Pensamientos de un viejo,
un libro de encuentros

Por Luis Fernando Múnera López

Agradezco a la Casa Museo Otraparte esta invitación tan honrosa como inmerecida para dirigirme a ustedes en esta ocasión solemne, la celebración del centenario de la aparición de Pensamientos de un viejo, el primer libro del maestro Fernando González, y la presentación de su edición conmemorativa, publicada por el Fondo Editorial Eafit.

Pensamientos de un viejo es un libro para leer en la intimidad. No es un libro para comentar en público a la usanza de las reseñas bibliográficas. Ni es para leerlo como quien sigue o escucha el monólogo de un pensador, sino para entablar con él una conversación dialéctica, un diálogo sereno, orientado por el hilo conductor del discurso. Y para gozar espiritualmente con la belleza que lo llena, pues Pensamientos es, además, un extenso poema en prosa.

Generalmente empezamos a leer un libro desde nuestras experiencias, con nuestra tendencia a comparar lo que leemos con lo que tenemos en nuestro interior, para aceptar lo que confirma nuestras ideas y cuestionar lo que las contradice. Pensamientos de un viejo no puede leerse de esa manera, porque se desperdiciaría una oportunidad preciosa de encontrarse con bellezas nuevas. Para decirlo de una manera coloquial, hay que leerlo con mente abierta.

En Pensamientos de un viejo se vuelve realidad que “un libro es tantos libros como lectores tiene”. Con él se vale que el lector reelabore, a partir de las vivencias y percepciones personales, las ideas que Fernando González expone, de tal manera que se apropie de las inquietudes que formula, las interiorice y las reelabore. Este es precisamente el diálogo al cual el libro invita.

Fernando González se duele de que la mayoría de los hombres estemos atareados en leer libros, en lugar de leer nuestra alma.

Cuando publicó Pensamientos de un viejo, en abril de 1916, Fernando González era un joven de veintiún años que acababa de dejar la adolescencia y entraba en la edad adulta con un espíritu fuerte, independiente y sensible.

Su rebeldía e independencia eran características que lo acompañaron desde muy pequeño. Una vez declaró: “Mi madre me parió cabezón, pero infiel”. Javier Henao Hidrón dice que para él, “cabezón” significaba ser inquieto en la búsqueda de la verdad, e “infiel” quería decir insatisfecho con lo que tenía y necesitado de más.

Empezó la primaria con las hermanas del Colegio de la Presentación de Envigado, pero lo expulsaron porque después de un castigo de arresto les gritó: “¡Hermanas cagonas!”. Las monjas perdonaron la ofensa y lo recibieron nuevamente. Más adelante, sus padres lo trasladaron al colegio de San Ignacio de Loyola, dirigido por los sacerdotes de la Compañía de Jesús, en Medellín. Allí terminó la primaria y empezó la secundaria. Sin embargo, llegó el momento del conflicto máximo. En 1911, a la edad de dieciséis años, cursaba el quinto de bachillerato y ya leía a Nietzsche, Voltaire, Kant y Víctor Hugo. Un día en la clase de filosofía se empecinó en negar que el primer principio, que dice “una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”, tuviese que aceptarse sin cuestionarlo. Fernando González no estaba de acuerdo con que la filosofía excluyera la razón en la formulación de sus principios. El padre Quirós, profesor de la materia, le pidió que se retractara y, cuando no lo hizo, lo expulsaron del colegio. Ernesto Ochoa Moreno describe esta actitud suya así: “No era rebeldía, sino búsqueda de la verdad, de la autenticidad. Destruir la mentira para encontrar la verdad. Toda su obra tendrá una explicación a partir de esa actitud”.

Regresó a Envigado, se dedicó a sus lecturas de filosofía y empezó a escribir artículos, ensayos breves sobre el escepticismo, la alegría y la verdad. Transcurrieron así varios años, durante los cuales se enfrascó en un proceso autodidacta de búsqueda de su verdad mediante la lectura, la meditación y el contacto con la naturaleza en las montañas de Envigado.

