Acercamientos a
Fernando González

Esta es una selección de notas sobre la obra de Fernando González. Recoge columnas de opinión y otros escritos publicados por el autor en el periódico El Mundo, primero, y en la actualidad en El Colombiano.

De la rebeldía al éxtasis

Por Ernesto Ochoa Moreno

La oposición y resistencia que, en vida y en muerte, recibe todo pensamiento original, es un tributo que cobra la grandeza. Todo hombre grande crea a su alrededor, sin proponérselo (y esa es su cruz), mediocridad y medianía. En el tiempo y en el espacio. La incomprensión y el olvido no son sólo sentimientos desatados que una sociedad criticada vuelve contra los profetas que la desnudan, sino también actitudes mentales. El que no entiende prefiere olvidar a reconocer su ignorancia.

En torno a Fernando González han surgido múltiples y encontradas actitudes de rechazo y admiración. Pero la más preocupante de todas es esa ignorancia, ese confuso miedo de entender sus obras, de llegar hasta el fondo. Es sintomático que hasta ahora no exista un estudio completo y profundo sobre sus escritos. Sólo notas periodísticas, suplementos literarios, trabajos más o menos largos pero parciales. Posibles esquemas de su pensamiento, sin la rigidez científica y sistemática que éste merece.

Es que el pensamiento de González no admite medias tintas. Tiene en sí gérmenes de destrucción de todo lo que suene a componenda, indefinición, diplomacia mental. Con el loco de Otraparte, o se va hasta las últimas consecuencias o todo se vuelve añicos. Mejor, para iniciar el viaje, hay que estar dispuestos a perderlo todo, a tirarlo todo por la borda, navegar a la deriva, naufragar. Es un viaje de la rebeldía al éxtasis, que es la singladura de toda experiencia metafísica o mística. Desde Una tesis, hasta La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, este maestro de escuela que busca el primer principio, todo lo destruye, porque todo es mentira, hasta topar de bruces con el misterio, frente a frente, cara a cara, en desnudez total.

Pero todavía falta mucho para que esta Colombia, catecúmena y colonial, descubra a Fernando González. Como dice Alberto Restrepo G., en su libro Testigos de mi pueblo, en su ensayo, quizás el más serio y profundo que sobre él se haya intentado: «Hasta hoy, operantes aún los sistemas político-culturales, los moldes sociales, las mentiras sociales que él puso al descubierto y criticó sonreído y solitario, su obra permanece desconocida y olvidada. El día en que el acontecer histórico y la evolución cultural maduren los pueblos americanos, se entenderá su mensaje y se le mirará como un profeta iluminado, cuyos reflejos se perdieron en un caliginoso mundo simulador y egoísta».

Al cumplirse un año más de la muerte de Fernando González, uno siente que lo invade una indefinible tristeza. Una serena soledad de ceiba al mediodía. ¿Será que todavía somos incapaces de la autenticidad, de la egoencia, de la aventura de ser rebeldes? Desgraciadamente, bajo las ceibas, es más fácil sestear que descubrir el rostro de un Dios escondido.

El Mundo, 16 de febrero de 1980

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El derecho a no obedecer

Cada nuevo aniversario de la muerte de Fernando González (16 de febrero de 1964) duele como un remordimiento. No es sólo olvido lo que cubre su memoria, sino algo peor: un desinterés que es rechazo, miedo, afán por quitarse de encima un fantasma que puede ser demasiado inquietante, una espina que hiere demasiado. La mediocridad es celosa siempre de su tranquilidad, de que no le interrumpan el sueño. Esa pesadilla que es el loco de Otraparte es mejor evitarla. Se vive tan bueno y tan rico sin zozobras, alejados ficticiamente del naufragio. A los locos, que los encierren, que los entierren. No los dejen resucitar. De pronto va y se tiran en la fiesta.

¿Valdrá, pues, la pena recordar a Fernando González, a una sociedad que no quiere oír nada de él? Yo, al menos, necesito hacerlo, aunque no sea sino fugazmente, desde este rincón del periódico, arrebujado en la soledad que sus obras crean dentro de mí. Y quisiera hacerlo bajo el lema que encabeza estas líneas. El derecho a no obedecer es una de las grandes lecciones que nos deja el maestro. Y una de las razones por las que todavía su enseñanza es extraña a la gran mayoría de los colombianos.

