Fernando González

Filósofo de la autenticidad

Javier Henao Hidrón

De cómo conocí a
Fernando González

Fue en las vacaciones de diciembre de 1957 —había terminado el segundo año correspondiente a la carrera de Derecho— cuando por primera vez leí un libro de Fernando González.

En Don Mirócletes admiré la vitalidad que emanaba del personaje, la forma de expresión de los conceptos de energía y de belleza, la capacidad de descripción de las agonías y las conferencias, originales y profundas, por pueblos de Colombia.

Me forjé entonces el propósito de adquirir sus obras. A mis manos fueron llegando, en medio de un inocultable regocijo interior, Viaje a pie, El remordimiento, Los negroides, Mi Simón Bolívar, El Hermafrodita dormido

Convertido en mi escritor predilecto, decidí conocerlo personalmente. A mediados de 1958 tuve esa experiencia. El maestro había regresado de Europa el año inmediatamente anterior, tras desempeñarse como cónsul en Bilbao. Refugiado en su casa campestre de Envigado, el recorrido desde Medellín se hacía en bus de escalera y tardaba unos treinta minutos. La finca, con casa encerrada por plácidos jardines, en la que se destacaba un bello balcón colonial, llamaba (en recuerdo de un silencioso y enigmático ciudadano germano que, hasta cuatro lustros atrás, había sido el propietario de esos terrenos) La Huerta del Alemán. Pero a partir del año siguiente sería conocida con el nombre de Otraparte, una forma directa de expresar el vivo contraste entre los intereses de la sociedad y «el mundo» de un viajero del espíritu.

Autor de libros dirigidos fundamentalmente a la juventud, en los que pretende liberarla de prejuicios, mostrarle un método de conducta individual y hacer que se autoexprese, me resultó fácil entrar en comunicación con el maestro, debido sin duda a ese comportamiento vital suyo. Poco a poco fui descubriendo el personaje: de mediana estatura, flácido, lento caminar filosófico, apoyado en su bordón; ojos grandes y escrutadores —ojos de asombro—; cabello blanco debajo de boina vasca, remembranza ésta de sus años de consulado en Bilbao y del ancestro español de su apellido materno: Ochoa. Tenía 63 años de edad, y por causa de su sordera solía colocar la mano abierta detrás de la oreja grande y saliente, para escuchar. Hablaba con fluidez y gracia, paladeando las palabras. Poseía una especie de halo de grandeza similar al que debió emanar de los sabios pensadores de la filosofía griega.

En aquella época era notorio su optimismo. Palpitaba con la realización de un nuevo y estimulante proyecto, el de escribir un libro concebido así: «…duro, límpido, vivido […], que fuera como para después de que pase el jaleo, para los que vendrán».

Estaba tomada una decisión trascendental: retornar a la literatura. De ella se había alejado el prolífico escritor desde el lejano año de 1941 cuando anunciara con perfiles dramáticos, e influenciado por los fenómenos de descomposición del yo y grande hombre incomprendido, la muerte del maestro de escuela Manjarrés.

Prolongado silencio que quedaría interrumpido en 1959 con la publicación del Libro de los viajes o de las presencias.

Una circunstancia adicional estimuló mis visitas a Otraparte: el haber fundado, precisamente en aquel año, una revista universitaria. El maestro nos honró con su colaboración y así fue formándose una amistad que sólo lograría ser interrumpida —o quizá mejor, transformada un poco— por su muerte acaecida un lustro después.

La motivación para escribir este esbozo biográfico reside ahí: en razones de experiencia vital y la devoción por la obra filosófica y literaria de Fernando González.

Por haber tenido la osadía de «vivir a la enemiga» y desnudar vicios de comportamiento —intuyó con perspicacia que sus compatriotas no podrían encontrarse sino en «vientres vírgenes aún…»—, fue rudamente controvertido, desdeñado, silenciado. Pero es lo cierto que al descubrir fascinantes mundos interiores y expresar su verdad en un estilo diáfano, directo, denso y cautivante, dejó atrás una manera alambicada, metafórica y artificial de hacer literatura.

Por ese camino nos introdujo en formas y métodos nuevos, originales y llenos de vitalidad, que van mostrando un camino individual, el de cada uno de nosotros, irrigado de sinceridad y perspectivas de futuro.

Es, pues, un pensador de singulares características, no solamente en las letras colombianas, sino también en las hispanoamericanas, en donde está llamado a ejercer una creciente influencia sobre las nuevas generaciones.

Sobre todo, porque el conjunto de su obra contiene un admirable mensaje de autenticidad.

— o o o —

1. En Envigado éramos así

«Soy de Envigado, pueblo de ruana y guarniel. Pueblo macho, berriondo. La cepa de la varonilidad, de la fuerza toda de Antioquia». «Envigado, lugar predestinado para grande epifanía» (F. G.) [1]

De los enormes troncos de sus árboles, que utilizados a manera de vigas sirvieron para construir los primeros puentes sobre sendas quebradas, provino el sonoro nombre de Envigado.

La parroquia fue erigida en 1775, año en que el gobernador de la provincia de Antioquia expidió el título respectivo.

Antes de la fundación —explica el médico e historiador Manuel Uribe Ángel—, sus campos estaban ocupados por familias de origen español en su mayor parte, por algunos negros esclavos y por unos pocos mestizos [2]; de modo que, para entonces, la raza indígena había desaparecido por completo.

En los orígenes del poblado están ya en latencia dos aspectos coincidentes: los árboles (en especial, las ceibas) y las quebradas. Entre estas sobresalían tres: La Doctora, así llamada porque en sus riberas habitó don Vicente Restrepo con cuatro de sus hijos doctores; La Zúñiga, que marca los límites con Medellín; y, ante todo, La Ayurá, nombre que, en la lengua de los indios, significa —según Uribe Ángel— perico ligero, y alude a la abundancia de aves de esta especie que hallaron los conquistadores en sus orillas. La Ayurá, de exquisitas aguas cristalinas, ha sido famosa por las leyendas que le atribuyen un mágico poder fecundante:

Las aguas de esta quebrada
portan fiel sabor a vino
y mujer que allí se baña
ha de tener muchos hijos.

Precisamente, la abundancia de árboles de la familia de las bombacáceas y las características especiales de su quebrada más conocida obraron a modo de incitación para que fuese denominada Ciudad de las Ceibas y, también, Ciudad Prolífera.

(¡Ceiba! Eres la idea de majestuosidad. Bello y útil tu tronco, grande como la nobleza y espléndido tu extenso ropaje de hojas, ramas y frutos. Árbol americano de la imponencia, del señorío, propicio para que hombres soñadores o fatigados disfruten de la placidez de tus sombras. Sabes hacerte amar…).

Resulta comprensible que a las ceibas que en buen número adornaban la plaza de Envigado —hoy en día, infortunadamente, quedan muy pocas— hubiese dedicado Fernando González uno de sus libros de raíces más hondas y mayor savia vital: Don Mirócletes.

Envigado se encuentra al sur del valle que los aborígenes llamaron de Aburrá, descubierto en 1541 por Jerónimo Luis Tejelo al mando de un grupo de treinta soldados. Enmarcado por los municipios de Medellín, Itagüí, Sabaneta, Rionegro y El Retiro, está a 1.580 metros sobre el nivel del mar y tiene una temperatura promedio de 21 grados centígrados. Su territorio, de 78,8 kilómetros cuadrados de superficie, es hasta tal punto fértil y de hermosos paisajes que Uribe Ángel llegó a considerarlo la más apacible y bella llanura de la República [3]. Y como si todavía fuese poco —manteniendo, orgulloso, su tradición—, este municipio, categoría que ostenta desde 1814, dispone de la mejor calidad de vida entre los de su clase en Colombia [4].

Los primeros pobladores, de origen español, legaron a sus descendientes apellidos tales como González, Restrepo, Vélez, Arango, Díaz, de la Calle (asturianos); Garcés, Bustamante, Cano, Guzmán, Henao, Santamaría, Mejía, Villegas (de Castilla y León); Álvarez, Escobar, Jaramillo, Tamayo (de Extremadura); Mesa, Ramírez (de Cádiz); Molina (de Granada); Ángel (de las islas Canarias); y Aristizábal, Barreneche, Baena, Echeverri, Isaza, Londoño, Montoya, Palacio, Saldarriaga, Uribe y Ochoa (vascos).

El apellido González, patronímico derivado del nombre propio Gonzalo, fue llevado a España por los visigodos. Derivado de la raíz germánica «gunda», que significa ‘lucha’ o ‘combate’, se le otorga el significado de «espíritu de la guerra». En latín se decía Gundisalvo, que después derivó en González.

A la provincia de Antioquia había sido traído hacia 1680 por el asturiano don Juan González de Noriega, y posteriormente a Envigado por don Esteban González [5].

El árbol genealógico del apellido Ochoa se inicia con el español don Lucas de Ochoa y López Alday, quien llegó a tierras antioqueñas en 1690. Del matrimonio de uno de sus hijos, Nicolás, con doña Ignacia Tirado Zapata, nació Lucas de Ochoa y Tirado, conocido por los envigadeños como «el gran progenitor» por haber sido el padre de veinte hijos, nacidos de cuatro matrimonios que don Lucas celebró en los años 1769, 1781, 1796 y 1800. Cuando murió en 1838, tenía noventa años de edad [6].

Lucas de Ochoa y Tirado, el tatarabuelo de Fernando González Ochoa —este, en ocasiones, lo hace figurar como bisabuelo, quizá con el deliberado propósito de tener una perspectiva cercana de su más vivo retrato—, es el personaje que, a la manera de un sosías o alter ego, figura en algunas de sus obras, principalmente en Mi Simón Bolívar (1930) y el Libro de los viajes o de las presencias (1959).

Es representado como maestro y amigo de quien recibe la lección, consistente en que el crecimiento del hombre —la expansión de su conciencia— parte de sí mismo y se proyecta hacia afuera; de ahí que sea necesario, para sentir y vivir la sabiduría, unificarse con el universo; es decir, ¡hacerse cósmico o comunista!

Las relaciones intelectuales que crea con Lucas de Ochoa testimonian la admiración por este varón de carácter, cuyo amor al trabajo y culto a la familia son la mejor síntesis de las virtudes de una raza, de la cual es tenido como fundador y ejemplar exponente.

La tradición envigadeña ha sabido consignar esas cualidades y modos de ser en poemas de inspiración popular, a uno de los cuales corresponde la siguiente estrofa:

Lucas de Ochoa y Tirado
de ascendencia vascongada
y entereza acrisolada,
vivió siempre en Envigado,
con pulcritud consagrado,
según veraz testimonio
al amor y al patrimonio,
pues fue prócer del trabajo
y cuatro veces contrajo
católico matrimonio.

De las sucesivas generaciones descendientes de Lucas de Ochoa, adquirió Envigado un nuevo título: el de Ciudad Doctoral, que amerita con nombres de la prestancia de José Félix de Restrepo, notable jurista y magistrado, educador de juventudes y ardiente patriota, defensor de los esclavos y redactor del proyecto sobre su manumisión; Manuel Uribe Ángel, intelectual y científico; Marceliano Vélez, influyente político y militar; Alejandro Vélez Barrientos, discípulo del sabio Caldas y de José Félix de Restrepo, quien desempeñó importantes cargos públicos: diputado al Congreso Admirable, gobernador de Antioquia, ministro de Relaciones Exteriores, consejero de Estado y senador; José Miguel de la Calle, presbítero de fecunda labor religiosa y social; Miguel Uribe Restrepo, consejero de Estado, senador, orador, cuya casa natal fue convertida en la atrayente «Casa de la Cultura» de Envigado; José Manuel Restrepo, historiador y servidor público; Alejandro Vásquez Uribe, gramático y educador; Luis Cano Villegas, influyente periodista; Francisco Restrepo Molina, médico sabio y humanitario; Jorge Franco Vélez, médico, poeta y escritor; y Débora Arango Pérez, artista que trascendió su época con un valiente y hermoso mensaje pictórico, en busca de la liberación personal y social de la mujer… [7]

Y, sin ser envigadeño de nacimiento, el padre Jesús María Mejía (1845–1927), cura en el municipio durante 49 años y en propiedad de la parroquia por cerca de 40, fue sacerdote de almas y gestor de su grandeza material: construyó el hermoso templo parroquial, llamado de Santa Gertrudis en honor a la patrona del municipio, y la iglesia de Santa Ana, así como el Hospital de Caridad; fundó los colegios Uribe Ángel y de La Presentación, este último regentado por religiosas a quienes vinculó a la educación de la niñez y la juventud; e inició la organización del poblado de Sabaneta (corregimiento desde 1903 y municipio desde 1968).

Además, fue mecenas de los grandes artistas de la imaginería religiosa de la ciudad: Tomás Osorio y su hijo Misael; Álvaro Carvajal Martínez y sus hijos, Constantino y Álvaro Carvajal Quintero; Andrés y Francisco Eladio Rojas, etc. En tres ocasiones viajó por Europa y Tierra Santa, de donde trajo, para ornamento del templo, artísticas estatuas y un afamado órgano. «Su nombre está unido a la historia de Envigado como la sombra al árbol, como el cauce al río» [8]. Fernando González hace hermosas referencias del padre Mejía en su novela breve sobre la Semana Santa de Envigado, que lleva por título Poncio Pilatos Envigadeño, publicada en la revista Antioquia: «Era un hombre: amaba todo lo bueno y lo bello. Nadie enterraba un cadáver como él […]. Tocaba la guitarra y cantaba, cantaba con su voz semejante apenas a la voz de Aarón…», etc.

El padre Mejía, sin embargo, a principios de 1918, fue obligado a retirarse de su curato parroquial, debido, según sus palabras, a la labor destructora de «apóstoles siniestros de la mentira». Desterrado, vivió en Manizales y Medellín, pero, ya cansado y enfermo, regresó en 1926 a Envigado, en donde murió al año siguiente, a los 82 años de edad.

Al cumplirse, en 1945, el centenario de su natalicio, la ciudadanía rindió a su memoria homenaje de reconocimiento y gratitud. Una estatua de bronce, obra del maestro Constantino Carvajal, colocóse en el atrio del templo de Santa Gertrudis, desde entonces presidido por quien moldeó el alma de Envigado, el talante de su estirpe.

Convendría agregar aún otros nombres: aquellos que no suelen ser aceptados por los cánones de la historiografía oficial, pues esta reserva sus sitiales de honor a cierta clase de hombres ilustres. Aunque sobresalientes por su inteligencia o por su estilo [9], se les excluye en virtud de su origen humilde o de la falta de lo que llaman formación académica. Así no hayan nacido todos ellos en Envigado, dieron también lustre a esta tierra, donde vivieron durante largos años. Mencionaremos algunos con los calificativos que les dio nuestro biografiado: Misael Osorio, el «escultor glorioso» [10]; su émulo, Álvaro Carvajal; y Cosiaca, «¡el mayor ingenio y el mejor bebedor de aguardiente!».

Al comenzar la última década del siglo xix, Envigado tenía aproximadamente seis mil habitantes [11]. Conservaba sus tradiciones patriarcales en medio de un ambiente sencillo, donde las gentes se dedicaban al trabajo y había una cierta placidez espiritual, dado el sentimiento cristiano de la vida que allí imperaba, y el respeto que solía presidir las relaciones entre familias [12].

Aquel día de 1890 en que los hermanos Daniel y José Vicente González Arango celebraron su matrimonio con las hermanas Pastora y Concepción Ochoa Estrada, respectivamente, el entusiasmo de las familias de los contrayentes produjo cierta confusión, hasta el punto de que el sacerdote invirtió el orden de las parejas; motivo por el cual fue indispensable repetir la ceremonia algunos minutos después [13].

Los descendientes de las dos familias González Ochoa heredaron de sus progenitores algunas características especiales: de los varones, ambos maestros de escuela, una rara inteligencia y el sentido de originalidad. Porque Daniel y José Vicente, no obstante carecer de preparación académica, tenían un agudo sentido práctico que les permitía resolver los problemas cotidianos, interpretar con sagacidad hechos y costumbres, y animar las conversaciones con fluidez y gracia.

Daniel era, además, negociante cafetero, en una época en la cual el café constituía nuestro principal producto de exportación. Años después, sin embargo, prefirió dedicarse a la compra y venta de ganado en comisión.

Con su esposa habitó una casa de la «calle con caño», correspondiente a la calle 20 y distinguida con el número 15–44. En esta casa, el 24 de abril de 1895, nació Fernando. Según la actual nomenclatura urbana, es la calle 38 Sur, 39–37, donde, en el terreno que ocupaba la antigua casa, ha sido construido un edificio de tres pisos, situado a escasos cuatrocientos metros de la plaza principal. En el frontis del primer piso existe una placa con este letrero: «Aquí nació el maestro Fernando González, 1895–1964. Homenaje del Centro de Historia de Envigado, 1969».

Dos días después de nacido, el niño recibió, de manos del padre Jesús María Mejía, párroco de Santa Gertrudis, las aguas bautismales, siendo padrinos sus abuelos paternos, Antonio González y Bárbara Arango.

Ya por la línea materna, es necesario destacar la influencia ejercida por doña Pastora y por el padre de esta, Benicio Ochoa.

De su madre heredó Fernando el temperamento reservado, meditativo casi siempre; y de su abuelo materno, el ingenio satírico y burlón. Mencionado con admiración por su nieto en la revista Antioquia y en algunas de sus libretas, Benicio es el autor de aquella frase filosófica que Fernando hizo conocer y con la cual disfrutaba: «Somos cagajón aguas abajo…».

La capacidad de introspección alcanzaría en él un grado tan elevado de desarrollo, que sin esta singular característica no puede ser entendida ninguna de sus obras, gestadas precisamente en esa fuente exquisita de autenticidad y fuerza vital.

A manera de síntesis genética, adquirió una manera peculiar de expresarse, de repudiar la mentira, de decirlo todo: «Desde niños tenemos una gana de confesarnos que da gusto» [14]. Y en bella frase epistolar: «[Mis libros los] escribo para confesarme, y si tienen expresiones crudas, es porque así soy yo, así éramos en Envigado, en donde crecí; así pienso y siento» [15]. Bajo otra perspectiva, llegó a decir que del segundo apellido de su padre, Arango, había heredado su «capacidad insultante», pues «los González son santos» [16].

Daniel y Pastora, como correspondía a las costumbres envigadeñas de la época, conformaron una familia numerosa de trece hijos. Pero, como algunos murieron estando muy pequeños, sobrevivieron siete: Alfonso, Fernando, Sofía, Graciela [17], Jorge, Alberto y Ligia [18].

Dentro del número cabalístico siete, Fernando fue el segundo: un segundo que compartía sus experiencias especialmente con el primero, o sea, el hermano mayor, en quien encontró siempre el más decidido estímulo a su vocación filosófica y literaria.

Alfonso (1892–1949) llegó a ser un hombre culto. Además de ser un lector apasionado de obras literarias, hablaba con soltura inglés y francés. Aristocrático y de refinados modales, vivió por varias temporadas en Europa, especialmente en París, donde nació su afición por la anticuaria.

Durante su primer viaje, que hizo en calidad de becario del gobierno colombiano, y estando en la población belga de Halma, «caserío de doscientos habitantes, todos labriegos honrados y de costumbres sanas», estalló la Guerra Civil Europea, horrendo drama que lo obligó a trasladarse a Bruselas, después a Londres, y más tarde a ingeniarse el camino de regreso a su patria. En 1917 conoció a la señorita Laura Jaramillo Uribe, de quien se enamoró con desbordante pasión; decidido veinte días después a contraer matrimonio, dícese que Alfonso arrimó una escalera a la ventana de su amada, y en dos caballos galoparon en la fría mañana manizaleña al encuentro con el cura.

Negociante de antigüedades, en Manizales fue propietario del «Salón Venecia», que gozó de reconocido prestigio durante las décadas de los años veinte y treinta. En esta ciudad desempeñó, con admirable competencia, el cargo de alcalde —el primero que tuvo la capital de Caldas durante el gobierno de Olaya Herrera— y, de adehala, se encargó de la edición de tres de los libros de Fernando: Mi Simón Bolívar (1930), El remordimiento (1935) y Cartas a Estanislao (1935). Pero su mecenazgo abarca desde Pensamientos de un viejo (1916) hasta El maestro de escuela (1941): donde estuviese (en Medellín, en París, en Manizales, en Bogotá), representó el permanente apoyo a la labor intelectual de su hermano. Por eso resultó de justicia que este le dedicara su tesis de grado (compartida con sus padres y su hermana Laura) y uno de sus libros, aquel que contiene las vivencias acerca de la Italia policroma: El Hermafrodita dormido (1933).

Periodista por vocación, Alfonso dirigió en 1912 el primer periódico que se publicó en Envigado, Vox Populi, de circulación semanal, y posteriormente La Patria, de Manizales.

El andante ciudadano dejó consignadas sus experiencias en un diario personal al que denominó con el título Apuntes de viaje, dedicado como una ofrenda «al cariño de mi madre». Sus herederos lo publicaron después de un trabajo de revisión, en cuidadosa edición mimeográfica de alcance familiar. Comprende cinco etapas que transcurren entre 1911 y 1947: la primera es el viaje al municipio de Cisneros (Antioquia), en donde, a la edad de 19 años, trabaja como empleado —«llevador de tiempo»— al servicio de la empresa del Ferrocarril de Antioquia; la segunda narra el viaje de Envigado a Bogotá —1913—, en procura de una beca para estudiar Veterinaria, la que, inicialmente programada para Chile, se concreta para Bélgica, a donde llega en abril de 1914, pero, a los pocos meses, sin haber empezado aún sus estudios, pues se había dedicado al aprendizaje del francés, Alemania declara la guerra a aquel pequeño reino y ya todo será problemas y dificultades (después se refugiará en Londres y en diciembre de 1915 estará de nuevo en Colombia); el tercer viaje, en compañía de su esposa Laura, es para dejar estudiando en París a sus hijos mayores, Fernán y Jaime, de once y nueve años de edad, respectivamente (1929); el capítulo siguiente corresponde a su viaje por los Estados Unidos y México (mayo a noviembre de 1945), y el último se extiende por todo el año de 1947. Su punto de partida es Rochester, a donde ha ido en procura de salud para su esposa.

Desde allí se traslada a algunas ciudades de los Estados Unidos y, después de atravesar el Atlántico a bordo del S. S. Asterion, hasta llegar al puerto de Le Havre, hace un largo recorrido por Europa, siempre en compañía de esposa e hija (Laura y Beatriz), especialmente a través de Francia, Italia y España, en automóvil particular, al que llama su Rocín, disfrutando de paisajes, ciudades, pueblos, museos…

En la última de las 574 páginas de estas ilustrativas crónicas, Alfonso dejó consignado con emoción un pensamiento íntimo: «¡Qué no diera yo hoy por un Diario de mi padre, por poder revivir a don Daniel, por seguir sus huellas, por ir detrás de él, pisando su sombra!».

De Fernando dice, en el diario correspondiente al 13 de noviembre de 1913: «Este hermano, en quien hay talento para un gran filósofo, y quien, a la edad en que otro cualquiera se “deleitaría con pamplinas”, ha lastimado sus pies en el sendero de la reflexión» (p. 82; negrillas en el original).

