan intacta en su base las estructuras sociales: “Se ha notado menos el hecho de que en muchas ocasiones los liberales en el gobierno parecen haber practicado un ‘laicismo’ silencioso, que se limitaba a afirmar de manera práctica e implícita las divisiones entre esferas ‘sagradas y profanas’, sin tener necesidad de ir mucho más allá” (Silva, 2005, 194). Esta falta de “necesidad de ir mucho más allá” se traduce en la concepción de la política que se ha tenido en la historia del país: para los partidos tradicionales —y aún los de hoy en día— es más importante llegar al poder para implementar un modelo de gobierno benéfico para el partido que pensar en un proyecto de nación que realmente busque transformar y mejorar las condiciones de vida de toda la población.

La segunda contradicción del proyecto político de la República Liberal consistió en el hecho de que su proyecto cultural consideraba la cultura popular con base en la noción de folclor: “En el marco de la reelaboración liberal de las relaciones entre las masas y sus conductores, un grupo de intelectuales liberales y conservadores irá poco a poco encontrando el camino de la invención de la cultura popular como ‘folclor’, produciendo una síntesis interpretativa sorprendente, que vinculaba una perspectiva realmente nueva de relaciones entre élites y masas, con una de las formas más conservadoras y tradicionales de comprender la actividad cultural popular” (Silva, 2005, 25). Un proyecto que buscaba —de nuevo— afirmar una imagen de lo “nacional”, de una unidad anhelada como imagen de una verdadera República, pero aquí lo “nacional” sigue manteniéndose en una concepción restringida y orientada, principalmente, por la búsqueda de la afirmación de una imagen positiva dentro de las masas que asegurara la conservación del poder para contrarrestar las críticas del partido Conservador y sus actividades proselitistas en las zonas rurales del país; así mismo, es notable cómo en el proyecto cultural de la República Liberal “continuaba presente la vieja idea del ‘pueblo’ como un niño que necesita, pero también merece, ser instruido; y de otro lado la idea de los intelectuales como ‘Estado mayor’ de la cultura” (Silva, 30). Sin embargo, es curioso observar cómo a pesar de que la “cultura popular” era la imagen del proyecto que buscaba afirmar el gobierno, sea evidente cómo los gustos de esta “cultura popular” fueran criticados por los representantes de la “alta cultura” del país.

Para demostrar lo anterior, se puede mencionar el hecho recopilado por Renán Silva (2005, 191) sobre los índices de ventas de las Ferias del Libro llevadas a cabo en la época; las obras más vendidas provenían de los autores subestimados por la crítica oficial: José María Vargas Vila y Arturo Suárez, mientras que una obra como 4 años a bordo de mí mismo —que hoy en día hace parte del canon de la novela colombiana— pasó inadvertida para los lectores de la época. Este fenómeno es normal en el comportamiento del campo literario de todas las épocas: existen obras que tienen éxito con el público lector, pero son olvidadas años después, y otras obras que, aunque conocidas sólo por la crítica literaria de la época, pasan a hacer parte del canon literario. Lo que llama la atención aquí es la crítica hecha desde las revistas de la época, en la cual se ataca a los compradores que buscaban en este tipo de autores “una entretenida trama sin complicaciones”; así lo explica Silva: “Un comentario que había sido hecho antes y repetido después de las ferias del libro y que corrobora una especie de miedo hacia la lectura popular, que además defiende el ‘aristocratismo’ y monopolio social de la lectura, escudándose detrás de un alegato, nunca bien explicado, a favor de los ‘clásicos’” (2005, 196).

Además del “miedo” hacia la “cultura popular”, estaba la reticencia a aceptar la novela como un género literario tan importante como la poesía y, por otra parte, la consideración de la literatura —proveniente de la crítica literaria más conservadora del siglo XIX— como un “arte docente”, como una literatura que cumpliera una función pedagógica, asociada con formas e ideas sublimes, metafísicas. Aunque Renán Silva no nombra a Fernando González en su estudio sobre la cultura de la República Liberal, es claro en este punto cómo la obra de González busca una forma que se diferencie de los prejuicios de la crítica literaria oficial de la época en cuanto a su uso del lenguaje “popular” (no castizo ni respetuoso de la censura de la religión católica ni de la Academia Colombiana de la Lengua) y su preferencia por la estructura narrativa de la novela.

Se podría observar también una relación entre el proyecto de cultura popular de la República Liberal con una de las ideas centrales en el pensamiento de González Ochoa, la cual consiste en lo que este escritor propone acerca de la necesidad que tienen algunos pueblos de ser gobernados por personalidades fuertes, es decir, estaría aquí la misma idea de la República Liberal del pueblo que necesita ser guiado por una mentalidad superior (tal como fue la propuesta de gobierno del proyecto ilustrado —despotismo ilustrado—), pero la propuesta de González se completa al decir que sería un proceso temporal, pues estos gobernantes harían lo necesario para que, a través de proyectos educativos y culturales, la población consiguiera formarse como mentalidades autónomas que en un tiempo ya no necesiten más de un guía. El proyecto de gobierno “ilustrado” de la República Liberal tiene esta contradicción: considerar al pueblo como inferior, incapaz de constituirse como una sociedad de individuos autónomos. La utopía de González Ochoa se aleja, así, de la propuesta de los gobiernos liberales de este período y se afirma en consonancia con su proyecto personal de constituirse como una individualidad autónoma.

En esta época se habla de la “eficacia revolucionaria de la novela” como una ideología estética generalizada (Jiménez, 2009, 410). El caso más representativo de la época es el de José Antonio Osorio Lizarazo, quien se convierte en un autor con una posición dominante en el campo literario, apoyada en una alta recepción de su obra por parte de los lectores comunes. Este tipo de novela propendía por la expresión de las realidades sociales de las clases populares, problemática que se adecuaba muy bien al proyecto de la configuración de una cultura popular durante la República Liberal. Para Jiménez Paneso, en este tipo de novela, la caracterización del revolucionario encaja más en la figura del “rebelde espontáneo”, “y en la mira de su rebeldía no se encuentra solo la injusticia, sino también la estrechez de los prejuicios morales y el despotismo social sobre los instintos” (2009, 418-419). Este “despotismo social sobre los instintos” será interpretado por González de otra manera: para él es necesario “dominar” los instintos como una forma de acceder a cierto tipo de modernidad, pues los comportamientos instintivos en una sociedad no permiten construir una civilización y, sobre todo, no permiten que emerja un individuo autónomo; los instintos hacen parte de la naturaleza humana, pero según este autor, la posibilidad de controlarlos, le permite al ser humano progresar, a través de un razonamiento íntimo que no niega la vida natural, pero tampoco niega la posibilidad de trascenderla y acceder a otro tipo de conocimiento.

Para González, los comportamientos violentos provienen del espíritu gregario de la sociedad; de allí que, por ejemplo, se refiera en los siguientes términos a La vorágine: “Esa novela les gustó a los gringos porque es un relato violento. Es la primera novela de violencia en Colombia. Yo no pude terminar de leerla, se lo confieso. No resistí ese lenguaje cruel en que un hombre es sometido a esperar amarrado a un árbol a que se lo coman las hormigas tambochas” (12). Para González, la novela social y todas aquellas que enfocan su forma en la exposición de los problemas sociales y los acontecimientos violentos que estos desencadenan, desvirtúan las verdaderas necesidades de la cultura colombiana, pues las “rebeliones espontáneas” seguirían propagando la idea de un hombre gregario, de un hombre que pretende cambiar las estructuras sociales, que pretende hacer una revolución social sin hacer también una revolución individual, sin hacer que surja el hombre moderno latinoamericano; los comportamientos violentos, instintivos, son comportamientos gregarios despertados dentro de la masa y el ideal de ser humano autónomo de González se aleja de este tipo de situaciones. La tesis detrás de las “rebeliones espontáneas” consiste en que la sociedad puede transformarse sin necesidad de que se transforme la conciencia del individuo, que solamente basta cambiar las condiciones externas de vida del hombre para lograr una completa transformación social; González está en desacuerdo con esto y por eso busca que su proyecto vital y creador esté enfocado, además, en la constitución de una conciencia autónoma: “El alma humana no se manifiesta sino en la libertad externa y por medio de la tiranía individual sobre las pasiones” (El Hermafrodita dormido, 68).

El “despotismo social sobre los instintos”, por otra parte, será aceptado por González para criticar la hipocresía de la sociedad conservadora más convencional en Colombia y la admiración despótica de los modelos europeos, y contra esa satanización de la vida natural, de los instintos como aspectos de la naturaleza humana levantará su crítica: “Prefiero ser hijo de la vida, palpitante, armonioso, y no un santo de palo, como estos suramericanos hijos del pecado y de la miseria. […] Para los colombianos, yo soy pornográfico. Pueblo mísero, envilecido por centurias de dominio español, convento de clérigos vestidos hasta las orejas, pueblo cuya capital es Bogotá, ciudad habitada por hombres que piensan, escriben y viven para ‘cubrirse’, porque son pecados andantes. Miguelángel, Goethe, el Libertador y yo no nos tapamos” (Carta de Fernando a su hermano Alfonso, El remordimiento, 168-169). La posición de González se relaciona en este aspecto con la de Tomás Carrasquilla, quien desde finales del siglo XIX criticaba fuertemente la sociedad bogotana por ver en ella un mundo basado en las apariencias, las modas y la imitación de modelos extranjeros que impedían ver la singularidad y las necesidades de lo propio. De hecho, en la misma entrevista citada antes, González resalta el nombre de Carrasquilla entre los escritores colombianos por los que siente simpatía: “Sí, me gustan Carrasquilla y Epifanio Mejía, lo mismo que esa obra de Samuel Velásquez llamada Al pie del Ruiz y escrita en el ambiente de Guayaquil” (13).

Esta opinión de González podría interpretarse como la presencia de cierto provincianismo en su toma de posición, pero es más pertinente interpretarla no como simplemente una exaltación acrítica de lo propio, sino como un reconocimiento necesario de la propia valía, una afirmación del orgullo de lo propio y una manera de dejar atrás la “vergüenza” por no tener una raza “pura” y ancestros “aristocráticos”. Al igual que Carrasquilla, González enunciará una crítica radical hacia su región: “¿No pertenezco, por ventura, al pueblo más vil, al antioqueño? Si mi pueblo todo lo vende; si el oro convierte en palacios las letrinas que habita” (El maestro de escuela, 78); en esta actitud es claro cómo la toma de posición de este escritor antioqueño no es cerrarse completamente ante lo extranjero (lo demuestra su lectura atenta de los principales filósofos de la tradición moderna europea) y tampoco abrirse totalmente a ello, sino hacer a sus lectores conscientes de la formación histórica de Latinoamérica, de su condición híbrida, mestiza, y de encontrar en ello un motivo de orgullo, sobre todo, en una época en la que las ideologías nazis y fascistas procuraban convencer al mundo de la superioridad de la pureza de una raza. Ante un discurso de tonalidad tan fuerte y mesiánica como el fascista, González también enuncia un discurso fuerte que contrapone la raza mestiza a la raza pura y que se centra en la figura del “Gran Mulato” (Los negroides):

Lo inteligente con nuestra raza indígena sería ayudarle a su desarrollo, instigar sus instintos creadores, sus formas religiosas y su arte. La obra verdadera está en comprenderlos; pedagogo es quien comprende, no quien enseña letanías. En América podría haber originalidad en la cultura, aporte al haber común de la humanidad.

¿Qué ha sucedido y qué sucede? Que todavía Europa, a través de nosotros, mulatos vanidosos, gobierna a Suramérica; que somos completamente vanos. Los instintos americanos no se han manifestado; nuestro pueblo está dormido en sueño de siglos. (Los negroides, 28).

¿No observan todos que a pesar de leer tanto y saber tanto, el suramericano nada crea? Pues muy fácil explicarlo: tienen vergüenza, simulan, leen, etc., porque están obligados por el coloniaje político, racial y literario, a considerarse como hijos de puta.

Me enorgullezco de ser el primero que ha estudiado y analizado el complejo que he llamado hijo de puta. Aquí han dicho que uso palabras inmundas; lo que sucede es que estudio problemas nuevos, suramericanos. (Los negroides, 42).

Problemas que nadie se había atrevido a enunciar, a afrontar de esta manera, menos en un país en donde lo que se acostumbra es a usar un lenguaje lleno de eufemismos adecuados al “buen decir” (14). El “Gran Mulato” es la imagen utópica de González, un mito creado por él que permite fortalecer el proyecto histórico latinoamericano, enfatizar en la necesidad de la presencia de una fuerte conciencia histórica latinoamericana. Sin embargo, a diferencia del proyecto fascista o del mesianismo latinoamericano, para González, en un determinado tiempo, todos podremos convertirnos en grandes mulatos, en cuanto nos podamos afirmar a nosotros mismos como individuos, no como simples imitadores.

En este sentido, es importante recordar la obra de González titulada El Hermafrodita dormido, en la que levanta una dura crítica a Benito Mussolini, acción que ocasiona la salida de González de su cargo como cónsul —no sin el beneplácito del gobierno colombiano— en Italia y marca su traslado a Marsella (gracias a la gestión de su suegro, el ex presidente Carlos E. Restrepo) (15); así lo explica González: “Lo he titulado El Hermafrodita dormido, pues me parece que las páginas acerca de esta obra griega merecen darle el nombre a todo el libro. Es una serie de juicios acerca de Italia. Mussolini, por medio de su policía, llegó a leer algunos de tales apuntes y arrojó a nuestro filósofo de su península. Fue incapaz de comprender” (El Hermafrodita dormido, 25). Y más adelante: “Mussolini es un antiguo carnicero que leyó a Nietzsche a la carrera. En fin, nada tan fastidioso para mí, que estoy maduro, como este dictador” (32). González analiza en este libro, en general, los graves defectos de los totalitarismos: “Hay un error fundamental en el fascismo, marxismo, hitlerismo, rooseveltismo y todos los sistemas que quieren agrandar a las naciones por el sistema del dominio sobre los demás, por el triunfo en competencia, por la voluntad violenta. Son movimientos egoístas que crean el odio y la reacción, los nacionalismos. Estamos sedientos de un redentor que nos traiga una ola de otra cosa” (18). Nótese que en esta cita, González enfatiza en que el engaño de las dictaduras (incluida la del socialismo) es interferir en el proceso de la formación de la “personalidad”, de la “autonomía”, de la individualidad plena.

Varias personas han criticado el hecho de que González haya escrito un libro (Mi compadre) sobre Juan Vicente Gómez, dictador de Venezuela entre 1908 y 1935, en el cual elogia la actuación de este militar. La intención de González al escribir este libro fue entender las razones por las cuales en un pueblo como el venezolano surge una figura como la de Gómez; más que un elogio de este dictador, Mi compadre comparte la forma biográfica con el análisis sociológico y, finalmente, se constituye en una interpretación de la cultura latinoamericana. Se debiera entender esta predilección de González Ochoa por las formas biográficas como una manera de expresar su culto de la personalidad, de la autoexpresión, de las manifestaciones más excepcionales de la individualidad, aquellas que no se apegan a un comportamiento gregario.