Hace un año, recordando también la muerte del filósofo de Envigado, escribí en esta misma página una breve nota que se intitulaba: «De la rebeldía al éxtasis». Hoy, después de haber vuelto a leer sus obras, de largas horas luchando con su pensamiento, creo que debo rectificar. Lucas de Ochoa no fue un rebelde ni logró el éxtasis. La rebeldía es un punto de partida demasiado cómodo y el éxtasis una meta por lo demás tranquilizadora. Buscar el primer principio no es un acto de rebeldía. Es algo más. Es destruir, ir destruyendo la verdad, la bondad, la belleza, todos los atributos del ser. Porque todos son mentira, encubren la intimidad. Toda verdad encontrada, y toda bondad y toda belleza, son una tentación para quedarse ahí, para no seguir adelante. Hay que deglutir, tragarse la negación de todo eso, meterse por el oscuro túnel, un túnel que uno va haciendo al ritmo de sus pasos y sus negaciones. No hay sino un camino: no obedecer. La obediencia es tranquilizadora. Es, en el fondo, una cobardía. También la desobediencia. Fernando González no enseña a desobedecer, sino a no obedecer, que es muy distinto, la obediencia y la desobediencia son conceptos y vivencias infantiles. La no obediencia es el camino de la madurez. Es decir, de la soledad, de la intimidad, del «entendiendo».

No obedecer no es atacar la autoridad. Eso es una pendejada. Es algo previo a la autoridad. Es la búsqueda del paraíso perdido. Un camino hacia un atrás que no tiene principio y hacia un adelante que no tiene fin. Es el viaje. Viaje místico, viaje en la noche. Una noche que se le entra a uno por el alma como un río de cuchillos afiliados que rasgan, que destruyen hasta el suicidio. Es una experiencia de desnudez. Hay que quitarse los disfraces, las máscaras, hasta la piel. Todo sobra, todo es mentira. Hay que matar, uno a uno, los personajes que uno representa. Hasta el beatífico suicidio del padre Elías, perdido en la intimidad, con la inocencia recuperada. Ese es el derecho a no obedecer. Vencer el orgullo, la autosuficiencia. «Somos diosecitos cagados». No obedecer es bajarnos del pedestal y bajar de él a todo el que se cree en posesión de la verdad, de la belleza, de la bondad. No obedecer es luchar contra la vanidad, de uno y de los demás.

¡Claro, cómo van a querer al loco de Otraparte! A uno no le gusta que le digan que es un comediante; que su vida es una farsita sin sentido, que es vano, es decir, vacío, sin nada por dentro, que es pedorro y flatulento, que es pura mentira. Pero es peor cuando uno mismo aprende, sin necesidad de que se lo digan, que es todo eso. Es mejor, entonces, obedecer, ser esclavo, someterse. ¡Qué miedo a que todo se venga abajo! Es mejor no meneallo. ¡Señores, la función continúa!

El Mundo, 16 de febrero de 1981

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Salomé

Es bella la edición de Salomé, la novela parcialmente inédita de Fernando González que publicó el pasado mes de diciembre el Departamento de Antioquia, en la Colección de Autores Antioqueños, como un homenaje al maestro al cumplirse 20 años de su muerte. Al leerla ando, como Salomé, la gatica que es el personaje de la novela, con el alma erizada de estremecimientos primaverales.

El libro, en su concepción literaria y en su aspecto tipográfico, es limpio, suave y tierno, como carne de muchacha núbil en primavera. «Se trata en esta novela, del autor, de una gata, de la primavera y de unas señoritas: nadie se casa ni se muere». Ahí está todo, así de simple. Es un diario que Fernando González escribe en Marsella en 1934, cuando se dispone a entregar el consulado del que ha sido destituido por parte del gobierno colombiano, mientras en su carne de treinta y nueve años la primavera despierta los dulces escozores que tal vez sólo un hijo del trópico es capaz de descubrir en sus más leves temblores. Ese sentir uno bajo la piel el extraño cosquilleo de la vida que renace y la sangre anhelante de deseos paganos, encendida sexualmente. Después de muchos años de haber vivido la experiencia vuelvo a oler en las páginas de Salomé el aroma despiadadamente enloquecedor de las primaveras romanas.