De aquellos «Diarios» recibió inspiración Tomás González [19] al escribir Para antes del olvido, obra ganadora en 1987 del Premio Nacional de Novela Colombia Plaza & Janés. La narración comienza en el Envigado de 1913, cuando Alfonso, «cansado de sentirse preso entre una jaula cantando siempre las mismas trovas», decide irse de la casa paterna, guiado sólo por su espíritu aventurero. Renuncia entonces al calor del hogar, a la compañía de sus hermanos y a la dulce comunicación amorosa con Josefina, su novia. Inteligente, simpático, de singular predisposición para conquistar amigos [20], su errancia por pueblos y ciudades de Colombia, primero, y luego por Europa, a donde había ido con la intención de hacerse profesional de la medicina veterinaria, conforman el tema central del libro, presentado con notable fuerza descriptiva, cálida y llena de vida.

Pero si los rasgos del carácter de Alfonso son bien definidos —jovial, emprendedor, trotamundos, sentimental, inclinado a disfrutar de los placeres de la vida—, los correspondientes al temperamento de Fernando no eran menos protuberantes, aunque en sentido opuesto.

Las peculiaridades de su carácter sirvieron para distinguirlo de los muchachos de su edad, pues Fernando demostró poseer siempre un agudo sentido de posesión de su yo. Desde joven parecía un hombre experimentado, a la vez recio y dueño de sí mismo; introspectivo, pensativo, analítico. Empleaba un lenguaje duro, sin adornos, llamando a las cosas por su nombre. No aceptaba intromisiones y quería entender y deducir por sus propios medios. Y, cuando se le reprendía, reaccionaba disgustado, sin admitir explicaciones.

En este retrato de infancia, elaborado por él mismo, está descrito con entera fidelidad: «Yo era blanco, paliducho, lombriciento, silencioso, solitario. Con frecuencia me quedaba por ahí parado en los rincones, suspenso, quieto. Fácilmente me airaba, y me revolcaba en el caño cada vez que peleaba con los de mi casa» [21].

«Silencioso, solitario… por ahí parado en los rincones»: manifestaciones frescas y tempraneras de su vocación filosófica. Meditar para entender. Entender para autoexpresarse. Y por este camino, llegar al reino del espíritu. Proceso que constituirá la espina dorsal de su larga y fecunda tarea de pensador, de filósofo vital, para quien la verdad está dentro de nosotros mismos y aprehenderla es ejercicio que requiere vivirla en su triple dimensión: pasional, mental y espiritual.

Un hecho en apariencia intrascendente —se orinaba en la cama dormido—, y su obsesión por curarse, sirvió para iniciarlo en la filosofía viva a los ocho años, edad en que escribió su primer ensayo psicológico acerca del dolor [22]. Así llegó a intuir que somos animales avergonzados y que la vida es escuela de sabiduría cuando se padece, primero, y después se entiende y digiere [23].

Pronto adquirió también el gusto por las plantas. A orillas del caño donde vivía abundaban las poligonáceas, y en «amoroso contacto» con ellas nació su afición por la botánica, que cultivaría como complemento de su vida filósofa. Plantas que, como los vegetales y los minerales, ¡expresan siempre la verdad! «El único ser mentiroso, entre todos los de la creación, es el hombre» [24].

Años más tarde, el inquieto muchacho perdería su fe. Precisamente fue el día en que, en la sacristía de la iglesia de su pueblo, alzó el vestido a Pablo de Tarso y vio que su cuerpo era «¡un tablón de madera ordinaria!». Desde entonces dejó de creer en los santos de Envigado, en las devociones meramente acomodaticias para incentivar la fe. Sometido al conflicto entre materia y espíritu, que es atormentador y persistente, en adelante su mensaje estuvo dirigido al «hombre de carne y hueso», al estilo de ese eterno inconforme de la literatura española que fue don Miguel de Unamuno.

En medio de la serie de experiencias de los años juveniles, aprendió también «el arte suramericano de poseer a distancia todas las cosas de la vida». Convirtiose en intemperante imaginativo. Los casos más vivos tuvieron que ver con Fernanda, María Luisa y una prima nalgona que fue su tormento…, debido a la enseñanza que recibió del Mono de Marceliano, un amigo suyo de aquellos tiempos febriles [25]. Desconsolado, decidió reaccionar con vehemencia y olvidar el tormento ensoñador del vicio solitario; así fue convirtiéndose en artista de la realidad turgente y concreta, en instigador de mundos interiores, en buscador de cuanto oliera a semilla y a polen.

Un pensamiento de Fernando González, esencialmente autobiográfico, sirve como ninguno para entender su carácter y personalidad. Pertenece a los años de mayor efervescencia y creatividad intelectual —la década de los años treinta— y refleja de qué manera su nacimiento e infancia determinaron todo su futuro camino: «Mi madre me parió cabezón, pero infiel».

Cabezón, o sea, buscador de la verdad. En cuanto imperfecto y dada su ansia de perfección, diremos, parodiándolo, que el muchacho no cabía por los orificios de la materia organizada. Buscador de una cosa que no se sabe qué es ni dónde se encuentra… Espíritu inquisitivo que constituyó la fuente de todas sus vivencias. De lo contrario, hubiera carecido de aptitud para la meditación y el entendimiento; habría sido un animal triste, porque la alegría consiste precisamente en el presentimiento de ir a encontrar una cosa que no sabemos y que llamamos de muchos modos [26].

Infiel, es decir, insatisfecho. Infidelidad que es patrimonio de las almas cuyo destino es la divinidad. Consecuencia de que lo anhelado no está ahí, donde se creía, y es necesario seguir buscando. ¿Dónde encontrar, pues, el secreto? Supone que las muchachas, tan bellas y elásticas, pudieran tenerlo cuidadosamente escondido; entonces camina detrás de ellas, las observa y analiza, pero es grande su desilusión: no hay tal secreto, ni siquiera en la «mujer única de Marsella»… Tampoco lo encuentra en los libros de los filósofos, ni en las ruinas romanas, ni en las esculturas griegas, ni en parte alguna del mundo exterior.

Así es como descubre, primero, y luego asimila la lección, consistente en que «la filosofía es un camino, una amistad, y no un matrimonio con la verdad» [27].

Tal es, pues, su vocación. Tarea fascinante y tortuosa al mismo tiempo. Mediante ella empieza a intuir a Dios, a quien considera interesante porque es un secreto. Por eso se dedica a buscarlo «como mi mamá buscaba las agujas, en Envigado…». Es un proceso de inquisidor que se prolongará durante cuatro décadas.

Inicialmente vislumbra, allá en la cruz, la divinidad de Jesucristo. Pero le resulta imposible vivir la verdad. Aún está lejana, y el secreto permanece inasible. Poco a poco irá descubriendo que la verdad «es muda, no sufre adjetivos, ni nombres; únicamente un verbo: Ser» [28]. Y también, entre emocionado y atónito, que el camino de la verdad es la renuncia [29].

Esa actitud de búsqueda es esencial: viene a ser su trasegar humano. Fernando González es un buscador, y para ello se convierte en un atisbador: analista de sí mismo y del vasto mundo que forja su constante brega por ascender en conciencia.

Las raíces del pensador —densas y profundas— están aquí, en Envigado; en sus gentes y su ambiente. El marco criollo se lo proporcionará Antioquia, pueblo de ancestro vasco cuyos perfiles de individualidad se adaptaron muy bien a su temperamento y espíritu crítico. Y yendo más lejos, Colombia y Sudamérica instigarán las manifestaciones de un original sociólogo y penetrante psicólogo.

Síntesis del ancestro varonil, altanero y creador de su raza, Fernando González representa el mensaje liberador de la autoexpresión individual y colectiva.

Notas capítulo 1:

[1] La primera cita aparece en: Roca Lemus, Juan (Rubayata). «Confesiones de dos viejos niños: Fernando González y Ciro Mendía». Boletín Histórico, Centro de Historia de Envigado, n.º 7, marzo de 1979, pp. 88-95. La segunda corresponde al Libro de los viajes o de las presencias, Medellín, Aguirre Editor, agosto de 1959, p. 28. [N. del E.]
[2] Uribe Ángel, Manuel. Geografía general y compendio histórico del Estado de Antioquia en Colombia. Imprenta de Víctor Goupy y Jourdan, París, 1885, p. 113.
[3] Ibidem, p. 112.
[4] Calificado en 1987 por el Instituto Ser de Investigaciones con un índice de 100,0, seguido por Bogotá (98,3), Tunja (96,0), Medellín (89,4) y Bucaramanga (88,5). En el año 2014, según medición del Departamento Nacional de Planeación, Envigado volvió a ser calificado como el municipio colombiano con mejor calidad de vida, sobresaliendo el sector educativo, con cobertura total. Entre los cinco primeros se situaron tres municipios de Antioquia, ubicados todos en el sur del valle de Aburrá y limítrofes entre sí: Envigado, Sabaneta e Itagüí (puestos 1, 3 y 5), y dos municipios de Cundinamarca: Chía y Madrid (puestos 2 y 4).
[5] Garcés Escobar, Sacramento. Monografía de Envigado. Tercera edición, 1985, p. 249.
[6] Ibidem, pp. 254-255.
[7] La pintora Débora Arango (1907-2005) nació en Medellín, pero vivió en Envigado durante sus últimos sesenta años, invariablemente en «Casablanca», la hermosa casaquinta que fue de sus abuelos.
[8] Garcés Escobar, op. cit.
[9] La inteligencia es definida hermosamente por Fernando González en la revista Antioquia n.º 5: «Posesión consciente de su individualidad y de los nexos que tiene con el universo»; y el estilo, como la manera de manifestarse: «El verdadero estilo consiste en manifestarse naturalmente».
[10] Misael Osorio Ramírez, hijo del también escultor Tomás Osorio Alzate, nació en Carolina (Antioquia) en 1877, pero desde niño vivió en Envigado, donde tuvo taller de escultura y ebanistería durante 45 años. Al contemplar el arte escultórico de la capital de Italia, Fernando González, en El Hermafrodita dormido, recuerda a este notable artista imaginero: «En Roma no hay santos como los de Misael Osorio…» (p. 64). Y, tras recorrer los pueblecitos cercanos a las montañas de Carrara: «Si tuviéramos por aquí a los escultores de Envigado, Misael Osorio y los Carvajales, para que hicieran un San Juan, así, hermafrodita, ¡como ellos saben!» (Ibidem, p. 134).
[11] Según el Censo Nacional realizado en el año 2005, la población de Envigado ascendía a 175.240 habitantes: mujeres, 54,6%; hombres, 45,4%. Establecimientos económicos: 6.494. Promedio de personas por hogar: 3,5. Tipo de vivienda: casas, 39,5%; apartamentos, 59,5%; otros, 1%. Es el municipio con mejor nivel de educación en el área metropolitana del Valle de Aburrá: el 47,3% de sus habitantes tiene título de bachiller y el 18,3%, estudios profesionales. Distancia a Medellín: diez kilómetros, que se recorren en automóvil en veinte minutos. (Proyección oficial del DANE al 31 de diciembre de 2014: 217.343 habitantes, de los cuales el 96% se encuentra en el área urbana).
[12] Desde 1995 funciona, adscrita al Municipio, la Institución Universitaria de Envigado, con programas de pregrado en Ingeniería de Sistemas, Ingeniería Electrónica, Derecho y Contaduría Pública. La ciudad también cuenta con un canal comunitario: Teleenvigado.
[13] Los médicos Gustavo, José Vicente y Luis Enrique González Ochoa; el abogado Jaime González Ochoa; y los filólogos y músicos Mario y Carlos González Ochoa —para no mencionar sino algunos de los veintiún hijos de José Vicente y Concepción— son, por tanto, primos hermanos dobles de Fernando González. Jaime es, además, el personaje de La Tragicomedia del padre Elías y Martina la velera conocido con el nombre de Palillo Elías, el abogado de Entremontes.
[14] Revista Antioquia, n.º 2, junio de 1936, p. 10.
[15] Carta a su hermano Alfonso, Marsella, 5 de abril de 1934, en Cartas a Estanislao, Casa Editora Arturo Zapata, Manizales, septiembre de 1935, p. 88.
[16] Osorio, Luis Enrique. «Fernando González me dijo…». Revista Cromos, Bogotá, 7 de marzo de 1942, pp. 42–44; 58–61. [N. del E.]
[17] Graciela estuvo casada con el prestigioso médico y filántropo Francisco Restrepo Molina (1898–1976). El doctor Restrepo Molina fue médico personal de Fernando, a quien siempre llamó «don Fernando», y uno de sus íntimos amigos. En La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera es «don Pío», el médico de Entremontes. El escritor vallecaucano Faber Cuervo, domiciliado en Envigado desde 1973, lo describe así: «Quién iba a pensar que la generosa humanidad arropada en impecable traje negro y sombrero de fieltro —también negro— contenía una franqueza y humor provocadores que bordeaban las fronteras de la burla ingeniosa […]. Algunos lo veían como un médico seco y repelente, porque decía en tres palabras lo que se debía hacer; es lo cierto que una mayoría de envigadeños recuerda al bondadoso médico con gratitud y singular admiración […]. Durante su apostolado en el mundo solidario del bisturí, condimentó sus largas faenas de atención con la broma, el diagnóstico directo, el comentario imprevisto […]. La solidaridad y la sabia franqueza con los enfermos lo acompañaría durante casi 50 años de servicios a la comunidad envigadeña y antioqueña, pues fue profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia durante 22 años […]. Antes de que el doctor se colocara su dedo pulgar entre los labios para empezar a hablar, uno de los estudiantes decía en voz queda: “Chiss…, va a hablar el micrófono de Dios” […]. El maestro Fernando González hubiera dicho del médico Restrepo que fue un individuo que se acercó al espíritu al desnudar su propio ser renunciando al vano rol de médico que halaga a sus “clientes”». (Vigas contra el viento II. Memoria literaria viva, Envigado: Autores varios, 2012, pp. 90, 98, 99).
[18] En Pensamientos de un viejo, siendo su hermana aún una niña, le dedica el capítulo titulado «¡Oh viejo bordón de los abuelos!», donde expresa: «Ligia es la única que conoce el alma del joven pensador. Él ha puesto todo su amor en ella». Doña Ligia fue la última sobreviviente de los hermanos González Ochoa. Estuvo casada con el odontólogo Antonio Zuluaga Aristizábal y falleció en Medellín, en diciembre de 2004, a los 91 años de edad.
[19] Tomás González Gutiérrez (1950) es hijo de Alberto González Ochoa y, por tanto, sobrino del maestro. De este llegó a decir: «Él vivía en la finca vecina a la nuestra, en Envigado […]. Me deslumbraba su manera de ser, de hablar, de relacionarse con el mundo. Tuve mucha suerte en convivir con una persona sabia como Fernando a una edad en la que las puertas de la percepción están abiertas de par en par». (Ortiz, María Paulina. «Un tímido bañado de letras». Revista Bocas, El Tiempo, Bogotá, junio de 2014, p. 38).
[20] «No había ser humano —sostiene el autor— capaz de pasar cerca de él y no enredarse en una conversación pequeña o grande». (González, Tomás. Para antes del olvido. Plaza & Janés, Bogotá, mayo de 1987, p. 18).
[21] Ángel Vallejo, Félix. Retrato vivo de Fernando González. Medellín, Instituto de Integración Cultural, 1982.
[22] Mi Simón Bolívar. Segunda edición, Librería Editorial Siglo XX, Medellín, 1943, pp. 18–19.
[23] Vallejo, op. cit., p. 45.
[24] Ibidem, p. 75.
[25] Cartas a Estanislao, op. cit., p. 109.
[26] El remordimiento. Editorial Arturo Zapata, Manizales, 1935, p. 78.
[27] El Hermafrodita dormido. Editorial Juventud, Barcelona, 1933, p. 6.
[28] Ibidem, p. 11.
[29] El remordimiento, op. cit., p. 82.

— o o o —

2. Estudiante rebelde

Y si he llegado a amar tanto la vida, como campo de experimentación y ascenso, es a causa de mis pecados y arrepentimientos. (F. G.)

Los estudios de escuela primaria los inició Fernando en el Colegio de La Presentación, de Envigado, regentado por las Hermanas de la Caridad.

Aunque retraído, callado y poco comunicativo con sus compañeros, en la escuela demostró ser un niño de personalidad fuerte, intelectualmente vivaz e interesado más en comprender que en memorizar o repetir. Solía interrogar a sus maestros, pues no aceptaba de buena gana las lecciones que recibía, y menos aún la disciplina del plantel.

Un día, la hermana Belén —su primera e inolvidable maestra— le impuso un arresto como castigo. Tuvo que cumplirlo, pero enseguida reaccionó airado. «Y cuando salí, después de pagar el arresto, les grité desde la calle: “¡Hermanas, hermanas cagonas…!”, y me expulsaron. Mi papá llamó entonces a Misael Osorio, el escultor, que tenía una letra muy bonita, para que le escribiera una carta a las hermanas en la cual yo les pedía perdón. Fue una bella carta de arquitecto. Me perdonaron y volví al colegio. Yo siempre fui grosero desde chiquito» [1].

Preocupados por la inquietud y viveza del estudiante, sus padres decidieron trasladarlo a Medellín, donde fue matriculado en calidad de interno en el Colegio de San Ignacio de Loyola, dirigido por sacerdotes de la Compañía de Jesús.

En aquel colegio prosiguió y terminó sus estudios elementales y cursó los primeros cinco años de enseñanza secundaria. Es la época en la que recibe la influencia intelectual y afectiva más profunda. El método riguroso de sus profesores, el arte de formar silogismos, los paseos a pie, los ejercicios espirituales…, forman un conjunto de experiencias que sirvieron para moldear su carácter y conferirle agudeza a su espíritu crítico.

En medio de todo, se presentó un hecho que él mismo describiría más tarde como la causa de su temperamento retraído y de su amor a la soledad. Por naturaleza, había sido tímido, y un compañero de estudio se convirtió en su dominador; por medio de amenazas, lo sometió a su voluntad: «Si me decía, durante la clase, que le prestara mi reloj y yo me negaba a ello, me prometía una paliza para la hora de salida. Así que yo me hice un niño reconcentrado que miraba con temor a todos los hombres. […] Él me enseñó, sin quererlo, a hallar una gran alegría estando conmigo mismo» [2].

Cuando cursaba el quinto año de bachillerato, surgió el conflicto irremediable con los jesuitas. Fernando estaba absorto en la lectura de libros de Nietzsche, Voltaire, Kant y Víctor Hugo, sin desconocer la intensa sensación que le causaba la lectura de Teresa de Jesús. En la clase de filosofía, que dictaba el padre Quirós, se atrevió a pensar con libertad, negando el primer principio que la lógica tomista —que replantea el pensamiento aristotélico y le otorga ese lugar al principio de identidad— y, posteriormente, la enseñanza jesuita, denominan de contradicción: una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido. «Ese es el primero; ese no se comprueba» [3]. El alumno quedaba desconcertado: no podía entender cómo una filosofía eminentemente racional prescindía, en ese supuesto, del uso de la razón.

«Luego le negué todo al padre Quirós —escribe en Los negroides—. ¡El primer principio! Negué el primer principio filosófico, y el padre me dijo: “Niegue a Dios; pero el primer principio tiene que aceptarlo, o lo echamos del colegio…”. Yo negué a Dios y el primer principio, y desde ese día siento a Dios y me estoy librando de lo que han vivido los hombres. Desde entonces me encontré a mí mismo, el método emotivo, la teoría de la personalidad: cada uno viva su experiencia y consuma sus instintos. La verdadera obra está en vivir nuestra vida, en manifestarnos, en auto-expresarnos». «Mi vida ha estado dedicada a devolverles a los Reverendos Padres lo que me echaron encima; he vivido desnudándome» [4].

El 20 de agosto de 1911 —tenía dieciséis años de edad—, Fernando fue expulsado del Colegio de San Ignacio. En carta suscrita por el rector, R. P. Enrique Torres, es comunicada la decisión a don Daniel González. Con bella caligrafía y en estilo jesuítico, el padre Torres escribió:

Es el caso que desde el año pasado se dio Fernando con sumo ahínco a la lectura, primero de obras literarias y luego este año de obras filosóficas principalmente. Sin duda en la lectura de tales libros procedía sin mucha selección al principio, no advirtiendo el inmenso mal que de semejante proceder podía seguírsele. Y así ha sucedido, en efecto, como U. habrá tenido que advertirlo; pues al ojo avizor de un padre solícito, jamás se ocultan los cambios que en el hijo van verificándose. Comenzando apenas sus estudios de filosofía y no bien cimentados aún sus principios religiosos ha leído con verdadera pasión obras de Voltaire, Víctor Hugo, Kant y sobre todo Nietche (sic), las cuales han apagado en su entendimiento la luz de la fe y han secado en su corazón todo temor saludable. No cree absolutamente, afirma él a sus compañeros, en la divinidad de Jesucristo ni menos en la Iglesia Católica. Imbuido en las ideas de Nietche (sic), sostiene que hasta ahora los hombres han estado cegados con falsas preocupaciones, como el infierno, que un genio ha de hacer desaparecer para sustituirlas con otras nuevas y mejor fundadas. Así lo dice, casi de continuo, a sus compañeros; esto ha sostenido a su profesor de filosofía, el P. Quirós y en parte también al Rdo. Padre Rector, sin admitir razones de ninguna clase.

Tenía yo la esperanza de que los ejercicios espirituales, que durante tres días tuvieron los alumnos la penúltima semana, hubieran de aprovecharle y abriera su corazón a la divina gracia, pero el último día de las confesiones no vino al colegio, y menos el día de la comunión. El lunes pasado le dije debía comulgar el martes, fiesta de la Asunción, conforme al reglamento, y tampoco lo hizo.

Por todos estos motivos tengo la pena de comunicarle que la Junta Directiva del colegio ha resuelto que Fernando queda excluido del colegio, y en consecuencia suplico a U. tenga la bondad de enviar por el pupitre y los libros al colegio.

Al cumplir tan penoso encargo aseguro a U. continuaré pidiendo con toda mi alma a Dios Nuestro Señor ilumine a Fernando y le dé gracia para volver al buen camino.

De U. atento y seguro servidor,

Enrique Torres, S. J.

La expulsión del colegio dejaba marcado el signo de su preocupación intelectual, la manera como defendía su derecho a pensar y creer libremente, y el rechazo a las imposiciones de un catolicismo más preocupado por la apariencia que por la autenticidad, a pesar de su fondo de preocupación apologética.

Quedaba abierto el camino para una vida de impertinencia y desfachatez, entregada por entero a la noble tarea del pensamiento. Al mismo tiempo que buscaría su ruta espiritual, expresaría sus ideas —redondas y duras— con absoluta veracidad. Una línea de conducta que mantendrá sin desviarse, hasta llegar a sostener en el último de sus libros que el mandamiento único es «no mentir».

Los años pasarán, pero persistirá su interés por dar una explicación satisfactoria al principio de contradicción, «evidente por sí mismo», sobre el cual se edificó durante siglos la filosofía escolástica.

En la última etapa de su vida, se dedicó a reemplazar el conocimiento conceptual por el conocimiento vivo —método destinado a hacer posible la metafísica—, y descubrió que los conceptos son limitaciones, entidades nacidas de la imaginación sensual orgánica, del aparecer de los sentidos; la «mente» los endiosa y la «razón» construye con ellos juicios, razonamientos. Pero la verdad es que realmente no hay cuerpo, mente, razón, sino Intimidad, Sucediendo, Presencia, y en esa Trinidad, que es una, un número infinito de sucediéndoses.