Lo que más resalta González de la actuación de Gómez es que este logra pagar la deuda externa en 1930 como homenaje a Bolívar (recordemos cuánto admiraba González a Bolívar, aunque eso no le impida mostrar en Mi Simón Bolívar las debilidades de este personaje e insistir en su figura como una manera de afirmarse a sí mismo, tal como será el objetivo de toda su obra) y, obviamente, como una forma de alcanzar autonomía como país (imposible, claro, sin la ideal coyuntura económica que creó en esta época el auge del petróleo) en un continente donde lo natural ha sido siempre tener un capitalismo dependiente; González cree en el proyecto bolivariano porque ve en él una posibilidad de llevar a cabo su propio ideal: el “Gran Mulato”. En El Hermafrodita dormido dice lo siguiente sobre la Venezuela de Gómez: “¿A dónde en Suramérica, llegan con respeto los barcos extranjeros? ¿Cuál es el país que gasta su propio dinero? ¿De dónde salen los groseros capitanes ingleses de la marina mercante renegando porque no pudieron gritar?” (68). Venezuela se convierte para González en un ideal de lo que debería ser toda Latinoamérica: países orgullosos de su hibridez, de su “impureza”, países que trabajen por conseguir su independencia de modelos europeos y norteamericanos deseosos de anular su origen y aprovecharse de todos sus recursos.

La aceptación orgullosa del mestizaje americano, de esta “madre” (como la denomina González Ochoa), y el diálogo con los aportes del proceso de modernidad europeo y la modernización norteamericana (con el “padre”, si seguimos con la alegoría de González), crearía una figura nueva que encarnaría para González “el paraíso de una cercana y futura humanidad” (El Hermafrodita dormido, 68); esta figura se relaciona con la escultura del período helenístico titulada El Hermafrodita dormido. La sexualidad ambigua de esta escultura lleva a pensar a González en la unión de dos naturalezas aparentemente contrarias: “Sólo puedo decir que desde mi encuentro con el Hermafrodita que duerme en el segundo piso del Museo Nacional de Roma, comprendo muchas cosas que antes ni sospechaba. El reino de nuestro Padre que está en los cielos tiene muchas moradas. El Hermafrodita griego no es la sucia inversión, sino la unificación de las bellezas: Dios padre y Dios madre. En el fondo de la inversión yace el ansia de perfección” (El Hermafrodita dormido, 122-123). La unión de las dos “naturalezas” latinoamericanas puede repeler a los buscadores de pureza, pero en esa posibilidad se concentra el ideal antropológico del escritor de Envigado.

En El derecho a no obedecer (o Una tesis, como se le conoció después), González propone para Colombia un modelo económico basado en “la proporcionalidad de las actividades”; según González, Colombia tiene exceso de “poetas, doctores y políticos” (El derecho a no obedecer, 19) y carece de “las industrias agrícolas y extractivas y las manufactureras” (El derecho…, 18). Este desequilibrio no permite que en Colombia pueda hablarse de un verdadero progreso; según González, el hecho de que Colombia siga apegada a la imágenes de la “República de las Letras” y la “Atenas suramericana”, y continúe basando su progreso en un modelo superficial (reducido a la creación de escuelas y universidades) que deja sin resolver los problemas profundos de la superestructura e infraestructura sociales colombianas, hacen que ni la modernidad ni la modernización se den de manera completa y acorde con las necesidades del país. Si por un lado, González Ochoa critica un proceso de modernización que no alcanza a transformar la mentalidad de los individuos y que tergiversa los objetivos de la técnica como búsqueda del mejoramiento de las condiciones de vida de la sociedad, por otro lado, González critica un proceso de modernidad abstracto que no trasciende la visión de esta como una “postura”, como una forma postiza de pensamiento que no se apoya en un proceso tangible de transformación de las falencias sociales.

En Los negroides, González Ochoa resume así su crítica contra la República Liberal:

En Colombia, desde 1931 creen que están civilizados, porque el gobierno se llama liberal y porque el presidente es Alfonso López. Pero examinemos los actos, reveladores del estado mental y emotivo. Durante lo llamado clericalismo conservador, desde 1886, el sacerdote era el amo de la mujer, del hogar, la escuela, la vida toda. La mujer, encerrada en la casa, criando hijos, así como la hembra del conejo: su ideal estético era el cura joven, montañero robusto, oloroso a semilla, o el joven prelado… El adjetivo lindo salía de su boca únicamente cuando el joven prelado iba de visita pastoral. El hombre era, o un diablo, temido por su misma mamá, errante, condenado como Juan de Dios Uribe o Antonio José Restrepo, o bien, el marido bueno, opaco, obediente al fraile: ojos temblones, caminar enredado, espaldas cargadas; o bien, lucio como marrano de nochebuena, enriquecido en negocios político-clericales, sudoroso, astuto… Esta última especie es la que no quiere pagar ahora el impuesto a la renta…

Frecuentemos ahora la sociedad aparecida en 1931: la muchacha es dactilógrafa, bebe aguardiente, se tutea con los mulaticos del régimen, olorosos a resaca, generalmente dientipodridos… Esa muchacha no tiene ya dureza en los tejidos; es tetichorreada.

El joven bebe aguardiente o juega golf, muy puto; no estudia; o bien, es mulato rechoncho, funcionario, y su idioma tiene tres palabras: “¡Frailes tan corrompidos!”. Los llamados intelectuales hablan de Marx, régimen territorial, estatuto de hijos naturales, sembrar cabuya, campesinato, etc. Su actividad tiende a cobrar los impuestos a los marranos lucios del régimen anterior… para quedarse con ellos.

¡Almas igualmente bajas! ¡Son las mismas almas! ¡Almas primitivas que desacreditan los sagrados nombres de libertad y de religión! (55-56).

La escritura de González en este fragmento se centra en los aspectos físicos de los individuos a los que hace referencia. Subraya la transformación axiológica de los colombianos desde la hegemonía conservadora hasta el triunfo liberal, a través del cambio en las características físicas; esta será una de las estrategias discursivas de González para señalar los rasgos de una individualidad fuerte, autónoma, no como muestra de un sistema de pensamiento determinista, sino como uno que busca ilustrar lo más claramente posible sus ideas, mostrar un ideal de ser humano en el que su aspecto físico exprese su armonía y su fuerza interna para demostrar, a su vez, que la fuerza vital no sólo proviene de las ideas aprendidas en los libros o de otros factores externos, de manera abstracta, sino también de la vida instintiva, de la forma en la que esta se vincule a la formación del individuo. En este caso, “la hembra del conejo” se convierte en “tetichorreada” y el “hombre diablo”, “el marido bueno” y el “marrano enriquecido en negocios político-clericales” se convierten en “putos”; para González, en ambos “regímenes” se trata de “almas primitivas”, seres que no han empezado su viaje hacia la constitución de su personalidad.

De los modelos axiológicos dicotómicos (diablo / bueno – rico / pobre), se pasa a un modelo en el que tales modelos empiezan a confundir sus límites, en el que se reemplaza un sistema de valores con otro, pero no se busca una síntesis de ambos, según las necesidades propias; del conocimiento abstracto de la República de las Letras se pasa a la modernización tergiversada: “Es que estamos en los tiempos en que reunimos los datos, en el siglo del análisis; los antiguos se apresuraron a sintetizar, sin haber reunido los elementos necesarios. […] El sabio moderno no es aquel que dominaba a los hombres con el poder de su energía: es un enfermo […]. Este no es el sabio. Será el peón de la ciencia; el sabio será aquel hombre sintetizador que vendrá después de este período de análisis” (Viaje a pie, 240). Perder la “dureza en los tejidos” se referiría a perder los referentes axiológicos que se consideraban más sólidos en la sociedad tradicional; si bien estos referentes no permitían que emergiera un ser humano completo y autónomo, la transición abrupta hacia otros referentes valorativos confunde aún más al ser humano y confunden también la idea de libertad.

Si bien como afirma Renán Silva:

La República Liberal no sólo significó una profunda originalidad en el campo de los proyectos de extensión cultural, sino que representa una de las etapas de más alta integración entre una categoría de intelectuales públicos y un conjunto de políticas del Estado, al punto que puede decirse que sus proyectos culturales de masa fueron en gran medida la elaboración de grupos intelectuales que ocupaban las posiciones más elevadas en los instrumentos estatales de formación y extensión cultural —el Ministerio de Educación y algunas de sus dependencias particulares—, al tiempo que dominaban el escenario cultural, sobre todo en la prensa, en la radio y en el precario mundo del libro, lo que les garantizaba una posición directiva en cuanto a la orientación espiritual del país, o más exactamente de la “nación”, para acudir a su propio vocabulario. (2005, 22).

Este gran proyecto cultural que consideró la reforma de la Constitución Nacional, la implantación de bibliotecas en las poblaciones más alejadas del centro del país y de las capitales, la programación de una serie de conferencias y la exhibición de películas en esas mismas poblaciones como apoyo a la formación de lectores, la implementación de ambiciosas campañas de alfabetización, la creación de la Cámara Colombiana del Libro, la fundación del Ateneo de Altos Estudios (actual Instituto Caro y Cuervo), la organización de una Feria del Libro anual en la que todas las personas pudieran encontrar un libro al alcance de sus posibilidades económicas, la organización y publicación de la Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana y la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, cumplió la función de permitir a los colombianos sentirse parte de un proyecto nacional, sentirse integrados desde el punto de vista social y territorial; sin embargo, esta aparente “integración nacional” no pudo cumplir con todos sus objetivos. Así lo explica Renán Silva:

En general se trató de un período de realizaciones grandes en el terreno de la difusión cultural, y en particular en el plano del libro y la lectura, aunque el porcentaje global de analfabetos no disminuyó sensiblemente y se mantuvo siempre por encima del 40%, con diferencias marcadas entre la ciudad y el campo, y menos marcadas entre hombres y mujeres, lo que representaba un cierto fracaso para una sociedad que aspiraba a vivir bajo formas democráticas —de hecho se trata de una sociedad en la que domina lo imaginario de la democracia desde el siglo XIX— y aunque una década era poco tiempo para que una sociedad semialfabetizada y en buena medida rural se pusiera al día en el terreno del aprendizaje de la lectura y de la escritura —una condición sin la cual difícilmente se puede hablar de ciudadanía—, no deja de ser un índice importante de las relaciones entre cultura y sociedad en el caso colombiano el que sólo hasta finales del siglo XX se hayan conquistado niveles aceptables de alfabetización que nos acercan a los promedios con que Europa occidental terminaba su siglo XIX. (2005, 218).

Como se puede observar en esta cita, la formación de los colombianos como ciudadanos, como parte fundamental de un proyecto de sociedad moderno no fue alcanzada tampoco durante esta época y por eso González Ochoa no podía estar cómodo dentro de sus gobiernos; su decisión es, entonces, apartarse radicalmente de las circunstancias históricas que producen y crear su propio tiempo y su propio espacio para poder desarrollar su objetivo: la configuración de sí mismo como individuo autónomo. El proyecto de la República Liberal reunió las ilusiones de una población que veía en él una posibilidad de cambio, pero las contradicciones que ya se han mencionado y la división del partido que se profundizó a mediados de la década del cuarenta permitieron que el partido Conservador regresara al poder con el firme propósito de echar para atrás las reformas introducidas por los liberales. El resultado de este proceso es el período conocido como La Violencia.

4. La “escritura” como proyecto estético:

González Ochoa siempre estuvo muy pendiente de lo que sucedía en su país y en el mundo. A pesar de que en sus novelas la realidad del país aparezca sólo a manera de comentarios, aparentemente sin conexión, hechos por alguno de los personajes, la propuesta estética de González es una respuesta a su realidad; es así como en 1936, en su artículo “El triunfo liberal. Ensayo de sociología colombiana” (publicado por primera vez en el primer número de la revista Antioquia), afirma sobre la situación de Francia lo siguiente: “Tierra santa de los individuos, lugar único para pensadores, se encuentra rodeada de bárbaros […]. Pero ¿cómo sostenerse en una época en que el espíritu retrocedió a períodos anteriores al Renacimiento?” (53). La forma de sostenerse es defender su ideal de individualidad autónoma, defender los principios que están siendo pervertidos desde su mismo lugar de origen. Lo que algunos han llamado novela psicológica y otros filosofía, se convierte en la obra literaria de González Ochoa en una propositiva contraposición a la realidad: si en Europa se ataca la individualidad y lo que se impone es el espíritu gregario de las formas de gobierno totalitarias, si en Colombia hay vergüenza sobre nuestro origen, sobre nuestra historia, si hay gregarismo político y religioso, González buscará en sus novelas afirmarse como sujeto, mostrar a través de la transformación de sus personajes, la posibilidad de transformarse a sí mismo y constituirse como individualidad plena. Al igual que Fernando Vallejo lo hará cincuenta años después (en la década de los ochenta), Fernando González critica a su país enardecidamente para distanciarse de él y de su sistema de valores caduco y falso, para proponer un sistema de valores propio que desenmascare las mentiras sobre las que se ha pospuesto el proyecto de modernidad en Colombia; de aquí que González nombre su casa —en los últimos años de su vida— como “Otraparte”, no como una manera de proyectarse fuera de un aquí y un ahora, sino para marcar su no pertenencia, su renuncia a pertenecer a un partido, a una ideología, a una idea falsa de patria.

Las novelas de González están orientadas por su illusio, por su tipo de creencia en el arte. Esta illusio conforma un proyecto estético particular y subraya el arte como la creación más excelsa del ser humano, la máxima autoexpresión humana; la vida y el arte están estrechamente relacionados en la obra de González, la vida debe ser también una creación del hombre, su máxima creación: “La Novela es la vida misma” (La tragicomedia…, 178). Nótese que decir “La Novela” es diferente a escribir “la novela”; aquí González está proponiendo un concepto de novela propio que se distinga del común:

La gente llama novela a esto: arreglo imaginario de “una situación”, con unas coordenadas o yoes abstraídos por la memoria-mente, colocándolos a reaccionar entre sí en conjunto, en lugar y tiempo también imaginados. Ponerlos a reaccionar “lógicamente”, o sea, según reglas sacadas de experiencias pasadas. Eso es mera repetición artificial, y todos, autor y lectores pierden el tiempo vivo, mientras la escriben y leen. Con eso se logra perpetuar el “yo” imaginariamente, repetir el pasado. Y con eso de “lógico” dicen realmente: que nada hay nuevo; que el yo es eterno; que pasado, presente y futuro son uno solo… (La tragicomedia del padre Elías…, 49).

La escritura debe dar cuenta de la experiencia humana, La Novela es una experiencia de vida, una experiencia que no depende tanto de los acontecimientos como sí de la reflexión interna sobre ellos, por mínimos que sean, por aparentemente insignificantes (la visión de una gata en celo, por ejemplo, como es el caso de Salomé y El remordimiento); ¿cómo convertir la experiencia íntima en una experiencia que trascienda lo efímero de la existencia humana? A través de la escritura, pero no de una escritura apegada a los cánones de la época, a lo que el discurso oficial consideraba como “literario”, no respetuosa de la tradición literaria, porque de lo contrario, traicionaría su razón de ser, no sería fiel a la experiencia como expresión del devenir humano que debe ser contada-escrita en el momento mismo en el que es vivida y por quien es vivida, de lo contrario, perderá su fuerza y se convertirá en acomodación hipócrita (“repetición artificial”) a las convenciones sociales (“repetir el pasado”), y el individuo perderá su posibilidad de transformarse, de ser otro después de cada página; esta escritura que requiere el proyecto de vida de González Ochoa es una escritura que rompe el modo de narrar tradicional, las reglas del género narrativo y específicamente novelesco (narración escrita en tiempo pasado, en tercera persona, gran extensión), y traspone la idea acerca del arte como superior a la vida.

