Fernando González

Por Néstor Armando Alzate

Recostado contra el árbol, las horas discurrían a través de sus profundas cavilaciones. De pronto la voz estentórea de su vecino campesino rompió el hechizo al preguntarle: “Qui’ubo maestro, ¿descansando?”, y Fernando González —sin levantar la boina que reposaba sobre sus ojos— le respondió: “No, mijo, trabajando”.

Al día siguiente, el filósofo de “Otraparte” ordeñaba una vaca, y al pasar de nuevo, su amigo le espetó a quemarropa: “Qui’ubo maestro, ¿trabajando?”, y él, sin levantar la vista, le respondió con tono socarrón: “No, mijo, descansando”.

Y es que Fernando González Ochoa, filósofo de nacimiento e irreverente de profesión, veía el mundo en contravía de lo establecido y su vida giraba al revés de las manecillas del reloj, pues nació anciano el 24 de abril de 1895, y murió demasiado joven, a los 68 años.

Con la gravedad del pensador maduro, desde muy temprano puso en calzas prietas a sus padres, Daniel y Pastora, al cometer el horrendo delito de leer y defender las ideas de Nietzsche y Schopenhauer, lo cual le mereció la expulsión del colegio de los jesuitas, cuando apenas contaba quince años. Inmediatamente se mudó con su incipiente prontuario, a la guarida de los Panidas, peligrosa banda literaria, a la que pertenecían León de Greiff, Ricardo Rendón, Libardo Parra Toro, Félix Mejía Arango, Eduardo Vasco y José Manuel Mora, entre otros. Al lado de estos subversivos comenzó su prolífica carrera en los bajos fondos de la filosofía.

En 1916 perpetró su primer asalto intelectual contra el establecimiento ultramontano, al publicar Pensamientos de un viejo, libro en el que, a sus 21 años, ya plasmaba toda una vida de meditaciones impunes, con las correspondientes conclusiones corrosivas, propias de un anciano recién nacido a la sabiduría. El resto del camino hacia la niñez de su espíritu fue una huida permanente de la cerrazón mental de sus contemporáneos, de la intolerancia ignorante, y de sí mismo.

Tras culminar sus estudios, en 1919, dispuesto a condenarse con su propia verdad, antes que salvarse con una verdad prestada, presentó como tesis un estudio sociológico llamado El derecho a no obedecer, nombre que fue rechazado por el jurado, y entonces tuvo que optar por el elemental, simplista e irónico título de: Una tesis. Solamente así la Universidad de Antioquia le permitió graduarse de abogado.

Seguro de que con el derecho podría reivindicar a los que no tenían derechos, aceptó el cargo de Magistrado del Tribunal Superior de Manizales; pero el corazón que no pudieron doblegar las autoridades universitarias, finalmente amansado por la ausencia de su amada, lo hizo retornar apuradamente para contraer matrimonio, en 1922, con Margarita Restrepo Gaviria, hija del expresidente Carlos E. Restrepo.

Entonces se dedicó a dictar sentencias como Juez Segundo Civil del Circuito de Medellín, y a escribir, al amparo de la noche, encendidas meditaciones que se fueron apagando entre los años y el olvido. En 1929, agobiado por el síndrome de escritorio, se fue a recorrer, paso a paso, los departamentos de Antioquia, Caldas y Valle, y al cabo de un buen tiempo retornó con su mochila repleta de cultura, costumbres y paisajes, con los cuales escribió Viaje a pie; libro que le mereció los aplausos de la crítica europea y la reprimenda del Arzobispo de Medellín, Manuel José Caycedo, quien velando por la salvación de sus ovejas prohibió su lectura, so pena de caer en pecado mortal.

Aprovechando el centenario de la muerte del Libertador, en 1930 publicó Mi Simón Bolívar, obra en la que buceó a través de su alter ego, Lucas Ochoa, en la compleja personalidad de Bolívar y su obsesión por la libertad de América. Apenas tuvo tiempo de asimilar la reacción producida por el libro, porque el recién estrenado presidente, Olaya Herrera, lo envió a Génova como Cónsul General; pero antes de recalar allí, pasó por Venezuela, y de su amistad con Juan Vicente Gómez nació, posteriormente, Mi Compadre, biografía del dictador, titulada así por ser aquel padrino de Simón, el último de sus cinco hijos.