Fue así como del juicio «una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo», separó los conceptos de «cosa», «una», «ser», «no ser», «tiempo», y procedió con ellos a hacer el viaje mental, discurriendo de esta singular manera:

La hormiguita sube por el muro de doscientos metros de altura: la ventana, que está a cien metros, no existe para ella, no está presente cuando principia a subir… Se acerca…, se acerca… ¡y ya está presente…! ¡Y para mí estaba presente en el antes, el ahora y el después de la hormiga! Y yo tengo mi pasado y mi futuro y mi presente de mis coordenadas; y para un súpero todo eso está en presente. Resulta, pues, que la infinita y total realidad es Presente para la conciencia infinita, y que las cosas son y no son según las coordenadas [5].

Todo juicio verdadero —concluye— es de identidad. Lo produce la muerte absoluta de la vanidad, es decir, la reconciliación de los contrarios: bien y mal, alegría y dolor, nada e intimidad. Y significa que sólo Dios Es y somos por Dios y en Dios [6]. Por tanto, el primer principio no se demuestra, sino que se intuye.

En 1933, en El Hermafrodita dormido, propuso el primer principio existencial: «No pienso, luego soy. […] La verdadera existencia principia cuando podemos no pensar». En 1959, en el Libro de los viajes o de las presencias, el verdadero juicio evidente es la Presencia, «aquello cuya esencia es la Presencia». Y en 1962, en La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, parte del juicio de identidad para concluir que el verdadero primer principio de toda sabiduría, la reconciliación de los contrarios, identifica el ser y el saber. «Saber es ser». Construye, pues, una metafísica viva.

Por eso, el sacerdote Alberto Restrepo González, un penetrante estudioso de su obra, sostiene: «Partiendo de la negación del primer principio de la filosofía de Occidente, Fernando González hizo una filosofía vivencial latinoamericana de valor universal» [7].

Hubo, pues, en su juventud, enfrentamiento con los jesuitas. Pero la huella de los Reverendos Padres —su pensamiento y su disciplina— influiría con la fuerza desbordante de un método admirable, hasta hacer de Fernando González un jesuita suelto. En este sentido, estuvo dotado de una definida vocación, llegando a entender a plenitud sus principios orientadores y el modo de aplicarlos; sólo que prefirió que, de racionales o conceptuales, devinieran en principios esencialmente vivenciales, transformados en manifestación de vida pasional, mental y espiritual.

Cuando en 1930, a raíz de los juicios sobre Santander expresados en Mi Simón Bolívar, sostuvo una polémica con Antonio José Restrepo, aprovechó para burlarse de los «lanudos» de Bogotá —encarnación del espíritu santanderista— y advirtió que los actos humanos son morales y se aprecian por la motivación. Espetó, tajante: «Les hace falta a ustedes ocho años de jesuitismo para poder comprenderme»… [8]

En Viaje a pie (1929) recuerda con cariño a sus «maestros y confesores»: el padre Urrutia, el padre Torres, el padre Sarmiento, el padre Quirós. Asevera que este último —«flaco, limpio, pausado y agradable en toda su persona»— fue quien más influyó en su formación; quizá por haber sido el profesor con quien sostuvo las más arduas polémicas. Y revela este atisbador por naturaleza que, con frecuencia, va los domingos al atardecer a ver salir a los jesuitas de su finca de Miraflores. Lo hace porque ejercen gran atracción sobre él: figuras interesantes que disciplinan su inteligencia y sus pasiones, y pocos son mediocres. Viven la vida del espíritu, perfeccionándose conforme a su método. «El alma del místico es interesante como selva del trópico», afirma. Pero, siempre profundo y burlón, no puede sustraerse a describirlos en cuadro vivo:

El hombre jesuita no goza sino con tres cosas, a saber: las tres proposiciones silogísticas: la mayor, la menor y la consecuencia. El que conozca las leyes de estos tres elementos es más poderoso que un ejército de alemanes. Santo Tomás fue el mago del silogismo. Cierta vez discutía con un fraile a quien asaltaban dudas acerca de la existencia del diablo. ¿Qué hizo Santo Tomás? Lanzó las dos premisas, como se lanza un anzuelo en río caudaloso; y el diablo salió chapaleando de los infiernos, aterrador y furioso, casi ahogado por las premisas mayor y menor: ¡el diablo era la consecuencia! ¡Imaginaos el susto del incrédulo! [9]

Comienza a advertirse por qué el pensamiento central (metafísico) de Fernando González es filosófico-religioso, y cuáles son sus fundamentos, categorías e ideas madres. Sobresalen los temas del hombre, la conciencia, el método emocional, la energía, la belleza, el tiempo, el espacio, la realidad, por una parte; y, por la otra, el Ser, el Ideal, Dios. Filosofía y religión en conexión dialéctica y vivencial.

Qué significativo resulta que su personaje inolvidable —resumen de sus ansias espirituales y del hombre que quisiera haber sido— esté representado por el padre Elías. «¡Cuán bello iba el jesuita!», exclama, absorbido por su vitalidad, en Don Mirócletes [10]. En Mi Simón Bolívar expresa que desea realizarlo en un libro, «para ayudar a su aparecimiento en mí» [11]. Este libro, que en un principio pretendió ser el Diario del padre Elías, quedó pospuesto durante años —un poco más de tres decenios—, en espera de un lento madurar espiritual. Finalmente apareció dedicado al entonces cura de Entremontes y escrito con profundo sentido místico. Es La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera (1962), síntesis de su vida y culminación de todo un ondulante ciclo literario y filosófico.

Ese mundo de inquietudes intelectuales había nacido tempranamente, en contacto con el ambiente estudiantil creado por los Reverendos Padres. Entonces —y después— criticó a los jesuitas por el apego a la filosofía conceptual, el uso y abuso de silogismos y el empleo de metáforas; pero reconoció, al mismo tiempo, el valor de su disciplina y ejercicios espirituales, el rigor de su método, el carácter varonil y realista que los identifica.

La actitud de admiración y respeto hacia los jesuitas tampoco le impidió denunciar la antinomia existente, en ocasiones, entre el negocio de aquéllos y las enseñanzas de san Ignacio de Loyola, a quien estudió con delectación y profundidad, especialmente durante los tres años de consulado en Bilbao, tierra vascongada como la del guerrero de Cristo.

Concibió a san Ignacio como el mejor militar psíquico que ha producido el mundo. Y, saboreando parentesco y similitud de comportamiento, escribió:

Nada más activo que lo ignaciano. A nosotros, vascos —en la familia de san Ignacio había Ochoas; su abuelo era Ochoa de Loyola; y yo soy Ochoa—, nos llama Dios por el lado de la guerra, en su verdadero sentido [12].

¡Cuánta verdad, gracia y picardía en las siguientes palabras, resumen de la influencia de los jesuitas en su modo de pensar y actuar!:

De ellos tenemos el amor por los paseos a pie; la pasión por los diálogos peripatéticos, en los jardines y patios de los caserones; el ansia de tener finca rural, con montes, prados, cañadas y mucha agua, así como la de ellos en Bucaramanga. De nuestros queridos maestros tenemos esa pasión por convertir a las muchachas, por llevarlas a la casa para tocarles el corazón e impedir que sean engañadas por hombres miserables… [13]

«¡Qué gran jesuita hubiera sido yo!», exclama en El remordimiento, donde se interroga: «¿Por qué no insistiría el padre Torres?», y, como soñando con el hombre de Iglesia que se frustró en el Colegio de San Ignacio: «…hoy viviría en Roma o en París, enseñando un poco de Teología abstracta […]. Yo habría fundado nuevas casas; mis sermones estarían publicados, y las muchachas de Francia habrían dicho: C’est gentil ce Père de la Colombie!…» [14].

¿Y qué decir de su libro Don Benjamín, jesuita predicador, dedicado al R. P. Zameza, su confesor, y publicado inicialmente por entregas en la revista Antioquia (números 2 al 8, año de 1936)? De rica belleza artística, imágenes de honda vitalidad y realismo, manejo admirable de situaciones y personajes —los viejos curas de Antioquia, los sacristanes y monaguillos, sus costumbres y amistades, su medio ambiente—, y el sabor auténtico a las cosas sagradas de la Iglesia. Ninguno en su género en Colombia, y pocos en la literatura española.

¡Qué fervor por los jesuitas! El hermoso preámbulo es testimonio insuperable. Por eso conviene leerlo con su ritmo musical, que va describiendo un mundo psicológico de grandezas y defectos —como todo lo humano—, pero cuán digno de ser amado, de ser vivido, de ser imitado:

¡El jesuita! Indudable que es la comunidad religiosa más interesante, por castos, por estudiosos y por las disciplinas psíquicas. ¡Ningún conocedor del alma como nuestro santo padre Ignacio! Él basta a España para que tenga la primacía en el mundo interior. Es la única Compañía bien organizada en todos sus detalles. El aire ignaciano es propiedad de ellos: generalmente delgados, cuerpos atormentados de estudiosos; en su juventud son fornidos y ágiles; en la vejez llevan la calvicie y seriedad ignacianas. Tienen gordos, pero son pocos. Su vestido es el más intelectual. Imperan en todas partes. Madrugadores, activos, completamente sugestionados de que La Compañía es el Cielo o el camino más recto para él. Tienen razón. Santa Teresa lo afirma. Son insuperables en el respeto a la castidad: inflexibles. De ahí, creemos, su triunfo. Sólo el que siga a Ignacio puede triunfar de la carne.

Ninguno de ellos sobresale en originalidad, pues ésta es contraria a su espíritu, pero todos ellos son ilustrados, metódicos, gente heroica.

Para decir toda la verdad —que es nuestra cónyuge— diremos sus defectos, los que nos parecen tales y que quizás sean los defectos de sus cualidades, según frase de santa Teresa. Son:

Falta de originalidad intelectual (claro, porque están sometidos a la regla: son perinde ac cadaver [15] y «como bastón de hombre viejo»). Ausencia de atrevimiento científico, de espíritu inventivo, por la misma causa. Muy doblegados por sus jefes y muy soberbios en su espíritu de comunidad, pues creen firmemente que son mejores que los demás. Tratan al mundo con desprecio. Sociedad que dominan, sociedad que tiranizan. Siendo los mejores amigos, personalmente, la comunidad es tirana y soberbia.

Son el sostén de Roma, y así lo creen y sienten.

El jesuita tiene aplomo dondequiera. Dominan el resto del clero. Son temidos, temibles y respetadísimos.

Para terminar, nuestra gran tristeza es no pertenecer a La Compañía sino por la gana. Somos jesuitas soltados, que de vez en vez vamos donde el padre Zameza a lamentarnos de nuestros negros pecados, debido a que no llevamos, como ellos, las cautelas del padre Ignacio entre el bolsillo.

Ahora los persiguen solapadamente, en Colombia. ¡Eso es!: ¡arrojen al espíritu latino e introduzcan expertos, mineros y pastores sajones! ¡Arrojen a los maestros de monsieur Voltaire, a los que abrieron y embellecieron la gran hacienda de los Llanos, a los que dieron al Paraguay el espíritu heroico…! ¡Arrójenlos, a nuestros maestros, para que no queden en Colombia sino los putos y putas de la gran familia liberal! [16]

Reiteradas y vibrantes son las manifestaciones del espíritu religioso de Fernando González. Tentado por la carne y un tanto vulgar —«mi vulgaridad es un premio que me otorgo» (prefiere guardar su delicadeza para los que saben sonreír)—, vivió en búsqueda anhelante de Dios. La definición de sí mismo no puede ser más reveladora: «[Soy] una inmundicia que mira para el cielo». Sincero, incapaz de mentir, de disimular la realidad, de hacer esguinces a la verdad, recorrió su propio camino dentro de una sorprendente línea de autenticidad.

Una de las manifestaciones más intensas de esa búsqueda anhelante de Dios es la aparición de Jesús que describe en Poncio Pilatos envigadeño, cuando asistía a la Semana Santa en su ciudad natal y —de regreso a su casa— experimentó un profundo sentimiento de convicción cristiana. Iba por la carretera, soñando en su frustrado sacerdocio. Primero se vio de cura en Envigado, predicando el sermón de la soledad, el Viernes Santo, ante una feligresía conmovida, y luego de príncipe de la Iglesia. De pronto, Jesús se le apareció y lo detuvo; cayó bocabajo y oyó que Aquél le decía:

Te he llamado desde la niñez. […] Recuerda a la hermana Belén, que te enseñó a leer y a cuyo lado sentías cosas deliciosas: era mi voz; siempre te he llamado. […] No oíste: no quisiste oír. […] ¿Qué has hecho de mis voces? [17]

Como lógico corolario, cuando llegó el momento de matricular a sus hijos en un colegio, no dudó en escoger precisamente aquel de donde fuera expulsado, tras ocho años de estudio, por los jesuitas.

Notas capítulo 2:

[1] Retrato vivo de Fernando González, op. cit., p. 140.
[2] Entrevista concedida por Fernando González a Fernando Isaza en La Semana, suplemento de El Espectador, Medellín, 28 de noviembre de 1915.
[3] Viaje a pie. Segunda edición, Ediciones Tercer Mundo, Bogotá, 1967, p. 50.
[4] Los negroides. Editorial Atlántida, Medellín, 1936, pp. 14-15.
[5] Libro de los viajes o de las presencias. Tipografía y Editorial Gamma, Medellín, 1959, pp. 292 y 295.
[6] Ibidem, pp. 240-246.
[7] Restrepo González, Alberto. «Fernando González, viajero de la identidad a la Intimidad». Conferencia en la Casa Museo Otraparte, 1992. El texto fue revisado por el autor en 2002 para el portal Otraparte.org. [N. del E.]
[8] Cartas a Estanislao, op. cit., p. 15.
[9] Viaje a pie, op. cit., pp. 107, 112 y 150.
[10] Don Mirócletes. Editorial Le Livre Libre, París, 1932, p. 21.
[11] Mi Simón Bolívar, op. cit., p. 80.
[12] Restrepo Pérez, Antonio, S. J. Mis cartas de Fernando González. Consorcio Editorial Colombiano, Bogotá, 1983, p. 45.
[13] Revista Antioquia, n.º 2, op. cit., p. 14.
[14] El remordimiento, op. cit., pp. 90-91.
[15] Perinde ac cadaver: expresión latina que significa «como un cadáver», utilizada por san Ignacio de Loyola para ilustrar la obediencia absoluta dentro de la Compañía de Jesús. [N. del E.]
[16] Revista Antioquia, n.º 2, op. cit., pp. 17-19 (cursivas del texto).
[17] Revista Antioquia, n.º 8, diciembre de 1936, pp. 29-31.

— o o o —

3. El tiempo como
movimiento del espíritu

Desde la infancia me apareció la conciencia de la vejez. (F. G.)

El incidente con los padres jesuitas, a propósito de la interpretación del primer principio de la filosofía tradicional, llevó a Fernando González a convertir en una constante la tarea vivencial de búsqueda y entendimiento.

Regresó a Envigado y se dedicó con intensidad a la lectura y la meditación. Leía obras de carácter filosófico, principalmente de Federico Nietzsche, Arthur Schopenhauer y Baruch Spinoza; a este último lo llamará más tarde el decano de los filósofos, el enamorado. También frecuentaba textos de contenido religioso, como El Eclesiastés, Los Proverbios y la literatura mística de Teresa de Jesús.

La circunstancia de que los textos de aquellos primeros autores figurasen en el «Índice» de libros prohibidos no fue obstáculo para que sus ansias de conocer se manifestaran con libertad, trascendiendo cualquier forma de limitación del pensamiento. Desde joven convirtió en norma de conducta personal la siguiente frase, que aparece en una de sus libretas correspondientes a 1914:

Un pensador debe tener una pequeña fortuna… debe tener todas las libertades. Mucho oro hace a uno esclavo del oro… ¡Todas las libertades! [1]

Combina en sus lecturas el tema filosófico con el religioso, como si quisiera aprender, al mismo tiempo, a dudar y a creer. Creencia y duda imbuidas de un inevitable tono poético, como corresponde a un joven pensador que ya conocía y admiraba a Maurice Maeterlinck, a quien llama el poeta de las cosas pequeñas del alma.

A esa influencia de doble vertiente parece dirigida esta hermosa confesión: «Hacerme dos: uno que obra y otro que examina, es mi más refinado placer» [2].

Transcurridos cuatro meses desde su expulsión del colegio, aparecieron sus primeras publicaciones en la prensa. En efecto, en el periódico La Organización, de Medellín, con el título «Notas», escribió unos breves ensayos sobre temas de meditación filosófica: el escepticismo, la alegría, la verdad, la perfección, las inteligencias mediocres [3]. Es notoria su admiración por Nietzsche: «Cada golpe de su martillo va acompañado de una risa como la que proclamaba Zarathustra». Y no en menor grado por Spinoza: «El genio que es sabio como lo fue Spinoza aprende a esperar y guarda su dolor…», afirmación eminentemente introspectiva, que refleja su estado de alma y anticipa una singular creencia que señala, con fuerza y claridad, su vocación: aquella de que, con el tiempo, se le irá revelando la sabiduría dentro de sí mismo, y de que ese conocimiento le brindará un goce más refinado y voluptuoso que ninguno.

Para entonces, decide iniciar la preparación de su primer libro, al que —guiado por una definida intención intelectual— le pondrá un título aparentemente extraño: Pensamientos de un viejo.

En la montaña envigadeña, en la finca Las Palmas de su tío Ramón Ochoa, realiza un intenso trabajo que suele prolongarse diariamente hasta la una o dos de la madrugada. Encerrado en su cuarto, con la ayuda de un candelero, lee y escribe. Luego sale a recorrer el prado, envuelto en una sábana blanca, descalzo y con un bordón en la mano… ¡Es como si quisiera recibir la energía de la noche y de la naturaleza, y sentir —a cielo abierto— las palpitaciones de la vida!

Fernando adquirió entonces una leve sordera, ya bastante notoria en los años en que escribió el Libro de los viajes o de las presencias y La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera.

Merece destacarse en esta época el peculiar tratamiento dado a su cabellera: primero, rapada media cabeza, con el fin de no salir a la calle y verse obligado a estudiar; después, a modo de contrarréplica a su propio gusto, el pelo crecido hasta los hombros [4].

Las gentes del contorno, alarmadas por el excéntrico comportamiento del joven, comenzaron a llamarlo «el loco».

Paralelamente, empieza a volverse costumbre en Fernando el uso de libretas —de «esas de carnicero»— que sirven para hacer anotaciones. En ellas va consignando sus vivencias, pues el proceso de conceptualización lo entiende como producto de emociones, sentimientos y experiencia. Son a manera de un diario, destinado a que nada de lo escrito deje de tener el sabor de la realidad, las palpitaciones del corazón y el ritmo de las revoluciones de su cerebro. Libretas redactadas, además, en un estilo cada vez más sobrio, castizo, elegante y, a menudo, embrujador, al que se han referido con admiración hasta los más agudos y vehementes críticos de su obra [5].

Una de las primeras libretas conocidas es de 1914, el año cruel del estallido de la guerra europea. A ella corresponden estos pensamientos:

«Filosofar es buscar razones para nuestros modos de ser».

«El que se entrega a la razón acabará por no poder amar, por no poder creer, por no poder hablar. La razón no da autorización para nada. Y la vida es afirmativa. La razón es enemiga de la vida».

«Cada hombre es distinto a los demás. Y sin embargo, para darse cuenta de qué tan poderoso es en los hombres el instinto del rebaño, y qué tan escaso es el conocerse a sí mismo, basta considerar que se pueden contar con los dedos de las manos los guías de la humanidad».

«Mi abuelo don Benicio decía: “Aquel que se perfuma es porque huele mal”. ¡Hay también escritores perfumados, abuelo!».

«Filosofar es oficio de viejos. ¡Comienza el crepúsculo! Vamos, siéntate a meditar en las aventuras del día».

«No se comprenden las verdades sin haberlas vivido antes. Entonces se aman como si fueran parte de nuestro ser» [6].

En 1915, cuando contaba veinte años de edad, fue recibido como integrante del grupo Los Panidas, organizado en Medellín desde el año inmediatamente anterior por jóvenes intelectuales. El lugar de reunión y tertulia era el café «El Globo», situado a escasos cincuenta metros al oriente del parque de Berrío, por la calle Boyacá. Ahí cerca, en el segundo piso del Edificio Central, llegaron a disponer de una oficina arrendada cuando decidieron tener su propia revista.

Los integrantes de ese cenáculo de «locos y artistas» eran: León de Greiff, Ricardo Rendón, Félix Mejía Arango, Fernando González, Libardo Parra Toro, Teodomiro Isaza J., Jorge Villa Carrasquilla, José Gaviria Toro, Rafael Jaramillo Arango, Bernardo Martínez Toro, José Manuel Mora Vásquez, Jesús Restrepo Olarte y Eduardo Vasco Gutiérrez. Con el deliberado propósito de distinguirse y de adehala escandalizar a beatas y señoritos burgueses —diríamos mejor: como genuinos descendientes del dios Pan, para sembrar pánico entre ellos…—, usaban cachucha (gorra) y cachimba (pipa).

Si bien los intelectuales de la «vieja guardia» los miraron con recelo, algunos —como Fidel Cano, Tomás Carrasquilla y Abel Farina— simpatizaron con ellos. Más drástica aún fue la Curia, que descalificó el espíritu innovador del juvenil movimiento artístico.

En un poema que corresponde precisamente a esa época, titulado Villa de la Candelaria, León de Greiff describe con estilo satírico el ambiente de la ciudad:

Sucesos
banales.
Gente necia,
local, y chata y roma.
Gran tráfico
en el marco de la plaza.
Chismes,
Catolicismo.
Y una total inopia en los cerebros…
Cual
si todo
se fincara en la riqueza,
en menjurjes bursátiles
y en el mayor volumen de la panza.

Entre febrero y junio de 1915 publicaron Panida, revista quincenal de literatura y arte, con la cual los estudiantes rebeldes incursionaron en el ambiente intelectual y bohemio de la parroquial Villa de la Candelaria. En ella, Fernando González dio a conocer algunos capítulos de Pensamientos de un viejo: son cinco ensayos, todos bajo el título «Meditaciones», y un sexto al que bautizó «Desde mi tinglado».

En aquel último ensayo explica la noble filosofía de su amigo Juan Matías, cuyo oficio de pensador necesariamente lo inclina a la vagancia: «Se ha descubierto que todo pensador es vago. En éste […], toda la actividad se hace interior…». Oficio de vago tan importante —o tan sin importancia— como el de los médicos, los mercaderes o los locos… Cada profesión puede ser apreciada o menospreciada, según la disposición en que se encuentre el espectador al mirarla. Pero ya comienza a crecer la estimación por el oficio de Matías: quienes a él se dedican llegarán a ser los «grandes hombres».

Las tres primeras ediciones de la revista estuvieron dirigidas por León de Greiff; las restantes, hasta el número diez, por Félix Mejía Arango.