Lo que siente el autor lo describe delicada y deliciosamente en Salomé, la gata que maúlla su primer celo y es perseguida por los machos enardecidos, y en las reacciones de las señoritas, adolescentes unas, otoñales las otras, que sienten en su cuerpo el fuego del sexo que saca a flote la primavera. De marzo 14 a un abril sin fecha fija de 1934, Fernando González es el cronista de la primavera.

El estilo de Fernando González en este libro es de una exquisita belleza. Ágil, limpio, desnudo, sin ocultaciones. Estilo de bailarín, que diría después, porque «lo que pesa no es amable». «Las cosas serias dilas con alas de paloma, es el primer deber estético». Cualquier párrafo, tomado al azar, es hermoso:

«Comprendí que esta ley inexorable del amor nos va subyugando, así como el Sol obliga a la Tierra, su amante, a irle presentando sus polos, para herirla. ¡Igual a Salomé! Todo lo existente está sujeto a la ley del amor. Un inmenso gato obliga también al sistema solar a ir levantando la columna vertebral para herirlo».

Salomé es importante en la bibliografía del Mago de Otraparte, porque es la semilla de El remordimiento, según confesó el mismo autor. Pero hay algo más: es un sutil hito en el proceso espiritual del maestro, que ilumina obras posteriores y que, como todo lo de González, no es posible comprender sino en el contexto general de su obra.

Complementa la edición, en buena hora sacada a la luz pública por el departamento, una cronología, una bibliografía y una selección de títulos sobre libros, ensayos y artículos escritos en torno a su obra y su figura. Es un tímido ensayo del aparato crítico que todavía falta por componer para estudiar a fondo al filósofo antioqueño.

Fue meritoria la edición de esta obra, hecha en diciembre, para recordar los veinte años de su muerte, acaecida en febrero. Yo, por mi parte, leo y releo estos días a Salomé y siento renacer detrás del corazón el aroma de la primavera. Que es este furioso deseo de vivir.

El Mundo, 21 de abril de 1985

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Un Bolívar tibio y palpitante

Presentación de «Mi Simón Bolívar», editado por la Universidad Pontificia Bolivariana. 2 de diciembre de 1993.

Cuando en 1588 Fray Luis de León editó por primera vez las obras de Santa Teresa de Jesús, escribió un prólogo que empieza así: «Yo no conocí ni vi a la madre Teresa de Jesús mientras estuvo en vida, mas ahora que está en el cielo la conozco y veo en sus hijas y en sus obras».

Estas palabras, que pido prestadas al poeta que saboreó las amarguras de la Inquisición (mieles y hieles que también probó Fernando González), las traigo a colación para justificar mi presencia en este acto de presentación de la quinta edición de su libro Mi Simón Bolívar, que hoy nos entrega en buena hora la Universidad Pontificia Bolivariana. Porque yo debo decir lo mismo refiriéndome al maestro. No lo conocí ni vi mientras estuvo en vida («en figuración», como decía él), pero ahora que goza de lo que él también llama «la fiesta silenciosa, el Silencio», lo conozco y veo en sus hijos y en sus obras.

Creo que estoy yo aquí, esta noche, por el hecho de representar en cierta forma la generación de quienes no tuvimos contacto personal y físico con el solitario de Otraparte, pero hemos llegado a él a través de sus escritos, en la silenciosa vivencia de su pensamiento, de sus enseñanzas. Es, pues, para nosotros, «lectores lejanos», como él profetizó iban a ser los lectores de sus libros, esta quinta edición de Mi Simón Bolívar, que esperamos sea el arranque definitivo para la reedición de todas sus obras, de tan difícil acceso ahora, y para ulteriores sorpresas editoriales que nos podrían deparar sus escritos inéditos.

Que aparezca hoy, en 1993, Mi Simón Bolívar, editado por la Universidad Pontificia Bolivariana, tiene un significado que no se puede ocultar. ¿Por qué diablos (o no, diablos no, sino ángeles, súperos, «daimones»), qué ángeles, digo, han conducido los hilos del destino para que esta obra, capital en la bibliografía de Fernando González, nazca de nuevo hoy aquí, con la Universidad Pontificia Bolivariana haciendo de comadrona de este parto?