La literatura es aquí sinónimo de experiencia. La búsqueda de González en su nivel lingüístico es hallar un lenguaje que dé cuenta de esta contingencia de lo humano, la cual está asociada al predominio de la individualidad, de la experiencia íntima; esta individualidad había sido rechazada por la filosofía hasta el siglo XIX: “El reconocimiento de la libertad individual, de la capacidad de creación de nuevos tipos de vida (válidos todos ellos), la caracterización nietzscheana del poeta vigoroso, todo ello nos habla de una ruptura total con la filosofía como mera contemplación. Es, como ya sabemos, el existencialismo el que recuperará la categoría de la individualidad concreta para la filosofía” (Lazo Briones, 2006, 163). El ejemplo de Nietzsche y de los filósofos existencialistas será leído por González para establecer una empatía por este modo de expresarse, de aprehender de un modo otro la experiencia de la modernidad; de allí el predominio de la primera persona como voz narradora en la obra de González, tanto filosófica como literaria.

Esta creencia hará que González entienda el distanciamiento que debe existir entre el autor y la obra de una forma distinta a como lo entiende, por lo general, la teoría literaria; según ésta, la literatura no puede ser “experiencia pura”, sino elaboración de la misma, pero, en el caso de González, su pretensión es precisamente dar cuenta de esa “experiencia pura”, de la desnudez de la vivencia humana. En este punto, debemos apartarnos de la literariedad de esta afirmación y entender esta propuesta de González como una hiperbolización de su proyecto estético; el escritor paisa desea despojar la experiencia humana de los prejuicios, de las respuestas dadas por la religión y por la filosofía y llegar, a través de la reflexión sobre su propia existencia, a la “inocencia” del ser humano, a su posibilidad de ser y transformarse. González llegará a la conclusión de que ningún acto humano es bueno o malo (tal como lo propone la religión católica), sino que simplemente es, y lo que se debe hacer es intentar comprender su sentido en la experiencia del ser y en su viaje hacia el conocimiento de sí mismo. La comprensión es, entonces, el elemento que distancia la escritura de González de la “experiencia pura”; de allí que el escritor afirme: “El entendiendo observará atenta y amorosamente esas ‘creaciones nobles’, ‘novelas altas’ que voy siendo yo, mi cruz” (La tragicomedia del padre Elías…, 29). Lo que determina la forma literaria no es el predominio del yo y lo que se atraviese en la cabeza en el momento de escribir, no es una escritura automática, sino que hay una intención de trascender la experiencia pura para dar forma a una experiencia comunicable:

Por eso, mis novelas no acaban; en ellas, la gente no se casa; a veces se muere, así como mueren los seres reales, porque estaban viejos o enfermos. Ayer examiné un libro de Chejov y vi que Andrés Efimich se murió en el último capítulo, a consecuencia de los dos primeros. En los míos, no: Toní no se muere, ni se casa, ni le sucede nada. Se queda virgen; casi no trato de ella en mis cuadernos de Marsella, y, sin embargo, es trascendental, eje de los problemas que se me pusieron, incitadora de mi actividad, materia de mi experimentación, y madre de un hijo que tuve y que me sirve para explicar el mecanismo del progreso: El Remordimiento. (El remordimiento, 184).

De nuevo, González marca su elección de escribir novelas no centradas en el acontecimiento (característica tradicional de este género), sino en los problemas existenciales que suscitan las experiencias humanas, en la reflexión íntima que producen. En este punto, también se debe recordar que Fernando González iba siempre acompañado de sus libretas de carnicero y anotaba en ellas todo el tiempo sus pensamientos, sus sensaciones, pero sus libros no son sus libretas, sino que estos nacen de ellas, se derivan de ellas, son reelaboración, pues, de la experiencia pura allí contenida, de las reflexiones allí contenidas, aunque el objetivo narrativo de González es no posicionarse como juez de lo escrito en sus libretas (abandonar la tercera persona le permitirá, en parte, evitarlo), sino tratar de ser fiel a la experiencia íntima allí contenida (16).

De esta manera, González se aparta de la palabra escrita (la lengua oficial) como objeto inerte, abstracto y repetitivo de la tradición, y procura que su palabra esté llena de vida, de movimiento, de cambio, de lo que no contempla la lengua oficial, de lo que se sale de su dominio y de su proyecto exclusivista de nación, así como también de lo que no contempla la lengua literaria oficial que, como explica Mejía Duque, tenía aún como modelo —un gran sector del campo literario dominante— el ideal modernista cosmopolita; para Mejía Duque, la palabra de González se levantaba “contra la falsa o simulada universalidad de la mayoría de los intelectuales colombianos del momento, quienes expurgaban su léxico a fin de dirigirse a lectores presuntamente cosmopolitas” (1986, 89). Este era el tipo de escritura que tenía prestigio en el campo literario y contra ella se forja la palabra de González: contra todo lo que intenta “cubrir” a nuestra “madre”, lo que intenta anularla desde la “vergüenza” por lo propio (17).

Para González, la literatura, a diferencia de la filosofía, es estructurada por la idea del acontecer, de lo contingente del hombre, mientras que la filosofía apunta a lo elaborado, a lo que se establece o aspira a ser una verdad. Sin embargo, para contrarrestar esta posición pedante de la filosofía, González creará la figura del viaje para estructurar sus libros más “filosóficos”, pero también sus libros más “literarios”; el viaje como cronotopo (18) en la obra de este escritor permitirá entender la idea de la provisionalidad de la experiencia humana, de la mutabilidad de las condiciones de nuestras vidas y también la posibilidad de progresar, de llegar a un estado de conciencia cada vez mayor sobre nosotros mismos. El cronotopo del viaje, relacionado con el motivo novelesco denominado por Bajtín “cronotopo del camino”, “representa la filosofía —destacada por su profundidad y fuerza— ‘del tercero’ en la vida privada; la filosofía del individuo que sólo conoce la vida privada, y sólo esta desea, pero que no está implicado en ella, no tiene sitio en ella [no desea tenerlo] y, por lo tanto, la ve claramente en toda su desnudez; representa todos los papeles de la misma, pero no se identifica con ninguno de ellos” (Bajtín, 1989, 279); más adelante, Bajtín aclara cuál es el tiempo novelesco de la vida corriente en ese cronotopo: “Con toda su fragmentación y naturalismo, el tiempo de la vida corriente no es totalmente inerte. Es entendido, en su conjunto, como un castigo purificador […]; le sirve [al personaje], en sus diversos momentos-episodios, como experiencia que le descubre la naturaleza humana” (1989, 281).

Esta “filosofía del tercero” será evidente en la obra de González Ochoa, sobre todo, en sus obras autoficcionales, en las que el escritor crea un tercero como personaje de sí mismo, cuya función en el relato es seguir la vida de un otro que, a su vez, también resulta ser otro personaje de sí mismo; a través de esta estrategia narrativa, González se traspone a sí mismo, se divide en diversos sujetos que va dejando atrás, que va dejando morir como si fueran pieles de las que se despoja, que remueve de sí mismo como una forma de liberación de su yo. Esos otros yo como vestidos, lo acercan a la desnudez de su yo más íntimo; los otros como personajes de sí mismo representan los obstáculos que tiene el yo para constituirse como individualidad plena, representan las diferentes facetas de la naturaleza humana a manera de posibilidades de ser que habitan en cada uno de los hombres: “Hay muchas posibilidades en cada uno y el secreto del arte consiste en darles realidad. El valor de la obra se mide por la vida que adquiere la posibilidad que había en el artista” (Don Mirócletes, 13). El arte, el escritor, revive la experiencia individual y permite, al mismo tiempo, trascenderla, atendiendo a los otros que también están en él como otras formas de la existencia humana. El objetivo del arte, de la escritura, es que el lector pueda, a su vez, revivir tales posibilidades de la experiencia humana.

El “tercero” observa la vida de su otro yo, de ese otro en el que observa sus propios defectos, los impedimentos para trascender y encontrar una conciencia más completa de sí mismo. Las experiencias del otro no lo tocan, en el sentido externo de la palabra; sólo son importantes en tanto lo hacen más consciente de sí y de la naturaleza humana, es decir, lo tocan en su intimidad y lo transforman: “La experiencia devela la incompletud narcisística del sujeto, los dramas de su individuación” (Kristeva, 1998, 72); “la experiencia moviliza el inconsciente” (Kristeva, 1998, 74). Seguir a un otro es volver sobre sí mismo, sobre lo que se ha sido, lo que se es y lo que se desea que muera para poder continuar el proceso de individuación, de autonomía. La observación de los otros produce, en la escritura de González, que el conocimiento se valide en el intercambio de los vínculos humanos; para González, a pesar de que la experiencia íntima sea lo más importante para conocer, ésta debe entrar en contacto con los otros, pues en ellos puedo ver parte de lo que soy. Los juicios se dejan para quienes no han podido desprenderse de la “grey”, porque es una forma de enunciar la crítica hacia los impedimentos que tiene el ser humano en Colombia para lograr su autonomía, sin embargo, más allá de esta crítica, está la aceptación, por parte de quien sigue el camino de la vida de un otro, de que lo que es y hace ese otro también hace parte de él mismo; por esta razón, la narración no es un juez de la vida de ese otro observado, sino una manera de entender las acciones de ese otro para poder dominarlas dentro del interior del observador.

“La estética es efecto de culminación vital. Lo bello es vitalidad. Se trata de fenómenos semejantes en todo a la fecundidad fisiológica. La misma energía preside al aparecer de organismos y de obras de arte… Tal la enormidad de Miguelángel: era como la vida, era creador de organismos, aun más poderosos que los de la vida actual: hombres y mujeres más fuertes, más plenos que los de ahora, más capaces” (Carta de Fernando a su hermano Alfonso, El remordimiento, 165-166). La culminación vital como sinónimo de belleza se alcanza en la creación artística a través de la construcción de seres “más plenos que los de ahora”; para González el arte se convierte en un ideal de vida, en un ideal de ser humano cuyas relaciones con los otros son la forma de avanzar en su viaje hacia el progreso, hacia el encuentro de su plenitud como individualidad. La observación y el análisis de los otros permiten comprender mejor la naturaleza humana y la propia; aquí las experiencias de los seres humanos aún son compartibles, comunicables, aún hay una conexión con un otro que me permite comprenderme mejor a mí mismo. Como se enunciaba en la segunda parte de este ensayo, la novela-ensayo que propone González se distancia de la propuesta en Europa; en González aún hay búsqueda de una forma de trascendencia, aún hay confianza en los vínculos humanos y en un proyecto de ser humano. La experiencia de la modernidad para González Ochoa aún es un proyecto plausible.

Para Bajtín, en este cronotopo del camino no aparecen totalmente las huellas de un tiempo histórico, a excepción de las formas biográficas; el cronotopo del camino aparece en “formas de la confidencia y la autoinculpación […]: carta personal, diario íntimo, confesión” (Bajtín, 1989, 277), como es el caso de las novelas de González Ochoa, es decir, formas literarias que permitan poner en forma la experiencia íntima. La forma en la que González equilibra, entonces, su relación con el tiempo histórico es a través de la puesta en forma biográfica (Mi Simón Bolívar, Santander, Mi compadre), o sea, a través del acercamiento a la historia, por medio de la revivificación de la experiencia íntima de uno de sus protagonistas, para comprender mejor las circunstancias de su presente y de su propia personalidad.

En el caso de las formas autoficcionales, confesionales y del diario íntimo, el personaje busca apartarse del tiempo corriente para mantenerse en un tiempo propio en el que pueda realizar su proceso de concienciación; recordemos que el objetivo de esta estrategia es señalar un distanciamiento radical entre la voz narrativa y su lugar de enunciación; esta es la forma que da González a su crítica de la nación colombiana: afirmarse como perteneciente a “Otraparte” para subrayar su inconformismo con su aquí y ahora. Sin embargo, y debido a la confianza que aún tiene González en la palabra que comunica, confianza en que su palabra alcanzará la esfera pública, que será escuchada, por lo menos, por algunos de sus contemporáneos, confianza en que su palabra tiene sentido como motor de cambio en su aquí y ahora, la escritura de González no es una palabra autista, sino que busca una conexión directa con la historia; situación diferente a la que se dará en la novela tiempo después, según Bajtín, es decir, aquí la soledad del personaje tiene aún un soporte público sólido —aunque en la realidad esté desapareciendo por el proceso de privatización creciente de la sociedad, lo que convierte esta soledad en una posición “ingenua” (Bajtín, 1989, 298)—, una confianza en el poder social de la palabra, en el poder de transformación del hombre sobre su entorno. En el caso de González, el cronotopo del viaje pone en forma su reticencia a pertenecer a su época, a su “patria” y, al mismo tiempo, su confianza en que su escritura puede transformar la situación del individuo en la sociedad colombiana.

Esta conexión con la intimidad y el continuo cuestionamiento de sí mismo y de su entorno permite ver la obra de González como una experiencia de “revuelta íntima”, en el sentido que propone Julia Kristeva (1998, 1999, 2001) (19); aquí, el vínculo con la intimidad no está subordinado totalmente a la experiencia de un lenguaje semiótico (lo sensorial, relacionado con la experiencia del cuerpo y de lo íntimo, en el lenguaje de Kristeva), sino que hace que confluyan lo sensorial y lo simbólico, el lenguaje racional, para “donar” un sentido a la experiencia humana. Sin embargo, se debe tener en cuenta que González aún se encuentra muy influido por el cristianismo —aunque no dogmático— y busca una unidad con algún modo de trascendencia y con una forma de mito identitario —aunque directamente relacionado con un proyecto de conciencia histórica—: el “Gran Mulato”, es decir, aunque González sea tal vez uno de los primeros escritores colombianos que relaciona la literatura con la expresión de lo íntimo, con la representación del espacio psíquico como una experiencia de revuelta, su habitus (Bourdieu, 1997) (20), su formación y su trayectoria vital, el tipo de modernidad que se estaba desarrollando en Colombia durante la primera mitad del siglo XX y la aún fuerte dependencia del campo literario frente al campo del poder, hacen que esta expresión, asociada a la tradición de la experiencia de la modernidad plena en Europa, tenga una forma singular que es necesario establecer para entender mejor su propuesta novelesca.

Por otra parte, a pesar de que el deseo de González sea precisamente vincular, a su proyecto de individuo, la experiencia de la “madre” (lo semiótico-sensorial, lo “femenino”, en el lenguaje de Kristeva, que predominaba en el mundo precolombino y africano antes de la colonización americana, es decir, antes del arribo del mundo simbólico, de la ley social “civilizadora”), su toma de posición establece un distanciamiento también frente a dicha experiencia; la vinculación se da en el sentido de dejar que lo instintivo, lo natural humano emerja, pero no para permanecer en él como otra forma de petrificación del ser, sino como un reconocimiento desde el cual se instituye un diálogo con la tradición ilustrada para fundar la posibilidad de una existencia individual integral.