Escritores, poetas, músicos, caricaturistas y, en todo caso, aficionados a las bellas artes, los panidas utilizaron pseudónimo para dar a conocer algún poema, ensayo o producto de su intelecto. «Nos parecía de buen tono y gusto ocultar los propios nombres», al decir de uno de ellos, Jaramillo Arango. Así, León de Greiff pasó a llamarse Leo Legris y Gaspar de la Nuit; Ricardo Rendón, Daniel Zegri y Arlín; Félix Mejía Arango, Pepe Mexía; Libardo Parra Toro, Tartarín Moreira; Teodomiro Isaza, Tisaza; Jorge Villa Carrasquilla, Jovica; Rafael Jaramillo Arango, Fernando Villalba; José Gaviria Toro, Joselyn; José Manuel Mora Vásquez, Juan Manuel Montenegro; Jesús Restrepo Olarte, Xavier de Lys; Eduardo Vasco Gutiérrez, Alhy Cavatini; y Bernardo Martínez Toro, músico y dibujante, quien «nunca quiso figurar en letras de molde»: Nano.

Fernando González constituyó la excepción. No le gustaba «taparse» y, además, consideraba que el nombre es esencial. «Sólo Moisés pudo hacer las cosas que hizo Moisés; sólo Mirócletes pudo representar el papel de Mirócletes», sostenía; y remataba: «No hacemos las cosas que otros hayan hecho» [7].

Los panidas fueron trece, de los cuales alcanzaron prestigio nacional e internacional el poeta León de Greiff, el caricaturista Ricardo Rendón y Fernando González. Otros, como Mejía Arango —arquitecto y dibujante—, Mora Vásquez —jurista y diplomático—, Vasco Gutiérrez —médico— y Parra Toro —poeta y compositor—, tuvieron importante figuración en el ámbito intelectual antioqueño. Lamentablemente, años después, tres de ellos se suicidaron: Rendón, Isaza y Gaviria. El movimiento dejó su huella y puede ser considerado predecesor del grupo bogotano de Los Nuevos.

El poeta De Greiff les dedicó su Balada trivial de los 13 panidas, donde juega con el idioma y crea frases musicales y vibrantes.

En 1916 —año en que llega a la mayoría de edad— publica Pensamientos de un viejo en la Imprenta Editorial J. L. Arango, de Medellín, gracias a la colaboración de su hermano mayor, Alfonso, y de algunos pocos amigos. Hermosamente diseñada por Ricardo Rendón, en la carátula se representa a un viejo pensador que, alto y fornido, está sentado en actitud meditativa, tal vez por allá en los jardines de Academo, mientras con la mano izquierda sostiene su bordón y con la derecha acaricia sus luengas y blancas barbas. La mirada, fija en el horizonte infinito. ¿En qué piensa? Quizá en aquella frase del libro con la cual el joven-anciano, o niño envejecido, expresa una inquietud trascendente: «La losa del sepulcro es la musa de la filosofía…».

Fruto precoz de su vocación filosófica —de su ardiente deseo por desnudar su alma y analizarse a sí mismo—, tiene dedicatoria «para una lectora lejana». A sus amigos les dice, acentuando el carácter subjetivo que ha marcado su línea de inspiración: «Al leer este amargo libro, no pensaréis en él, sino en Fernando. Mi sombra os oculta mis pensamientos».

Fidel Cano era un prestigioso periodista, de quien el joven González decía admirar todas las manifestaciones de su espíritu, así como su optimismo luchador, con el que pretende dar al alma raquítica de la juventud un poco de alegría sana y esperanza en tiempos futuros, de donde concluía que era el único digno de ser nuestro maestro [8]. Con brillante pluma asumió el encargo de redactar el prólogo. Es el único libro de Fernando que está precedido de esta forma de presentación al público. El autor es descrito como un «joven pensador envejecido», que empezó a leer filósofos y a filosofar él mismo en la edad propicia para creer, esperar y amar. De ahí que su fruto tenga sabor a acíbar, y no al dulcemente grato de la cosecha juvenil. Lo considera, además, «un atormentado», pero no porque el mundo se haya propuesto torturarle, ni porque la naturaleza le haya tratado con rigor y aspereza, sino por haberse dado demasiado temprano a beber de los pozos amargos «en que la vejez espía y corrige las saciedades de miel de la juventud».

Con sutileza, asevera don Fidel que si el pensamiento ha abierto surcos en el espíritu de Fernando, en vano se empeña en estrujarle y ajarle el corazón, porque el amor pronto hará surgir ahí su primavera: «Cuando Margarita entra en escena, hasta los Faustos ancianos y de veras caducos rejuvenecen por obra de milagro…». (No se equivocó el viejo maestro. Otra Margarita habrá de ser la mujer que, en pocos años, producirá las más suaves, dulces y penetrantes transformaciones en el corazón de Fernando).

El prologuista afirma, por último, que con este libro su autor adquiere nombre distinguido en el escalafón intelectual de Colombia, pero que todavía no es más que una aurora: «…el orto de la inteligencia que así se anuncia no tardará, y será espléndido».

Fernando reconoció que don Fidel significó para él «un alto estímulo moral e intelectual».

Pensamientos de un viejo nació de la meditación obsesiva de un joven sobre asuntos que suelen preocupar solamente a viejos pensadores: el ser humano, su origen, sus limitaciones, su devenir en el tiempo, su destino. Temas que le generaban preocupación, angustia y cierto pesimismo. Acerca de ellos expuso consideraciones extraídas de sus lecturas y del análisis de su mundo interior, conservando siempre un sello personal inconfundible.

Las frases son reveladoras. Permiten deducir que el centro de su intimidad y el motivo de proyección de su yo es su propia alma. En este sentido, se entrelazan unas afirmaciones con otras, como puede apreciarse en los párrafos siguientes:

«Aprende a hacer de tu alma tu tesoro: allí encontrarás lo necesario para vivir una vida divina».

«[El alma] sólo se deja contemplar en medio del silencio y de la pureza…».

«…la mayor parte de los hombres están atareados en la lectura de libros, sin preocuparse de leer su propia alma».

«¡La novia del solitario es su propia alma!».

«…amo de tal manera la meditación, que jamás concibo alegría en donde ella no esté».

En ese santuario, construye su pequeño imperio. Es necesario buscar la verdad dentro de sí mismo, en su propio e íntimo corazón. Intentar encontrarla fuera sería tanto como fabricar dioses. Y la grandeza del hombre se mide «por la disminución de sus dioses».

Cree que lo único cierto en el trato humano es la vulgaridad, y por eso aconseja: «¡Hazte dos! Uno, el solitario celoso y repleto de anhelos, y otro, el hombre que afirma y niega».

Pero le atormenta el hecho de que el tiempo sea fugaz, inexorable. Por eso hay que multiplicar las potencialidades del ser y, de este modo, prolongarlo. Superar el tiempo meramente cronológico, el de la sucesión de instantes, del transcurrir de horas y minutos. ¿Cómo? Haciendo que el movimiento del espíritu sirva de medida al tiempo. Así, por ejemplo, «Nerón murió a la edad de mil años».

Queda explicado el título del libro y enunciada una novedosa teoría.

(¿Por qué Fernando González escogió a Nerón como ejemplo de su tesis sobre el tiempo y el movimiento del espíritu? Debió de ser porque le seducían la vitalidad, la autenticidad y la conciencia de artista de ese emperador, que gobernó Roma desde los diecisiete años de edad y por cerca de tres lustros. Pero cuidándose de emitir juicios de valor sobre su conducta como gobernante, tarea que consideraba impropia de un aficionado a la filosofía: «La afirmación y la negación son indignas del sabio, cosas del pueblo…»).

En Viaje a pie se resiste a admitir que pueda hacerse una comparación entre Nerón y ese «monstruo» de Plutarco Elías Calles. «No podemos contener nuestra indignación —dice— al saber que se ha comparado a este señor Calles con el fruto más jugoso del árbol de la vida, con Nerón, con César Aenobarbus. ¡Qué artista perdió el mundo cuando Epafrodita hundió el puñal en la garganta de Aenobarbus!» [9].

Treinta años después, en sus diálogos con el novicio Ángel Ríos, de nuevo intercala comentarios en torno a la personalidad del emperador:

«…Nerón tenía una linda barba color de heno, repartida en dos alas… Uno de sus abuelos había tomado ese apellido: Aenobarbus, o sea, barba de heno…».

«…Nerón salía en Corinto vestido de actor… Era su vocación, su intimidad… Como lo fue de Mussolini… Y a pesar de que este oficio era despreciado entonces por “los Calibanes”, él lo elevó a la categoría de actividad divina…: ¡el histrión…! Pero el cristianismo, los desposeídos de este mundo, desacreditó la palabra, lo mismo que el vocablo sofista… Había que combatir reaccionariamente esos términos, y quedó el de actor, y el de escolástico…».

«Nerón en sus primeros años de gobierno fue un gran gobernante. Lloraba cuando se veía forzado a matar a alguien… Sus dos maestros fueron Séneca y Burro… A éste lo hizo envenenar y al primero lo obligó a que se abriera las venas…».

«Nerón fue poeta… Su poema sobre el incendio de Roma dizque era soberbio…, ¡muy bello…! La amaba mucho… El incendio fue de los barrios pobres, para reconstruirlos…» [10].

A propósito de la tesis enunciada por Fernando González, el escritor boliviano Jorge Órdenes —excelente intérprete de sus obras— expresa una afirmación que resalta el trabajo original del joven pensador antioqueño. Aunque aparentemente exagerada o inexacta, merece un análisis riguroso en su contexto histórico y en el orden epistemológico, con el fin de deducir su grado de certeza. Según Órdenes, la interpretación del ser en el tiempo, tal como es planteada en Pensamientos de un viejo, se adelanta nada menos que a la obra de Martin Heidegger Ser y tiempo, que aparece once años después, así como a la Philosophie de Karl Jaspers, publicada en 1932 [11].

Estos Pensamientos, por otra parte, son obra de un solitario. Pero en ningún caso de un solitario que desdeñe la vida. La pregunta que formula es de una lógica apabullante: «¿Cómo puede analizar la vida el que no tiene el corazón repleto de vida?». Y explica el significado de la vida solitaria, que es hoguera sagrada, «vivir mirando al mundo desde la altura de una gran pasión». Por eso la imprecación que lanza con desdén y orgullo:

No doy derecho para juzgarme sino al que haya vivido la vida saboreándola con recogimiento. A ningún sabio de biblioteca doy derecho para juzgarme. Estas cosas no se aprenden; es preciso vivirlas.

Conviene advertir, asimismo, el acento poético del libro. Fernando se insinúa como promesa filosófica, pero a veces también poética. Uno de los capítulos está dedicado a «La amada», y son frecuentes los decires y quereres, palabras de corte poético y nada filosóficas. Pero asume su propia defensa cuando afirma que un filósofo, para poder vivir, tiene que ser algo poeta. «¡Feliz yo que te he encontrado! —exclama, dirigiéndose a la poesía—. Desde hoy endulzaré mis amargas verdades con la miel de tus mentiras».

Puede parecer extraño, pero este libro es premonitorio de aquel estudio sobre teología moral que, instigado por mademoiselle Tony, la institutriz alsaciana, aparecería en 1935 con el nombre de El remordimiento. En la parte final —subtitulada «La lucha interior»—, el remordimiento es concebido como el dolor de un instinto no satisfecho, de un deseo contrariado. De profundo significado espiritual y humano, este «musageta de toda filosofía» no dejará ya de formar parte del mundo vivencial de Fernando González como fuente de tormento, de inspiración y de expansión de su conciencia.

En las fértiles y duras lomas de Envigado ha nacido un escritor con personalidad. Más aún: están dadas las condiciones para elaborar una filosofía de la personalidad. Será cuestión de seguir el proceso de madurez y de que surja, de contera, el sociólogo de Suramérica.

La teoría sobre la personalidad y la interpretación psico-sociológica de lo suramericano alcanzarán su desarrollo en la década de los años treinta. Sin embargo, sólo a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, con la publicación del Libro de los viajes y La tragicomedia, aparecerá expuesta de forma descriptiva y dramática esa filosofía-sabiduría que constituye el curso dialéctico de la vida interior.

Al hacer un certero análisis de su obra, Alberto Restrepo González sostiene que, desde su comienzo, la búsqueda filosófica de Fernando González fue orgánica, sistemática, larga y difícilmente madurada, y no ocasional, repentina, desvertebrada y contradictoria, como frecuentemente se ha sostenido [12].

En lo relacionado con aquella búsqueda no contradictoria, conviene hacer una acotación adicional: Fernando González consideró útil y necesaria la contradicción, la entendió como algo connatural al ser humano y, en este sentido, la vivió a plenitud. «El animal hombre es el más atormentado porque lleva en sí mismo su contradicción», y en nuestro interior somos «un hervidero de contradicciones». Estas frases revelan el punto de referencia desde el cual experimentó y trascendió sus instintos, sometidos a permanente combate moral y convertidos a su vez en fuente de interpretación, origen de una de sus formas —quizá la más protuberante— de hacer filosofía.

Tal es el escenario de sus contradicciones. Cabe agregar su aceptación plena de las conclusiones provisionales —a los dueños de la verdad los consideró viejos sofistas—, así como su disposición al cambio de pensamiento según el ritmo de sus estados de alma. Sin embargo, a partir de la noción filosófica que va elaborando poco a poco, logra agrupar los hechos con lógica y enunciarlos en proposiciones madre. O, en términos escolásticos, es posible encontrar en su obra categorías fundamentales —y quizá también últimas— con las cuales construye una meditación vivencial, pero organizada y coherente.

Por eso no creyó en la disyuntiva tradicional, planteada como ser o no ser. Prefirió otra, que aparece tempranamente en Pensamientos de un viejo: «ser nada y serlo todo». Con el transcurso del tiempo, cuando la metafísica se convierte en el centro de su interés y de su quehacer, ese serlo todo se transforma en un postulado que —tras un arduo proceso pasional, mental y espiritual— conduce al descubrimiento del hombre superior: el amente (el existente en el Ser puro, o la nada en el Padre, o la comunión en la Intimidad), conclusión y síntesis de sus viajes, a los que también da el nombre de presencias.

* * *

Es precisamente en abril de 1916 —cuando sale de la imprenta su primer libro, Pensamientos de un viejo— que el joven González comienza a escribir El payaso interior.

Los herederos encontraron el segundo tomo —el primero había desaparecido— y, tras realizar la indispensable transcripción del texto manuscrito en su libreta personal, autorizaron su publicación casi noventa años después. La Universidad Eafit, de Medellín, lo editó en diciembre de 2005, en una pulcra edición de bolsillo, tal como el autor siempre quiso que sus libros llegaran al público.

De estilo aforístico —el preferido entonces por el pensador en ciernes—, y mediante esa forma fragmentaria pero honda y elocuente, expresa sus verdades e incita a la reflexión. Sus escritos son expresión viva de su intimidad, la misma que cultivó desde entonces como una constante que lo inducía al deber de entender, concebida cual medio para exprimir sus experiencias y aumentar el campo de la conciencia.

Desde una perspectiva cronológica, aquellos aforismos constituyen un antecedente de los célebres escolios que escribiría, décadas después, otro notable filósofo colombiano: Nicolás Gómez Dávila (1913-1994). De estos escolios, sus herederos seleccionaron —para efectos editoriales— algo así como diez mil cuatrocientos. Aunque su autor fue un aristócrata, educado desde temprana edad en París, enamorado del siglo xviii francés, lector de todas las horas en el refugio de su extensa y variada biblioteca —quizá la mejor biblioteca privada de Colombia en su época— y hombre de vasta cultura, concebía esos escolios como el trabajo de un «amanuense de siglos», como solía autodefinirse, o también de «un campesino medieval indignado», pues rehusaba ser llamado «un intelectual moderno inconforme». Los escolios reflejan una síntesis erudita del pensamiento universal, no exenta de un sarcasmo inteligente y demoledor, y se sostienen sobre esta importante premisa: «En filosofía lo que no sea fragmento es estafa».

Concibe el filosofar como un diálogo con «los grandes muertos» y es categórico al afirmar: «El imbécil solo percibe el mundo actual». El hombre cultivado, por ende, no es aquel que anda cargado de contestaciones, sino quien es capaz de formular preguntas. Hay identidad con Fernando, en lo esencial, en este escolio: «La vulgaridad consiste en pretender ser lo que no somos».

Del análisis de los más diversos temas deduce un pensamiento tan breve como elocuente. Así, en la democracia advierte un defecto fundamental: «favorece el ascenso de hombres inferiores»; y en cuanto a la sociedad del futuro, la concibe como «una esclavitud sin amos». En las ciencias sociales —afirma— se acostumbra a pesar, contar y medir para no tener que pensar. De los verdaderos problemas, que «no tienen solución sino historia». De la vida, que es taller de jerarquías, pues «solo la muerte es demócrata». Del escritor, que, si no ha torturado sus frases, tortura al lector. De los ancianos, que ya no existen, pues han sido reemplazados por «jóvenes decrépitos». Del hombre, que no quiere sino al que lo adula, pero no respeta sino al que lo insulta. De la burguesía, que es todo conjunto de individuos inconformes con lo que tienen y satisfechos de lo que son. Del comunismo, que comprende el que es protesta, pero no el que es esperanza. Del pueblo, que no elige a quien lo cura, sino a quien lo droga, y que a veces acierta cuando se asusta, pero siempre se equivoca cuando se entusiasma. De los tontos, que antes atacaban a la Iglesia; ahora la reforman. De la poesía, que es la huella dactilar de Dios en la arcilla humana. De la obra de arte, que demuestra que el mundo tiene significado, aun cuando no diga cuál. Del periodismo, que «es escribir exclusivamente para los demás». Del mundo, que, felizmente, es inexplicable. Y se muestra duro con el joven izquierdista, cuya divisa sintetiza en dos palabras: «revolución y coño».

Como resumen, pone de presente que la única pretensión que tiene es la de no haber escrito un libro lineal, sino un libro concéntrico.

Los Escolios a un texto implícito son, para algunos críticos, la obra filosófica más importante de Colombia. Para otros, como William Ospina, no pueden serlo, pues padecen una de las grandes limitaciones de nuestro pensamiento a lo largo del tiempo: «…la sumisa veneración de la escritura, que nos hace pensar que sólo hay sabiduría si procede de libros, casi siempre europeos, y que nuestra misión consiste, si mucho, en glosarlos, en tejer variaciones sobre las partituras que nos dejaron los sabios y los filósofos de otras partes». Y agrega que «como un bálsamo contra esa enfermedad de la veneración excesiva de los modelos de las metrópolis surgió aquí la obra de Fernando González», a la que llamaría, para contrastarla con la otra, «Escolios a un hombre implícito» [13].

Con el devenir del tiempo, para Fernando la intimidad —con minúscula— se convertirá en el ámbito donde buscará la permanente presencia de otra Intimidad mayor, a la que escribe siempre con mayúscula y que nombra de diversas maneras: en esencia, es el Néant o Padre, o Dios con nosotros. Así, mediante un poderoso impulso interior que anhela la compenetración entre ambas formas de intimidad, fue naciendo en él una especie de misticismo, fuente primigenia de su pensar existencialista [14].

Joven escéptico, solitario y atormentado por el destino del hombre, por la variedad y las limitaciones de la existencia, en El payaso interior se ocupa de mirar su alma, para lo cual busca la manera de captar las cabriolas del espíritu, a las que llama «visiones espirituales». De estas visiones extrae sus verdades, que no pueden ser sino relativas y provisionales, dado que el alma —espíritu encarnado— es tan variable como incesante es la influencia del binomio mente-cuerpo. De ahí, por una parte, la afirmación de su vejez, y por la otra, la inclinación hacia el análisis de la vida, que describe como un «desbaratar sueños» y un continuo descubrir que la única verdad es el silencio de la muerte, del no ser.

Es ostensible, por lo tanto, la importancia que concede a la meditación, por ser la única capaz de penetrar en el santuario del propio espíritu. A este lo concibe como un «instrumento músico del cual arranca armonías la vida que pasa», e insiste en que, para hacerse pensador, es indispensable «aprender a sentir el trabajo del espíritu».

Los dos mencionados libros de juventud de Fernando demuestran que su principal interés consistía en adquirir la costumbre de mirarse a sí mismo. De ahí deriva su gusto por un postulado pedagógico que enuncia de este modo: «Sólo debe enseñársele al hombre aquello que disponga su alma para el análisis». Mas debe entenderse que de esta premisa no se desprende limitación alguna a la posibilidad de emprender cualquier otro conocimiento o al disfrute del placer del juego; pero advierte la conveniencia de que la finalidad sea siempre el «estudio de sí mismo».

Aquel enunciado se entrelaza con el principio que pretende orientar la enseñanza para hacer del hombre «el creador de su vida y el artífice de su destino». Con ambos se adelanta décadas a los métodos educativos de su época —librescos, repetitivos y memoristas—, e incluso a algunos vigentes en la actualidad, que aún no han logrado liberarse de la influencia intelectualista extranjera.

Son postulados que servirán de fundamento a sus posteriores reflexiones en torno a temas educativos, cuyas tesis centrales están concebidas para aplicarse en una fase superior: la de la cultura. Esto lo llevará a proponer «escuelitas» de autoexpresión, tan válidas para Colombia como para Latinoamérica. Y, por contera, anticipan la formación de un «gran mulato», síntesis del hombre adaptado.

Esas exposiciones irán surgiendo de manera dispersa, entre trabajos biográficos, sociológicos, psicológicos, de crítica política o literaria. Y lo harán al unísono con la evolución de sus vivencias y pensamientos, en libros como Mi Simón Bolívar, Los negroides, El remordimiento, Cartas a Estanislao, El maestro de escuela y en la revista Antioquia.

En la exposición de sus tesis estará ausente el expositor sistemático y meramente conceptual, pues tal actitud resulta incompatible con la búsqueda introspectiva y el método emocional.

Pero esta verdad no impide deducir un sistema de pensamiento consistente en meditaciones, emociones y descripciones, con el que muestra un camino propio: el suyo, el de la autoexpresión y la autenticidad, producto del análisis de su yo y del ambiente de su tierra envigadeña, antioqueña y colombiana. Más aún, sirvió a dicho propósito el haber especificado con sutileza las características que permiten identificar al habitante del suelo suramericano, con sus vicios y potencialidades, a fin de llevarlo a emprender la conquista de un hombre nuevo —adaptado y consciente de su misión individual y colectiva—, al que denominará el «gran mulato».