Creo que es el resultado de una mutua fidelidad. No la fidelidad de las componendas y acomodaciones, sino la fidelidad que brota de la autenticidad, por él predicada. No hay aquí reconciliaciones. ¿Reconciliarse de qué? Dijo Fernando González: «A mí me han llamado ateo los jerarcas, y fui beato». Mucho menos se debe hablar de conversiones. También dijo: «Yo no soy converso: me repugnan los convertidos. ¿Para dónde se convierte uno? Uno, un hombre, es cagajón que flota en el océano de la vida. Por eso dijo Pablo, patrono de los viajeros: En la vida somos, nos movemos y vivimos».

Digamos entonces que ha sido el viaje, que siempre depara inesperados caminos, el que nos trajo hoy aquí, el que nos pone hoy en las manos «tibio como el polluelo amarillo», este libro Mi Simón Bolívar, que nos regala la U.P.B.

No pretendo alargarme en disquisiciones y análisis sobre el libro de Fernando González. Qué jartera analizar y razonar sobre una obra del maestro, que, como todas las suyas, es para leer en silencio, en lucha íntima, solitariamente. Pero citemos, para entonar el espíritu, este párrafo de González, ya casi al final de su libro:

«Bolívar debe ser mi Bolívar, así como el mamón es de la mujer parida; tibio como polluelo amarillo. Hoy agarré un polluelo, lo tuve en la cuenta de la mano y me dije: así debe ser mi Simón, tibio y palpitante. Importa la emoción que pueda darnos, el acrecentamiento que pueda suministrarnos».

Quienes lean por primera vez, o quienes lo relean (Fernando González es un autor que exige persistentes relecturas) a Mi Simón Bolívar, deben estar dispuestos a ese hallazgo: a descubrir «su» Simón Bolívar. El gran fracaso del Libertador fue que dejó de ser de alguien, perdió pertenencia. Quedó expósito. Nos lo volvieron inofensivo las historias oficiales. Lo que hace González, entonces, es darnos un Bolívar «vivo y palpitante». Y como tal distinto. Y como tal inquietante. Y como tal perturbador.

El Bolívar que surge del libro de Fernando González no es el Bolívar domesticado y amansado con el que, so capa de admiración y culto, se han ido pervirtiendo los ideales bolivarianos. Por eso en 1930 el libro del escritor envigadeño produjo tanto escozor. También lo va a causar ahora.

El método emocional, que inventó Fernando González para escribir la biografía del Libertador, es el que hay que utilizar para leer el libro. Si no, uno se pierde. Método emocional que es conciencia, entendida como un «ascender en poderes vitales», según su propia definición. De ahí también que haya que estudiar a fondo el concienciámetro, planteado por González, para poder llegar a don Simón, pura conciencia continental.

Fernando González escribió Mi Simón Bolívar poseído por el personaje. La idea de hacer el libro se la lanza su hermano Alfonso en febrero de 1930, tras haber recibido una insinuación en este sentido por parte del escritor francés Romain Rolland. Para el 13 de marzo, un mes después, Fernando escribe a Alfonso: «Bolívar, el hombre de la hamaca, nacerá en estos días. Ya me siento preñado, pero no se puede apurar hasta que el espíritu lo desee». En octubre de ese año de 1930 la editorial Cervantes de Manizales publicaba Mi Simón Bolívar, como el volumen primero de la biografía del Libertador. Se anunciaba en él un segundo volumen, que nunca se fraguó, simple y llanamente porque el primero, ese que tenemos hoy en su quinta edición, fue tan redondo, tan intenso, que el otro resultó sobrando. El método emocional no hubiera permitido extenderse en una biografía tradicional.

Fue, pues, Mi Simón Bolívar, un libro escrito en apenas 6 o 7 meses, lo que aumenta el asombro por la cantidad de lecturas y consulta de fuentes que deja entrever, por la profundidad de los análisis, por lo certero de las interpretaciones sobre el pensamiento del Libertador.

Bolívar, pues, vivo y palpitante. Y Bolívar, conciencia continental, viva y palpitante también. Porque este libro no es un simple regodeo biográfico, sino que pone el dedo en la llaga de América. Una llaga que está viva. De ahí que otro gran acierto de esta quinta edición de Mi Simón Bolívar es su actualidad. Estoy convencido de que la obra es más actual hoy que hace 63 años, cuando fue escrita. Volver a leer los tres documentos bolivarianos que transcribe Fernando González (el «Manifiesto de Cartagena», la «Carta de Jamaica» y el «Discurso de Angostura») en el contexto del libro y con las observaciones e interpretaciones del autor, es ya de por sí un descubrimiento. Un descubrimiento que desnuda muchas mentiras, muchas infidelidades y traiciones del ideal bolivariano. Leer hoy Mi Simón Bolívar ayuda a entender mejor a América, y en América a Colombia.