Llega el año de 1915 en el cual ocurren tres hechos de mucha importancia. Fernando González se vincula con el grupo de los Panidas, que constituía una tertulia intelectual y un centro de pensamiento, conformado por trece jóvenes llenos de inquietudes. Este contacto lo estimula para consolidar sus escritos en lo que un año más tarde constituiría su primer libro, Pensamientos de un viejo. Y se produce su encuentro con Fidel Cano, un hombre de condición diferente a la suya, pero sus espíritus logran comunicarse en íntima comunión.

Ocurre una casualidad o sincronía curiosa: los tres nacieron en abril: el libro, el 12, Fidel, el 17, y Fernando, el 24. El libro en 1916, Fernando en 1895 y Fidel en 1854.

Voy a tratar de poner estos tres hechos en el contexto del tiempo, el lugar y el modo.

En 1915, Medellín era un pueblo grande, pero era pueblo, no ciudad. Su casco urbano se extendía por el oriente hasta los barrios Boston y Buenos Aires, por el norte hasta los barrios Villanueva (sector del parque de Bolívar) y Los Ángeles (hoy, Villa Hermosa). No existía todavía Prado. Por el occidente, llegaba hasta los barrios San Benito y Guayaquil, junto al río Medellín, aún no canalizado. Y por el sur, hasta la estación del ferrocarril de Antioquia. El resto eran mangas. En menos de una hora se recorría a pie fácilmente de extremo a extremo en cualquier dirección. Podemos imaginarlo similar a lo que hoy es Barbosa, Copacabana o La Estrella. Las edificaciones eran de baja altura, de uno y dos pisos; solamente en el marco de la plaza de Berrío había algunas de tres. La mayoría estaba construida en tapia pisada y techo de bahareque, con excepción de las nuevas que empezaban a construirse en mampostería de ladrillos pegados con mortero. Existían los pequeños caseríos de El Poblado, Belén, La América y San Cristóbal. No se había iniciado todavía la colonización de la Otrabanda. Según el censo de 1912, su población era de 70.547 habitantes.

El acueducto todavía llegaba por tuberías y cañuelas de barro, apenas empezaba a instalarse la tubería de hierro, la energía alimentaba una porción pequeña de los hogares, había un poco menos de mil líneas telefónicas en servicio y el alcantarillado era incipiente, de tal manera que las aguas negras de unos pocos sectores descargaban a las quebradas vecinas, pero el resto corrían libremente por las calles, mezclando sus colores, sus olores y sus bacterias con los del cagajón de los caballos.

Medellín tenía ya un desarrollo económico importante, pues desde hacía varias décadas era centro de la banca y del comercio que apoyaban las actividades de la minería del oro y del cultivo del café en Antioquia. Lentamente empezaba a nacer la industria, con pequeñas fábricas de alimentos, bebidas, textiles y talleres de fundición. El salario de un obrero era de cuarenta pesos mensuales; el de un oficinista, ochenta pesos; el de un ingeniero, doscientos pesos, y el de un gerente de empresa, trescientos cincuenta pesos por mes. El salario de un gerente era nueve veces más que el de un obrero; hoy es cien veces.

En el campo intelectual destacaba la Universidad de Antioquia, que ofrecía el bachillerato y las carreras de Derecho y Medicina, pues la de Ingeniería se había separado para formar la Escuela de Minas. Los periódicos abundaban y funcionaban más como medios de expresión de ideas que como canales de noticias. La mayoría desaparecía después de unos pocos números. Si bien los escritores proliferaban, el ambiente intelectual era marcadamente tradicionalista. En política predominaban las ideas conservadoras. La Iglesia católica tenía gran influencia en la vida social. La importante tertulia de Antonio José “El Negro” Cano convocaba a los principales artistas, literatos y políticos.