Notas capítulo 3:

[1] «Fernando González, de las libretas». Textos inéditos seleccionados por Fernando González Restrepo y Elkin Restrepo Gallego. Revista Acuarimántima, número especial, n.º 28, Medellín, julio-agosto de 1980. [N. del E.]
[2] La Semana, op. cit.
[3] «Notas», primer ensayo de Fernando González, publicado en La Organización, Medellín, 22 de diciembre de 1911.
[4] La Semana, op. cit.
[5] Mejía Duque, Jaime. Literatura y realidad. Bogotá, La Oveja Negra, 1969, p. 39. El autor considera a Fernando González un pensador inasible por lo irregular, contradictorio y disperso de sus conceptos, pero afirma que «como artista literario es quizá el mejor prosista de su generación en Colombia».
[6] Acuarimántima, op. cit.
[7] Revista Antioquia, n.º 2, op. cit., p. 13.
[8] La Semana, op. cit.
[9] Viaje a pie, op. cit., p. 136.
[10] Ángel Vallejo, Félix. Viajes de un novicio con Lucas de Ochoa. Medellín, Editorial Gamma, julio de 1960, pp. 127, 138 y 139. Dibujos de Horacio Longas. (Cursivas y puntos suspensivos en el original).
[11] Órdenes, Jorge. El ser moral en las obras de Fernando González. Medellín, Universidad de Antioquia, Extensión Cultural, colección «Huellas en la historia», 1983, p. 20.
[12] Restrepo González, Alberto. Para leer a Fernando González. Medellín, Editorial Universidad Pontificia Bolivariana / Universidad de San Buenaventura, 1997, p. 215.
[13] Ospina, William. «Variaciones alrededor de un hombre». Lectura en la Casa Museo Otraparte, 4 de mayo de 2006. Disponible en Otraparte.org. [N. del E.]
[14] Esta teoría, como todas las suyas, va madurando paulatinamente hasta alcanzar su expresión sistemática en el Libro de los viajes o de las presencias (1959), donde al mundo espiritual se llega después de superar —el hombre es un súpero— los mundos pasional e intelectual. Fernando adaptará a su propio pensamiento ciertos principios tomados tanto del budismo como del cristianismo. Recuérdese que, para Buda, la primera obligación del hombre es subir, que es tanto como llegar al dios interior.

— o o o —

4. El derecho a no obedecer

Pueblos en que la juventud no piensa, por miedo al error y a la duda, están destinados a ser colonias. (F. G.)

Después de tres años de intensa concentración, dedicados a la lectura, al conocimiento de sí mismo y a la gestación de Pensamientos de un viejo, Fernando reanudó sus estudios secundarios, no sin cierta dificultad causada por su manera de ser y de pensar, pues en entrevista del 28 de noviembre de 1915 le había dicho a su compañero y amigo Fernando Isaza:

Eso de asistir todos los días a la clase, a cierta hora señalada; de aprender en idéntico texto una lección limitada de antemano, y de verle diariamente la cara al mismo profesor, es cosa que me aterra.

El título de «bachiller en Filosofía y Letras» le fue conferido por la Universidad de Antioquia el 8 de febrero de 1917.

Decidido a seguir la carrera de abogacía, se matriculó en la facultad de Jurisprudencia y Ciencias Políticas de la misma universidad. Joven de inteligencia superior, validó por lo menos la mitad de las asignaturas del pénsum académico y, transcurridos tan solo dos años, obtuvo su título de abogado. Se le otorgó el 14 de mayo de 1919, siendo rector de la universidad Miguel María Calle y presidente de tesis Víctor Cock. El jurado examinador estuvo conformado por un grupo de prestigiosos profesores: Gonzalo Restrepo Jaramillo, Miguel Moreno Jaramillo, Alfredo Cock Arango y Carlos E. Restrepo.

La tesis de grado quiso denominarla de un modo sugestivo, y con cierto atrevimiento la tituló El derecho a no obedecer. Sin embargo, los directivos de la universidad, aduciendo disposiciones del reglamento académico, exigieron el cambio de nombre por otro más acorde con la naturaleza del título profesional que se le confería. Le advirtieron, al mismo tiempo, que era menester precisar los conceptos emitidos en relación con las doctrinas del anarquismo y el totalitarismo.

El incidente entre las autoridades universitarias y el graduando suscitó interés en el ambiente estudiantil y alcanzó a tener repercusión en la prensa. Pero Fernando González, convencido por sus familiares de que era preferible evitar mayores problemas, procedió no solo a cambiar la denominación del ensayo por un nombre breve y escueto —Una tesis—, sino que además introdujo algunas modificaciones en su contenido.

El presidente de tesis, por su parte, en informe fechado el 12 de abril de 1919, reconoció en González a uno de los jóvenes más inteligentes que en los últimos años había pasado por la Escuela de Derecho. En relación con el trabajo sometido a su consideración, aseveró que, aunque no se aceptaran ni se prohijaran los conceptos allí expresados, era de «valía incontestable».

Dedicada a sus padres y a sus hermanos Alfonso y Laura, Una tesis [1] es un ensayo sociopolítico cuya primera reflexión versa sobre la ley de la proporcionalidad de las actividades. Al no regir esta ley fundamental, en Colombia es fértil el semillero de poetas, doctores, políticos y empleómanos; en cambio, hay poca agricultura, pocos caminos, escasa tecnología. La consecuencia no puede ser más desalentadora: un pueblo aislado, ignorante y pobre.

El hombre tiene la orgullosa pretensión de creer que dirige la vida, pero son las leyes naturales las que la presiden, y nadie puede reemplazarlas. De aquí induce que el auge de la metafísica y la exaltación romántica pronto tendrán que ceder ante la vida real, racional y positiva que ofrece la ley de la proporcionalidad de las actividades.

En el desequilibrio que genera la ausencia de aquella ley se encuentra, además, la causa de la corrupción de la democracia. Un número exagerado de semiintelectuales entra en competencia con un pueblo mísero y fanático —depositario formal de la soberanía— con el propósito de representarlo en congresos y asambleas. Y desde estas corporaciones «simulan fanatismos rabiosos» y «se establece un engranaje de pasiones repugnante».

El enunciado del principio acerca del hombre-causa —«en los pueblos se puede hacer lo que se quiera»— resultaría engañoso o susceptible de abusos y falsas apariencias si no se somete a una rigurosa disección. Será verdadero si se entiende que los deseos de los pueblos son realizables porque la necesidad los hace nacer; pero será falso y peligroso si se utiliza para deducir que un gobernante puede modificar a su amaño una nación. En consecuencia, la ley debe ser expresión de la necesidad y someterse a la evolución; de lo contrario, es absurda y entraba el progreso.

El hombre es principio y fin de la economía. Trabaja porque es imperfecto y siente necesidades; si fuese perfecto, no saldría de sí mismo. La naturaleza le suministra el modo de perfeccionarse, y la sociedad le sirve como medio para dar cumplimiento a su ciclo vital.

Su crítica a los colectivistas obedece, por tanto, a que convierten el medio en fin y el efecto en causa, dando origen a la estatolatría: el hombre para la sociedad, y no la sociedad para el hombre.

De modo tajante deduce dos conclusiones:

1.ª En ningún caso se puede sacrificar al individuo en bien de la comunidad.

2.ª El progreso es el levantamiento general de la humanidad, pero no la igualdad de los individuos.

El arco toral es la división del trabajo. Origen de la sociedad, base de la economía política y fuente del desarrollo de la personalidad humana, este sistema explica numerosos fenómenos sociales: el surgimiento del trato y las relaciones de intercambio entre individuos y pueblos; el aumento de la producción; la paulatina desaparición de los fanatismos; la creciente dificultad para que se produzcan nuevas guerras, y su potencial para convertir a los hombres en ciudadanos de la tierra.

La necesidad de gobierno, por ende, es proporcional al grado de civilización. El pueblo que menos necesite ser gobernado será el más civilizado, aproximándose de este modo al anarquismo [2].

En el fondo, se trata de la defensa de una tesis: la escuela liberal —sobre todo la escuela liberal evolucionista— no es una antigualla, pues sigue estando regida por las leyes naturales que presiden la vida del hombre. El socialismo de Estado, en cambio, resulta ser una mistificación alemana, una forma de militarismo.

En 1919, ante las experiencias surgidas de la recién terminada Guerra Europea y el auge del socialismo de Estado, Fernando González —quien nunca cohonestó con su silencio los atropellos contra el hombre o la verdad— se niega a admitir los nuevos modelos de poder absoluto. Ante todo, por una razón simple pero decisiva: porque para él ostenta la primacía el in-di-vi-duo. (Conviene dividir la palabra en sílabas para apreciarla y entenderla mejor, así como solía hacer Stendhal con la ló-gi-ca).

Casi tres lustros después, siendo cónsul en Génova, observaba el espectáculo que ofrecía el fascismo. En su libreta, el 8 de mayo de 1932, escribió:

Pensaba ahora que todo régimen en que se pierda de vista que el fin es el individuo, es una maldad humana. Sólo el hombre es una promesa; la sociedad no. Esta es una manifestación accidental del hombre. De ahí mi antipatía por este socialismo gregario de Italia [3].

Y si la sociedad ahoga la libertad, peor aún, porque estará desfigurando, de modo grotesco, su misión: la de formar individuos posesos de sí mismos.

Del mismo modo, en 1936 advertía cómo el desprestigio del individualismo conduce al auge de la acción gregaria, a la muerte en los hombres del sentimiento de libertad y al prestigio creciente de las dictaduras. «¿Podremos evitar —se interrogaba— el ser arrastrados por Europa ensoberbecida y demente?». «¿Podrá América salvar la civilización, salvar el espíritu de libertad y de mesura?». Quizá estos pueblos latinoamericanos —era su respuesta—, a pesar de estar tan púberes y ser tan inocentes, pudieran reconquistar los valores que la humanidad ha venido perdiendo, si entendieran la herencia bolivariana y obtuvieran el apoyo de los Estados Unidos [4].

Actuando siempre dentro de la misma línea de pensamiento, en 1959 señalaba que, para los de su profesión [5], no hay «masa», «todos», sino individuos. O, en lenguaje metafísico: «tantas agonías como seres».

¿Deberá concluirse que Fernando González es un individualista? Que el individuo forma parte esencial de su ideología es una verdad insoslayable. Sólo valorando al individuo, respetando su dignidad, asegurando su libertad, podrá la sociedad cumplir su verdadera misión; y el hombre, aspirar a la plena posesión de sí mismo, mediante la conquista de los niveles superiores de conciencia.

Pero de ahí a calificarlo de individualista, a secas, hay una notoria diferencia; más aún si a tal expresión se le quiere otorgar una connotación exclusivamente económica o asimilarla a una actitud egoísta frente a sus semejantes.

Lo cierto es que sólo una clase de individualismo lo conmovía hondamente, sin duda porque articulaba mejor que ninguna otra con la orientación de su pensamiento hacia la metafísica: el individualismo místico, que convirtió en tema fundamental de reflexión.

Por otra parte, existe en Una tesis un detalle aparentemente nimio, pero que conviene resaltar, pues denota su inclinación por el estudio de las lenguas extranjeras, aspecto que añade una nueva y atrayente faceta a su personalidad. En el texto se encuentran citas en francés e italiano —de Auguste Comte y Gina Lombroso, respectivamente— [6] sin su correspondiente traducción al español. Es una muestra de su interés por estos idiomas, estudiados en su juventud al margen de compromisos académicos. Durante los años de consulado en Génova y Marsella perfeccionaría su conocimiento de ellos, advirtiéndose la predilección por el francés, ya que el italiano no le parecía hermoso a causa de «muchos che, che, chi…». (Adquirió también una aceptable comprensión del inglés y, sobre todo, del latín; en Don Benjamín, jesuita predicador, las expresiones latinas le otorgan al libro un especial encanto).

Su comprensión del mundo comenzaba a orientarse hacia la zona más atrayente del conocimiento, en los límites donde la ciencia y lo desconocido parecen hallar su punto de contacto. Allí —creía— estaba palpitante la revolución: entre las leyes y el porvenir…

Notas capítulo 4:

[1] González, Fernando. Una tesis. Medellín, Imprenta Editorial, 20 de abril de 1919.
[2] «Dos son las verdaderas ramas del gobierno —sostenía en 1937 en sus Nociones de izquierdismo—: la una, coactiva, proporcional a lo primitivo de los hombres, y la otra, creadora de libertad». (El Diario Nacional, Bogotá, 27 de abril de 1937, p. 3).
[3] El Hermafrodita dormido, op. cit., p. 47.
[4] «Panorama espiritual del mundo», en Los negroides, op. cit., pp. 141–149.
[5] Atisbador de agonías, según explica en el Libro de los viajes o de las presencias [N. del E.].
[6] Una tesis, op. cit., pp. 11 y 14.

— o o o —

5. Entre la abogacía,
la judicatura y el amor

¡Hay gente muy verraca y hay otra que no servimos sino para la filosofía! (F. G.)

Considerando que nuestro pueblo es de congresos y asambleas, y que su fundador fue un señor Francisco de Paula Santander —a quien llaman «el hombre de las leyes»—, resolvió graduarse de abogado, según refiere con sorna en uno de sus libros [1].

La abogacía, en su modalidad de litigio, resultó para Fernando González una actividad adicional y esporádica. Recién egresado de la universidad, la ejerció en la oficina de dos prestigiosos abogados de Medellín: Fernando Isaza y Gustavo Escobar. Más tarde, por temporadas, en los intervalos de su desempeño como cónsul, magistrado o juez. Aunque el Derecho Civil era la disciplina que conocía más a fondo, tuvo también intervenciones en el ramo penal, casi siempre como defensor de oficio.

Pero la abogacía no le apasionaba. Parecíale poco adecuada como punto de apoyo para emprender la búsqueda de la verdad y el desarrollo de la conciencia en el individuo. Más aún en Colombia, donde todo se reduce a una lucha por ganar pleitos.

Había nacido para pensador —para estar pensando por ahí, de pie bajo los árboles—, para caminante atisbador de agonías, entierros, muchachas y silencios… y para polemizar contra las deformaciones de la verdad y de la vida.

Ese sentimiento, persistente a lo largo de su vida, ya lo expresaba con entusiasmo en su primer libro, el de juventud, paradójicamente titulado Pensamientos de un viejo, con este deseo ardiente: «…tirarnos bajo un árbol a soñar en los infinitos caminos que podría seguir esta comedia de la vida». Y lo reiteraba en otro aparte, al discurrir sobre los espíritus libres, aquellos que no gustan de una verdad absoluta ni de un mandamiento absoluto, pues estos son culpables de que el hombre vaya por la vida en línea recta: «…perdernos en el laberinto de la vida. ¡Queremos gustar el placer de todos los vientos…!».

Con todo, aceptó por un tiempo incorporarse al poder judicial del Estado, es decir, ejercer la digna y difícil misión de aplicar la ley y administrar justicia entre los hombres.

Y empezó por ser magistrado. En Manizales —donde ya por entonces estaba domiciliado su hermano Alfonso, junto con su esposa e hijos— desempeñó una magistratura en el Tribunal Superior a partir de 1921. Pero a los dos años surgió el problema que le impidió continuar en el ejercicio de sus funciones judiciales. La pasión partidista en el departamento de Caldas —decía en una carta de la época— «es algo aterrador y primitivo» [2]. Esa fue precisamente la causa que motivó su renuncia al cargo de magistrado, tras presentar al Tribunal una solicitud para que iniciara la investigación por un delito de lesiones personales en el cual estaban involucrados políticos de Manizales, según hechos ocurridos el 31 de enero de 1923.

En Medellín estuvo vinculado a la judicatura en dos ocasiones: la primera, entre 1928 y 1931, como juez segundo civil del circuito; y la última, a finales de la década de los treinta, como juez de rentas.

Siendo juez civil del circuito, durante las vacaciones correspondientes a diciembre de 1928 y enero de 1929, concibió un espléndido y vivencial libro: Viaje a pie, en uno de cuyos capítulos ofrece una penetrante descripción de la lógica. Esta parte medular de la filosofía fue para él una guía insuperable en la elaboración de sus providencias judiciales. Sostenía que donde la mente goza más del poder de la lógica es en el reino de la justicia, que se vale de la ciencia del derecho probatorio y de la interpretación de normas jurídicas y actos humanos. Tras precisar que «la lógica consiste en obrar de modo que cada acto encierre en sí el efecto apetecido», en saber determinar cuáles partes componen un todo y en qué partes se descompone un todo, la define de este modo: «…es el orden en el espíritu» [3].

El buen juez —explica en aquel libro— cuenta la historia en toda su esencia; establece luego sus proposiciones, que enuncian del modo más breve los problemas sometidos a su resolución; cita las leyes que dan contestación a ellos. Y falla. Nada de enumerar hechos inútiles, de razonar inútilmente [4].

Fernando González distinguiose por ser un administrador de justicia honesto, ágil e inteligente, para quien el primero de los deberes consistía en escudriñar la conciencia de sus semejantes. Perspicaz analista del Derecho, solía emitir conceptos llanos y precisos, salpicados de humor e ironía. Por eso muchas de las sentencias que profirió adquirieron resonancia entre el público, que, cuando no sabía interpretarlas o desconocía su contenido, las completaba por su cuenta… o las inventaba. De boca en boca circularon anécdotas suyas, llenas de gracia y picardía.

En cierta ocasión, por ejemplo, siendo Juez del Circuito y estando su despacho situado en el cuarto piso del Palacio Nacional (el H. Tribunal Superior ocupaba el tercer piso), al conceder un recurso de apelación terminó la respectiva providencia con esta orden perentoria:

—Pase el expediente al inferior…

En otra oportunidad, en que debía resolver la adjudicación de una herencia en la cual el difunto —el de cujus de los abogados— había consignado en su testamento que parte de sus bienes se distribuirían entre las benditas Ánimas del Purgatorio y el Niño Jesús de Praga, dispuso lo siguiente en la sentencia:

Las Ánimas del Purgatorio acreditarán su personería jurídica, y en cuanto al Niño Jesús de Praga, su herencia le será entregada tan pronto cumpla la mayoría de edad… Entretanto, pasen los bienes a los herederos reconocidos en este proceso [5].

También, ocasionalmente, fue llamado a fungir como defensor de oficio en procesos por homicidio. En una de esas causas judiciales, en alegato presentado ante el Tribunal Superior de Medellín el 5 de noviembre de 1947, hizo esta advertencia:

Apenas de vez en cuando me ocupo en asuntos penales. Para mí la pena es lo más beneficioso; para la conciencia de todo hombre lo es; pero el hombre social cree que la pena es «deshonrosa», y sí lo es, si por «honra» se entiende la fama social. Mejor dicho, el delito apetece la pena, pero la vanidad huye de ella.

El delito y el pecado apetecen la pena, porque la mala conciencia no muere sino en ella. Un defensor así, con esta moral, en Colombia, es un imposible: por eso no ejerzo sino obligado [6].

Al poco tiempo de haber ejercido la defensa ante jurado de conciencia, se propuso su designación como juez superior, ante lo cual algunos magistrados hicieron constar que él era ateo y que su defensa había sido bufa. Entonces respondió en el memorial dirigido al Tribunal:

Si algo he hecho con todo mi corazón y mi poca inteligencia es amar a Dios y defender con fe, con mucho estudio y tenacidad y buena conciencia ilustrada a Miguel Ángel Álvarez, y le he dado ayuda económica y está trabajando y tengo por él cuidados paternales. Suplico a los señores magistrados que tuvieron ese error, que me excusen de esta queja, que fue que se me escapó.

Y concluye:

En todo caso, tuve la satisfacción de que el Jurado, compuesto por un médico bueno y comerciantes entendidos, todavía no machuchos en sus arterías de bolsa y de mostrador, aceptaran la verdad; que el Juez también, y que ahora el Fiscal pida la confirmación [7].

En un intervalo del ejercicio de la magistratura, viajó de Manizales a Medellín, y el 23 de abril de 1922, en la capilla del colegio de los Hermanos Cristianos, el presbítero doctor Manuel José Sierra presenció el matrimonio que contrajo in facie Ecclesiae con la señorita Margarita Restrepo Gaviria.

Se casaban —según él— para «filosofar y para siempre».

Había conocido a su prometida tres años antes, en una finca que Juan Crisóstomo Uribe tenía en Santa Elena, jurisdicción de Medellín. Desde entonces quedó dominado por «la energía del espacio entre sus ojos risueños»; y con razón, porque es allí, en esa amplitud majestuosa del eje cigomático, donde —al decir de Lucas Ochoa— reside el aura de la inteligencia.

De adehala, Fernando convirtió a Carlos E. Restrepo (Carlosé), expresidente de la República y «señor de la concordia», en su suegro, amigo y confidente. Cuando dejaron de residir en la misma ciudad, surgió con frecuencia la correspondencia epistolar, tanto entre Manizales y Medellín como entre Génova y Roma o desde Marsella, siendo notorio ese mutuo tratamiento de admiración, respeto y calor humano.

(Cuando Carlosé falleció de pulmonía el 6 de julio de 1937, a la edad de setenta años, Fernando escribió en la revista Antioquia: «Murió bellísimamente, tal como vivió. […] Él era mi bordón. […] Carlosé fue centro en el hogar, en las reuniones, en la patria, en su casa, en casa, en su alma y en mi alma. […] Cuán ancha era su presencia; jamás le oí quejas». Y se interrogaba: «¿Estaría emparentado este hombre con la verdad desnuda?»).

El escritor andarín y polémico encontró su necesario complemento en una mujer bondadosa, discreta y prudente, que supo acompañarlo, estimularlo y, a menudo, ser su fuente de inspiración.

Estando comprometidos en matrimonio —es anécdota que solía relatar doña Margarita—, su padre, Carlosé, se acercó a ella y le habló de esta manera:

—¿Cómo te atreves a casarte con ese loco?

A lo cual contestó:

—Papá, a amigas mías que se han casado con hombres normales les ha ido mal. ¿No crees que debería ensayar con un loco?

Ante esta respuesta, Carlosé puso fin a la conversación.

—Si realmente lo quieres, doy mi consentimiento.

Más de tres décadas después, en su Libro de los viajes o de las presencias (1959), Fernando la evoca como un ángel que sabe que «ese loco» es un niño grande [8].

Margarita es la mujer que, bajo el nombre de Berenguela, tiene serena presencia en casi toda su obra. Esta realidad se hace evidente a partir de Viaje a pie, donde el autor no puede resistirse a su influjo. Aunque el libro fue dedicado inicialmente, de puño y letra, «al general Tomás Cipriano de Mosquera, [mi] conciudadano» —quizá pensando en el guerrero que recorrió la geografía patria en busca de emociones y victorias—, terminó por ofrecérselo a ella, a quien le dice en el epílogo:

Tú, Margarita, que sabes el intenso amor del autor por su tierra colombiana, por el aire colombiano, por el Simón Bolívar solitario en Santa Marta, por el mar territorial, eres la única que puede entender la finalidad de este libro: describirle a la juventud la Colombia conservadora de Rafael Núñez; hacer algo para que aparezca el hombre echado para adelante que azotará a los mercaderes. Para ti es este libro; tú sabes qué piensa el autor de Nuestro Señor Jesucristo.

De la primera edición de Viaje a pie se publicaron en papel madagascar veinte libros numerados, de los cuales entregó a Margarita el ejemplar número uno, con esta nueva dedicatoria: «A veces creo que no es mi cónyuge, sino mis alas».

Y finalmente: «…me sucedí en Berenguela, y ella en mí, y todo tiene nuestro sello» [9].

En el matrimonio González-Restrepo fueron naciendo los hijos, hasta completar cinco:

Álvaro (1923). Ingeniero químico de la Universidad Pontificia Bolivariana. Casado con doña Lía Flórez y padre de nueve hijos. Jubilado de la empresa textil Tejicóndor. De sobria y caballerosa personalidad, adornada por una decidida afición a la historia y la geografía.

Cuando se sintió enfermo y presintió el final de sus días, en busca de la mar se trasladó a Cartagena de Indias. Allí, solitario y reencontrado consigo mismo, murió el 6 de febrero de 1999.