Pero Mi Simón Bolívar no es sólo biografía, sino también autobiografía del autor en la figura de Lucas Ochoa, su heterónimo. La primera parte fue pensada así. Fernando González se mete primero en sí mismo para poder después perderse en Bolívar. Y para entender el libro hay que dejarse interrogar y acicatear por ese Lucas Ochoa.

En este sentido la obra es fundamental para comprender el desarrollo ulterior de la creación fernandogonzaliana y para seguir la trayectoria de su pensamiento. Aquí están ya en crisálida sus obras posteriores: Mi Compadre, Santander, El remordimiento, Los negroides, muchos de los escritos de la revista Antioquia, El maestro de escuela, el Libro de los viajes o de las presencias y sobre todo La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera. Recordemos que para escribir Mi Simón Bolívar, González interrumpe el proyecto que traía entre manos de un libro que se llamaba El padre Elías, que retornó al final en la Tragicomedia, en esa etapa última de madurez espiritual y elación mística. La esencia de la espiritualidad de Fernando González, que tiene culminación en sus dos últimos libros y en Las cartas de Ripol, ya se encuentra, y no solamente en germen, en Mi Simón Bolívar.

Permítanme un solo texto:

«Estar perdido dentro de la luz astral en noches silenciosas y tranquilas. ¡Es delicioso y se percibe la grandeza de los seres! Somos dioses, hijos del Eterno Ser. ¡Cuánto le debemos a Dios!: crearnos; ser. ¿Cómo es Dios? ¿Persona? Pronuncia palabras ante Él y blasfemarás. Nada sé; lo presiento y tiemblo de placer, mejor dicho, de una emoción que no sé nombrar, así como tiemblan las doradas espigas del yaraguá en la vertiente vecina, al soplo del vientecillo. ¡Oh! ¡Todos somos en Dios!».

Pero no debo alargarme más. Quiero agradecer, en nombre de muchos, presentes y ausentes, en nombre de los innumerables solitarios, que no discípulos, de Fernando González, a la Universidad Pontificia Bolivariana y a su Editorial el gran esfuerzo, hecho con amor y fidelidad, que ha dado como fruto esta quinta edición de Mi Simón Bolívar, tan afín temáticamente a la raíz bolivariana de este claustro.

El 24 de julio del año que termina se cumplieron 210 años del nacimiento de Libertador. El año entrante será el trigésimo aniversario de la muerte del filósofo de Otraparte y en 1995 se conmemorará el centenario de su nacimiento. De Bolívar y Fernando González, juntos esta noche en este libro, sólo sabemos una cosa: que están por descubrir. Confío que esta quinta edición de Mi Simón Bolívar sea el comienzo de ese doble descubrimiento.

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Un viaje de desgarramiento

Presentación de libro «Viaje a pie», editado por la Universidad de Antioquia. 16 de febrero de 1994.

Me han pedido que diga unas palabras en la presentación de esta nueva edición de Viaje a pie de Fernando González, que en buena hora entrega a los lectores la Editorial de la Universidad de Antioquia, precisamente hoy, 16 de febrero, día en que se conmemoran treinta años de la ausente presencia del maestro.

Y como lo primero que él enseña es a ser francos y directos y a no arroparnos en mentiras e inautenticidades, debo confesar, de entrada, que siento una clara desazón interior, un desasosiego hondo de estar hoy, aquí y ahora, dizque haciendo la presentación de este libro, uno de los más logrados e intensos de su producción literaria. Fernando González no necesita presentadores, exegetas ni hermeneutas. Es casi una ofensa, a Fernando González y a los lectores, posar uno de conocedor e intérprete de un pensamiento que sólo se descubre con el contrato directo e inmediato de la aventura de leer. Y de luchar y forcejear en un clima de iluminada soledad con éste, el más vital de nuestros escritores. Por algo dijo él, y repitámoslo, aunque sea una frase que todo el mundo cita, que no creaba discípulos, sino solitarios.