Pese a estas especificidades, la obra de González Ochoa y su propia vida como experiencias de revuelta, aluden a la necesidad de no adherirse obedientemente a su entorno, de mantenerse crítico frente a su tiempo como una forma de serlo también frente a sí mismo; en una época en la que los juicios (asumir la responsabilidad de una palabra) son escasos, en la que se acepta silenciosamente el dictamen de los poderosos, la ideología de la clase dominante, es necesario una retórica del juicio —como estrategia retórica, más que como ausencia de “perdón”, en el sentido que le da Kristeva a esta palabra, de comprensión real de la situación— (21) que enuncie sin disimulos lo que sucede, que exponga los tropiezos de la autonomía. Esta reticencia a una reconciliación total con su medio constituye una forma otra de entender la fundación de un “pacto simbólico” (22) particular que le permite defender-proteger su autonomía, su intimidad y, al mismo tiempo, mantener unas pautas mínimas que le permiten relacionarse con su entorno sin sacrificar sus logros como individuo (su desempeño como funcionario público que no anula su actitud crítica frente a los gobiernos, la dirección de la revista Antioquia a través de la cual dialoga —sin ser partícipe directamente— con la situación actual del país a través de su ojo analítico y enjuiciador, el constante diálogo con los jóvenes como una proyección saludable de su experiencia de revuelta para las próximas generaciones). Así mismo, su lenguaje “autoexpresivo” en el que prima —no como elemento dominante que anula al otro, sino como elaboración de un equilibrio excepcional— lo racional sobre lo sensorial (como se demostrará más adelante), dará cuenta de una elaboración particular, única, de lo íntimo, del sí mismo como individualidad, como establecimiento de una singularidad en constante cuestionamiento, en constante definición.

La conexión con lo íntimo en la obra de Fernando González, se relaciona, en un primer momento, con su formación en una comunidad educativa jesuita. Cabe recordar en este punto la reflexión de Julia Kristeva sobre San Agustín y San Ignacio de Loyola como precursores de la representación de la intimidad; para Kristeva, “la mística cristiana gestó sin saberlo la posibilidad de una formulación dramática de la intimidad, a despecho de los esfuerzos de la espiritualidad racionalista por disociar lo simbólico de lo corporal y condenar a este último” (2001, 74). De esta manera, “quedaba listo el paisaje en nuestra tradición filosófica para que una serie de representaciones pudiera dar cuenta, no de un alma ‘pasiva’, ‘fluida’ o ‘informe’, como lo quería la Antigüedad, sino de una intimidad diferenciada, al estar siempre ya informada por el pensamiento y al disponer, a partir de esta información, de una lógica propia distinta de la del juicio y que sólo pide su especificación. Una lógica de lo ‘íntimo’ del que tenemos ya las ‘imágenes’ con Agustín, los ‘afectos’ y la ‘infrapalabra’ con Loyola” (Kristeva, 2001, 75) (23). La representación de lo íntimo señala, a partir de la escritura de estos dos religiosos, la necesidad de la confluencia de lo sensorial/simbólico y del afecto/pensamiento: “Entre el mundo sensible y el universo del pensamiento juzgante desensorializado, que será asimilado cada vez más a una separación de la realidad e identificado con una extrañeza, si no con una muerte, el ámbito de las imágenes (de lo imaginario) representa esa intimidad que va a asegurar, estrictamente hablando, la vida del espíritu desespiritualizándolo a su vez, sensorializándolo, corporizándolo” (Kristeva, 2001, 72).

En Colombia, la obra de Fernando González asimilaría esta tradición mística, sobre todo, en relación con la posibilidad que brinda para representar el espacio íntimo, no ya de una manera punitiva, culpabilizante, represiva y netamente espiritual, tal como era —es— la tradición religiosa colombiana, sino vinculando las representaciones de lo sensorial y del cuerpo. Escribir desde lo íntimo no significa ya aquí, en la obra de González, una forma de vigilar (para castigar), de controlar la interioridad del individuo, como era el caso de las confesiones escritas por monjas y religiosos durante la Colonia, sino una conexión con lo más particular y propio del ser, precisamente, para rebelarse frente a los mecanismos de control institucional y social de la época (24).

En su primer curso sobre la revuelta, Kristeva (1998) hace un análisis sobre esta experiencia en Jean-Paul Sartre (quien, como González, escribe obras filosóficas y literarias). Habría algunos aspectos de esta reflexión que permitirían entender la revuelta en Fernando González Ochoa; el más importante de ellos sería la concepción de la actividad de escribir como una forma de actuación, como el camino elegido para conseguir la libertad. Los personajes de las obras de González Ochoa como los de Sartre “se rebelan contra la identidad y contra la fijeza del lazo social” (Kristeva, 1998, 279), lo cuestionan, cuestionándose a sí mismos, interrogando su propia identidad; la escritura literaria más que la escritura filosófica permite hacer esto, aludir directamente a la identidad del sujeto porque puede conectar más fácilmente con la experiencia de lo íntimo, espacio donde reside lo más genuino del ser y, por tanto, espacio desde donde emerge la autoexpresión como toma de posición en revuelta.

Dice Kristeva sobre la obra literaria de Sartre: “Podría sostenerse, en cambio, que lo que él llama escándalo de la ‘pluralidad de conciencias’ es precisamente lo que lo condujo a la literatura; exactamente a la novela, cuya trama está compuesta de singularidades: la fragmentación, la dispersión, la lucha de las conciencias. Sólo la literatura puede restituir ‘mis espinos blancos’ o ‘mis personajes’ […] que son singularidades emanadas de la mía, alterada. El ser entonces dispersa su generalidad” (1998, 300-301). La “generalidad”, la fijeza del sujeto se dispersa a través de lo imaginario en la experiencia literaria; González lo declara explícitamente: sus personajes “emanan” de él, de su conciencia traspuesta en otras singularidades a través de las cuales puede cuestionarse a sí mismo, vivir en revuelta permanente (el tercero que observa a su otro yo, como se explicaba en párrafos anteriores).

Este procedimiento será más claro cuando se analicen las estrategias específicas de la confesión y de la autoficción en sus novelas; por el momento, valga decir que el paso de González Ochoa de una escritura más filosófica a otra más literaria —sin abandonar la anterior— (Después de Pensamientos de un viejo, Una tesis y Viaje a pie, con Mi Simón Bolívar en 1930 y Don Mirócletes en 1932) obedece, precisamente, a una necesidad del autor de buscar otra forma de expresión para su pensamiento y esta forma es la vía literaria, específicamente, las formas biográficas, en el caso de su primera obra literaria, de las que ya se había dicho que significan en la obra de González su predilección por la expresión de la personalidad y su alejamiento de un comportamiento gregario; aunque su discurso “filosófico” sea también un discurso de ruptura, de revuelta, dentro de la tradición filosófica, la escritura literaria le permite más libertad para buscar desde sí darle forma a su expresión más íntima.

En este sentido, ¿cómo entender la opción final de González Ochoa, su entrega al encuentro de una vía “mística”? La última obra de González es otra de sus novelas: La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera (1962); el camino que empieza en la escritura filosófica concluye en la escritura literaria, a diferencia de Sartre que abandona la vía literaria en provecho de la “praxis social”. Hay un testimonio interesante de González Ochoa sobre Sartre que aparece en la misma entrevista que ya se ha citado en este texto: “Sartre tiene 10 años menos que yo. Y hasta esta hora su influencia ha sido desastrosa. A pesar de ser un hombre muy inteligente, y cuando escribió El ser y la nada se reveló como un filósofo muy interesante. Pero cuando se dedicó a ser artista, sobre todo en el campo del teatro, lo que hizo fue producir ese infierno en el que se matricularon los muchachitos de Saint-Germain-des-Prés” (25). En el momento de la entrevista, Sartre ya había dado ese adiós literario, entonces, González no se refiere tanto a su posterior “compromiso político”, sino a lo que Kristeva analiza como el mal presente en la obra de Sartre y que es inherente a su postura de revuelta. Explica Kristeva: “En numerosas piezas de Sartre reaparece el tema de la libertad que debe pasar por el mal, un mal que ya no se experimenta como un mal y menos aún como un crimen culpabilizado y culpabilizante. […] Se trata de un reconocimiento de la necesidad de la violencia […], pero, más profundamente aún, de un reconocimiento de la pulsión de muerte” (1998, 275); la revuelta en las obras de Sartre se logra a través de personajes que asesinan a la “madre” (lo naturalizado) (26) y cortan todo lazo social para “fundar un anticristo, un antihéroe anticrístico que se arranque definitivamente de la protección divina al mismo tiempo que la aspiración a la pureza moral y la consiguiente divinización” (Kristeva, 1998, 269).

A diferencia de Sartre, González Ochoa no quiere arrancarse definitivamente de la protección divina y aspira a una forma de pureza moral, aunque esta forma se aleje de todo moralismo convencional, de toda moral impuesta e impostada; así se entiende su crítica a Sartre: 1) Por su rechazo a toda forma de violencia que, como ya se ha explicado, impide, para González, ejercer la voluntad sobre los instintos (de allí la ausencia/rechazo de/a toda forma de abyección en la obra de este escritor), 2) por su acogimiento de la figura de la “madre” como oposición radical al discurso racional europeizante que desconoce la historia y la particularidad latinoamericana y 3) por su vivencia de otro tipo de modernidad en Latinoamérica y, específicamente, en Colombia, donde no necesitamos arrancar la aspiración a la “pureza moral”, sino, según este autor, construirla, como ya se ha dicho, en el sentido de formar una capacidad reflexiva y crítica en el ser humano colombiano, es decir, una conciencia moderna.

La obra y la opción final de González Ochoa se opone al “mal”, a la fragmentación continua de la subjetividad, a la “extrañeza” infinita del sujeto; el recorrido de González Ochoa no lo aparta de su visión de una totalidad-trascendencia posible para el ser, de una forma para su alma, de una forma que lo contenga. Sartre está en otro momento del proceso de modernidad y por eso su rebeldía se distancia de la González Ochoa, pero ambos encuentran una experiencia de libertad, de revuelta; la experiencia de Fernando González, ni místico ni ateo ni filósofo ni literato, no es la elección de la “praxis social”, sino todo lo contrario: termina en la liberación del yo y la búsqueda del olvido de sí, en el sentido que ya se explicó en la segunda parte de este texto.

En la escritura de González se encuentra la búsqueda de un pensamiento, de una unidad relativa que se constituye a través de conclusiones directamente derivadas de la experiencia individual, subordinadas a la configuración de imágenes que ilustran dicha experiencia: “El valor artístico de este librito reside en las imágenes” (El maestro de escuela, 8); estas conclusiones toman la forma de un discurso aleccionador que busca romper con lo melifluo del lenguaje literario avalado por la crítica oficial: “Aquí han creído que son frases graciosas; mis palabras son símbolos” (Los negroides, 41). Más allá de un discurso que quiere sólo escandalizar, la escritura de González es una toma de posición que busca transgredir las formas lingüísticas acostumbradas en la “República de las Letras”, en la “Atenas suramericana”, es una forma de buscar reacciones en una población que, por lo general, vivía en la modorra de la tradición: “En Colombia, según el cronista de las Gotas de tinta [Luis Tejada], la juventud siente una enfermiza afición a las normas gramaticales y a las reglas clásicas. Y esto se debe a que carece de inquietudes mentales y desconoce el ejercicio pleno de la libertad de pensamiento” (Jiménez, 2002, 97). Esta carestía y desconocimiento de la libertad de pensamiento son un producto de la sociedad clerical, jerarquizada, estrecha y conservadora que había caracterizado a Colombia desde su formación como República.

Así mismo, la toma de posición de González Ochoa se aparta de la forma en la que funcionaba el campo literario, la cual consideraba que los escritores —especialmente los poetas— debían llegar a ocupar cargos en las entidades estatales (que él mismo ocupó, pero sin que esto fuera su objetivo último), es decir, el campo literario y el campo del poder no estaban totalmente diferenciados y, de hecho, el literario dependía del poder político, el cual seguía procurando conservar la imagen de un gobierno “ilustrado” (la imagen de la “Atenas suramericana”, de la “ciudad letrada” —Rama, 1984—): “Pero yo, el solitario que renunció a honores fáciles, que vive en pobreza, para no verse obligado a juntarse con López, Laureanos y Olayas, yo soy artista de la vida, pintor de animales en celo” (Carta de Fernando a su hermano Alfonso, El remordimiento, 166). Sin embargo, en muchas ocasiones, el poder institucional no representó capital simbólico, es decir, no significó que las obras de esos autores que ocupaban cargos gubernamentales llegaran a tener un valor literario reconocido y legitimado; así lo explica Jiménez Paneso en el caso de la generación Piedra y Cielo, contemporánea de la obra de Fernando González: “La fuerza intelectual desplegada por la generación piedracielista, su capacidad para transformar ideas, concepciones estéticas, formas, es decir, la vida espiritual de la cultura, fue mucho menor que su poderío como ejército de invasión en el campo institucional. De ahí la languidez del legado poético y crítico de Piedra y cielo, casi inutilizable hoy para cualquier escritor” (Jiménez, 2002, 140-141). No sucede así con el legado de Fernando González, su capacidad para transformar ideas, concepciones estéticas y formas literarias es aún vigente para los escritores y pensadores colombianos.

Las transformaciones introducidas en el género novela por González Ochoa son posibles gracias a que desde los años veintes, los novelistas venían introduciendo cambios en la forma novelesca, influidos también por los movimientos poéticos vanguardistas del continente. En este sentido, es importante nombrar la tesis doctoral de Connie Miller Green (1997): In the Vanguard: The Colombian Novel Between the Wars, en la cual retoma las novelas de César Uribe Piedrahíta, Eduardo Zalamea Borda, José Félix Fuenmayor y José Restrepo Jaramillo, escritas entre la década del veinte y del treinta para probar cómo a Colombia también había llegado la influencia de las vanguardias y cómo estas también habían permeado la forma novelesca. Al final de su trabajo, Miller nombra a González Ochoa: “We could include, during the early vanguard period, Fernando González’s novel, Don Mirócletes (1932) in which he combines philosophical discussions; a strong critique of Colombian society, traditions and values; and the problematic of writing” (162). Miller explica cómo no es posible juzgar el campo literario colombiano bajo los mismos parámetros de otros países del continente en los cuales las vanguardias se dieron de una manera más visible; para Miller Green:

While not denying the general validity of these statements, we feel that certain insolated figures of this period, particularly the novelists, have not received just consideration for their contributions to and participation in the vanguard activity that did prevail in Colombia, specifically between 1925 and the beginning of World War II. Perhaps the prevalent undervaluation of their contribution is due to the tendency to compare concurrent literatures of different countries when each in its own right responds to specific national circumstances […]. For reasons already stated, we agree that Colombia did not offer a particularly propitious atmosphere for the development of the avant-garde. The creation of a truly critical literature that would completely break with the sterile ideals of its cultural traditions was especially hindered in a country that discouraged experimentation and constantly thwarted efforts to break with the venerated past. (1997, 25).

El realismo social y el criollismo fueron también expresión de la búsqueda vanguardista latinoamericana, pero los escritores mencionados antes trataron de trascender la realidad latinoamericana y buscar una expresión que, aunque no se desprendiera de la problemática identitaria, entrara en diálogo directo también con la literatura europea y norteamericana para evitar el folclorismo y el provincianismo. Explica Miller que “In Colombia, following the assassination of Jorge Eliécer Gaitán, a popular candidate for the presidency in 1948, the appearance of the ‘novel of violence’ would overshadow technical innovations introduced in the forties” (1997, 45). Esto explicaría por qué en la crítica e historia literaria colombianas se habla, mayoritariamente, acerca de la novela moderna sólo a partir de la década del sesenta, olvidando el proceso de vanguardia de la novela entre 1920 y 1948; la novela de la Violencia marcaría una coyuntura para la mayoría de los escritores de la época que los impele a construir una estructura novelesca que dé cuenta de la realidad lo más fielmente posible, dejando a un lado la experimentación y, en general, el proceso que se venía dando en la novela décadas atrás. Los novelistas de la generación siguiente (nadaístas, Grupo de Barranquilla) procuraron continuar el proceso interrumpido tras los hechos ocurridos en 1948. La obra de González se convierte en pieza clave para entender ese proceso y la forma como los escritores de la década del sesenta en adelante leyeron los cambios introducidos por los novelistas de la vanguardia. Se entiende así la propuesta novelesca de González como parte de un período de transición entre la novela tradicional y la novela plenamente moderna; de allí su exploración de recursos que antes no habían sido incluidos dentro de la tradición novelesca.