En ese pueblo grande con incipientes pretensiones de ciudad, un grupo de muchachos empezó a reunirse a finales de 1914 en las bancas del parque de Bolívar a tertuliar, a discutir y elucubrar sobre la vida, la filosofía, la cultura y las artes. Inicialmente eran diez, a saber: León de Greiff, poeta, nacido en Medellín; Ricardo Rendón, poeta, dibujante y caricaturista, nacido en Rionegro; Teodomiro Isaza, pintor y caricaturista, nacido en Medellín; Félix Mejía Arango, dibujante y estudiante de Arquitectura, futuro senador de la República y alcalde de Medellín, nacido en Concepción; Jorge Villa Carrasquilla, poeta, estudiante de ingeniería y futuro empresario, nacido en Ibagué; Eduardo Vasco Gutiérrez, poeta y estudiante de Medicina, nacido en Titiribí; Libardo Parra Toro, poeta, cronista y músico, nacido en Valparaíso; Ramiro Jaramillo Arango, literato y futuro industrial, nacido en Sonsón; Jesús Restrepo Olarte, poeta, futuro bolsista y profesor de la Escuela de Minas, nacido en Medellín, y Bernardo Martínez Toro, estudiante de música y de medicina, futuro comerciante, nacido en Medellín. Después se les unirían Fernando González, filósofo autodidacta, futuro abogado, de Envigado; José Manuel Mora Vásquez, escritor, estudiante de Derecho, quien sería representante a la Cámara, rector de la Universidad de Antioquia y magistrado, nacido en Medellín, y José Gaviria Toro, poeta y músico, de Medellín.

Así se completó el grupo del que después León de Greiff diría “Los Panidas éramos trece”. Varias cosas tenían en común: su edad estaba en los veinte años, poco más, poco menos; todos tenían alguna actividad específica importante, aunque en campos muy diferentes; podían ser calificados de bohemios, pero no de vagos; todos tenían pasión por los asuntos de la cultura y el pensamiento y todos tenían visiones críticas y contestatarias de la sociedad. Escogieron el nombre del grupo, los Panidas, en honor de Pan, el dios griego que presidía los rebaños, tocaba una flauta de su invención para que las ninfas bailaran, tenía cuernos y pies de cabra y causaba temor en la gente cuando aparecía. El nombre del grupo tenía una importante carga simbólica.

Decidieron fundar la revista Panida, cuyo primer número apareció el 15 de febrero de 1915, día en que se celebraban las fiestas del dios Pan. Rafael Jaramillo Arango, uno del grupo, se refería así a esta publicación: “En la mañana alegre de un Medellín recatado y tímido salió a la calle el primer número de Panida, que fue aquella revista de letras con que un número de muchachos irrespetuosos desafiaba el ambiente parroquial de la villa. […] Los medios eran definitivamente escasos y el ambiente, ninguno. Pero para quienes estábamos resueltos a triunfar del ambiente y de los medios, todo se hacía fácil, como un buen camino”.

Con la aparición de la revista, el lugar de reunión de la tertulia de los Panidas se movió a un pequeño cuarto. Así lo describe el mismo Jaramillo Arango: “Nuestro escenario era muy pobre, pero bastonos un cuartucho alto, de apenas dos metros cuadrados (seguramente era de dos metros por dos metros, o sea cuatro metros cuadrados) y una mesa para atarear nuestras ‘cumas’. No es ninguna exageración si digo que teníamos que entrar por turnos, pues todos no habríamos cabido en tan estrecho recinto. Completaban el resto de aquello algunos asientos maltrechos, sustraídos de los desvanes de nuestras casas y unos pocos y descuadernados libros. […] Para dar más colorido a nuestra personalidad, adoptamos la cachucha y la cachimba [la pipa], con que igual escandalizábamos a los burgueses, como entonces decíamos a quienes no estaban con nosotros, y a las novias incautas”.