Ramiro (1925). Cuando había terminado su carrera de medicina y estaba próximo a graduarse, falleció de leucemia el 28 de enero de 1947. Dejó en sus padres un intenso y prolongado dolor que nuestro filósofo reflejó en horas de profunda meditación y en pensamientos bellísimos. Fernando González lo describe como «serio, muy responsable y de una mente tan pura, que era mi padre» [10]. Su deceso coincidió con una época difícil para la familia: «Mucha pobreza económica había en casa y enfermó y murió mi hijo que era más para mí que yo, pues en su agonía yo clamaba que nos cambiaran, que él viviera y yo muriera…, y hubo que prestar el lugar para enterrar su cadáver» [11].

Pilar (1926). Licenciada de la Facultad de Trabajo Social de la Universidad Pontificia Bolivariana. Casada con el industrial Gabriel Ángel Villa y madre de siete hijos. Mujer de hogar y de nobles sentimientos, alternó con éxito sus labores domésticas y profesionales. Murió el viernes 23 de junio de 2023.

Durante años residió en Villa de Leyva, población boyacense, donde vivió feliz entre la arquitectura colonial, la naturaleza polícroma y la tranquilidad y frescura del ambiente. Después, con su esposo, retornó a su tradicional domicilio en Medellín.

Fernando (1930). Abogado de la Universidad Pontificia Bolivariana, con estudios de posgrado en Moneda y Bancos en la Universidad de Indiana. Optó a su grado profesional con una interesante tesis, fruto de un intenso trabajo de investigación realizado en Bilbao (España), en los años en que su padre ejercía el cargo de cónsul. En ella expone el pensamiento de Francisco Suárez acerca del derecho natural, cuya historicidad el jesuita español explica acudiendo a la distinción entre derecho natural preceptivo y derecho natural dominativo [12]. Fue alto empleado del Banco de Bogotá durante varios lustros. Lector asiduo de temas filosóficos y literarios, encontró la más delicada y profunda fuente de inspiración en la obra de su padre, de quien llegó a decir: «Parecía estar cumpliendo un destino…».

Excelente conversador, matizaba los temas de su preferencia con una sencilla y cálida sonrisa, reflejo de la transparencia de su mundo interior. Como su padre, usó durante años boina vasca, reemplazada después por boina cordobesa, como queriendo recorrer la geografía de su España del alma. Parodiando al biógrafo de Albert Schweitzer, puede decirse de Fernando que fue un hombre bueno.

Ese rasgo lo captó muy bien su progenitor cuando, en carta del 24 de enero de 1951, escribió: «Ese Nano es un ángel. Tiene alma limpia de niño. ¡Qué bueno para él…!» [13].

Esquivo escritor, pocos meses antes de su fallecimiento permitió la publicación de su pequeño pero denso libro El Instante Vital [14], ensayo filosófico en el que sostiene que, vivido críticamente en la conciencia cierta, el Instante Vital es la única posibilidad ética y la única condición en la que el Ser puede ser penetrado por el existente. Por eso, sólo el inocente virgen puede ser «preñado» por el Instante Vital, que debe vivirse con asombro, alegría e inocencia —es decir, como niño— y con la disposición de avanzar siempre. Es lo que permite que el «hombre» pase a ser individuo; en otras palabras, es el devenir en el Ser, o el progredere de su padre. De ahí la conclusión: sólo en el Instante Vital existido (gerundio) con conciencia cierta (claridad) puede darse la vida y constituirse el principio ético y estético (axiológico); de allí deriva su desprecio por el humanoide —mínima criatura en el existente— y su crítica a la nueva ética centrada en el «buen ciudadano» o en la «polis organizada», así como a los sistemas que giran alrededor de lo teórico-racional, es decir, de la vida en el hombre, y no del hombre en la vida.

Primero un tumor en el cerebro y después la enfermedad de Parkinson produjeron un deterioro grave y progresivo en su salud. El martes santo, 10 de abril de 2001, se apagó, como quería, «temblando entre el amor de Dios», la existencia de este singular Fernando II, superador de apariencias y solitario, noble y profundo.

A manera de obra póstuma, fue publicada su novela El puesto (Medellín, junio de 2001), escrita en 1964 y dedicada a Guy de Maupassant, «el gran pintor de la vida». Consta de diez capítulos, un capítulo final y —a modo de conclusión— una reflexión sobre el silencio, el verdadero, el lleno de eternidad, ese que no es triste ni alegre y que le es dado, en este mundo, al hombre cuando nace de nuevo.

Una voz interior, influida por conocidos suyos, le decía que debía conseguir un puesto, «aunque se ensucie todo lo bello que encuentres a tu paso», e intrigar, pues sin intriga de por medio fracasará. Comienza entonces un deambular en busca del anhelado empleo, mezclando en la narración la angustia con la sátira oportuna. Golpeado por la mala suerte, aprende a disimular todo lo utilitario y rastrero. Es como si su oficio —para el que nació— fuera precisamente buscar un puesto o un «destino» (como también se le llama con inconsciente ironía), drama tan angustiante que le hace creer que, cuando lo encuentre, hallará una razón para dejarlo y seguir buscando…

Actuaba con frecuencia como un pobre pendejo, sin saber qué responder a sus presuntos empleadores, hombres-mentira que lo despedían diciéndole: «Usted es un excelente candidato, mande el currículum vitae», o que, al constatar su ambigüedad, le pedían que se definiera: o liberal o conservador.

Soñó que, atendidas las recomendaciones de tío y amigo, por fin había conseguido un puesto en el Instituto dirigido por don Poderoso. Pero, como allí no había nada que hacer —pues carecía de clientes—, el jefe le dijo: «Su puesto será llevar el negocio de su yo con amor; mi secretaria le ayudará…». En la realidad, el puesto resultó, pero de otra índole, y empezó a trabajar convencido de que ya podía saludar con orgullo a sus familiares y conocidos. Sin embargo, pronto lo invadieron el descontento y una soledad inmensa. Sumido en la enfermedad llamada descentración o busquedita, cuyo síntoma «consiguió puesto» denota que la vida es como de segundos, llegó a la conclusión: «Ya tengo un puesto. Hoy he muerto…».

Simón (1931). «Él —expresa, refiriéndose a su padre— me enseñó a volar alto, a mí como a toda la juventud. A volar alto para poder ver el horizonte».

Ingeniero mecánico y metalúrgico, con estudios en los Estados Unidos y en Francia. Tras su regreso al país, trabajó sucesivamente en Cali, Barranquilla y Bogotá. Durante quince años fue director del Instituto Colombiano de Administración (INCOLDA). Al renunciar a dicho cargo, abandonó la aburguesada vida de alto ejecutivo capitalino para reencontrarse consigo mismo en un paraíso del mar Caribe: la isla de Providencia, donde durante tres decenios vivió enamorado del pueblo isleño, de la mar y de la barracuda de ojos verdes y lágrimas azules, aquella que, con su inmensa ternura, le enseñó a abandonar el arpón y ser pescador de silencios.

Por haber organizado una reunión internacional de ocultismo, que él mismo denominó Congreso Mundial de Brujería (Bogotá, 1975), el común de las gentes lo identifica con el nombre de «el brujo», dando a entender que posee cierto poder misterioso de hechicería. Sin embargo, Simón es un discípulo genuino de su padre, y en éste la brujería es la ciencia de Mi Simón Bolívar, «abandonada hoy a causa de la civilización de cocina» [15].

De septiembre de 1982 a mayo de 1988 ejerció el cargo de intendente del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, realizando una labor de tal proyección social y humana que dio origen a la llamada «Era Simón».

Convertidas las islas en nuestro departamento de ultramar, conforme a la nueva división político-administrativa del país adoptada por la Asamblea Nacional Constituyente, Simón aceptó volver a dirigirlas, pues entendió que «el barco necesitaba alguien que lo quisiera tiernamente y lo navegara…».

Elegido primer gobernador del nuevo departamento el 27 de octubre de 1991, por voto directo de los ciudadanos del archipiélago, asumió el cargo el 2 de enero de 1992 para un período de tres años. Durante ese lapso, brother Simón trabajó intensamente, convencido de que su capacidad de brujo bueno —fuerza interior y poderes extrasensoriales— debía ponerse al servicio de la comunidad y, sobre todo, de los niños, a quienes dirigió sus más hondos afectos.

Imaginación, ternura, poesía y amor fueron sus ingredientes para gobernar. «El que diga que puede gobernar sin esos valores es el diablo mismo; lo único que le haría falta sería la cola», afirmó este hombre que, en el sentido vital y humano de la expresión, se manifestó como otro filósofo de la autenticidad…

Concluido su compromiso con el departamento archipiélago, vendió su monasterio Luna Verde, situado en una espléndida colina al norte de la isla de Providencia. Entonces, el monje Simón —como también le gustaba llamarse— se fue a vivir a Cartagena de Indias, siempre en cálido contacto con la mar y sus embrujos. Allí terminó de escribir un bello libro: Sin amor todos somos asesinos…, serie de ensayos —oraciones y orgasmos— de un alumno de la Escuelita del silencio y del viento.

Llegó un momento en que Simón decidió irse a morir a Medellín. Complicaciones en su organismo, que derivaron en un cáncer, hicieron que se despidiera de esta vida terrenal el 22 de septiembre de 2003, con este hermoso mensaje, que hizo publicar como aviso de prensa:

Les cuento a mis familiares y amigos que he viajado a la eternidad. Desde la Luna Verde y junto a mi barracuda de ojos verdes y lágrimas azules, los estaré acompañando para siempre.

El funeral tuvo lugar al día siguiente, en la parroquia de la Divina Providencia, en el barrio El Poblado, como preámbulo a la cremación de su cuerpo.

Su voluntad, expresada en «Testamento Carta de Despedida», consistió en pedir que, en una cajita de madera con la imagen de su barracudita del alma y cubierta por su sombrero de algodón crema, sus cenizas fueran entregadas a la mar cerca de Cayo Cangrejo, en la isla caribeña de Providencia, donde había vivido acaso sus mejores años. Decía que ningún lugar era más apropiado que Old Providence para graduarse en una disciplina nueva: doctor en silencios, de la que estaba enamorado porque le permitía desintoxicarse de creerse sabio y buscar el camino de la simplicidad y de la humildad, que —afirmaba— es lo maravilloso de la vida.

Previamente, quería que dos pregoneros recorrieran la isla a caballo, uno por el este y otro por el oeste, cantando el anuncio del acontecimiento. Y que, a las seis de la tarde, «hora mágica del crepúsculo», desde el Puente de los Enamorados —que él había ordenado construir para unir Providencia con la isla menor, Santa Catalina— se iniciara el desfile en el yate de su ejecutor testamentario, Carlos Archbold Cerón, y en lanchas, mientras preciosas jovencitas bailaran, cantaran y colocaran flores en la mar.

Después de esto, los acompañantes —raizales, familiares y amigos— implorarían a las diosas de la mar, Erzuriz y Yemanyá, dando gracias a la vida por «haber mimado tanto a Simón». Entonces todo estaría listo para hundir la pequeña balsa de madera con las cenizas y su sombrero… y para que Simón emprendiese su viaje a Otraparte al encuentro de Dios. Finalmente, en amena reunión, todos brindarían con su licor preferido, el ron Habana Club, a la Simón.

La programación acordada —cuyos gastos fueron cubiertos con dineros dejados por Simón— se llevó a cabo durante los días viernes 10 y sábado 11 de octubre. Ese viernes, en horas de la noche, tras el recibimiento a familiares y amigos en el aeropuerto El Embrujo, se realizaron tres actos: solemne misa en la parroquia de Nuestra Señora de Fátima, en la isla de Santa Catalina, presidida por monseñor Eulises González; llegada de la luz a la mar (72 farolitos —uno por cada año de vida— flotando bajo el Puente de los Enamorados) y la Danza de la Barracuda a la Luna Verde (bailes y música folclórica).

El sábado, los actos fueron denominados así: Sin amor todos somos asesinos (celebrado en la parroquia mencionada, con cantos diversos, intervenciones de personalidades y lectura de algunos capítulos del libro homónimo), Desfile de la Barracuda (caravana marítima hasta las aguas de Cayo Cangrejo), Lágrimas azules y ojos verdes (esparcimiento de las cenizas en la mar según sus instrucciones), Colores de amistad (recepción de invitados en la casa de la cultura) y Noche de Luna Verde (fiesta general con grupos musicales de la isla, al ritmo del calipso y el reggae).

Este singular colombiano —hermano Simón («es el brother Simón», solían decir los raizales cuando lo veían pasar), el brujo, el barracuda, el monje, el loco…—, pues con todos estos nombres fue conocido y admirado, vivió en torno a un amor diáfano por la naturaleza, los animales y los seres humanos, como buen filósofo vivencial o aprendiz de brujo. Además, supo disfrutar de compañeros muy cercanos, aquellos que prolongaron su intensa pasión por la barracuda y, al mismo tiempo, acompañaron su soledad: el deporte del buceo, la motocicleta Rayo de Luna, el jeep Chicanero, los cisnes Sol y Luna, los guacamayos Moná y Cocó, los perros Mao y Seamoon, y aquel canario blanco al que sus compañeros de oficina decidieron ponerle el nombre de Simón, «una inteligencia superior de otro planeta» que, en una noche de dolor e inmensa tristeza —había encontrado sus plumas regadas por el suelo—, le cambió la vida e inspiró el Congreso Mundial de Brujería.

Como su padre, este bacán era aficionado a los aforismos, con los que resumía su pensamiento:

Cuando uno ama, no puede ser malo; y si es malo, también es bueno. Sin amor puedes ir a misa y ser un asesino.

Los sueños son la realidad de los amantes.

A un silencio solo lo acaricia otro silencio.

Si la gente comprendiera que la vida es lo mejor que nos ha pasado y que debe vivirse intensamente, nadie haría daño a otro.

Tiempo libre, no. Libre es el tiempo para hacerle el amor a la vida, y a cada instante.

Cuando uno cree tener la verdad es el animal más peligroso de la humanidad.

El tiempo lo pasamos cambiando máscaras, para satisfacer una sociedad que nos exige ser hipócritas y mediocres.

Colombia es país de «doctorcitos».

La gran afición de nuestros dirigentes es hablar con el opinador roto, como un tarro sin fondo.

Los «pingo-fríos», que se caracterizan por tener orgasmos sólo cuando son adulados, son la negación absoluta del gran mulato.

Quiero una Colombia nueva, preñada de amor y sembrada de paz. Aprendí que gobernar es hacerles sentir a los gobernados que ellos son los que están gobernando; y es ser antorcha que alumbra el camino y enseña. Creo en una amorosa revolución violenta. [16]

* * *

En el siguiente diálogo de Fernando González con dos de sus hijos, todavía niños, acerca de Dios, hay misterio y belleza:

Simón (5 años). —¿No es cierto, papá, que Dios ve…?

Fernando (6 años). —¡No ve, porque es un espíritu…!

El papá (un bagazo de la filosofía). —Dios no tiene ojos; Dios sabe; Dios está inundado por sí mismo (?).

Simón —¿Las almas ven…?

El papá —Dicen que las almas son como espadas desenfundadas… (?)

Simón —¿No es cierto, papá, que Pierrot (un perro muerto) está en el cielo?

El papá —Unos opinan que no y otros que sí; otros dicen que no saben.

Fernando —¿Y por qué no se van los animales para el cielo?

El papá —Parece que el hombre no quiere que los animales vayan al cielo porque entonces no podría maltratarlos, usar y abusar de ellos. Si los animales tuvieran alma inmortal, no podríamos comernos las gallinas, montar los caballos, cazar los animales salvajes, etc.

Simón —¡Pierrot está comiendo ahora en el cielo y no le pican las pulgas!

Fernando —¡Las pulgas también se van para el cielo! ¿No es cierto, papá, que Pierrot tiene pulgas en el cielo?

El papá —El perro debe creer que la pulga no va al cielo. Todo ser le niega el cielo a su enemigo.

[…]

Simón —¿No es cierto que Dios le gana a Joe Luis?

Fernando —¿No es cierto que no, porque Dios no tiene manos?

El papá —No sabemos cómo será Dios…

Se siente inquieto, sin un solo amigo, ignorantísimo y exclama mentalmente: «¡La opinión, la ciencia, la filosofía, la gloria, todo lo humano es mierda!». Luego, en voz alta, airado, grita:

—¡No me hablen más! ¡Váyanse para donde su mamá…!

Simón —¿Y ahora nos enseña?

El papá —Sí, váyanse y ahora les enseño a hacer la p y la r… Pero no hablemos de Dios ni de los espíritus, porque yo no sé nada de eso; los temo, pero los ignoro.

Fernando —¡Usted ya se va a morir…!

El papá —¿Por qué?

Fernando —¡Ah, pues porque ya está muy viejo…!

El papá —¿Por qué estoy viejo?

Fernando —Porque tiene muchos pelos en el estómago.

El papá, mentalmente: —¡No me borres, Señor, del libro de la vida! [17]

* * *

A mediados de la década de los años treinta, en medio de febril actividad intelectual, exclamaba: «Qué difícil para un escritor, un filósofo, sostener una familia», llegando a considerar que el filósofo no debe tener sino una donna di tempo, una «dentroderita» impetuosa… Poco después, sin embargo, confiesa con fuerza en la revista Antioquia: «Mis hijos y mi mujer: ¡qué cadena de amor tan irrompible me liga a ellos!».

De ese ser en ebullición, movido por dos fuerzas opuestas, es resumen este pensamiento:

Deseo belleza para mí y para mis amigos; deseo ser casado y soltero; vivir en Roma y en Colombia; hijos y soledad, viajes y monasterios, mujeres y ascetismo.

Época de predominio del mundo pasional, fundamento y guía de su mundo mental, y éste, premonitorio del mundo espiritual o de la beatitud. Trilogía vital y cósmica.

Notas capítulo 5:

[1] Mi Simón Bolívar, op. cit., p. 29.
[2] Carta a Carlos E. Restrepo del 24 de enero de 1922. Archivo Carlos E. Restrepo, Biblioteca Central de la Universidad de Antioquia. Reproducida en: Restrepo, Carlos E.; González, Fernando. Correspondencia. Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, octubre de 1995.
[3] Viaje a pie, op. cit., p. 129.
[4] Ibidem, p. 128.
[5] En su condición —ya de juez, ya de magistrado—, Fernando González se enfrentó, con su peculiar manera de pensar y sus actitudes, al inveterado formalismo que, como un lastre, repercute sobre el sistema colombiano de administración de justicia. En lenguaje claro y directo, respaldaba su sentido pragmático del análisis de los conflictos judiciales. Nada de discurrir alrededor. Más de medio siglo después, un expresidente de la Corte Suprema de Justicia se quejaba, con razón, de que «en nuestros países latinoamericanos los abogados en general, y los jueces en especial, tienden a ser solemnes sin causa, formalistas en demasía, retóricos y poco prácticos, dentro de una mentalidad rígida, que es el resultado de muchos anacronismos que aún subsisten en nuestra tradición jurídica». Y, a modo de conclusión: «Estas tendencias, propias de la cultura del subdesarrollo, influyen no poco en la ineficacia de nuestra administración de justicia y contribuyen a su postración». (Uribe Restrepo, Fernando, El viacrucis de la justicia. Impreseñal, Quito, 1992, p. 91. El libro recoge una serie de ensayos publicados originalmente en la prensa en 1987).
[6] «La Copa de la Vida está vacía para Colombia». Texto jurídico de Fernando González reproducido por el periodista Ernesto Ochoa Moreno en el Literario Dominical de El Colombiano, domingo 14 de febrero de 1999. [N. del E.]
[7] Ibidem.
[8] Libro de los viajes o de las presencias, op. cit., p. 39.
[9] Ibidem, p. 96.
[10] Mis cartas de Fernando González, op. cit., p. 85.
[11] Libro de los viajes o de las presencias, op. cit., pp. 69-70.
[12] González Restrepo, Fernando. La mutabilidad del derecho natural y el padre Francisco Suárez. Empresa Nacional de Publicaciones, Bogotá, 1956, 78 págs. Incluye un breve prólogo de Fernando González Ochoa, fechado en Bilbao el 22 de mayo de ese mismo año.
[13] Cartas a Simón. Editorial Eafit / Corporación Otraparte, Medellín, septiembre de 2017 (primera edición en la colección «Biblioteca Fernando González», ampliada y revisada), p. 59. [N. del E.]
[14] González Restrepo, Fernando. El Instante Vital (ensayo filosófico). Unión Gráfica Ltda., Bogotá, octubre de 2000, 59 págs.
[15] Convertirse en brujo o mago, a la manera como Fernando González entendía este arte divino, exige el cumplimiento de un precepto esencial: ser hijo y padre de sí mismo. Seres escasos y como de leyenda, los brujos adquieren el arte de acordar su voluntad con la cósmica, consiguiendo así cierto imperio divino sobre el universo. Para ello hay que dejarse poseer, «que el alma se bañe en el infinito». A modo de ejemplo menciona a Moisés, Elías y Samuel, Francisco de Asís e Ignacio de Loyola. El primero, un brujo egipcio-hebreo; los segundos, grandes brujos históricos; y los dos últimos, grandes brujos católicos. En tiempos modernos, uno de los enemigos que debilita la posibilidad de ascenso cósmico en el hombre —e influye poderosamente sobre los conceptos de bien y mal— es la propaganda. Fernando González, quien percibió con claridad este peligro, respondió bellamente al interrogante: «¿No podré crearme?», diciendo: «Haré propaganda dentro de mí…». (En la revista Antioquia, números 13 y 15, pueden consultarse los ensayos «De magia» y «Diario de Atehortúa»).
[16] González Restrepo, Simón. Sin amor todos somos asesinos. Xajamaia Editores, 1999. [N. del E.]
[17] Revista Antioquia, n.º 7, noviembre de 1936, pp. 78-80.

— o o o —

6. Viaje a pie de dos
filósofos aficionados

El secreto está no en que le metan a uno muchas cosas en la cabeza, sino en meter la cabeza en muchas cosas… (F. G.)

Estos dos filósofos aficionados —González y don Benjamín— metieron la cabeza en muchas cosas durante su viaje por pueblos, montañas y planicies de Antioquia, Caldas y el Valle, desde el 21 de diciembre de 1928 hasta el 18 de enero de 1929, para que pudiera producirse ese libro intenso, vivencial, inteligente y original, fiel en todo a su proceso de gestación: Viaje a pie.

Iniciado el recorrido con morrales y bordones en Medellín, continuó por El Retiro, La Ceja, Abejorral, Aguadas, Pácora, Salamina, Aranzazu, Neira y Manizales (ruta seguida por los colonizadores antioqueños del siglo xix) y, por la vía de Cali, concluyó en Buenaventura.

Cuando los dos sobrios caminantes llegaron a Abejorral, empezaron a tener una grata compañía. Don Benjamín, herido en la parte posterior de la planta del pie, no podía caminar bien, de modo que se le consiguió un caballo blanco, manso y lento. Y entonces:

¡Ya éramos tres! Dos aficionados a la filosofía y un caballo aficionado a la lentitud. Tres animales y un solo filósofo.