Pero, en fin, acepté esta invitación y aquí estoy. Tal vez intentaría justificar mi presencia en este acto porque, en cierta forma, yo, que no conocí ni vi en vida a Fernando González, puedo representar a esos «lectores lejanos» para quien escribió sus libros, y que, a la vuelta de los años, hemos llegado a él a través de la lectura de sus obras. Esos lectores que, en algún recodo de la vida, nos hemos topado de bruces con sus libros y nos han golpeado, zarandeado e iluminado. Valga, si vale, la justificación.

Tomo entre mis dedos esta bella edición de Viaje a pie que me llega de la Editorial de la Universidad. En las palmas de la mano aletea, como un pájaro a punto de iniciar el vuelo. Me dispongo a releer una obra que, supuestamente, ya había leído antes varias veces. Y he aquí el primer descubrimiento: Fernando González es un autor que siempre se lee por primera vez. Supongo que muchos habrán sentido lo mismo con él y con otros autores. Los suyos no son libros de simple relectura. Y menos, mucho menos, Viaje a pie. Estamos, entonces, en igualdad de condiciones quienes leyeron el libro en 1929 y los que ahora nos acercamos a los ejemplares de la quinta edición hecha por la Universidad de Antioquia.

Esa condición de no relectura, de encuentro siempre nuevo y sorprendente con Viaje a pie, es un síntoma de actualidad. Una actualidad que no sólo brota del pasmo de una prosa limpia e inesperada para su época, y que por ende es más apta y entendible en nuestros días, sino porque lo que allí se dice, lo que allí se analiza y critica, esa realidad colombiana y latinoamericana que van roturando los pies y los bordones durante el viaje, es más la de hoy en día que la de ese mismo lejano diciembre de 1928, en que los dos filósofos aficionados, Fernando y don Benjamín, «salimos hacia El Poblado, en tranvía, por una de esas hermosas carreteras antioqueñas que son las más baratas del mundo. Eran la siete de la mañana cuando comenzamos a trepar con nuestros morrales hacia la montaña oriental del valle de los indios sedentarios del Medellín, por una carretera de un kilómetro que se continúa en una pendiente pedregosa; el kilómetro de carretera se hizo para que tres caciques fueran a sus quintas a digerir rezos y hurtos».

Viaje a pie es, antes que nada, un libro de desgarramiento. Desgarramiento en el sentido de rompimiento, de separación. Es un viaje de liberación. Fernando González echa a andar a pie y con bordón porque necesita el gesto físico de alejarse. ¿Alejarse de qué? Primero, del mundo mental jesuítico que lo apresaba y con el que rompió al negar el primer principio ante el padre Quirós. Alejarse del clima anímico de esa Medellín de gordos negociantes que canjeaban el cielo como haciendo un negocio sucio. Desgarrarse de la retórica aprendida y operante entre sus coetáneos a la hora de escribir. Romper las cadenas de una religiosidad catecúmena para enrumbarse en un proceso místico que marcará su vida y tendrá, al final, culminación y término. Fernando se desprende de un ámbito vital cerrado y atosigante, que lo ahoga, y se va a respirar aire puro, a buscar nuevos horizontes. Caminar es, siempre, buscar horizontes. Por eso camina y camina a pie. Y se abre.

Y se siente vital, joven, pletórico. Y plantea una filosofía nueva, y una prosa nueva, y una sociología nueva y una religiosidad nueva, que huele a sensualidad casta, a cespedón, a muchacha campesina. Que huele a virgen. A América virgen, a Colombia virgen, al ser humano virginal y limpio.

Con Viaje a pie se produjo un desgarramiento en la literatura colombiana. Atrás la retórica centenarista; a un lado el costumbrismo. Un viaje a pie por Antioquia y Caldas hubiera sido en otra pluma un recuento costumbrista. En Fernando González, todos esos elementos que alimentan la narración costumbrista adquieren un nuevo tratamiento narrativo, que muestra en crisálida la novelística que brotaría mucho tiempo después en nuestro medio. Tengo el convencimiento de que Fernando González como novelista es uno de los grandes capítulos olvidados de nuestra literatura. Y habría que empezar por aquí, por Viaje a pie, ese descubrimiento.