Jaramillo Arango agrega en su crónica un dato muy interesante para el propósito de este escrito, y es que la sede de la tertulia quedaba en el mismo edificio donde se editaba El Espectador, lo cual explica la cercanía que existió entre don Fidel Cano, director del periódico, y varios de los Panidas. Alejandro Vallejo cuenta que el cuartucho de los Panidas quedaba en el tercer piso del edificio Central y tenía una ventana desde la cual se veían los techos de la catedral vieja, o sea de La Candelaria. Quedaba sobre la calle Boyacá con Palacé, cerca de la puerta del perdón de La Candelaria. El Panida Eduardo Vasco Gutiérrez cuenta que el alquiler del local lo pagaba Tomás Carrasquilla, tío político de Pepe Mexía.

Al lado del edificio Central funcionaba El Globo, un cafetín biblioteca, o sea la combinación afortunada de un “tintiadero y alquiladero de libros”, de propiedad de don Pachito Latorre, a donde también concurrían tanto los integrantes del grupo de Panidas como otros intelectuales, entre los cuales se contaban Tomás Carrasquilla, Carlos E. Restrepo, Fidel Cano, sus hijos Luis y Gabriel Cano, y Jesús Restrepo Rivera. Algunas mesas del cafetín tenían pintados tableros de ajedrez, donde se desarrollaban largas partidas hasta la madrugada. De las paredes empezaron a colgar las caricaturas de Ricardo Rendón, Félix Mejía y Teodomiro Isaza.

La revista era quincenal, se vendía al público a diez centavos el ejemplar, y un aviso comercial de página entera costaba un peso. Su publicación terminó por razones financieras en junio del mismo año, cuando habían salido diez ediciones de la revista. ¡Un esfuerzo descomunal, pues lograron mantener la periodicidad bimensual durante cinco meses!

Cuando la revista cerró, don Fidel Cano llevó a algunos de esos muchachos a colaborar con El Espectador, concretamente con su suplemento literario La Semana, entre ellos a Fernando González, Pepe Mexía y Ricardo Rendón. Otros, como León de Greiff, se desplazaron hacia Bogotá y los demás retomaron sus actividades “seculares”.

Fernando González recurría a libretas de “esas de carnicero” para tomar notas de sus lecturas, de sus ideas y de los hechos que le sucedían. Se conservan setenta y cuatro libretas escritas entre 1915 y 1963, que contienen anotaciones diversas, desde simples asientos de sus gastos o sus cuentas por pagar, pasando por anécdotas o comentarios al desgaire, y culminando en las notas personales en las que desarrollaba sus ideas filosóficas. Estas libretas fueron transcritas paciente y cuidadosamente en 2007 por el padre Alberto Restrepo González, sobrino del maestro, y clasificadas por el padre Daniel Restrepo González, hermano mayor de aquél.

Las correspondientes a 1915 y 1916 están llenas de menciones a Pensamientos de un viejo o de anotaciones que apuntan a su desarrollo. Todo el bagaje filosófico que Fernando González había desarrollado en forma autodidacta desde su expulsión del colegio de San Ignacio de Loyola, sus reflexiones y sus escritos, estimulados por la influencia del grupo de los Panidas, empezaron a consolidarse orientados hacia la publicación del libro. De ello da cuenta claramente la libreta correspondiente a 1915, que empieza con la frase y el párrafo siguientes:

Pensamientos de un viejo.

Le sustractum de la vie et des relations de l’hommo sapiéns avec ses prochains on peut le réduire a les considérer comme langages de merd”.

La traducción literal es: “El sustrato de la vida y de las relaciones del homo sapiens con sus semejantes se puede reducir a considerarlo como lenguajes de mierda”.

Es claro que en la libreta don Fernando escribía para sí mismo y, además, como él mismo confiesa, “siempre fui grosero desde chiquito”.