En Fernando González es claro aquello propuesto por Barthes acerca de que “no hay literatura sin una moral del lenguaje” (2000, 15) y que “el escritor no puede definirse en términos del papel que desempeña o del valor, sino únicamente por cierta conciencia de habla. Es escritor aquel para quien el lenguaje crea un problema, que siente su profundidad, no su instrumentalidad o su belleza” (Barthes, 1998, 48). En González esa conciencia de habla tiene que ver con el problema que representa el uso del lenguaje en Colombia, pues la lengua oficial no habla de la realidad de la nación ni de los usos reales de los hablantes, sino de términos abstractos, apegados a las reglas gramaticales y a los ideales extranjeros que desean imitarse; la realidad es ocultada por un “decir púdico” apegado a valores que ya han dejado de ser vigentes hace mucho tiempo, o por un decir “depurado” apegado a valores falsamente universales (de la Europa central, realmente) que se toman como modelos para reemplazar lo “caduco”, pero a través de los cuales se subvalora lo vernáculo. La moral del lenguaje en González consiste en escribir en contra de las instituciones oficiales: “Si yo escribiera libros aprobados aquí, no valdría nada, sería un Laureano Gómez” (Carta de Fernando a su hermano Alfonso, El remordimiento, 161).

Para Barthes, la escritura como ethos es la forma en la que un escritor se individualiza, se compromete (2000, 21); la literatura que González elige escribir es la forma en la que puede llevar a cabo su proyecto de constituirse a sí mismo como una individualidad autónoma, proyecto en contravía con la estructura social de su país, en la cual lo conveniente al proyecto político en turno era —es— seguir manteniendo a la población como masa indiferenciada, guiada por un grupo de hombres que señalan qué es lo conveniente para la “grey”. González se da cuenta que constituirse como individuo es la forma de oponerse a los obstáculos que tal proyecto político pone a la realización de la mentalidad plenamente moderna en Colombia. La escritura de González se diferencia de la lengua oficial, busca ser desaprobada por ella y por las instituciones que la representan (la crítica literaria oficial, la Academia Colombiana de la Lengua, la Acción Social Católica), pues sabe que ser aprobado significa estar al servicio de esas instituciones y continuar repitiendo una tradición que no es capaz de cuestionarse a sí misma. De la confrontación entre el escritor y su sociedad nace la “escritura” (Barthes, 2000, 24), la moral de toda forma discursiva; en el caso de González, la “escritura” le permitirá transgredir las fronteras de los discursos filosófico y literario para proponer una manera propia de escribir filosofía y literatura que sea una respuesta a su situación real histórica.

La búsqueda de la modernidad se ancla en la búsqueda de una forma literaria que contradiga los cánones establecidos, las formas que repiten el tradicionalismo conservador de la sociedad colombiana (“arte docente”, ideas metafísicas, seguimiento de la gramática normativa y de las reglas del arte clásico). En el caso de González, esta búsqueda se traduce en su admiración por la novela española que inicia esta lectura particular de la modernidad: La Celestina, Don Quijote de la Mancha, El lazarillo de Tormes (referencias directas en La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera). Cabe anotar aquí que aunque González critique la forma en la que se sigue en Colombia la imagen de la España castiza, a través del catolicismo y el cuidado en el “buen uso” de la lengua de la “madre patria”, resalta el trabajo de estos escritores que introducen una fuerte crítica en la imagen de la España imperial y aristocrática, caballeresca e hidalga, para desvelar la falsedad de tal imagen, es decir, para hacer lo mismo que González pretende hacer con su escritura respecto a la imagen falsa de nación vendida por la República Liberal y por el partido conservador. La elección de González es lanzarse en contra de la escritura púdica y predominantemente preciosista que reinaba en la literatura “nacional” o la que quería nombrarse a sí misma como nacional para cumplir con el mandato del Estado y con la imagen de nación propuesta por él para poder estar incluida dentro del sector dominante del campo literario de la época. Antes de la publicación de El remordimiento, hay una discusión entre Alfonso (hermano de Fernando y también su editor) y el autor. Alfonso ha cambiado y suprimido algunas partes del libro para adecuarlo a los gustos del público lector y de la crítica oficial. La respuesta de González Ochoa se puede resumir en el siguiente fragmento:

Tú extractaste mi libro, extractaste de él los himnos y las conclusiones y le pusiste camisa púdica; abandonaste la vida. Es como si hubieras cogido un árbol y arrancándole las flores, para adornar una sala, ¡porque las señoras y los señores no pueden ver las raíces y las ramas! Eso se llama enjolivement; es el arte preciosista, cosa triste, muerta y que repugna al gran estilo; eso no se puede hacer con Goethe ni conmigo. ¿Es posible coger un niño sano, vital, y quitarle las nalgas, el vientre, los pies, los órganos genitales, y decir que los ojos, sólo los ojos, son presentables, son bellos? Para quien ame lo bonito, sí. Pero tal no es la belleza de la vida, animal profundo, devenir de un pasado remoto y oscuro mañana, animal que se nutre de todos los instintos, de todos los jugos. El arte proviene de embriaguez causada por los instintos vitales en su cúspide. El verdadero arte huele a semilla, a semen, a humus. Es ceiba retorcida que extiende sus raíces a los ríos, pantanos y descomposiciones. La bonitura es arreglo, artificio, es planta sin raíces y mútila. (Carta de Fernando a su hermano Alfonso, El remordimiento, 162).

Recordamos aquí cómo Barthes explica que la aparición de las escrituras plurales marca el inicio de la literatura moderna y que esto hecho está influido por la aparición del capitalismo: “En el momento en que los tratados de retórica perdieron su interés, hacia mediados del siglo XIX, la escritura clásica perdió su universalidad y nacieron las escrituras modernas” (Barthes, 2000, 61); en Colombia, aunque los tratados de retórica no han perdido totalmente su interés en la época de González (pensemos en la fundación del Ateneo de Altos Estudios en 1940 cuya principal función fue la finalización de la obra de Rufino José Cuervo: Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana) y aunque nuestro capitalismo sea dependiente, hemos visto cómo desde los años veinte (un poco más de medio siglo después de la fecha propuesta por Barthes para Francia) esta pluralidad empieza a hacerse evidente en la novela (en la poesía empezaría con León de Greiff y Luis Vidales, también en los años veinte) también en Colombia, cuando se empiezan a revaluar las formas clásicas (romanticismo, realismo y costumbrismo): “Cuando el Relato es rechazado en provecho de otros géneros literarios, o bien, cuando en el interior de la narración el pretérito indefinido es reemplazado por formas menos ornamentales, más frescas, más densas y más próximas al habla (el presente o el pretérito perfecto), la Literatura se vuelve depositaria del espesor y de la existencia y no de su significación. Los actos están más separados, no de las personas, sino de la Historia” (Barthes, 2000, 38).

Se comprende, entonces, la reticencia de González a narrar en tercera persona, a narrar en pasado y la preferencia por nutrir el relato con la experiencia íntima, con el discurso filosófico, con la biografía, el diario íntimo y la confesión, la preferencia por un lenguaje que vincule lo coloquial, lo vital del lenguaje hablado, real, de su entorno; formas narrativas que buscan (como ya se explicó con el cronotopo) alejarse de la Historia oficial, de la literatura oficial que pretendió dar una imagen acabada, mitológica sobre la sociedad, su pasado y su presente, dejando por fuera del canon numerosas expresiones inadecuadas a esa imagen de nación.

5. Confesión y autoficción: la desnudez de la escritura

La confesión y la autoficción como géneros de expresión del yo íntimo se integran a la forma novelesca creada por González Ochoa para llevar a cabo su proyecto de constitución de un individuo autónomo. Tanto la confesión como la autoficción intentan conectar con la intimidad del autor, mediada por la forma literaria, y con la de un lector que esté dispuesto a revivir la experiencia narrada y a transformar la interioridad propia: “La creación de un personaje se efectúa con elementos que están en el autor, reprimidos unos, latentes, más o menos manifestados, otros. Durante el trabajo, la imaginación y demás facultades se concentran e inhiben los complejos psíquicos que no entran en la creación, y desarrollan, activan, aquellos que lo van a constituir, hasta el punto, a veces, de que el autor sufre un desdoblamiento y la ilusión de haber perdido su personalidad real” (Don Mirócletes, 11). El yo del autor no es el yo del personaje, sino una elaboración de aquel; se dejan fuera de la creación aquellos elementos que no entran en el propósito de la obra, pero aquellos que hacen parte de esta se eligen para que expresen un elemento significativo del espacio psíquico humano y que conecte, a su vez, con el espacio psíquico de un lector que quiere apartarse de las convenciones y de los valores caducos por repetitivos y abstractos. La lectura se propone en la obra de González como acto que transforma la realidad.

María Zambrano (1995) explica cómo la confesión como género literario surge en un momento de crisis, tanto en el ámbito individual como en el histórico:

Porque hay situaciones en que la vida ha llegado al extremo de confusión y de dispersión. Cosa que puede suceder por obra de circunstancias individuales, pero más todavía, históricas. Precisamente cuando el hombre ha sido demasiado humillado, cuando se ha cerrado en el rencor, cuando sólo se siente sobre sí “el peso de la existencia”, necesita entonces que su propia vida se le revele. Y para lograrlo, ejecuta el doble movimiento propio de la confesión: el de la huida de sí, y el de buscar algo que le sostenga y aclare (32).

[La confesión] aparece en momentos decisivos, en momentos en que parece estar en quiebra la cultura, en que el hombre se siente desamparado y solo (39).

Recordemos que González había tenido la experiencia europea a través de su residencia en tres países directamente afectados por las guerras mundiales (Italia, Francia, España) y que lo anterior unido a su propia experiencia de vida en Colombia lo harán consciente de este momento de quiebra de la cultura occidental. Las circunstancias históricas y sociales hacen que el individuo reevalúe su situación dentro de la cultura, dentro de la sociedad y de la historia; la forma de esta reevaluación la dará la confesión como una manera de revelarse a sí mismo y “buscar algo que le sostenga y aclare”. En El remordimiento, González Ochoa expone la confesión de un hombre quien ha rechazado a una muchacha virgen que quería acostarse con él; la confesión fluctúa entre la alegría por haberse sobrepuesto a sus instintos y el remordimiento por no haberse acostado con ella, por haber negado sus pulsiones naturales: “Entiéndase que lo que me está matando es el remordimiento de haber dejado virgen a la vida. ¿Alegría por haberla ofrecido al espíritu? ¿Cuál mayor, remordimiento o alegría? Hoy es remordimiento, porque mi carne está eufórica; esta mañana era alegría, cuando al salir el sol me pareció que Dios estaba visible” (El remordimiento, 283).

El personaje de El remordimiento (que se denomina a sí mismo como “el autor de este libro”) es un hombre casado y padre de cinco hijos, quien durante su estadía como cónsul en Marsella se encuentra con Mademoiselle Toní, una muchacha de diecinueve años que llega a su casa para hacerse cargo del cuidado de los niños; Toní y el personaje van a un hotel de paso y después de que él la ve desnuda sobre la cama, decide irse, rechazarla. Tiempo después, cuando el gobierno colombiano ha decidido relevarlo de su cargo, de vuelta a su casa de Envigado, el personaje rememora lo que ha vivido con Toní y aparece el remordimiento por no haberse acostado con ella. Nótese aquí el contraste: en Europa —lugar de costumbres más liberadas—, el personaje trata de dominar sus pasiones; en Colombia —lugar de costumbres represivas—, el personaje quiere responder a sus pasiones; asistimos nuevamente a la síntesis que intenta hacer González sobre la modernidad: crítica ante el modelo europeo y también el latinoamericano. El final de la narración es esta afirmación del personaje: “Pues sí, lectores, tuve el premio de mi sacrificio: ya no amo a Toní. Antes de terminar la historia dejé de amarla. Y no hay para qué forzar el espíritu” (El remordimiento, 284). El alma del personaje queda así libre de este remordimiento.

En ningún momento del relato hay remordimiento por haber ido a un hotel de paso con una muchacha virgen que no era su esposa (de hecho, le muestra a ésta el papelito que le ha regalado Toní en donde le confiesa que lo ama); Mademoiselle Toní se convierte para el personaje en un símbolo del remordimiento, es decir, del “mecanismo de progreso moral” que tiene el hombre para superarse, porque es la forma de dominarse a sí mismo. Este remordimiento se distancia del de la “moral vulgar”, del obligado por el cristianismo y su noción de pecado; aunque el personaje acepte que la lógica del remordimiento proviene del cristianismo, la interpretación sobre los beneficios del remordimiento en la actividad reflexiva del individuo, en la constitución de su individualidad, se aparta de esta religión.

Para el personaje, es fácil el remordimiento que siente la mayoría de los seres humanos en Colombia, porque se ciñe a la noción de pecado propuesta por la religión católica; lo difícil de este remordimiento, tal como se propone en la obra, es que provenga de una sabiduría, de una verdad, hallada por el individuo a partir de su propia experiencia: “Tenemos el derecho de cumplir los instintos, para llegar a odiarnos en virtud del remordimiento y llegar a ser otros en virtud del arrepentimiento. Es el proceso de la teología moral. Entiendo por teología moral el estudio de Dios en cuanto se relaciona con el hombre. Tenemos el derecho de gozar de todos los instintos, para sentir el dolor que causa el goce y llegar así, poco a poco, a la beatitud. Ésta consiste en estado de conciencia no sujeto al tiempo ni al espacio” (El remordimiento, 192). La relación con el hombre, de hecho, es bastante discutida dentro de la teología, aunque parezca un exabrupto, pues de lo que se trata muchas veces es de probar la existencia de Dios a través de conceptos que no se prestan a discusión dentro de una comunidad; en el caso de González, al personaje no le basta saber qué es pecado, sino vivir el desarrollo de los instintos en sí mismo para llegar a una conclusión propia, a una guía ética que no se imponga como un mandato, sino como resultado de una vivencia y de un razonamiento interior.

Esta es la forma en la que González, a través de su personaje, marca su distanciamiento de sus contemporáneos, de sus compatriotas: “Claro está que esta sabiduría para nada sirve en Colombia; aquí sirven los cafeteros, los beodos, los ladrones. No hay un solo colombiano que tenga remordimientos” (El remordimiento, 332). El remordimiento como forma de alcanzar la conexión con la intimidad, con una representación posible del espacio psíquico que no esté mediada por ideas gregarias, no hace parte de la idiosincrasia de los colombianos; de allí que no se pueda hablar de sujetos, sino de “grey”, de seres que no están aún dispuestos a constituirse como individuos autónomos, que no toman por sí mismos la responsabilidad de construir su propia ética.