Amistad noble, sincera y profunda fue la que unió a Fernando González y a Benjamín Correa. Nació cuando, en plena juventud, se conocieron en el municipio antioqueño de Carolina, y se consolidó en el Juzgado Segundo Civil del Circuito de Medellín, siendo aquél el juez y éste su secretario. Pero, por encima de esta circunstancia trivial, tuvieron en común el gusto por la filosofía existencial, por el arte imaginero y por el sentido picaresco de la vida, aficiones que compartieron atraídos por la fuerza del espíritu jesuítico. Don Benjamín era de El Salto o La Tasajera (que de ambos modos llamaban a Copacabana) y, monaguillo en su infancia, contemplando al padre Luis Javier Muñoz «con roquete de punto, estolón colorado y bonete encajado en sus rizos negros», descubrió su vocación sacerdotal y brotó en él el deseo de ser jesuita. A los diecisiete años ingresó al Seminario de Medellín, pero dos años después la situación de pobreza le impidió volver. Esta experiencia de novicio lo hizo experto en latines; solía construir frases oportunas y sugestivas, con las cuales disfrutaba mucho su compañero, quien era asimismo un enamorado de esa lengua sonora y clerical. Las palabras le fluían con gracia y tenía una risa que era carcajada, producida «con el estómago» y, por ello mismo, espontánea, desprovista de afectación o maquillaje, enteramente diáfana.

Fernando insistió inútilmente en que don Benjamín terminara su carrera eclesiástica. Aducía como razones el conocimiento que tenía de ritos y latines, el hecho de haberse vestido de dalmática en la Compañía de Jesús y, sobre todo, que «poseía la figura y el modo dulce y hábil de los príncipes de la Iglesia».

Sin don Benjamín no puedo filosofar —solía decir—. Su risa de jesuita, su cuerpo eclesiástico, sus ojos mansos… Él ha sido mi piedra de toque. Cuando reía, durante nuestros diálogos, era porque la verdad nos había acariciado [1].

Para Fernando González fue un hermano, de cuya compañía disfrutó intensamente. Con el vocablo «deleitosa» calificó esa amistad entrañable que se manifestaba en las labores diarias del juzgado, en las jornadas a pie, donde alternaban los diálogos en español y latín, y en aquella manera lenta y filosófica de saborear un buen café en la tienda urbana o en la fonda caminera.

De allí nació el mejor homenaje al «padre Correa». Fernando González enriqueció, en efecto, la escasa literatura mística narrativa de habla española con una novela que es modelo en su género: Don Benjamín, jesuita predicador, cuadro vivo de las costumbres de un clero antioqueño ya desaparecido. Es la época de los «curas en propiedad, generalmente de la Marinilla» [2], tan vitales, tan buenos, tan auténticos, a quienes describe en su ambiente, con su lenguaje descomplicado y las expresiones latinas más usuales de la vida clerical. Así van desarrollándose las escenas, en las cuales el lector se convierte necesariamente en personaje que participa de diálogos, liturgia, sermones, paseos, anécdotas, tentaciones y agonías.

Amigos entre sí y de la filosofía, aquellos dos caminantes hicieron durante un mes el recorrido por montañas, ríos y valles, compartiendo las experiencias con vibrante emoción y sentido crítico.

Por eso, con naturalidad —así como la madre pare a su hijo—, el pensador de treinta y cuatro años dio a la luz un libro escrito en depurado estilo literario: claridad, fluidez, precisión y energía en las descripciones; elegancia, fuerza y profundidad en los conceptos; y maestría en el manejo de la sátira, llena de frescura y picardía. Obviamente, tenía que llamarse Viaje a pie.

Editado en París por la editorial Le Livre Libre en octubre de 1929 e ilustrado con dibujos de Alberto Arango Uribe, pronto fue traducido a la lengua francesa. En efecto, Francis de Miomandre, atraído por ese «espíritu profundamente libre, desprevenido, de filósofo ambulante» y por la «ironía, humor y fuego desbordante de paradojas», hizo la versión respectiva para la Revue de l’Amérique Latine, publicada en las entregas de febrero y abril de 1930.

Sin dejar de ser el producto de un viaje real donde se observa, analiza y deduce; sin perder la perspectiva del ambiente y de recibir las influencias de lo exterior, de lo que palpita afuera, este espléndido relato se ubica —como todo lo suyo— dentro del género autobiográfico. Por eso es también un viaje por el camino zigzagueante de Fernando González. Y, como suele ocurrir con sus otros libros, hay incitación fuerte a viajar por el mundo del yo, a trascender la «nada» y los prejuicios, a la búsqueda del superhombre. Este último es un ideal: el del hombre culto y palpitante de vida, para quien diseña como principio básico: «No dejarse arrastrar por lo bueno que está fuera de su camino».

Describir un viaje de tal naturaleza —donde confluyen la realidad ambiente, el conocimiento intelectual y los sentimientos íntimos— es tarea que exige llenarse de amor, de vitalidad, de juventud, de energía, de aire puro, de elasticidad muscular y cerebral y, por supuesto, de desfachatez para decir la verdad.

Porque le gusta ser desfachatado, que es tanto como no mentir, no tener vergüenza, no simular y no aceptar la verdad aparente.

¡Qué bella palabra reinventa Fernando González! ¡Cómo se hace elegante y sutil en el lenguaje que emplea, trasunto de su actividad vital! Y de qué preciosa manera la explica, dándole un sentido trascendente: «A los que no somos eruditos suele ayudarnos esa gracia del Espíritu Santo, que se llama desfachatez…».

¿Qué dirá entonces de los predicadores de la moral y de las mujeres constantes? Pues que no cree ni en aquellos ni en estas. Los primeros le parecen hombres viejos, debilitados ya, en quienes se ha agotado esa energía que causa todo el fenómeno variado de la vida. Y las últimas se le antojan a la manera de ideas fijas, algo así como un vestido que uno no se pudiera quitar…

De adehala, se burla de los hombres que viven a la caza del dinero —«afán tan grande como el que se tenía antaño por la bondad del alma»—, del diablo, de los mendigos y de la falta de ideas propias.

Admira, en cambio, la egoencia —la cruel egoencia que desea tener— y el método para usar de las cosas sin dejarse poseer por ellas. De ahí esta frase, que es todo un apotegma: «El método y la contención son los que pueden hacer del hombre un bípedo interesante».

Libro, además, de pensamiento nacionalista, en donde la patria es amada con las entrañas, pero con dureza y sin eufemismos.

Recordemos la anécdota del yanqui, un agente viajero:

Oímos que decía a sus peones arrieros que el clero colombiano era una peste y que el país estaba en la barbarie. Cerca a nosotros había un freno; lo cogimos por las riendas y le dimos dos frenazos al míster en la cabeza, diciéndole: «Sólo nosotros, los colombianos, podemos hablar mal de Colombia, y sólo nosotros, los católicos, podemos renegar de los curas».

Al empezar el viaje, había advertido: «Somos filósofos castos». Y expresaba su optimismo de que el libro que de allí brotara «pueda caer en manos de pálida virgen».

Merecía, pues, a juzgar por la intención del autor, un sobrio destino. Ciertamente fue elogiado por la crítica culta, nacional e internacional. Gabriela Mistral, Concha Espina, Teresa de la Parra, Azorín, Augusto Bréal, Valery Larbaud, Efe Gómez, Rafael Maya, Baldomero Sanín Cano… Según este último, es «libro curioso, original, temerario y grandemente entretenido», y agrega que Fernando González «ha hecho una cosa muy rara aquí en Colombia, un libro de pensamiento […] escrito por un patriota que tiene de la colombianidad un concepto libérrimo». Max Grillo expresaba: «Fernando González es un poeta y un pensador vanguardista, con tantas y tan nutridas ideas que no puede ordenarlas. Le duele el cerebro de pensar hondo. Es místico, es volteriano, es materialista, todo en un mismo libro». Para Estanislao Zuleta Ferrer: «Es una obra de literatura subjetiva, de penetrante observación psicológica, llena de pensamientos profundos y, sobre todo, llena de gracia». Y Fabio Martínez, profesor de la Universidad del Valle: «Viaje a pie no solo inaugura la presencia en nuestra cultura del viajero pensador, sino que marcará el inicio de las novelas iniciáticas de viaje».

Su inteligente compañero, don Benjamín, escribió que Viaje a pie «se eternizará mientras dure el amor por el habla castellana».

Pero su desfachatez y versatilidad no eran alimento para la Colombia de entonces. De ahí la actitud radical y extrema asumida por la jerarquía eclesiástica, que prohibió bajo pecado mortal su lectura, arguyendo que los fundamentos de la religión y la moral eran atacados con ideas evolucionistas y las personas y cosas santas con sarcasmos volterianos [3].

Su mensaje de autenticidad, de nacionalismo y de desprecio por las formas aparentes no fue entendido sino por unos pocos. Los demás —apartándose de su lectura, pero sin dejar de criticarlo, o penetrando en sus páginas con prosaica prevención— despreciaron el clima interior del autor, su amor por la vida y la juventud, el valor de sus ideas y el goce dionisíaco aprendido del Nietzsche vitalista (el pesimista ya había sido superado).

Más aún, se dejaba de lado su canto a Julia, la evocación sutil del espíritu jesuítico, la manera profunda de concebir la castidad y hasta la búsqueda de la esencia vital de Jesucristo, aquel superador que concibió la forma corporal como accidente.

Definitivamente, como años después dijera Fernando González: «Eran tiempos muy inocentes…». Con todo, este libro cálido, socrático, de Quijote y Sancho por la variada geografía colombiana, escrito al ritmo del palpitar del corazón y de los efluvios del cerebro, cumplió a cabalidad con el propósito del autor: reaccionar contra la literatura retórica y de palabras —«literatura meníngea»—. Quedaron así marcadas las huellas que conducen a un camino nuevo y abierto. Porque es partiendo de esta obra como podrá ser reemplazado en el mundo de nuestras letras ese caduco estilo suramericano, ampuloso, verbalista, desconectado de la realidad, árido y solemne [4].

Asistía razón a don Jacinto Benavente: «Su obra es originalísima y del más desenfadado humorismo. Pero no es para todos. Caviar para la multitud, que dijo Shakespeare…». Y al propio autor del libro, quien dejó escrita esta frase de corte testamentario: «A mí me han llamado “ateo” los “jerarcas”, y fui beato» [5].

Notas capítulo 6:

[1] El remordimiento, op. cit., p. 84.
[2] Don Benjamín, jesuita predicador. Bogotá, Colcultura / Universidad de Antioquia, 1984. Prólogo de Miguel Escobar Calle. [N. del E.]
[3] Monseñor Manuel José Caycedo, arzobispo de Medellín, prohibió bajo pecado mortal la lectura de Viaje a pie, según decreto arzobispal fechado el 30 de diciembre de 1929, condenación ratificada por el obispo de Manizales el 8 de abril de 1930. Disposición similar cursó, tres años después, con respecto a Don Mirócletes: «…por disposición del Excmo. Sr. Arzobispo, el libro Don Mirócletes está prohibido y es pecado mortal reimprimirlo, leerlo, retenerlo, venderlo, traducirlo a otra lengua o prestarlo a los demás…». (Enrique Uribe, secretario del Arzobispo, Medellín).
[4] Véase la certera crítica de Fernando González al estilo suramericano en la revista Antioquia, n.º 5, septiembre de 1936, pp. 23-32. Este «bello estilo» es el único que se ha usado en Colombia. Caracterizado por la gran longitud de los períodos, con cláusulas entre comas, a veces más largas que la proposición principal, y adjetivos antes y después de cada sustantivo. Así que no hay ninguna idea, «sino un ruido como el de la música africana». Fernando González señala a los campeones en este país de híbridos e imitadores: Olaya Herrera, en la oratoria; los magistrados, en el foro, y Luisito Cano, en el periodismo. De este último presenta ejemplos tomados de sus editoriales, tras lo cual pregunta al lector: «¿Seremos groseros al llamar a esto “bello estilo peído”?».
[5] Las cartas de Ripol. Bogotá, Ediciones El Labrador / Joe Broderick, mayo de 1989. Introducción por Alberto Aguirre. [Actualmente se rinde homenaje al libro por medio de la «Lectura del Viaje a pie desde el camino», idea impulsada desde 2009 por el proyecto «Travesías Literarias» de la Organización Caminera de Antioquia (OCA). Según sus estatutos, sus objetivos son el rescate del patrimonio nacional, la promoción de estilos de vida saludables, el impulso al turismo rural-cultural y la generación de conciencia ambiental].

— o o o —

7. Historiador con método propio

En esto de biografías se han usado dos métodos hasta hoy: el narrativo y el filosófico. El primero saca su interés de los procedimientos del novelista; es muy exitoso: Ludwig. El segundo es más serio e intelectual: Zweig. Usaremos nuestro método, el emotivo: revivir la historia por el procedimiento de la autosugestión […]. (F. G.)

Una de las preocupaciones fundamentales del pensamiento de Fernando González en el período que va de 1929 a 1940 es la reflexión en torno al método.

Para organizar su energía y alcanzar el mejoramiento personal, el hombre requiere de un proceder vital metódico. Pero no se trata de aprender un método ni de adoptar uno cualquiera, como se hace con los fenómenos estáticos y estereotipados. No. Es preciso descubrirlo dentro de sí mismo, para que cada uno manifieste su individualidad, adquiera su propio ritmo, construya su camino. El secreto consiste en poseerse: ir ascendiendo en conciencia hasta obtener la completa autoposesión.

El método es materia vivencial de estudio y experimentación que surge con fuerza en Viaje a pie (1929), es retomado en variadas formas y con matices más precisos en Don Mirócletes (1932) y en Los negroides (1936), y, bajo el nombre de método emocional o emotivo, se utiliza como técnica propia de interpretación de personajes en sus libros de contenido histórico-biográfico: Mi Simón Bolívar (1930), Mi Compadre (1934) y Santander (1940).

El punto de partida en Viaje a pie es la idea de ritmo. Columna vertebral moral del viaje, lo considera tan importante para vivir «como lo es la idea del infierno para el sostenimiento de la Religión Católica». El ritmo podría servir para clasificar a los hombres, pues cada uno tiene el suyo para caminar, para trabajar y para amar [1].

De ahí que proceda a formarse la idea de joven pragmatista, a quien la voluntad metodizada, el alma concentrada, le permiten adquirir un estado positivo para el pensamiento y la acción. Además, el hombre es vitalidad —acumulador de energía—, de modo que es preciso no dilapidarla, sino gastarla con método. Tal es su disciplina mental: «El joven pragmatista admira lo único que hay admirable en este esferoide: el método; la capacidad de perfeccionarse que tiene el hombre […]» [2].

Sólo de la aplicación de un método así concebido (y como canto a la vibrátil Julia de Viaje a pie, aquella Dulcinea de las vertientes del Arma), podía surgir un entendimiento tan elevado y artístico de la castidad. Juzgada indispensable para poder amar… universo, tierra y estrellas, la encierra en esta exclamación: «¡Somos castos para poder amar!». No es admisible, por tanto, buscar la castidad odiando la sensualidad, a la manera de los monjes, que precisamente por eso no pueden ser castos. Únicamente los grandes sensuales llegan a identificarse con la castidad. Castidad que consiste en «paladearlo todo, acariciarlo todo sabiamente, y no dilapidar» [3].

En Don Mirócletes empieza por describir métodos para que su alter ego, Manuelito Fernández [4], deje de fumar y beber. Aconseja el método gradual: reglamentar el vicio en escala descendente y tratarse mentalmente por medio del espejo, ante el cual hace propósito de perfeccionamiento. Fracasa, sin embargo, a menudo. Después de cada derrota, su voluntad se torna más débil. Pero su amor a la grandeza humana lo transforma: «Cuando oigo que hay un gran hombre, o cuando leo algo sobre ellos, dejo de fumar y beber durante ocho días».

Es por ese camino y con esas manifestaciones vitales como va naciendo su filosofía de la personalidad, delimitada en Los negroides como réplica a los vanidosos escenarios raciales y culturales de Suramérica, a su tradición imitadora, a su apariencia vacía.

La personalidad, para Fernando González, es el conjunto de modos propios de manifestarse el individuo. Aquello que se manifiesta se llama individualidad. Pero esta se encuentra dormida, casi siempre, o no brota con naturalidad a causa de embolias psíquicas.

Induce que la grandeza del alma todo lo embellece. El padre Elías usaba un gorrito sobre su gran cabeza:

Fue la primera vez en que vi cómo una prenda de vestir, fea de suyo, se hacía bella por la personalidad. El alma del padre Elías irrigaba el sombrero, echaba raíces en el sombrero [5].

Sí, la grandeza de alma le otorga belleza a todo, incluso a los vicios: el poeta Byron, por ejemplo, «…se emborrachaba en sus banquetes hasta caer debajo de la mesa, y tal era la personalidad del inglés que eso parecía bello […]».

Entiende que debe ofrecer una lección a la juventud. La formula con palabras que son una especie de mensaje-resumen de su teoría de la personalidad: «Cuando un joven comprende que el secreto no está en lo que haga, en lo que diga, en el vestido, etc., sino en la energía interior, está maduro para la filosofía» [6]. Es así como la juventud estará en condiciones de ir abandonando los complejos raciales impuestos por los conquistadores y los prejuicios que la azotan, y de convertirse en superadora de las causas deformantes de su quehacer vital auténtico.

Método es modo de hacer una cosa y, en cuanto concierne al individuo, es su modo propio de manifestarse. Por eso resulta insuperable el que cada uno lleva dentro: «Cada hombre está llamado a llegar al Espíritu con sus propios pies» [7].

Método, pues, necesario para dar libertad, suprimir embolias, vicios heredados, prejuicios y temores, y hacer posible la manifestación desde lo profundo del yo, con la fuerza y la pureza del agua que brota del prístino manantial.

Si el método es libertador, aquí reside su poder y su parentesco con la verdad, que puede concebirse como un proceso de liberación.

¿Hubiera podido ser el método de Fernando González —el suyo propio— otro que no fuese el emocional, nacido de su yo íntimo? Por supuesto que no. De haber sido distinto, la búsqueda de prolongación en seres, realidades y anhelos habría resultado una expectativa frustrada; el autor habría quedado desprovisto de dimensión subjetiva y expósitos sus personajes, y él no habría alcanzado la plena posesión de sus biografiados, indispensable para comprenderlos. Utilizar el método emocional, advierte, es saber «que la alegría está en el poder de la conciencia» [8].

Entendió que la verdad es viva y también la biología de la historia. Y que el juicio de identidad es la suprema intuición: ver en uno el mundo de… Por eso, el uso del posesivo Mi (Mi Simón Bolívar, Mi Compadre) resultó ser expresión adecuada de su método y no artimaña o forma simulada de traicionarse a sí mismo.

A pesar de los aspectos relevantes que presenta, los mismos que le otorgarían virtualidad para superar o complementar los métodos tradicionales, la metodología empleada por Fernando González no ha sido comprendida en sus verdaderas dimensiones. Un perspicaz crítico de la literatura colombiana sostiene que se trata, en realidad, de un no-método, cuyo inconveniente consiste en dejar a la libre asociación más de lo deseable para un trabajo orgánico [9]. Pero, aun concediendo cierta validez a esta tesis, es difícil dejar de reconocer que hacen falta investigadores de la historia dotados de la capacidad de utilizar el método emocional con la profundidad psicológica que encierra. Nos parece que quedó abierto un camino de amplias perspectivas a los futuros historiadores que, sin prescindir de una documentación seria, deseen apartarse tanto de criterios enciclopédicos como de narraciones románticas y exaltadas.

¿Pero qué decir de los artistas del drama, los hombres? Confiesa que no ha conocido hombres, sino pedazos de humanidad, cabos de hombre.

Quiere ir en busca de hombres representativos, observarlos, seguir atento sus huellas, documentarse aplicando el procedimiento de la autosugestión para poder incorporarlos a su mundo mental y emocional, de modo que las vivencias de aquellos sean sus propias vivencias.

Sí, grandes hombres. Porque «las verdaderas universidades son los grandes hombres» [10].

¿Qué caracteriza a los grandes hombres? ¿Cómo se distinguen de los demás mortales? El siguiente cuadro resulta ilustrativo:

… los grandes hombres son más fatalidad que todos. Son instrumentos de Dios. No se detienen a meditar; el acto sigue a la idea, mezclados, sin espacio entre ellos. Van como llevados de la mano. Más que ninguno, no saben para donde van. Obedecen. Pienso que el secreto de la grandeza es obedecer a las voces. Tienen una gran voz interior que no les permite oír otras. La prueba está en que no se cansan, son como posesos. No se fatigan de oír y ver a la misma gente.

Una gran voz que los llama, les sirve de columna vertebral o de bastón. Mientras que nosotros, humanidad amorfa, somos llamados por mil cosas contradictorias y nos fatigamos y cambiamos; nada nos enamora [11].

Consecuente con sus ideas, Fernando González admiró en el transcurso de su vida a unos cuantos grandes hombres: Jesucristo, Moisés, San Pablo, Sócrates, Siddharta Gautama (Buda), san Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola, Simón Bolívar, Mahatma Gandhi, Shakespeare y Dostoievski —los dos últimos, para él, las dos cumbres de la psicología—. A quien conoció en Venezuela e hizo su compadre: Juan Vicente Gómez. Y, entre los filósofos, a Federico Nietzsche, Giordano Bruno y Baruch Spinoza, a quien consideraba «el hombre más bien dotado para la sabiduría que haya existido en la Tierra» [12].

Aplicando su método emocional, pretendió escribir en determinada época sobre casi todos aquellos personajes, sin duda los que más influyeron en su vida y pensamiento. Anunció que publicaría las biografías de Sócrates y Mahatma Gandhi, así como un segundo volumen de Mi Simón Bolívar. Y, en 1934, en Marsella, pocos meses antes de ser reemplazado como cónsul, expresaba su emoción ante un proyectado viaje a Oriente en busca de Jesús, Mahoma y Buda, y la posibilidad de regresar con el más anhelado de sus libros: La vida de Jesucristo [13].

Los proyectos se concretaron tan solo en los primeros tomos de Mi Simón Bolívar y Santander (este último para destapar al falso héroe nacional), editados respectivamente en 1930 y 1940, años que corresponden a la conmemoración del primer centenario de la muerte del Libertador y del Hombre de las Leyes; y en la biografía de Juan Vicente Gómez, titulada Mi Compadre y publicada en el intervalo de aquellas dos obras.

Asimismo, en 1959 anunciaba un segundo volumen del Libro de los viajes o de las presencias: «…será el viaje a la hambre, cuyo rey es Carlos Marx, y también a varios otros mundos». Pero, una vez más, sus vivencias superaron sus propósitos.

Mi Simón Bolívar

El posesivo es derivación por línea directa del método emocional:

Así echaré a don Simón delante de mí por calles, plazas y montes, y yo iré detrás, animándolo y comparándome con él. Será mi hijo. […] Bolívar debe ser mi Bolívar, así como el mamón es de la mujer parida; tibio como el polluelo amarillo [14].

¿Cuáles fueron los motivos que obraron para que Fernando González —hasta entonces el autor de Pensamientos de un viejo, Una tesis y Viaje a pie— hiciera este viraje hacia el campo de la investigación histórica?

Refiere Alfonso González Ochoa [15] que, en París, a finales de 1929, conversando con el célebre escritor francés Romain Rolland, este le comentó, a modo de sugerencia: «¿Por qué su hermano no escribe una vida de monsieur Bolívar?».

El 11 de diciembre de ese mismo año, Alfonso recibió en París una carta en la cual Fernando mencionaba la situación de pugnacidad que vivía Colombia con motivo de la campaña electoral para escoger presidente de la República, y le pedía, con angustia: «Sácame de aquí, pues ya tengo la cabeza cana y las contrariedades y enojos me están acabando la inteligencia y la juventud del corazón».