Esta libreta de 1915 contiene numerosas anotaciones con pensamientos y ejercicios filosóficos. Fernando González vaciaba en el papel sus ideas, bien fuese para recordarlas, bien para pulirlas. Aparecen en ella pasajes que luego se publicaron en Pensamientos de un viejo, unos textualmente y otros con ligeras modificaciones. Citaré rápidamente un ejemplo de cada uno de esos dos casos.

Dice en la libreta: “Un beso significa que de dos personas una ha renunciado a todas sus pretensiones de dominar, y se ha dejado la voluntad en brazos de la otra”. Esta frase después aparece en el libro de la siguiente manera: “Un beso significa que la mujer abandona todas sus pretensiones de dominar, y que deja la voluntad en brazos del hombre”. En el primer esbozo, el maestro aplica la idea de la renuncia a las personas en general. En el libro, se ha convertido en la renuncia de una mujer en favor de un hombre.

El otro ejemplo es una parábola llamada “El cuento de Rum”. Dice en la libreta:

“Un niño asomado a un lago dijo a su madre: ‘Mira mamá el lago tiene un niño’. Así mismo se asoma el hombre al mundo y dice: El mundo tiene un alma. Vino un hombre pequeño a la laguna y dijo: En el fondo hay un hombre pequeño. Vino otro hombre gordo y dijo: La laguna tiene un hombre gordo. Vino otro manco y dijo: Allá hay un hombre manco. ¿Qué dice la parábola? Dice la parábola que las cosas sin alma, sin ningún sentido, son las llenas de filosofía, porque en ellas caben todos los sentidos, en ellas cada uno puede verse a sí mismo. Todo esto enseña la historia de Rum. Su cuento está lleno de sabiduría porque no tiene ninguna sabiduría. Rum dijo que su escrito era el más sabio, porque podía ser, como lo fue, el espejo de todas las almas. Fue el espejo encantado en que cada uno vio sus sueños”.

Esta parábola aparece en el libro transcrita textualmente tal como fue esbozada en la libreta, con excepción de la frase final que la modificó ligeramente. Van Rum, el personaje sabio que aparece en unos once pasajes del libro, aparece seis veces en la libreta.

Contiene también la libreta confesiones de Fernando González, que dan cuenta de sus estados de ánimo, de su buen y mal humor. Veamos algunos:

“Hoy, al despertar con un gran cansancio, me he preguntado para qué se despierta uno. ¿Leer? Miro mi biblioteca y no encuentro nada que pueda excitarme los nervios… ¿Salir a la calle? ¿Para qué? ¡Nada! Que en verdad era lo mejor no haberme despertado. Y pienso que, si yo fuera un dios, daría a los hombres el poder de morirse por un tiempo. Que cuando uno estuviera fastidiado dijera: Voy a morirme este año. Y sería divertido porque en verdad hay días en que uno siente la vida como un fardo bastante molesto”.

Y esta otra:

“¡Diez, quince, veinte libros! Qué tristeza se apodera de mi corazón de solitario al ver estos pequeños objetos que se contradicen unos a otros, y que encierran los conceptos inventados por los hombres. Recuerdo a Anaximandro de Mileto, que nos habla de lo indeterminado, y estos libros me hacen desear lo indeterminado, el infinito; y el tic tac del reloj me hace desear lo indeterminado; hasta mi propio deseo me hace desear el silencio absoluto. Y recuerdo también en esta noche triste a Heráclito de Éfeso, que lloraba siempre por no poder asemejarse al ser que no cambia jamás”.

Los estudiosos de la obra del maestro Fernando González podrían sacar conclusiones más profundas que estas someras menciones mías, al comparar los apuntes con el texto final. A mí, algunos pasajes me gustan más en las libretas que en el libro.

La libreta correspondiente a 1916, año en que se publicó Pensamientos de un viejo recoge diferentes reseñas y menciones sobre la obra. La libreta cuenta que varios capítulos del libro se publicaron previamente en El Sol, periódico editado por Julio Vives Guerra, y en El Espectador, el periódico de Fidel Cano. Varias anotaciones en la libreta confirman que el libro se entregó al público el 12 de abril de 1916.