Para González Ochoa, la literatura es la forma de desnudarse, de poner en evidencia la forma en que su intimidad se va configurando, el proceso que sigue en su viaje hacia un mayor grado de conciencia: “La literatura ha sido mi panacea; es una necesidad espiritual, sucedánea del confesionario. Tanto me confesé donde los jesuitas que si no lo hago ahora, me extingo. Mis lectores reemplazan hoy al padre Mairena y, curioso, en uno y otros he hallado incomprensión. Pero ambos han sido instrumentos y nada importa que no entiendan: la cuestión es confesarse” (El remordimiento, 196). De nuevo, González incluye elementos religiosos en el relato, resalta su experiencia con los jesuitas como un elemento de formación de su ser íntimo que lo condiciona, pero, al mismo tiempo, reclama su opción como agente de su propia vida para reinterpretar la doctrina jesuita, en este caso, a través de la literatura, de la escritura. Aunque la escritura de González no sea comprendida ni por los más conservadores (por su reevaluación de la religión católica) ni por los más liberales (por la inclusión de elementos religiosos en su escritura), es la opción que ha elegido para constituirse como individuo pleno, autónomo, para reevaluar los dogmas en los que ha crecido, sobre los que se ha conformado la sociedad en la que vive, y proponer un punto de vista único sobre su realidad que se constituya como una verdad, como un sostén, aunque sepa en su intimidad que dicha verdad será provisional: “Infiel, insatisfecho siempre, semejante a un viajero que llega y ya está de viaje, y cabezón, porque siempre, desde niño, estoy buscando la verdad” (247).

La confesión exige la desnudez de la intimidad en mayor grado que en la autoficción: “En este libro me esforzaré por ser completamente desnudo; diré toda y nada más que la verdad, contaré lo que hice y por qué y sentiré que he ascendido en desnudez” (El remordimiento, 199); de allí que Zambrano proponga la confesión como la “revelación de una existencia desnuda” (1995, 34) en la que lo importante “no es que seamos vistos sino que nos ofrecemos a la vista, que nos sentimos mirados, recogidos por esta mirada, unificados por ella” (Zambrano, 1995, 46). La necesidad de desnudez es proporcional a la necesidad de ser mirados, comprendidos, para ya no sentirnos fragmentados, sino “perdonados” por la comprensión de un lector que puede observar la unidad perseguida y las acciones a través de las cuales se ha buscado. A su vez, la confesión como género literario “se ha esforzado por mostrar el camino en que la vida se acerca a la verdad ‘saliendo de sí sin ser notada’. El género literario que en nuestros tiempos se ha atrevido a llenar el hueco, el abismo ya terrible abierto por la enemistad entre la razón y la vida” (Zambrano, 1995, 24). En los momentos históricos en los que el discurso producido por la razón o por la búsqueda de verdades abstractas ha dejado por fuera la vida, la vida buscará la manera de expresarse, de revelarse, en este caso, a través de la literatura y de un género específico, la confesión; en un momento histórico en el que se pone en crisis las verdades producidas por la razón (recordemos que el texto de Zambrano es publicado por primera vez en 1945, es decir, sobre el final de la II Guerra Mundial), la filosofía se acercará a la vida, tal como es el caso en la obra de Fernando González Ochoa.

Acerca de las características formales de la confesión, Zambrano afirma: “Y esto es la confesión: palabra a viva voz. Toda confesión es hablada, es una larga conversación y desplaza el mismo tiempo que el tiempo real” (27). Y más adelante: “La confesión parece ser una acción que se ejecuta no ya en el tiempo, sino con el tiempo; es una acción sobre el tiempo, mas no virtualmente, sino en la realidad” (30). La palabra a viva voz que se pronuncia con el tiempo reúne, en El remordimiento, la necesidad de revivir una experiencia íntima y enunciarla como presente para mostrar la afectación en el personaje y transmitirla al lector; de allí que en la narración de las sensaciones, los pensamientos y los hechos se utilicen conjugaciones verbales que, al mismo tiempo que registren lo narrado como imágenes de un presente, distingan entre la experiencia, su explicación, su análisis y su finalidad en el proceso del progreso moral. La narración no permanece en la experiencia pura; esta se integra a la estructura de la obra, la cual está dividida en cuatro partes: 1) Análisis. 2) Situación, personajes, escenario, narración. 3) Definición y explicaciones. 4) Fragmentos de las libretas. La experiencia lleva al análisis, a la explicación y la proposición de una definición, pero, al final, vuelve a la experiencia individual, aún “sin elaborar”, “LA SEMILLA DE DONDE SALIÓ EL REMORDIMIENTO” (349).

A pesar de este “método” aparentemente tan racional, la sintaxis usada por González no obedece completamente a la lógica de la subordinación; hay un equilibrio entre la sintaxis coordinada de las imágenes creadas para narrar los hechos de los que surge la experiencia del remordimiento y las sensaciones y reflexiones del personaje, y la sintaxis subordinada de la definición y las explicaciones. En esta última parte, la escritura toma la forma del método deductivo (a diferencia del inductivo de las dos primeras) para enunciar, a partir de premisas, la explicación del funcionamiento del remordimiento; en esta parte, el lenguaje estará cercano al lenguaje religioso de los tratados teológicos como referencia a una premodernidad que aún está presente, no de manera “ingenua”, sino consciente en el autor, como ya se ha explicado. Esta búsqueda del equilibrio es una búsqueda axiológica moderna y corresponde al proyecto individual de González: llegar a dominar sus pasiones, su yo más instintivo, aunque sin anularlo, sin desconocerlo. Las sensaciones, los sentimientos, dejados a un lado por la razón moderna, son retomados aquí por González, no para permanecer en ellos y rechazar la razón (como ocurrirá con cierta tendencia de la posmodernidad), sino para vincularlas en un proceso de razonamiento que dé cuenta del ser humano como ser completo. Sin embargo, la “muerte” de Toní significa la muerte del instinto, su dominación; la razón se sobrepone a la sensación para que el individuo ascienda en conciencia. Hay en González una creencia en una particular “novela total”, es decir, en una forma novelesca que busca la unidad, la coherencia.

No es posible afirmar que la confesión de El remordimiento tenga como protagonista a Fernando González Ochoa, a pesar de que varios de los datos que proporciona la voz narradora sobre sí mismo coincidan con los de la vida del autor; la confesión es una estrategia narrativa que da forma a la novela propuesta por él y da forma a una vivencia, y esto es lo importante, es decir, la confesión permite llegar al lector a las conclusiones sobre el remordimiento como “mecanismo de progreso moral” y es esto lo que interesa a González en su búsqueda de un individuo pleno. La organización de la narración y la estructura de la novela, permiten entender que hay una mediación entre la narración y lo narrado, entre el autor y su personaje, y es aquí donde se encuentra el propósito estético de González; la desnudez es un propósito narrativo que se logra a través de una simulación: una estructura y un modo de narrar que permiten realizar aquí el proyecto estético de este autor, revivir una experiencia íntima y llevarla hasta la revelación —a través de imágenes que expresan el estado de conciencia del autor— de una verdad para la superación moral del ser humano, para su constitución como conciencia íntegra.

En el caso de la autoficción, la mediación estética será mayor que en la confesión, aunque haya explícitas referencias nominales al autor en sus novelas (Don Mirócletes, Don Benjamín jesuita predicador, El maestro de escuela, La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera). González se nombra a sí mismo en sus textos con el objetivo de señalar su transformación como sujeto, de ponerse a sí mismo como ejemplo de una verdad vivida y no aprendida; dicha transformación se logra a través de la objetivación de un González personaje en otros sujetos (Manuelito Fernández en Don Mirócletes, Lucas Ochoa en Don Benjamín…, Manjarrés en El maestro de escuela y el padre Elías en La tragicomedia…): “Lo que busca el novelista con la inserción de elementos imaginarios o fantasiosos en el relato de su vida es ampliar el marco referencial de su experiencia, concederle un valor simbólico y metafórico que transfigure su propia vida” (80) (27).

González personaje, a veces, puede asumir otros nombres diferentes al propio para introducirse en el relato como analista de la vida de un otro, a través del cual se despoja de facetas de su yo que le impiden “ascender en conciencia”. El autor que se trata a sí mismo como un personaje busca un distanciamiento de sí mismo, pero también, y sobre todo, de su realidad; Thomas Spear, por ejemplo, toma al escritor francés Jean Genet para explicar la necesidad de este distanciamiento, aún cuando se hable de aspectos autobiográficos: “Genet also notes how, in order to write about himself and of reality, he must be liberated from this ‘sol’, of France, the land and the constricting boundaries of nation. His history is therefore inextricably bound with a French identity but, as with his self, the author must distance himself from this land in order to write about it” (Spear, 2003, 94). Para escribir acerca de sí mismo y de la nación, es necesario crear una estrategia de distanciamiento; en este caso, esa estrategia narrativa es la autoficción. Al mismo tiempo, la autoficción señala directamente el hecho de que la constitución y el estado del estatuto “individuo”, “individualidad” y/o “autonomía” en un momento y espacio determinado dependen de la imagen de la identidad nacional, de la relación con una colectividad: “The individuated figure of autobiography is impossible without the collective; the relation to others naturally includes a national identity” (Spear, 2003, 104); las formas que adquieren la expresión de lo social en una nación, condicionan las posibilidades de la expresión de la autonomía individual.

Para González Ochoa es lógico pensar cómo la autoficción, como forma literaria, se adecúa tanto a sus propósitos estéticos como éticos; por un lado, la autoficción le permite al autor trabajar sobre sí mismo, elaborarse estéticamente a sí mismo, y recordemos que para González Ochoa esto se relaciona con dos de sus ideales: la creación artística como creación eximia humana y la evolución psíquica del ser como finalidad de la vida. Además, la autoficción le permite a González instaurarse como individualidad en un país en donde —como ya se ha dicho— este proyecto parecía —y parece aún— no estar en la agenda de los proyectos políticos ni intelectuales. En González Ochoa, este propósito ético-estético entra en contradicción con la época: “[En este período es cuando] el sujeto descubre la falsedad de su sustancia, lo que vendría a desmantelar progresivamente no sólo el mito del yo largamente creado por la burguesía y cuya descomposición se preludia en las manifestaciones artísticas de la vanguardia de entreguerras” (65) (28); en el caso de Colombia, el yo aún no es un mito, porque no se ha dado realmente un proceso de individuación, de modernidad, entre la población. Lo que sucede en Colombia es una modernización que no alcanza a transformar totalmente la mentalidad de la sociedad y el individuo se queda a medias entre los valores tradicionales y las transformaciones tecnológicas del capitalismo dependiente que introducen cambios abruptos en su vida práctica. Para González, la interpretación de este período es doble: proponer un ideal de individuo que dialogue con las circunstancias particulares del proceso de modernidad en Colombia y estar atento a la desidealización del proyecto moderno europeo en la coyuntura de entreguerras.

La autoficción tiene como antecedentes el género epistolar, los diarios íntimos, las confesiones, el género picaresco y la autobiografía; en el siglo XX y comienzos del siglo XXI, el uso de la autoficción se extiende cada vez más entre los escritores que ven en él la expresión de la “exacerbación neonarcisista posmoderna”, “[d]el patológico encogimiento del yo, sujeto satisfecho de su pequeñez e impotencia, alejado del drama y la grandeza de los personajes de otras épocas que, en lucha contra un sistema poderoso eran aplastados por éste” (Alberca, 2009, 6). En la posmodernidad, ante la llamada “muerte del sujeto”, la autoficción construye un “mito personal” que permita “transitar por el desierto del ser” (Alberca, 2009, 9). Desde la aparición del término en los años setentas, gracias a la conceptualización de Serge Doubrovsky y P. Lejeune (quien habla del pacto autobiográfico), la teoría literaria se ha debatido entre aceptar o no el estatuto literario de este género, debido al pacto ambiguo que propone la lectura de este tipo de textos (entre la novela y la autobiografía).

La crisis de la autobiografía —debida a la crisis del sujeto moderno—, alimenta el crecimiento de la autoficción; así como la autobiografía ha carecido del prestigio artístico de otros géneros canónicos, la autoficción también es víctima de este desprestigio, que, para Manuel Alberca, está asociado, en el caso de la literatura española, a las “fuentes más castizas y rancias de la ancestral tradición hispana, que ha impugnado por inmoral o narcisista la auscultación del propio yo” (Alberca, 2009, 17). Esta tradición hispana, obviamente, también hace parte de la tradición colombiana y es leída por González para contradecirla, para proponer que auscultar el yo es una forma de salir de la cultura monacal heredada, al mismo tiempo que escoge una forma literaria que va en contravía de un género canónico que durante la República Liberal, especialmente, estuvo asociado al discurso del poder, a la búsqueda de una “novela nacional” que sólo repitiera el falso discurso de la élite política del país (29).

Ante la imposibilidad de constituirse como individuo pleno en Colombia, la propuesta autoficcional de González Ochoa es también crear un “mito personal”, un símbolo que encarne su ideal de sujeto: “La autoficción acerca aún más la expresión artística a la cotidianidad de seres que están hartos de contemplarse a sí mismos como espectadores pasivos en un mundo donde todo se les da hecho, ya que las decisiones políticas y económicas les vienen dadas desde arriba […]. En respuesta a una crisis de crecimiento que amenaza con romper los signos de individualidad y de identidad cultural, [el autor] espera de la ficción que le devuelva su espacio esencial de protagonismo, su capacidad de expresión y de entendimiento” (83) (30). Señalar su particularidad como sujeto, señalarse a sí mismo como sujeto de la escritura, es su triunfo frente a un proyecto de nación que entiende como falso, como una colectividad amorfa.

En este sentido, es importante mencionar la ponencia de la profesora Diana Diaconu sobre la autoficción en Fernando Vallejo; al respecto dice Diaconu que la autoficción logra “desenmascarar […] los orígenes retrógrados, la mentalidad medieval completamente anacrónica de la que se deriva finalmente todo discurso identitario que concibe la identidad como colectiva” (2008, 4). Y más adelante: “[La autoficción] sí logra darle voz auténtica al sujeto cuya identidad está definiendo, en buena parte, porque ya no lo concibe como un ser colectivo, abstracto, sino estrictamente individual, único” (Diaconu, 2008, 8). Diaconu explica cómo el discurso literario de Vallejo iría en contra del ideologema de “América mestiza”, una imagen ideológica que pretende ocultar las contradicciones y lo problemas de la sociedad colombiana a partir de la propagación publicista de una “Colombia linda”; en González, nos encontramos en otro momento de la historia colombiana en el que la discusión sobre la identidad nacional-racial hacía parte de las discusiones ideológicas de la época.

La autoficción en González Ochoa y en Vallejo respondería a dos momentos distintos, pero en ambos autores, esta forma literaria enuncia la elección de configurar una voz narradora que asuma la responsabilidad de presentarse a sí misma como individualidad autónoma, que se aleje de la voz de las “mayorías” para expresar su inconformismo frente a la forma en la que se ha entendido y se ha constituido una pretendida identidad nacional. De la misma forma, hablar de sí mismos, a través de la mediación literaria, les permite a Vallejo y a González representar en sí mismos la historia del país, es decir, en la auscultación del yo se logra un distanciamiento a partir de la indagación de las consecuencias de la forma como se ha tejido la historia del país en la conformación de sí mismos como sujetos; el yo es aquí inseparable de lo histórico y de lo social: “Y así como me odio a mí mismo, odio a la Colombia actual; y así como amo al santo que podría ser, amo a la Colombia que sueño” (El remordimiento, 325). Mientras que la posición de Vallejo tiende a expresar en tono escéptico y desesperanzado la realidad de Colombia que nadie más se ha atrevido a enunciar de una manera tan directa (tono influido por el entorno posmoderno), la toma de posición de González está enmarcada, obviamente, en un momento de una modernidad más temprana en Colombia y expresa —no sin un tono también directo y libre de eufemismos— una actitud más esperanzadora y prometeica frente a la posibilidad de construir una identidad que acepte el mestizaje cultural que condiciona nuestra conciencia histórica y la responsabilidad de constituirnos como individuos, en el sentido moderno —temprano— del término.