Al regresar a Colombia, el 5 de febrero de 1930, Alfonso era esperado en Girardota, en la estación del ferrocarril, por Fernando y su familia. Subiendo hacia la casa de «El Noral», sostuvieron este breve diálogo:

—¿Qué escribes ahora?

—Estoy terminando El padre Elías.

—¿Por qué no escribes una biografía de Bolívar?

—El Libertador es muy interesante, pero yo no soy historiador.

—Escríbela para el centenario. Con esto ganarás dinero y podrás irte a estudiar a Europa.

—Yo pienso el asunto y te aviso a Manizales.

El 13 de marzo siguiente, Fernando le escribía:

Bolívar, el hombre de la hamaca, nacerá en estos días.

Ya me siento preñado, pero no se puede apurar hasta que el espíritu lo desee. Hay leyes espirituales como fisiológicas: las supremas leyes de la gestación.

Fernando González concibió la biografía de Simón Bolívar para ser escrita en dos volúmenes, que se llamarían, respectivamente, Lucas Ochoa y El Libertador. Respecto del primero, le decía a Alfonso:

Lucas Ochoa soy yo, pero yo no soy Lucas Ochoa. El loco que hay en mí en embrión lo haré salir y lo crearé [a Bolívar].

Y en relación con el segundo volumen:

Será la obra definitiva. No temas, que nadie me arrebatará esa biografía.

Entonces, al tiempo que atendía sus obligaciones familiares y judiciales, trabajaba con inusitada intensidad, poseído por la presencia de Bolívar, hasta el extremo de que parecía un surtidor de ideas…

Por eso su hermano Alfonso, que conoció todo el proceso de gestación de Mi Simón Bolívar y recibió los originales para entregarlos a la imprenta [16], pudo escribir este elocuente y atinado concepto:

Libro difícil, histórico y autobiográfico que en cuatro meses fue estudiado, concebido y creado en los sótanos de un juzgado.

¿Por qué la dedicatoria «al mayor Santander y al general Páez»? Porque, mientras Bolívar es conciencia continental y, a veces, cósmica, Santander y Páez representan conciencias regionales y actitudes egoístas y mezquinas en el escenario de las guerras libertadoras y, después, en el marco de la Gran Colombia ideada y forjada por aquél.

De Santander dice: «[Es] la envidia hecha método, tenía conciencia orgánica del dinero. ¡Cuán parecido a todos los abogados de la Nueva Granada!» [17].

Y de Páez:

…para el gran Páez no existía sino el río Apure; era un niño inocente, un primitivo que miraba a Bolívar como a un dios y, otras veces, cuando estaba lejos, como a un diablo. Fue niño hasta en sus crímenes; un primitivo dominado por todo lo que brilla [18].

El trasfondo del libro es esencial: hacer ver que la América tropical e india debe poseer y estimular a sus historiadores y artistas, capaces de entender a los grandes hombres que ha producido, y no importar biografías y monumentos de Europa, ni encargar esas obras a un Emil Ludwig, a un Iván Meštrović o a un Miller. Es cuestión de dignidad y, ante todo, de auténtica conciencia americanista.

Inicialmente entra en escena el personaje Lucas Ochoa: se explica su vida, su manera de concebir el yo, la conciencia, la concentración orgánica y psíquica, el perfeccionamiento armonioso y la religión como un ideal de conducta. Es la preparación indispensable para poder entender la biografía de Bolívar, presentada en forma fragmentaria, puesto que el alter ego y maestro de Fernando González tenía proyectado escribirla en un segundo volumen.

Con el propósito de hacer la mensura de El Libertador, Lucas inventa el metro psíquico o concienciámetro, instrumento de máxima utilidad para la medición impersonal y desapasionada de hombres y pueblos. Aunque admite muchos matices, y puede suceder que un hombre tenga instantes superiores, el metro permite clasificar a los seres humanos en siete niveles o grados de conciencia: orgánica, familiar, cívica, patriótica, continental, terrena y cósmica; es decir, la escala se eleva desde la masa amorfa —mínimo de yo y máximo de cosas extrañas— hasta la completa evolución del yo, cuando se infunde en él todo lo manifestado.

Desarrollar esos grados latentes en la conciencia es tarea fundamental de la civilización. El Occidente cristiano, empero, al tomar como modelo a Aristóteles y especular con el conocimiento indirecto, y después crear una civilización mecanicista y materialista, abandonó el núcleo de la conciencia.

¡Ante todo, la conciencia! Esa hermosa facultad de percibir modificaciones «y al yo como centro». Por eso afirma que la mejor manera de gozar y aprender es ascendiendo en conciencia. Lucas Ochoa hace un admirable y original estudio sobre ella, para demostrar hasta dónde logró llegar Simón Bolívar y por qué este tuvo, como ninguno, la conciencia de la libertad para los pueblos de América.

(El ideal bolivariano era romper las cadenas de la opresión y que todos fueran libres para vivir con dignidad, para formar parte de un pueblo representativo de sus propios valores, orgulloso de lo autóctono).

Caraqueño de ascendencia vasca, Bolívar vivió y actuó en una tierra de mulatos, impropia para conquistar altos grados de conciencia. Sorprende, sin embargo, que haya alcanzado la «conciencia continental nítida, ¡quinto grado!». Tal es el resultado de la aplicación del metro psíquico a su vida de guerrero, de estadista y de visionario, prolongada durante cuarenta y siete años, cuatro meses y veinticuatro días. En este tiempo relativamente breve había sabido cumplir con la admirable ley de la energía humana, cuyos principios se resumen así:

I. Saber exactamente lo que se desea;

II. Desearlo como el que se ahoga desea el aire;

III. Sacrificarse a la realización del deseo [es decir, «pagar el precio»].

Además, fue Libertador en un doble sentido: del dominio español y del alma americana. Quería no solo independencia política, sino también libertad espiritual.

Su lucha por la libertad espiritual refleja al hombre promesa y la obra inconclusa, aspectos que, para Lucas Ochoa, representan lo trascendental del espíritu: que «la realidad jamás alcanza al anhelo».

La obra más interesante de los hombres de acción la han realizado —sostiene— no en cuanto se movieron, sino en cuanto irradiaron.

Por eso Bolívar es situado entre los genios libertadores, aquellos que luchan porque cada uno cumpla sus propios fines —se le sitúa al lado de Siddharta Gautama, Descartes, Pasteur, Einstein…—, mientras los genios esclavizadores necesitan del rebaño (Atila, Alejandro, Napoleón).

En cuanto a la organización del Estado, a las tres grandes funciones, órganos o poderes tradicionales, Bolívar agregaba un cuarto poder: el Poder Moral, encargado de la «jurisdicción efectiva en la educación y la instrucción». Lo juzgaba indispensable para fomentar la virtud cívica y el espíritu nacional, condiciones sin las cuales Suramérica nunca sería realmente libre. Quería que su gobierno fuera excelente, el que hacía consistir «en ser apropiado a la naturaleza y al carácter de la nación para quien se instituye». Era entonces cuando la política debía cumplir sus fines más elevados, que González entendía ya como el «arte de conducir al pueblo a sus destinos latentes» [19] o, bien, como «la faena de gestar una patria en donde sea bueno estar vivo», como habría de escribir más tarde en sus Arengas políticas. Además, por estar por encima de las facciones, consideraba que «Bolívar era liberal y conservador» [20].

En Mi Simón Bolívar —escribe Charles Lesca desde París— se encuentran muchos más elementos de interés que en tal o cual estudio grave y doctoral sobre el Libertador.

Laureano Gómez admite: «Es admirable en este autor la forma nueva como maneja el arte biográfico, la gran independencia de criterio y la solidez de raciocinio».

Y Concha Espina: «Es lo más original, más bello y más moderno que se ha escrito acerca del Libertador».

Mi Compadre

¿Qué indujo a Fernando González a escribir sobre Juan Vicente Gómez, el dictador venezolano? Las palabras iniciales del libro, escritas de puño y letra por el autor, ofrecen una primera aproximación al interrogante planteado:

Este camino es mío, opuesto al de todos los americanos, y no tengo más compañero que El Libertador.

¿Acaso no es interesante, como objeto de estudio para el biógrafo, un hombre que durante sesenta años ha estado sobre sí mismo, construyendo su sendero de lucha y de victoria?

Por lo demás, hay una frase de Fernando González que sirve, quizá mejor que ninguna otra, para entender el porqué de esta biografía sobre Juan Vicente: «Yo lo estudié por amor a la grandeza humana».

Tal fue la motivación que lo cautivó, y también la razón que obró en su ánimo para decidirse a viajar a Venezuela, donde permaneció desde septiembre de 1931 hasta enero de 1932, tratando de encontrar la «sinergia glandular» y la «unidad psíquica» del general Gómez; bregando por recibir estímulos, por hallar el secreto de la vitalidad.

¡Estaba embriagado por el torbellino de la vitalidad! Y creía que esta cualidad humana, tan incitante y creadora, se encontraba en la patria de Bolívar, encarnada en ese extraño y singular ejemplar humano, en ese «brujo» de los Andes.

(Estando en Caracas, dedicado a documentarse sobre Venezuela y su gobernante, nació en Medellín, el 24 de octubre, el quinto de sus hijos. Bautizado con el nombre de Simón Guillermo, sirvieron de padrinos el general Juan Vicente Gómez y su señora esposa, quienes, para este efecto, enviaron el correspondiente poder al párroco de la iglesia donde se cumplió la ceremonia en aquella ciudad, siendo representados, respectivamente, por Vicente Restrepo Gaviria, hermano de doña Margarita, y Ligia González Ochoa, hermana menor de Fernando. Este acontecimiento familiar explica el título del libro…

Cuatro días después, es decir, el 28 de octubre de 1931, un suceso doloroso y de repercusión nacional ocurrió en Bogotá. En esta capital, donde vivía rodeado de prestigio y amigos, se suicidó, a la edad de treinta y siete años, Ricardo Rendón, dibujante genial y temible caricaturista político.

¡Qué insondable viaje el de su compañero panida, a quien debió evocar con inmenso afecto desde la tierra de Bolívar y Gómez! Fernando lo admiró profundamente, hasta afirmar que, como caricaturista, fue «el más grande de los de Colombia en todos los tiempos»).

Fernando González procedió, pues, tanto en Caracas como en Maracay, a observar minuciosamente el escenario en que actuaba su personaje: casa de gobierno, haciendas, galleras, etc. Al mismo tiempo, se documentaba sobre hechos pretéritos y actuales de la vida política y social de ese país. Todo ese mundo vivencial lo anotaba en sus libretas, las cuales llegaron a hacerse tan comunes e imprescindibles que sus amigos de la Academia Venezolana de la Historia resolvieron bautizarlo «el hombre de las libretas».

La elaboración del libro no se terminó sino dos años después, cuando su autor se encontraba en Marsella (Francia), ejerciendo el cargo de cónsul de Colombia.

Publicado en abril de 1934 por la Editorial Juventud de Barcelona, Mi Compadre presenta en primer plano la historia de Venezuela: Páez y los llaneros, José Tadeo Monagas, Guzmán Blanco, Joaquín Crespo, las guerras civiles, la agonía de los godos primero y del liberalismo después, Cipriano Castro y su dictadura (1899-1908).

Es el fondo del retrato del general Gómez, de la actividad que este habrá de desarrollar, guiado por un trabajo metódico, silencioso, serio, analítico… y contundente.

Los tres hombres decisivos en la evolución política venezolana son José Antonio Páez, Antonio Guzmán Blanco y Juan Vicente Gómez. Pero es en este último donde existe una característica que resulta verdaderamente seductora para nuestro biógrafo: su sagacidad o astucia para instaurar un gobierno netamente nacional, primer ensayo de autoexpresión de la raza suramericana. La consecuencia es el abandono de la sugestión de Europa y de la imitación extranjera de leyes y costumbres.

Mezcladas, en virtud de las guerras, las sangres española e india y la pinta negra, Venezuela comienza a autoexpresarse. El capitán de este experimento es «el montañero» Gómez. Fernando González vislumbra al gran mulato: 45 % aborigen, 45 % blanco y 10 % negro. Esperanza de Suramérica, representa la síntesis del hombre unificado y adaptado.

La evolución racial y humana, sin embargo, no se presentó como la intuía González. Por eso, en 1960, en rápida pincelada y un poco a modo de testimonio de la desilusión, escribió: «Yo esperaba un poco de egoencia en Venezuela». [21]

De hogar campesino —el mayor de trece hermanos—, Juan Vicente Gómez fue siempre un hombre de firmeza, cumplimiento y seriedad. Cuando estuvo con Cipriano Castro refugiado en Colombia, lo llamaban don Juan, y en el Táchira, mano Juan. «Hombre hábil como un brujo; sabe esperar su día, permanecer en la sombra. Cada amanecer tenía cien amigos más y Castro cien amigos menos». Así, con paciencia y realismo, y sin derramar una gota de sangre, desalojó a Castro y se hizo proclamar presidente.

Tras afirmar que el general Gómez ha cumplido veintitrés años en el poder sin una revolución, destaca que el país está cruzado por carreteras, sin deuda alguna, y que no hay «ni un vago, ni un pordiosero». Tres sueños ha tenido: «Bolívar, carreteras y acabar con guerrilleros». «El mar de podredumbre y enredos que encontró ha servido también para que lo insulten y desfiguren»; pero lo cierto es que Gómez salvó a Venezuela «con sus doctrinas y prácticas originales, nacionales, sencillas y nuevas, emanadas de nuestro suelo».

Todo ello sin haber estudiado en ninguna escuela y, salvo el tiempo de lucha desde Colombia, sin haber salido de su país.

¿Y su inmensa fortuna? Fernando González la explica de este modo: «…es el primer trabajador de Venezuela, el que comenzó, el que dio el ejemplo. Sus empresas han aprovechado de su obra de gobernante». Y no tiene dinero en el exterior.

Pertenece al epílogo la siguiente afirmación, que deslinda conceptos y resume la manera como el autor entendió al personaje: «…no es pro-pia-men-te un dic-ta-dor…; es un do-mi-na-dor».

Recién terminada esta polémica biografía, Fernando González escribió: «Mi mejor libro es Don Mirócletes, aunque los colombianos crean otra cosa. Mi mejor libro, eso sí, después de Mi Compadre». [22]

Se enorgullecía de haberle dicho al general Gómez todo lo que pensaba, haciendo énfasis en la frase con la cual lo califica de ángel y tigra parida. [23]

Un crítico literario, José María Salaverría, coincide con el autor de Mi Compadre: «Me parece la obra mejor de cuantas conozco de él…». Y puntualiza: «Se trata de un escritor de raza, ingenioso e inquieto, dueño del lenguaje y de una animación que conquista y seduce». Velasco Ibarra, por su parte, estima que es «el libro de psicología histórica más hondo». [24]

Es lo cierto, sin embargo, que en materia de apreciación o gusto personal respecto de sus obras, el maestro no conservó una posición definida, y menos aún rígida, sino, por el contrario, variable y ondulante como la vida misma. Este parece ser un asunto de vitalidad. En efecto, después de haber escogido Mi Compadre como su mejor libro, sus preferencias se inclinaron por Viaje a pie. Durante un diálogo que con él sostuvimos en La Huerta del Alemán, a finales de 1958, nos decía que su obra predilecta era El maestro de escuela, porque sintetizaba, hasta la edad de cuarenta y seis años, su lucha y sus angustias.

Al año siguiente, en el Libro de los viajes o de las presencias, rememoraba con emoción Viaje a pie y Don Mirócletes, poseído por el deseo de escribir otro similar a aquellos. Tampoco faltó la posición ecléctica: «Con las obras, hijas del espíritu, sucede lo mismo que con los hijos, frutos de la carne. Un padre de familia siente el mismo cariño por todos sus hijos, aunque entre ellos haya un descarriado o un jorobado. Todos son sus hijos», le expresaba, en los últimos años de su vida, a un artista amigo suyo. Pero este, al insistir para que eligiera una de sus obras, se encontró ante esta respuesta: «El remordimiento, porque es muy viva y me costó grandes dolores parirla». [25]

Con todo, Mi Compadre no fue bien recibido por la opinión oficial venezolana: «…se enojaron y ni siquiera permitieron la entrada de los ejemplares enviados». [26] Quizá porque, al lado de los elogios a la personalidad del general Gómez, existen también apreciaciones comprometedoras para el prestigio de un hombre todavía en el cénit del poder, del cual solo lo despojaría la muerte, ocurrida en 1935.

Cabría resaltar la forma como percibe el aura de Venezuela, asemejándola a una casa de ejercicios de jesuitas: silencio, porque la gente tiene miedo a una voluntad de hierro. «Es una leonera con el domador adentro». [27]

Aunque admiraba la voluntad y la inteligencia astuta de Gómez, su ensayo de mensura lo coloca lejos de Bolívar y más próximo a la conciencia orgánica que a la cósmica. En Los negroides (1936) se pregunta si en Suramérica hay manifestaciones que brotan «así como el agua de la peña», y responde: Bolívar y Gómez. Aquel, meteoro: «He meditado durante años y don Simón me queda inexplicable». Este, «hijo de la guerrilla, del asesinato, del cataclismo racial»; genio elemental a quien «explican cien años de luchas atroces en la brega por fusionar todas las razas» en esta parte del continente. [28]

¿Esperó Fernando González, por haber escrito este libro sobre Juan Vicente Gómez, alguna recompensa del biografiado? En carta del 5 de abril de 1934, dirigida a su hermano Alfonso, hace una afirmación categórica: «…del general Gómez nunca aceptaré regalos, ni condecoraciones»; pero pocos días después, con fecha 18 de abril del mismo año, escribe a su suegro, Carlos E. Restrepo, con el fin de invitarlo a viajar a Jerusalén si el presidente venezolano le envía un cheque por la biografía, y puntualiza: «Esta invitación es muy seria, condicionada apenas por el envío de un cheque, cosa que debe ser, pues digo que mi compadre es otro Moisés. Dentro de poco sabré si la condición se cumple».

La condición, finalmente, no se cumplió. «No hubo cheque», anotó al margen de dicha misiva al ser publicada en Cartas a Estanislao. [29]

En un libro escrito cuarenta años después por un notable historiador venezolano, [30] donde se describe ese turbio, imprevisible y complejo escenario de los caudillos criollos, son exhibidos en su dimensión vital Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, representados por los generales Carmelo Prato y Aparicio Peláez, respectivamente. Ya organizan tropas para hacer la guerra, ora entran en conjuras o en combates, o bien en negocios e intrigas, como dos compadres unidos por intereses comunes, y se mueven de un lado para otro por la variada geografía de su país en busca del poder. Gómez aparece una vez más como el hombre de actitudes y lenguaje propios del campesino de la frontera montañosa: astuto, calculador, silencioso (prefiere oír hablar y callar largos silencios), apasionado por el trabajo, por el campo y por el ejército; obsesionado por implantar el orden público en el territorio nacional y, para ello, perseguidor de los guerrilleros y de los vagos; tan generoso (dadivoso) con los amigos como implacable con sus enemigos; y, además, psicólogo nato que se retrata en esta frase: «Lo que pasa es que yo sé lo que están pensando. No lo que dicen sino lo que están pensando. No lo que hacen sino lo que querrían hacer».

Características humanas que, después de la conjura o golpe de Estado de 1908 («nadie ha preparado un viaje para Europa con la minuciosidad con que Gómez arregló el del general Castro», afirma González en Mi Compadre), le permitieron mantenerse en el poder durante veintisiete largos años, en los cuales —como sintetiza Uslar Pietri— acabó con la guerra civil, creó el ejército nacional, echó las bases del Estado nacional, acabó con el caudillismo y con los partidos históricos, abrió el camino para el desarrollo petrolero y pagó la vieja deuda que venía desde la Independencia. [31]

Continuará…

Notas capítulo 7:

[1] Viaje a pie, op. cit., p. 23.
[2] Ibidem, op. cit., p. 48.
[3] Ibidem, op. cit., p. 114.
[4] Manuelito nació en 1895 con tres dientes y mordió a su madre, que murió de un cáncer que allí se le formó. Con dientes, característica que sirve para explicar cómo pudo llegar a convertirse en el filósofo de Suramérica y de la personalidad: «Qué bello y qué raro, pero cuán lógico: Fernández, el de las embolias, el que no tiene personalidad, ¡es el nuncio de la personalidad y el destructor de las embolias!». (Don Mirócletes, op. cit., pp. 13, 27, 40).
[5] Ibidem, op. cit.
[6] Ibidem, op. cit., p. 22.
[7] Los negroides, op. cit., pp. 47-48.
[8] Mi Simón Bolívar, op. cit.
[9] Literatura y realidad, op. cit., p. 41.
[10] Don Mirócletes, op. cit., p. 156.
[11] Mi Compadre. Editorial Juventud, Barcelona, abril de 1934, p. 114. (Cursivas en el original).
[12] La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera. Ediciones «Otraparte», Medellín, marzo de 1962, tomo segundo, p. 186.
[13] Cartas a Estanislao, op. cit., p. 89.
[14] Mi Simón Bolívar, op. cit., pp. 250 y 262.
[15] Carta a Carlos E. Restrepo del 20 de septiembre de 1930. Archivo Carlos E. Restrepo, Biblioteca Central de la Universidad de Antioquia.
[16] La primera edición de Mi Simón Bolívar fue publicada en Manizales por la Editorial Cervantes en septiembre de 1930.
[17] Mi Simón Bolívar, op. cit., p. 234.
[18] Ibidem, op. cit., p. 151.
[19] Revista Antioquia, n.º 4, agosto de 1936, p. 57.
[20] Los negroides, op. cit., p. 78.
[21] En: Marquínez Argote, Germán. ¿Qué es eso de… filosofía latinoamericana? Editorial El Búho, Bogotá, 1984, tercera edición, p. 76.
[22] Carta a su hermano Alfonso, 5 de abril de 1934, en Cartas a Estanislao, op. cit., pp. 87–88
[23] En Mi Compadre, escribió: «Gómez oculta, quiere ocultar a todos, su gran capacidad para castigar. Es un ángel y es una tigre parida». (Ibidem, op. cit., p. 164).
[24] Velasco Ibarra, José María. Conciencia o barbarie. Editorial Atlántida, Medellín, 1936, p. 159.
[25] En: Posada Saldarriaga, León. Escritos breves. Susaeta Ediciones, Medellín, octubre de 1975, p. 67.
[26] Cartas a Estanislao, op. cit., p. 85.
[27] Mi Compadre, op. cit., p. 141.
[28] Los negroides, op. cit., p. 13.
[29] Cartas a Estanislao, op. cit., pp. 84, 85 y 88 (resaltado del texto).
[30] Uslar Pietri, Arturo. Oficio de difuntos. Editorial Seix Barral, Barcelona, 1976.
[31] Véase también su ensayo «El papel histórico de Juan Vicente Gómez», publicado en el suplemento dominical de El Colombiano, 2 de junio de 1996, p. 9.

Fuente:

Henao Hidrón, Javier. Fernando González, filósofo de la autenticidad. Ediciones Otraparte, séptima edición [en proceso de revisión], Envigado, diciembre de 2018, pp. 1–119. Número total de páginas: 310.