Es oportuno mencionar que la revista Panida también había publicado cinco ensayos de Fernando González con el título Meditaciones, y un sexto que bautizó Desde mi tinglado, que se incluyeron después en el libro.

Personalmente considero que en Pensamientos de un viejo hay algo muy valioso además del libro mismo. Me refiero a su prólogo, que fue escrito por don Fidel Cano, porque en él se plasma el encuentro prodigioso entre un hombre joven de espíritu viejo, y un hombre viejo de espíritu joven.

El hombre joven con espíritu viejo es Fernando González, en sus veintiún años, pero con pretensiones de madurez. Pretensiones no en el sentido de vanidades sino con el significado de búsquedas, ansias, anhelos, encuentros.

El hombre viejo con espíritu joven es Fidel Cano, en sus sesenta y dos años, con una vida intensa llena de luchas, fructíferas unas y fallidas otras, llena también de satisfacciones, amarguras y dolores, un hombre con la mirada puesta en el futuro, no en el pasado.

Don Fidel Cano era un liberal, no sólo en el sentido político de la palabra sino en su forma de pensar y de vivir. Venía trabajando durante veintiocho años en El Espectador en favor de una sociedad pluralista, abierta y justa, dentro de los principios del respeto, la democracia y la civilidad, y por ello varias veces sufrió penas de cárcel, multas y suspensión de su periódico. Su vida austera estaba dedicada al trabajo intelectual y político. Además, era poeta y escritor sensible, elegante y profundo. Entre otras actividades, había ejercido también el magisterio, porque uno de sus ideales de vida era la formación sólida y recta de la juventud. Sus estudiantes manifestaban que sus clases eran deliciosas, gracias a la solidez de sus teorías, la amenidad de su exposición, el interés por el aprovechamiento de sus alumnos y su bondad en el trato. Por la época que estamos comentando, acababa de terminar su período como senador de la República, retornaba al ejercicio pleno de El Espectador, y estaba tomando con sus hijos la decisión de abrir una edición paralela del periódico en Bogotá.

Entre don Fidel Cano y don Fernando González se desarrolló una clara comunión espiritual. Ambos se caracterizaron por ser librepensadores y por poseer una profunda espiritualidad.

En este prólogo, don Fidel Cano se extiende más sobre la personalidad de Fernando González que en el análisis del libro. Empieza por describirlo físicamente: “No pienso yo que González se haga el viejo o finja haber envejecido, ni tampoco que esto último le haya pasado en realidad: lo que me parece es que muy sinceramente se cree él llegado a vejez interior prematura, a causa de amargores que el ejercicio demasiado temprano de ciertas facultades del espíritu le ha puesto más que en el corazón en el cerebro”.

A continuación, delinea un perfil psicológico del escritor: “Aunque González no quiere que se le defina, según lo declara por boca de uno de los personajes a quienes con frecuencia hace hablar en su libro, porque ‘toda definición —dice— es odiosa y ofende hondamente’, he de definirle yo dándole un calificativo que él mismo se aplica, también en estas páginas: es un atormentado”.

Continúa su análisis con la parte emocional del joven-viejo que tiene al frente: “Por lo que toca al corazón del pobre viejo, tengo para mí que se halla entero y sano, y late y palpita normalmente. Le oiréis, es cierto, quejarse en estas páginas de cansancio y desaliento, mostrarse falto de esperanza y fe, reacio al amor y hasta tocado de odio; pero no le creáis. Auscultad atentamente el pecho joven que lo encierra, y pensaréis, como yo, que todo aquello es mera imaginación de un espíritu prematuramente dado a filosofar”. Y esto lo dice don Fidel, que ya empieza a sentir el cansancio de una lucha permanente sostenida a lo largo de casi tres décadas.