Mientras que el mestizaje es, en la época de González, un discurso de la alteridad, pues las élites estaban pensando en la “purificación de la raza”, en Vallejo, este mismo discurso ha llegado a constituirse en un discurso publicitario que tergiversa su sentido real. La toma de posición de González, no obstante su grado de creencia en la utopía, no es ingenua; la forma novelesca guarda un tono crítico no exento de escepticismo. Es así como en El maestro de escuela, el epílogo titulado “El idiota” expresa el inconformismo de González frente a un “interlocutor” (la juventud colombiana) que es aún incapaz de conformar su punto de vista propio:

Y ese hombre de cierta edad se encontró conmigo después de esas meditaciones salidas del trasudor del tafilete del sombrero, y díjome: “Voy donde el Gobernador a decirle que es buen mozo, que es el as de los buenos gobernantes; ¿no viste que el presbítero Enrique Uribe ya se lo dijo? Yo no volveré a escribir contra los gobernantes. El padre Enrique tiene razón; ‘¡El rey es mi gallo!’. Y Santo Tomás tiene razón: ‘El poder viene de Dios’”. Así es como la vida va adobando el juicio de los jóvenes. ¡Putísima es la vida! (El maestro de escuela, 81).

“Adobar el juicio” significa acomodarse a las condiciones que impone la sociedad, congraciarse con aquellos que tienen el poder para recibir sus beneficios —sus migajas—; el juicio se adoba porque ante la inconformidad por nuestra suerte en una sociedad contraria a nuestros valores, se elige pensar que somos nosotros los equivocados y el deber es adaptarse a esa sociedad, aceptar las “verdades” que ella nos ofrece para no sentirnos ya fuera de lugar.

En Colombia, se puede nombrar como antecedente de la autoficción a la novela De sobremesa, de José Asunción Silva (según lo propone Alberca, 2005-2006) y como continuador de esta tendencia en el siglo XX y XXI, a Fernando Vallejo. Silva, González Ochoa y Vallejo serían tres autores que marcan una tendencia en el campo de la novela colombiana del siglo XX, la cual apunta hacia la proposición de una escritura que conecta directamente con la intimidad del autor para indagar en profundidad la forma de constitución del yo y, así mismo, evaluar el proceso de modernidad en Colombia. La escritura de la autoficción aludiría a una honestidad en la narración como parte de la estrategia narrativa, honestidad que se contrapone a la hipocresía de la doble moral que maneja la mayoría de la sociedad y, sobre todo, sus élites, y a la pomposidad y embellecimiento del lenguaje que impide acercarse directamente a los problemas fundamentales del ser humano en un momento y lugar determinado. En el caso, por ejemplo, de Don Mirócletes, el escritor antioqueño trabaja sobre el problema de la debilidad del yo, de la falta de voluntad: “Él es mi hijo o algo más. Manuel Fernández es Fernando González, pero éste no es Manuel Fernández. Mejor dicho: en mí vive, frustrado, reprimido, borrado por otras tendencias más fuertes, el amigo Fernández. Que es mi hijo se comprueba con el hecho de que siento deseos de llorar cuando, en virtud de la necesidad lógica de su carácter, pretende suicidarse o se va babeando detrás de una mujer cualquiera” (Don Mirócletes, 70-71); en El maestro de escuela, González Ochoa desarrolla el problema del “grande hombre incomprendido”; este problema consiste en la manera en que un sujeto evita asumir la responsabilidad de su destino y culpa de sus obstáculos a los demás:

La gente no sabe por qué se alegra: es porque nace el sentimiento de “grande hombre incomprendido”. El razonamiento de la subconsciencia es:

“Los imbéciles poseen honores y riquezas; si yo estoy pobre, olvidado, es por eso, por incomprendido. La culpa la tienen los demás”.

La íntima actividad humana es objetivar los “males” arrojando la culpa a los semejantes. Es la raíz del arte, de los mitos. (El maestro de escuela, 26).

De esta forma, González Ochoa elabora explícitamente el problema de la constitución de la autonomía e ilustra sus inconvenientes en Colombia a partir de la focalización, desde una perspectiva crítica, en la vida de un hombre que actúa como desdoblamiento de sí mismo: “La obra resalta por cierta previsión; en eso de la descomposición de la personalidad del maestro de escuela Manjarrés, y en las circunstancias de su muerte y entierro, parece que hubiese asistido a mi propio fin… Me apena insistir, pero es que los personajes se confunden: parecen uno y son dos. Es la descomposición del yo” (El maestro de escuela, 7). Manjarrés, un maestro de escuela que es despojado de su puesto por ser tildado de “godo”, expresa “la tragedia del proletariado intelectual”, el momento en el que pierde la “seguridad de su yo”; de la culpabilidad adjudicada a los otros, se pasa a la culpabilidad concentrada en sí mismo. De las dos maneras, el sujeto se diluye, pues la culpa es la forma de no asumir la responsabilidad de la propia vida, tanto si esta culpa es endilgada a los otros (a los partidos políticos o al “sistema”) como si se endilga a las propias debilidades; en ambos casos, hay un proceso de naturalización del estado de los acontecimientos y este proceso impide que el sujeto se sienta un agente de cambio.

Nótese en este punto que la “seguridad del yo” en Manjarrés mengua debido a causas externas: la subestimación de su valía por supuestamente pertenecer a un partido político, según el juicio de las “autoridades” del partido contrario. Manjarrés aún no trasciende esta forma “primitiva” de asumirse como sujeto en Colombia: tomar partido por alguna de las ideologías “primitivas” que gobiernan al país desde su nacimiento como República; el hecho de pertenecer a cualquiera de los dos partidos políticos tradicionales se convierte en un obstáculo para la emergencia de la individualidad autónoma. Así mismo, es “primitivo” culpar al gobierno de turno de nuestra situación o culparnos a nosotros de lo mismo; se trata de responsabilidades que se deben otorgar con objetividad y lucidez, responsabilidades que están en ambos lados de la problemática, no sólo en uno de ellos, para beneficio de las mentes reductoras.

En El maestro de escuela, la focalización se detiene en el momento de la muerte del personaje observado, es decir, en el momento en el que el sujeto adquiere su forma definitiva, el momento en el que ya no puede ejercer ninguna otra transformación en su vida. La muerte es importante en las obras de González Ochoa y ella como símbolo del cierre de la vida, como su forma última, coincide también con el valor moderno de la muerte como búsqueda de un bel morir; aquí la vida tiene un sentido y este se busca en la visión de la vida como viaje, como posibilidad de transformación trascendente, es decir, como posibilidad de mejorar en el conocimiento de sí mismo y luego en el olvido de sí mismo, tal como se enunció al inicio de este ensayo: “Poco a poco fuimos intimando, hasta visitar su casa para la investigación. Se me permitirá seguir el aparente desorden con que fui adquiriendo el conocimiento de este hombre detestable, pero digno de compasión. Se me fue entregando fragmentariamente. La certeza plena no la obtuve hasta su muerte. Cuando le hayamos enterrado podré contestar a todos los porqués. Suplico que demoren el juicio acerca de este informe psicológico. Principiaré con ciertos apuntamientos confidenciales” (El maestro de escuela, 14).

La investigación que deriva en un informe psicológico es la forma en la que González, al igual que lo hizo en la confesión, no permanece en lo sensorial, en el presente, sino que objetiva la experiencia para llegar a la enunciación de una verdad para su ser; la vida se muestra como un continuo de fragmentos a menos que haya una conciencia dispuesta a organizarlos. En este objetivo, la compasión es importante porque Manjarrés hace parte del yo-personaje del autor, es una de las facetas de su conciencia, es decir, su acercamiento es una forma de ejercer una mayor comprensión sobre su yo; la compasión es aquí capacidad de comprensión (sin implicar ausencia de juicio), pues éste será la manera de enunciar su crítica de manera radical frente a todos los valores establecidos, sin importar de qué partido político o clase social provengan.

La muerte de cada uno de sus personajes, es también una muerte simbólica de algunos aspectos del yo de González como personaje (por eso firmará el libro como Ex Fernando González): “En esta novela que leísteis me he deleitado en la pintura minuciosa del que habitó en mí durante mi niñez y mi juventud y que tanto me hizo padecer. Es, pues, algo de autobiografía. Reniego así de mi obra y vida anteriores, o, dicho con palabras más suaves, me despido del maestro de escuela” (El maestro de escuela, 72). González personaje puede seguir en su viaje vital, en su transformación, pues conoce y domina ese aspecto de sí que antes rechazaba y que le obstaculizada su proceso de concienciación sobre sí mismo.

En la obra de González Ochoa, a diferencia de la confesión, en la autoficción no aparece únicamente el yo hablando sobre el yo, sino que también usa a un otro para hablar de sí mismo; por otra parte, mientras en la confesión, el remordimiento como mecanismo de “progreso moral” surge de la experiencia rememorada, de volver sobre el pasado, la autoficción pretende escribirse en el mismo momento en el que la acción ocurre. En la autoficción, el narrador sigue la vida de un otro y registra su observación y su análisis al mismo tiempo que acompaña a ese otro en la revelación de su existencia; esto permite que, al igual que en la confesión, la aspiración a la desnudez se mantenga como propósito narrativo y que el narrador hable desde un tono subjetivo que valida su objetivo de constituirse como individuo pleno, valida su capacidad de juzgar y de llegar a sus propias verdades, pero a diferencia de la confesión —y de aquí la preferencia de González por esta forma literaria—, en la autoficción la voz narradora puede ser más fiel a su propósito de abandonar el tiempo pasado, lo inmóvil, para asumir la narración de un presente en continuo cambio, en posibilidad de transformación. De lo anterior se deriva la siguiente conclusión de González: “Esos libros, que el hombre lleva siempre consigo dondequiera que habite y cuandoquiera que exista, son su historia, su autobiografía. En las clasificaciones hechas para ‘enseñar’, les dan nombres diversos: novelas, mitos, dramas, historias, pero ellos son la eternidad humana” (La tragicomedia…, 175).

La escritura compendia lo humano y González lo hace más explícito aún en su obra; sus novelas abordan explícitamente un obstáculo en la consecución de la autonomía del sujeto y, al mismo tiempo que parten de las imágenes de lo cotidiano, del acompañamiento en la observación de la experiencia de sí mismo y de los que lo rodean, buscan analizar, comprender y llegar a la enunciación de verdades —aunque relativas, temporales—, de afirmaciones que compendian el descubrimiento paulatino de razonamientos sintéticos, los cuales pretenden dar luces para el entendimiento de la vida como posibilidad de trascendencia en un aquí y un ahora.

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* Investigadora del Instituto Caro y Cuervo y docente de la Pontificia Universidad Javeriana y de la Universidad Santo Tomás. Magíster en Literatura Hispanoamericana (Instituto Caro y Cuervo). Este ensayo es parte de los resultados del proyecto de investigación “Establecimiento del campo de la novela en Colombia (1820 – 2010)”, desarrollado bajo la coordinación de Hélène Pouliquen con el apoyo del Instituto Caro y Cuervo. Parte de este texto se presentó como ponencia en el II Congreso Internacional de Literatura Iberoamericana (Universidad Santo Tomás, Bogotá, septiembre de 2010) con el título: “Fernando González Ochoa: escribir en el borde”. Otra parte de él se publicó en la Revista de Humanidades 23 (junio de 2011) de la Universidad Andrés Bello (Chile) con el título: “Fernando González Ochoa: la búsqueda de la autoexpresión”.

Notas:

(1) La toma de posición hace referencia al punto de vista axiológico (ético-estético) particular del escritor, puesto en forma en sus obras literarias. La toma de posición del escritor es su respuesta particular a los condicionamientos sociales de su época, el conjunto particular de sus prácticas sociales tangibles en el campo literario, su apuesta estética puesta en forma en el texto artístico (Bourdieu, 1997, 302-309).
(2) Dice Bourdieu que cada “campo produce su forma específica de illusio, en el sentido de inversión en el juego que saca a los agentes de su indiferencia y los inclina y los dispone a efectuar las distinciones pertinentes desde el punto de vista de la lógica del campo, a distinguir lo que es importante (lo que importa, interest, por oposición a lo que da igual) […]. La illusio es la condición del funcionamiento de un juego, de la que también es, por lo menos parcialmente, el producto” (1997, 337).
(3) A la que, sin embargo, cuestiona desde sus cimientos, si se recuerda la sentencia lapidaria enunciada por San Ignacio de Loyola: “Sólo Dios sabe quién soy”, la cual niega la individualidad del hombre que, por el contrario, es afirmada acérrimamente en la obra de González Ochoa.
(4) Se puede mencionar, entre otros, el ensayo realizado por Jaime Mejía Duque (1986) en 1965: “Fernando González y su obra”. Entre otras afirmaciones, Mejía Duque dice que la protesta de González no revolucionó nada, que sucumbió al provincialismo, que no es innovador en ninguna de sus ideas porque en realidad expresó viejos lugares comunes (por ejemplo, las características ascéticas y estoicas de su pensamiento) y prejuicios, que no fue un filósofo sino apenas un “aficionado”, que no fue un novelista y que su obra se construyó en abigarramiento de géneros literarios, que su lenguaje inconformista agonizó en el vituperio y el automatismo, y que su concepto de libertad está desprovisto de alguna relación con un proceso histórico real.
(5) Por ejemplo, el trabajo de Santiago Aristizábal Montoya: “Fernando González. De la literatura a la filosofía”, una conferencia ofrecida en Otraparte en junio de 2006. Consultada en marzo de 2010.
(6) Sobre todo, si recordamos que, según Jaramillo Vélez (1998), en Colombia, es durante los años treintas y cuarentas que aparece realmente la filosofía como disciplina moderna, específicamente, con la fundación del Instituto de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Colombia en 1946 (p. 106).
(7) En este ensayo se hará énfasis en las formas autoficcionales y confesionales como elemento constitutivo de la estructura de sus novelas.
(8) Estas críticas se retomarán más adelante para explicar la propuesta estética de Fernando González Ochoa.
(9) Dicho principio dice “una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”. Toda la obra de González intentará mostrar lo contrario, es decir, el principio de la mutabilidad y la indeterminación humana. De este hecho también es posible inferir la imposibilidad de González de pactar con cualquier clase de idea que se imponga sin prestarse a discusión, a reflexión, a sospecha. La “verdad revelada” —forma que adquieren las ideas en Colombia desde su temprana formación como República en el momento de hablar de conocimiento, ciencia o educación— no le interesa a González, sino aquellas “verdades” que va descubriendo el individuo en su experiencia, dentro de sí.
(10) Esta actitud también es posible entenderla por el conocimiento que tenía González Ochoa sobre las ideologías de ambos partidos; primero participó en el Frente Nacionalista Colombiano (de tendencia derechista), y después ingresó en un movimiento liberal de izquierda: La Izquierda Nacional (LAIN).
(11) En este punto cabe recordar el hecho referenciado en algunos textos sobre González Ochoa acerca de su postulación para el premio Nobel de 1956 por recomendación de Sartre y Wilder (Sartre afirmó —según la información encontrada en el artículo “El Nobel de Fernando González” escrito por Ernesto Ochoa, consultado en marzo de 2010— que González Ochoa era “el único escritor existencialista de América”; a su vez, González Ochoa dedicó su novela El maestro de escuela a Wilder, quien dijo de esta obra que era “la nueva novela” —según la información hallada en el prólogo a Don Benjamín, jesuita predicador (Colcultura, 1982), escrito por Miguel Escobar—), así como también el pronunciamiento de Félix Restrepo, desde la Academia Colombiana de la Lengua, en el cual mencionaba la falta de méritos de González para alcanzar este galardón; Restrepo propuso a Ramón Menéndez Pidal en lugar de González. Finalmente, el premio le fue otorgado a Juan Ramón Jiménez.