Recién instalado en Italia, la policía comenzó a seguirle los pasos porque tenía noticias de que su acerada pluma se había lanzado sin contemplaciones contra el fascismo, por lo cual Mussolini pidió su salida del país; y entonces, para evitar un incidente diplomático, el presidente Olaya lo trasladó al consulado de Marsella, adonde llegó con esos apuntes sobre el Duce, que luego aparecieron como El Hermafrodita dormido.

En Europa maduró su gravidez intelectual. Allí dio a luz a Don Mirócletes, una mirada introspectiva de su propia dualidad, y que, a su decir, era la obra suya que más le agradaba, pero nunca quiso leer porque “… sentiría que soy Manuelito —el protagonista— y deseo olvidar eso tan horrible”.

Con El remordimiento, un ensayo de teología moral, y Cartas a Estanislao, producto de un fecundo intercambio epistolar con su amigo Estanislao Zuleta Ferrer, retornó en 1934 a su entrañable naranjal envigadeño, en el que embriagado por el aroma del azahar recobró fuerzas para acometer Los negroides, un disparo a quemarropa contra la vanidad de los colombianos y contra la vergüenza que produce ser latinoamericano. Paradójicamente, en el mismo libro deposita su fe en que cuando despierte Latinoamérica, su hibridación rejuvenecerá el mundo y renovará su cultura envejecida.

Con su entusiasmo como único capital, en 1936 emprendió la quimera de publicar Antioquia, revista mensual cuya periodicidad terminó dependiendo de la estrechez crónica de su bolsillo, pues los anunciadores cerraron los suyos a lo que consideraban un libelo contra la moral y las buenas costumbres.

Hastiado de la hipocresía parroquial, huyó de esa realidad, y asesorado por sus amigos Pedro Nel Gómez, Carlos Obregón y Félix Mejía construyó su refugio, al que llamó “Otraparte”, una república simbólica sin más leyes que sus elucubraciones. Aprovechando que en ese 1940 —poco antes de su trasteo— se cumplía un centenario de la muerte de Francisco de Paula Santander, la emprendió contra el “Hombre de las Leyes” con un descarnado análisis histórico y sicológico de su figura, que publicó con el título de Santander, y en el cual le quedó espacio para desmitificar a los demás héroes nacionales. Como era de esperarse, le cayeron en gavilla.

Entonces este tímido iconoclasta les “encima”, un año después, El maestro de escuela, una esclarecedora exploración del fenómeno de la culpa, desgarrador testimonio de su propia agonía, que concluida con la muerte del protagonista le abre simbólicamente la puerta a un silencio de 18 años, del que asoma la cabeza fugazmente en 1945 con sus famosas Arengas políticas, una serie de 18 ensayos —publicados por el periódico liberal El Correo— en los que cuestiona la pereza mental de la juventud colombiana, que con tal de no tener que leer y pensar prefiere comprar la educación.

Luego de esta serie se sumerge en un nuevo mutismo, del que sale —en 1953— de puntillas hacia los consulados de Róterdam, primero, y posteriormente al de Bilbao; y tras cuatro años de exilio diplomático retorna al país al mismo tiempo que Rojas Pinilla huye hacia España. Con los bríos del infante que empieza a caminar, deambula por su laberinto interior de la mano de su alter-ego, Lucas Ochoa, y materializa en 1959 el Libro de los viajes o de las presencias, que no es otra cosa que el comienzo de su travesía final. Luego redondea su obra con La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, en la que refleja el alma de quien ya ha trascendido la materia.

Aquietado de cuerpo y espíritu, se embebe en espléndidas meditaciones que comparte con el padre Andrés Ripol a través de un epistolario —que apareció posteriormente como Las cartas de Ripol— apasionadamente místico; en él se encuentra con el Dios que evadió por tantos años y al que retorna mansamente, rendido ante su apabullante inmanencia. Preparado para el asalto final, se tiende sobre sus pensamientos y el 16 de febrero de 1964 se va con la alegría del que vuelve a casa, sin remordimientos.

Tras su muerte, Gonzalo Arango —su discípulo amado— lo despide diciendo que “Fernando González fue el más santo y el más humano de los hombres que conocí. Se liberó de su cuerpo por un acto de voluntad y ascendió con su muerte a un Reino Espiritual donde ya no lo alcanzamos. Algo así como otra ‘Otraparte’ sin naranjos en flor, pero la verdadera patria de su espíritu. A él le suplico que siga existiendo Allá, pues tal vez algún día le rezaré como santo, para recordarle que nunca lo olvidaré como hombre y como escritor”.

Fuente:

Comunicación personal. El texto es uno de los capítulos de su libro La Bella Villa.