De manera acertada, don Fidel enfoca el conflicto de Fernando González como un dilema de fe, pero no de fe religiosa sino de fe en los principios filosóficos: “Creo yo ver, que el escéptico alojado en ese espíritu busca con afán entre las mismas nieblas y sombras de sus dudas y negaciones senderos que le lleven a una fe. Y no me refiero a escepticismo y fe religiosos, sino a estos dos estados de alma respecto de ideas de otro orden”. Este enfoque es muy valioso viniendo de un hombre como don Fidel que ha sido creyente toda su vida, a pesar de ser calificado y estigmatizado como ateo, y que, por encima de todo, ha mantenido la fe en sus principios.

Concluye don Fidel diciendo que en Fernando González reside una promesa de la patria, por sus ideas y por su capacidad crítica, que ya generó un fruto maduro como es este primer libro. Pero, dice, debe superar su escepticismo de la vida. Todo ello lo expresa con admiración y cariño.

Este escrito de don Fidel impresiona por su comprensión del espíritu humano encarnado en la personalidad y el pensamiento de Fernando González. Y, también, por el cariño que se refleja en sus palabras del hombre mayor por el hombre joven.

Al final, don Fidel se refiere brevemente a la manera como está escrito el libro. Dice que la forma fragmentaria del texto y la complejidad de la composición no se deben a defectos en la elaboración, sino que constituyen la presentación de las impresiones que al autor le han causado los pensamientos o los sucesos que ha venido encontrando a lo largo de su vida. Lo justifica porque si se dedicara a desarrollar cada idea con más detalle, el libro se extendería muchísimo. Don Fidel lo dice muy bellamente: “[…] muchos volúmenes harto mayores que el presente se llenarían con ese espigar constante en el campo del propio pensamiento; pero el espigador ha querido cortar su labor y hacer con las espigas recogidas un haz para ofrecerlo al público, no sé si como muestra apenas de lo que vendrá después en igual o semejante forma, o bien como tarea que se da ya por terminada, como cosecha cabal de ese género de frutos”.

El prólogo termina con una declaración de Fidel Cano diciendo que le gustaría transcribir algunos pasajes del libro, para dar al lector una idea anticipada de la riqueza que contiene, pero se abstiene de hacerlo porque “me sería difícil hacer la escogencia sin llenar con su fruto muchas hojas o sin dejar de enseñarte, lector amable, muchos trozos excelentes, y prefiero restituirte pronto la libertad para que vayas a solazarte con la obra entera”.

Este prólogo de Pensamientos de un viejo amerita leerse muchas veces para penetrar en su comprensión. Queda claro su mensaje: Fernando González tenía desde esa edad temprana capacidades grandes como pensador y escritor, y don Fidel así lo percibía, a su edad avanzada, con su sensibilidad sobre el ser humano.

Si los sentimientos de don Fidel Cano hacia el maestro Fernando González eran de aprecio, comprensión y respeto por su altura intelectual y por su espíritu independiente y crítico, los de Fernando hacia Fidel eran de cariño y admiración por su calidad humana.

El domingo 28 de noviembre de 1915, La Semana, suplemento de El Espectador, publicó una entrevista que Fernando Isaza le hizo a Fernando González. En ella dice así: “¡Don Fidel Cano! Yo lo admiro grandemente en todas las manifestaciones de su espíritu. Por su optimismo luchador, con el que pretende dar al alma raquítica de la juventud un poco de alegría sana y esperanza en tiempos mejores, es el único digno de ser nuestro Maestro. Pero aquí, en donde sólo se admira a los influenciados por escritores extranjeros, a los explotadores de filones ajenos, no se le ha dado toda la importancia que merece. A esto ha contribuido quizá la circunstancia de estar su obra esparcida en periódicos y revistas, y no reunida en libros. Pero muy bien así, ya que él ha querido llevar al corazón de todos, las semillas de la alegría y de la esperanza”.