En su libreta del 20 de octubre de 1958, González Ochoa precisa que él no ha conocido personalmente a Sartre y se refiere a su postulación para el Nobel como simple vanidad; cuando le cuentan que Sartre ha preguntado por él, González escribe: “¿Qué a mí fuera de la Intimidad?”. En esta afirmación se reitera el rechazo del escritor antioqueño a las instituciones literarias y su elección vital —por encima de cualquier requerimiento externo— de conectarse con su yo más íntimo, con su espacio psíquico, con la expresión de su subjetividad.

(12) “Yo no doy entrevistas”. Entrevista realizada a Fernando González Ochoa por Enrique Posada en 1961. Consultada en marzo de 2010.
(13) Op. cit.
(14) En este sentido, la escritura de González Ochoa sigue la tradición iniciada por José María Vargas Vila, por José Asunción Silva (sobre todo, en Gotas amargas), por León de Greiff y Luis Carlos López, autores que dieron forma en su literatura al sarcasmo como una manera radical de criticar un medio anegado en lo melifluo y lo declamatorio.
(15) La presencia de Carlos E. Restrepo en la vida de González será fundamental, pues la colaboración del ex presidente permitirá que la marginación del escritor antioqueño (por sus constantes y duras críticas al gobierno de turno) no lo perjudique hasta el punto de conseguir el absoluto desconocimiento y olvido de su obra (aunque sí la censura); como ejemplo de esta marginación y censura se puede mencionar el hecho de que González tuvo sólo una oportunidad de colaborar en la prensa nacional: en El Diario, de Medellín, y sólo por algún tiempo. Por otra parte, Fernando González Ochoa viene de una familia muy tradicional en Envigado, descendiente directa de españoles que colonizaron esta parte del país; se puede afirmar que la posición de la familia González era, de alguna manera, privilegiada en la sociedad antioqueña. Estas dos situaciones posibilitan que, aún en una época tan contraria a sus ideas, la obra de González tuviera difusión y que su palabra fuera tenida en cuenta por algunos escritores e intelectuales, y que aún en los sesenta los nadaístas vieran a este escritor como una de sus principales influencias. Hoy, la obra de González es relativamente conocida (sobre todo, en los círculos académicos), aunque con reticencias de tipo crítico, que ya han sido mencionadas en este ensayo, y que han hecho que su posición en el campo literario (y filosófico) no sea dominante ni ampliamente reconocida. La labor de reconocimiento de la obra de Fernando González Ochoa ha sido impulsada desde el año 2002 por la Corporación Otraparte (creada por iniciativa de su hijo menor Simón González Restrepo —ex gobernador de San Andrés, Providencia y Santa Catalina—), en Envigado, ubicada en la casa-museo homónima. Esta corporación y la colaboración de las universidades EAFIT, Pontificia Bolivariana y de Antioquia, ha hecho posible que la obra del escritor antioqueño se haya reeditado en su totalidad.
(16) De allí que no haya escrito borradores de sus obras, sino que publicara siempre la primera versión de las mismas.
(17) A propósito de esta característica de la escritura de González, se puede agregar algo más: a pesar de que en la primera mitad del siglo XX fue regular la publicación de novelas que vinculaban la lengua de las regiones y de sus zonas rurales a la narración, por lo general, esta vinculación carecía de dialogismo, es decir, los vocablos populares aparecían entre comillas o en una forma en la que fuera clara su diferenciación con la lengua oficial; inclusive, algunas novelas presentaban al final un glosario de los términos populares o de la lengua oral usados por los personajes, por ejemplo, en la novela Toá (César Uribe Piedrahita) —novela de los años treinta, contemporánea de la obra de González Ochoa—, obra literaria ya canónica en la historia de la literatura colombiana. González Ochoa no hace uso de comillas ni de glosarios, es decir, no hace diferenciación entre la “alta” y la “baja” cultura, aunque entiende muy bien que la utilización de ciertas palabras o de ciertas expresiones paisas, sobre todo, aquellas que causaban escándalo entre los lectores púdicos, obedecen no a una intención sociológica, sino literaria; dice González Ochoa: “¡Vea hombre! Cuando hablo nunca digo esas palabras. Cuando escribo sí las necesito” (González citado por Mejía Duque, 1986, 119). La escritura sí las necesita porque es su forma de trastocar radicalmente esa lengua oficial anquilosada, de elaborar la “experiencia pura” (en este caso, el lenguaje hablado) para lograr un efecto de sentido en el texto literario.

Habría otro aspecto importante de señalar que apenas se deja enunciado aquí: novelas canónicas ya como La vorágine, Toá y 4 años a bordo de mí mismo, abordan la problemática del hombre que deja la ciudad (la civilización) para buscar un espacio no pervertido por la modernización o en el que sea posible ser pionero de una modernización sin atropellos hacia lo humano; sin embargo, en las tres novelas los personajes terminan desilusionados de su travesía por el mundo natural, instintivo. El caso de González Ochoa sería diferente en este sentido, pues en su obra ese mundo natural no está lejos, no hay que ir a buscarlo, sino que está en la base del ser humano, en su cotidianidad, y el hecho de conocerlo —y dominarlo— sin ingenuidad alguna permite que el proyecto de la modernidad (tal como la entiende el escritor antioqueño) no se desvirtúe.

(18) El concepto de cronotopo es elaborado por Mijaíl Bajtín (1989, 237-239) y hace referencia a las relaciones simbólico-axiológicas que se tejen entre el espacio y el tiempo en la obra literaria. La comprensión de esta relación permite entender más concretamente la imagen del mundo y del hombre propuesta por el escritor en su obra, de acuerdo con las posibilidades de actuación que tenga el personaje en ese mundo, condicionado por las circunstancias reales históricas y la forma en la que aparezcan en la obra. Los límites de las actuaciones humanas y las alternativas de acción que tiene un ser humano en un momento determinado son configuradas en la obra literaria a través del cronotopo; esta será la evaluación del autor acerca del estado del mundo, de la realidad, en un momento y lugar específico.
(19) Julia Kristeva propone la experiencia de la revuelta como el cuestionamiento constante de sí mismo y de la “ley del padre” (normas y prohibiciones sociales), el desplazamiento del pasado, a través del cual el sujeto logra autonomía y renueva su vínculo con la otredad, liga lo abyecto en un registro otro como parte de la condición humana (Kristeva, 2001, 16). La revuelta funciona como un “retorno retrospectivo” en el que el sujeto se reconcilia con su pasado y puede así instalarse en su presente. A través de la revuelta, el individuo resignifica su pasado, le da un nuevo sentido a su fracturada relación con una “ley del padre” que se volvió inválida por haber destruido la armonía del individuo, su felicidad, y alcanza también el perdón (la suspensión de todo juicio que encarne una negatividad-culpabilidad paralizante).
(20) “Se trata del sistema de disposiciones adquiridas por la experiencia, por lo tanto variables según los lugares y los momentos” (Bourdieu, 1995, 32).
(21) En el sentido de Kristeva, pues en su obra literaria, González Ochoa elabora la retórica del perdón, del no-juicio, a través de un discurso que busca comprender todos los puntos de vista de la situación y de las condiciones de actuación de sus personajes, es decir, no ocultar la verdad de lo que sucede en la interioridad del individuo, como se ha expuesto en párrafos anteriores.

Según Kristeva, en la obra literaria, el perdón se manifiesta primero como el establecimiento de una forma, la donación de un sentido fuera de la “tiranía del amo”, una liberación, una renovación (Kristeva, 1997, 171) ya no sólo en el terreno psicológico, sino en un acto singular: el de la nominación y de la composición (Kristeva, 1997, 180), es decir, la redistribución del orden del lenguaje a través de un estilo, una visión (intimidad) que modifica la lengua avejentada (Kristeva, 1999, 57); en la obra literaria, entonces, el estilo sería la forma en la que se da la comunicación de la intimidad. El perdón, así, posee el efecto de una actuación, de un hacer, de una poiesis (Kristeva, 1997, 173). El escritor se identifica y se “compadece” de los otros para hacer que desaparezca el juicio sobre sí mismo y sobre los otros; al distanciarse de sí mismo y, a la vez, desde sí mismo, da forma a una interpretación del mundo que proviene de un lazo amoroso en busca de una nueva relación con el otro y con él mismo. Esta nueva relación surge del malestar cultural percibido por el escritor y que tendría que ver con el grado de inadecuación del ser humano al espacio social que se le ofrece para su desarrollo, tal como lo percibía González Ochoa en su época.

(22) Kristeva se refiere al pacto simbólico como la entrada del ser humano en una cultura. Cuando el niño adquiere dominio del lenguaje estandarizado, accede al pacto simbólico, está dentro de la cultura. Antes, el niño permanece en un nivel semiótico de comunicación, en un nivel preverbal en el que no hay aún ningún pacto simbólico, ninguna aceptación de las normas y códigos culturales. El dominio del lenguaje implica, en este sentido, el dominio de las normas, los pactos, sobre los cuales se estructura la cultura. La individualidad se constituye con base en la relación que el ser construya con estos pactos, con estos acuerdos implícitos y explícitos sobre los que funciona todo grupo social, bien sea a través de una relación de rechazo o de aceptación, en sus diversas gradaciones.
(23) En Colombia, como antecedente de estos “afectos” estaría la obra de la Madre Francisca Josefa del Castillo (Tunja, 1671-1742) titulada Afectos espirituales, editados por primera vez en 1847.
(24) En este punto cabe recordar la oposición que presenta Cruz Kronfly (2007) entre individualidad y autonomía (p.p. 50-53), pues si bien las reflexiones de San Ignacio de Loyola y San Agustín pusieron de manifiesto la conciencia individual del ser humano, su interioridad, no así su autonomía, su intimidad, precisamente, en lo que quiere enfatizar el discurso de González; la obra de este autor sería, entonces, en Colombia, un puente entre el individuo cristiano y el individuo laico, moderno.
(25) “Yo no doy entrevistas”. Entrevista realizada a Fernando González Ochoa por Enrique Posada en 1961.
(26) Así lo explica Kristeva con respecto a la postura de Sartre: “El hombre no puede alcanzar su ser libre más que conquistándose a sí mismo por encima de la naturaleza, arrancándose de ella, negando en sí toda naturaleza: tal es el sentido del asesinato de la madre. Nos afirmamos como sujetos libres únicamente afirmándonos como antinaturales” (1998, 269).
(27) “Capítulo 5. Teoría de la autoficción”. En La escritura autobiográfica en el fin del siglo XIX: el ciclo novelístico de Pío Cid. Disponible en Cervantesvirtual.com. Consultada en marzo de 2010.
(28) Disponible en Cervantesvirtual.com.
(29) Esta búsqueda es explícita para los mismos escritores como una forma de acceder fácilmente a tener una posición privilegiada dentro del campo literario de la época. Como ejemplo de lo anterior, se puede mencionar la novela Viento de otoño (Bogotá: Editorial Cromos, 1941), cuyo subtítulo es, precisamente, “novela nacional”; esta novela de Juana Sánchez Lafaurie (publicada bajo el seudónimo de Marzia de Lusignan), está prologada por el padre Félix Restrepo y por Antonio Gómez Restrepo, es decir por dos de las más altas autoridades académicas de la época. En dichos prólogos, se subrayan las cualidades morales y estilísticas de la novela:

“Tema tan doloroso está tratado por usted no con el crudo realismo que ahora se acostumbra sino con la exquisita delicadeza de una gran señora y con la más perspicaz mirada sicológica.

Su estilo es suave, atrayente, siempre castizo ¡y no pocas veces brillante! Ha enriquecido usted nuestra literatura con una bella novela cuya lectura se debe recomendar a todos, pero especialmente a las niñas de nuestros colegios para que antes de salir al mundo aprendan a conocer sus peligros”. (Félix Restrepo, 6).

“Espíritu generoso, esta inteligente hija de la costa Atlántica, está dispuesta siempre a salir a la defensa de las cosas buenas, a elogiar a sus compañeras en el cultivo del arte y a tratar temas del más alto sentido espiritual. Y como escribe con gracia, con elegancia y con pulcritud irreprochables, con efusión del corazón, sus artículos son leídos por el público más selecto, que sabe apreciar las cualidades y condiciones delicadamente femeninas a que da bella expresión el impecable estilo de Marzia de Lusignan”. (Antonio Gómez Restrepo, 7-8).

En estas citas es claro el rechazo a un lenguaje realista y la exaltación de lo “bueno y lo bello”, cualidades que provienen de la tradición clásica (introducidas, específicamente, por Caro y Cuervo, a finales del siglo XIX) y que aún pervivían en el campo literario colombiano de la época; es interesante también la forma en la que se refieren a lo femenino, es decir, al “deber ser” femenino (“delicadeza”, “gran señora”, estilo “castizo”, “pulcritud irreprochable”). Ninguna de estas “cualidades” sería subrayada en la obra de González Ochoa, sobre todo, porque en lo referido a los “temas del más alto sentido espiritual”, lo espiritual en el escritor antioqueño adquiere una significación diferente a la moral convencional, que es a la que se refieren Restrepo y Gómez. De esta forma, se perfila mejor la posición de González en el campo de la novela colombiana y su necesidad de ir en contra de la falsedad espiritual y estilística legitimada por la academia.

De otra parte, a pesar de que la novela de Sánchez elabore la imagen de una “nueva mujer”, tal como se ha señalado en los trabajos críticos de María Mercedes Andrade (“Tradition and Modernity in Viento de otoño”, Hispanic Review, 2005) y Ángela Robledo (“Viento de otoño de Marzia Lusignan: la pregunta por el amor de una madre soltera y la emergencia de la Nueva Mujer. Lotos y azucenas en el altar de la decadencia”, disponible en: Colombianistas.org, consultada en febrero de 2010), y proponga una ruptura respecto a los modelos femeninos y, en general, axiológicos, anteriores (románticos, modernistas), esta posición crítica se silencia en los prólogos a la novela para dar prelación a las virtudes morales de la misma y posicionar a la autora como una mujer ejemplar que encarna el perfecto modelo de mujer tradicional. Desde esta perspectiva, es notable cómo la crítica literaria oficial de la época condiciona y dirige la lectura de las obras, según su conveniencia, en este caso, para mantener un modelo tradicional de sociedad y de mujer. Sería, claro, también en este sentido, la negativa de González Ochoa a pactar con cualquier tipo de agente de poder dentro del campo literario, como condición de mantener su posición crítica alejada de cualquier tipo de dominación ideológica.

(30) Disponible en Cervantesvirtual.com.

Fuente:

Comunicación personal.