Pero Viaje a pie es, así mismo, un desgarramiento, como separación y como laceración y herida, en la visión de la vida colombiana y antioqueña. Aquí arranca el proceso crítico que llevó a González a enfrentarse con su mundo, pero, sobre todo, a combatir la mentira y clamar por la autenticidad. Mejor leamos esta página, que es además una excelente demostración de la prosa inaugurada por González:

«Porque una moneda cayó al suelo sobre el escudo colombiano, decidimos pasar la noche en la casa de doña Pilar. Desde que no pudimos encontrar el primer principio filosófico aumentó la cantidad de suerte y azar en nuestro pobre vivir. Todo compromiso, aun la cita amorosa, es un torcedor. Hay allí, cerca al río Piedras, dos casas; nos decidió por la casa de la derecha el rostro atormentado del Libertador, en una moneda de diez centavos».

Capítulo aparte sería el tema del desgarramiento religioso que aparece en el Fernando González de Viaje a pie. Pero ese es un largo viaje que dejemos mejor insinuado en las huellas de los caminantes. Porque ya hablé demasiado y, contrariamente a lo que confesé al principio, me dejé llevar de este vicio tan nuestro de desparramarnos en palabras. Lo decía él: somos flatulentos y pedorros, es decir, vanidosos y charlatanes. Ustedes perdonen. Que todo se vuelva silencio. Y en ese silencio, la invitación a lo único necesario: hundirse en la lectura de esta bella edición de Viaje a pie que nos regala la Universidad, que tiene al final una excelente reproducción de las fotos que tomaron los dos caminantes en su peregrina aventura. A la vuelta de estas 262 páginas empieza la pelea con las verdades de Fernando González. Y empieza el camino. Un viaje a pie hacia «algunaparte», hacia «otraparte», hacia «ningunaparte», que es el mundo de la Intimidad y la Presencia.

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Fernando González:
poeta antípoda

No son muchos los poemas conocidos de Fernando González. Pero más que desconocidos, han permanecido olvidados por el sistemático rechazo que, amainado ahora por el renovado interés de la actual generación por la obra del maestro de Otraparte, recibió siempre su producción literaria.

Para quienes se niegan a aceptar el importantísimo y revolucionario aporte de la prosa de Fernando González a la literatura colombiana, será seguramente motivo de escándalo hablar de Fernando González como poeta y exaltar sus poemas como otro de los campos en que el escritor envigadeño rompió con la tradición y se situó, solitario e incomprendido, y poéticamente desnudo, frente a sus contemporáneos.

Porque Fernando González fue, sobre todo, poeta. No en el sentido de la fácil versificación y de una lírica florida, tan de moda en su tiempo, sino en lo que tiene de más profundo la poesía: la vivencia de lo inefable y la lucha por traducir en palabras esa vivencia.

Sus poemas, que aparecen esporádicamente en sus libros y en la revista Antioquia, son duros, ascéticos, en los que se advierte una lucha franca contra lo que él llamó la «literatura de palabras» y la «intemperancia verbal y sentimental». A un lado quedan las retóricas centenarias, las languideces piedracielistas, los fulgores literarios, el sometimiento a reglas de perceptiva y versificación. Las conocía y era capaz de utilizarlas, pero las hacía trizas cuando de hacer sus poemas se trataba. Poesía desnuda, no elaborada alambicadamente para herir los oídos sino para golpear el alma. Poesía no para ser recitada en las teatralidades de la declamación, sino para hundir al lector en el silencio de la reflexión. Poesía honda, que no acaricia sino que hiere. Muchas de sus páginas en prosa pueden ser más sonoras, más «poéticas», en el sentido tradicional de la palabra, pero sus versos libres e iconoclastas, con los que se adelantó a su tiempo y su situó en las fronteras de una poesía muy posterior a su época, llevan a ese borde donde el poema es lo que debe ser: un destructor de la palabra misma. La palabra, en los verdaderos poetas, acaba consumiéndose en su propia llama.

Fernando González es un poeta, no un versificador. Se lo dijo a Ñito Restrepo: «Usted es un ilustre coplero… y yo soy un metafísico. Usted es mi antípoda» (Cartas a Estanislao).

El Colombiano, «Suplemento Dominical»,
20 de febrero de 1994

Fuente:

Viaje a la presencia de Fernando González (catálogo). José Gabriel Baena (compilador). Contiene textos de Gonzalo Cadavid Uribe, Leonel Estrada, Carlos Jiménez Gómez, Ernesto Ochoa Moreno, Alberto Restrepo González y Marco A. Mejía. Medellín, Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina. Tres ediciones: marzo de 1994, mayo de 1995 y junio de 1995. Con ilustraciones de Horacio Longas.