Muchos años después, en 1954, el cronista José Guerra fue comisionado por El Espectador para recoger información en Medellín y sus alrededores acerca de don Fidel Cano, con motivo del centenario de su nacimiento. Cuando transitaba por una de las calles de la ciudad en cumplimiento de su misión, el periodista se encontró, de manos a boca, con don Fernando González y entre ellos se desarrolló el siguiente diálogo:

—¿Usted qué hace por aquí? —preguntó el maestro González.

—Estamos empeñados en buscar datos, impresiones, iconografías de don Fidel Cano.

—¡Gratísima labor la suya! No hay nada más reconfortante y hermoso que penetrar en la vida de un hombre tan extraordinario como don Fidel Cano […]. De mí sé decirle que él tiene en mi vida el significado de un alto estímulo moral e intelectual. Hace algún tiempo, sintiéndome abatido, constreñido por tantas cosas idiotas que se dan en este mundo, busqué un estímulo a mi desequilibrio interior. Pensé entonces en don Fidel y él me reconfortó. Para gozar más entrañablemente de ese estímulo, tomé la pluma y escribí una semblanza, un ensayo de interpretación de su vida y de su obra. Esa producción figura, se lo aseguro, dentro de lo que yo he escrito con más amor.

Espero algún día poder encontrar esa semblanza de don Fidel escrita por el maestro Fernando. Por lo pronto, no puedo menos que imaginarla en su profundidad y belleza.

Lamentablemente no tenemos, o al menos no los hemos encontrado, más documentos, cartas, entrevistas, semblanzas que nos ilustren sobre la relación que existió entre estos dos hombres tan valiosos para nosotros. De hecho, no sabemos si el contacto entre los dos se inició a raíz de sus encuentros por los Panidas y por El Espectador, o si es anterior a estos hechos. Sin embargo, lo poco que tenemos y que acabo de presentar es para mí suficiente para vislumbrar e inferir que entre ellos existieron lazos de amistad y de comunión espiritual.

Una amistad es otra clase de hermandad que puede ser tan honda o más que la hermandad de sangre. Una amistad no ocurre por generación espontánea, ni deviene sólo de compartir diversiones, ni del trato rutinario frecuente. Una amistad va desarrollándose entre dos personas que se enriquecen mutuamente con las vivencias que han tenido, que comparten sus visiones de la vida —visiones que no necesitan ser idénticas—, y que se permiten construir dialécticamente a partir de la forma de pensar y de actuar de cada uno.

Fidel Cano y Fernando González pudieron compartir sus visiones de la vida, gracias a que trabajaron juntos en El Espectador durante varios años, porque tuvieron muchos ratos de tertulia en el local de los Panidas y en el café El Globo, y por quién sabe cuántas otras oportunidades similares. Las luchas que ambos enfrentaron en la vida y los escritos que nos dejaron nos demuestran que ambos compartían ideales, principios y objetivos comunes. En una ciudad tan pequeña y cerrada como el Medellín de entonces, encuentros de esta naturaleza no podían resultar indiferentes. El texto del prólogo que Fidel Cano escribió para Pensamientos de un viejo nos revela el conocimiento que había adquirido sobre la personalidad del joven Fernando. Y las manifestaciones de éste sobre don Fidel en las entrevistas con los dos periodistas de El Espectador que transcribí nos muestran que el respeto y el cariño eran recíprocos.

Pensamientos de un viejo es el libro de los encuentros. Contiene los encuentros de Fernando González con sus vivencias, percepciones y visiones de la vida. Condujo al encuentro de dos hombres muy valiosos, don Fidel Cano y el autor. Y hoy, después de cien años de haber sido escrito, significa para nosotros el encuentro con muchos elementos íntimos del alma y de la existencia. Pensamientos de un viejo es un libro joven con cien años de existencia, que bien pudo ser escrito ayer.

Fuente:

Lectura en la Casa Museo Otraparte el 28 de abril de 2016.